sábado, 1 de febrero de 2025

-Relato 3 de Alba Amador

 Ángela


Y… se había acabado.

Al menos había dejado de ser lo que una vez fuera.

Pero siempre había sabido que acabaría así.


El pozo de la ascensión,

BRANDON SANDERSON



Llevan dos meses sin verse cara a cara. En ese tiempo, Elena ha llorado, le ha gritado a la pantalla del ordenador en su pequeña, blanca y vacía habitación en Valencia, ha empezado a meditar por las mañanas y ha leído ese libro que llevaba meses cogiendo polvo en su estantería y que llevó consigo a su nueva casa. Ha empleado todos los paseos de camino a la universidad para hablar con él por teléfono, todos los días, ida y vuelta, y también en los espacios entre clase y clase. En esos meses, ha empezado a vivir en otra ciudad pero siempre hay una llamada o un mensaje que provienen de la vida que ha quedado atrás. Ahora, cuando Gonzalo baja del tren, atraviesa las puertas automáticas y se acerca a ella, se genera un silencio que solo interrumpen los llantos y las exclamaciones de los reencuentros a su alrededor.

—Hola —dice él.

—Hola.

Los más de seiscientos kilómetros que los separaban, se han convertido en apenas un metro entre ellos. Se observan durante unos segundos antes de acercarse y compartir un abrazo torpe. Se dan un beso corto en los labios y vuelven a mirarse el uno al otro.

—¿Qué tal el viaje? —pregunta ella.

—Bien. Cómodo.

—Me alegro.

—Gracias. —Duda un momento antes de añadir algo más—. Te echaba de menos.

Elena sonríe.

—Y yo a ti.

La estación de tren está abarrotada. Unos vuelven o vienen por primera vez, otros se marchan sin decir adiós a nadie o dejando atrás llantos y besos. Gonzalo le devuelve una sonrisa relajada a su novia y le acaricia unos mechones de pelo que se le escapan de la trenza antes de enlazar sus manos para abandonar la estación de tren. 

—Uf. No me gusta esto, Elena —confiesa él.

—Sí, lo sé. —La muchacha lo mira a los ojos unos segundos antes de seguir hablando—. Es raro. Me he sentido rara al verte.

—Y yo.

—Pero ya no.

—No, ya no —coincide él.

—Esto no va a volver a pasar. Ya sabemos cómo es —asegura ella.

—Eso espero —suplica él.

El trayecto en metro al piso, que Elena comparte con otra chica y dos chicos, lo pasan hablando de lo que van a hacer en esos cinco días que van a pasar juntos después de dos meses sin verse. Una vez en la pequeña, blanca y vacía habitación, no se quitan las manos de encima, tampoco los ojos o las lenguas, pero sí la ropa; una y otra vez.


Hace frío, pero Elena ha dejado la ventana un poco abierta y el aire fresco se cuela en ráfagas momentáneas. Tumbados en la cama, los brazos de Gonzalo son cálidos alrededor de su cintura, la luz del techo está encendida, aunque normalmente es la lamparita del escritorio la que ilumina la estancia, y de fondo, queda rezagada la conversación animada de sus compañeros de piso en el comedor.

—¿A qué hora salimos mañana? —Gonzalo juega con su pelo.

—Una hora antes. Se tarda treinta minutos en llegar, pero por si acaso, no vayas a perder el tren.

—No quiero irme. —La mano que no rodea la cintura de Elena sigue enredada en su pelo.

—Yo tampoco quiero que te vayas. ¿Cuándo vas a volver? —pregunta ella.

—No creo que pronto. Pero tu vienes por Navidad, ¿no?

—Sí, claro. Pero no quiero estar otro mes sin verte. —Sus ojos marrones son brillantes en el espacio cerrado de la habitación. Observa con detenimiento a Gonzalo. Recorre el puente acentuado de su nariz con los dedos, acaricia su barba incipiente y presiona con delicadeza el arco de su labio.

—Haremos videollamada todos los días —susurra él.

—No es lo mismo. Yo quiero acariciarte y abrazarte.

—Y yo —asegura, aún jugando con su pelo.

Cuando Elena abre los ojos, es bien entrada la madrugada y siguen abrazados bajo la incesante luz blanca. Su movimiento despierta a Gonzalo, que rápido comprueba la hora en su móvil.

—Nos hemos quedado dormidos —observa.

—Sin poner la alarma.


—¿Cómo te ha ido el día? —pregunta él.

Su voz suena a través de los auriculares que Elena lleva puestos. Ésta devuelve la mirada a su imagen en la pantalla del ordenador. Gonzalo se ha deshecho de la camiseta, allí no hace tanto frío como en Valencia, tiene la barba recién afeitada y lleva el pelo alborotado y enredado como siempre. Detrás de él, su hermano juega a la play desde la cama y grita alguna grosería de vez en cuando.

La muchacha continúa dibujando en la libreta mientras responde.

—Bien. Un poco agobiante, como siempre. Me he levantado temprano para ir al gimnasio, luego he ido a clase, luego he ido a entrenar y he vuelto a clase. —Resopla—. Estoy cansada, la verdad.

—Claro, cielo. ¿Qué dibujas?

—Es para una asignatura. ¿Tú qué has hecho?

—No mucho —confiesa.

Elena levanta la vista del papel y mira la pantalla frente a ella.

—¿No has ido a clase?

—Es que hoy no había nada importante.

—¿Y has avanzado con algún trabajo?

—No, es que tenía un videojuego nuevo que quería probar.

Elena no dice nada. Sigue dibujando y espera a que Gonzalo continúe con la conversación. Sus rodillas debajo de la mesa chocan con ésta, las velas encendidas a su lado crepitan a veces y la ventana, un poco abierta, deja pasar el suficiente aire para compensar la puerta cerrada detrás de ella. Cuando el silencio se prolonga, se pone en pie y sale de la habitación. Cruza el largo pasillo y entra en el baño.

—¿Sabes qué? —él cambia de tema. Su voz llega de nuevo a través de los auriculares mientras Elena está sentada en el váter—. La novia de mi primo se ha quedado embarazada y quiere abortar.

—¡Anda! ¿Y eso? —Se limpia con papel y se sube de nuevo los pantalones—. ¿No quieren tenerlo? 

—Mi primo sí quiere, pero ella no. Un poco egoísta.

Elena se detiene en el pasillo. Al final de éste se aprecia la puerta entreabierta de su habitación y la pantalla brillando sobre el escritorio. Renueva la marcha, cierra la puerta al entrar y vuelve a sentarse frente al ordenador.

—¿Cómo dices? —pregunta.

Gonzalo se mantiene en silencio unos segundos, observando a su novia desde su casa en otra ciudad.

—Pues que él sí quiere tenerlo, es injusto.

Los ojos de ella se amplían levemente, su mano tiembla sobre la mesa y cruza las piernas, aprisionadas bajo el escritorio.

—¿Lo dices en serio? Es su cuerpo.

—Sí —coincide él—, pero el hijo es de los dos.

Gonzalo está serio. Su hermano, detrás, tantea la escena un momento y luego desaparece, dejándolos solos. 

—¿Lo dices en serio? —repite ella.

—Mira, yo no quiero tener hijos. Pero si los quisiera, que no quiero… Pero si los quisiera y tú te quedaras embarazada, tengo derecho a que ese hijo nazca.

Elena no dice nada. Su labio tiembla y sus ojos permanecen clavados en la pantalla.

—Joder. No llores, Elena.

—No estoy llorando —asegura ella con la voz firme.

—Sí estás llorando. Siempre haces eso con la boca cuando lloras.

Antes de que pueda contestar, tres golpes en la puerta suenan a su espalda. Su compañera de piso la llama desde el pasillo para cenar juntas en la cocina.

—Ya voy —responde Elena, antes de despedirse de Gonzalo con un escueto «tengo que irme», finalizar la videollamada y salir de la habitación.


Elena ha terminado el curso en Valencia y ha vuelto. Ahora, la noche es cálida en el jardín de la casa rural donde están pasando las vacaciones. Las estrellas cubren el cielo en esa zona de sierra y un par de pequeñas lámparas iluminan la mesa y las sillas donde los chicos se entretienen con un juego de mesa. El grupo de amigos de Gonzalo bromea todo el tiempo y ríe con estrépito. 

—¡He ganado! —exclama un chico alto y delgaducho, dando un golpe seco contra la mesa. Las botellas casi vacías de alcohol tiemblan y los vasos chapotean. A una chica se le escapa un pequeño grito de sorpresa y los demás ríen.

—¡Quiero la revancha! 

Gonzalo arrastra las palabras y no pronuncia bien las erres. Su vaso, vacío por sexta vez, rueda por la mesa y cae al suelo.

—Hecho —acepta su amigo.

Elena observa a su novio recuperar el vaso caído y alcanzar una de las botellas de ginebra. Antes de que quite el tapón, ella se inclina con dificultad sobre su hombro para susurrarle al oído.

—Yo quiero subir.

El muchacho la mira con ojos nublados y sonrisa socarrona. Ella se dobla un poco en su silla y deja escapar una sonrisa. El hielo de su vaso tintinea cuando lo menea con gracia.

—Cambio de planes, chicos —declara Gonzalo sin apartar la vista de su novia—. Nosotros nos vamos a dormir.

El grupo ríe y lanza comentarios obscenos cuando la pareja entra en la casa. Todo está oscuro mientras suben las escaleras. Elena tropieza cuando intenta quitarle la camiseta a Gonzalo. Éste le muerde el labio y ella exclama un «¡au!». Llegan hasta la habitación entre tambaleos y suspiros. Ella se separa lo justo para cerrar la puerta mientras él se desviste con rapidez. La luz de la luna atraviesa la ventana moldeando sus músculos y Elena se toma un tiempo para mirarlo.

Las caricias son sólidas, los mordiscos agresivos y los movimientos exagerados. Han pasado meses desde la última vez que hicieron el amor así, con risas de por medio y gemidos vibrantes. Se desplazan por la cama, se mueven y sueltan comentarios divertidos cuando vacilan o chocan. Hay sudor, hay ojos clavados en otros ojos y uñas que arañan pieles.

—Guau —susurra Gonzalo cuando descansan abrazados sobre sábanas húmedas.

—Sí —dice ella con un bostezo.

—¿Tenemos que estar borrachos para follar así?

—Eso parece —responde ella en voz baja.

—Vamos a dormir.

—Vale, pero tengo que lavarme.

Gonzalo la acompaña al servicio y se lava los dientes mientras ella se limpia con agua en la ducha y se viste con ropa interior nueva. Luego la espera sentado en el suelo mientras es su turno para lavarse los dientes. Cuando vuelven a la cama, un beso lento y algunas caricias son su despedida antes de girar cada uno hacia su lado para dormir sin tocarse.


Elena se muerde el labio con fuerza mientras teclea en su ordenador portátil. Está tumbada en su cama mientras Gonzalo estudia en el escritorio. Llevan toda la tarde así, sin hablar apenas.

—¿Quieres merendar? —había preguntado ella hace unas horas.

—Vale —había respondido él.

Bajaron al comedor para merendar magdalenas y zumo, hicieron algún comentario acerca de un vídeo que le habían enviado a él sus amigos y luego continuaron cada uno con lo suyo, de vuelta en el dormitorio. 

—¿Quieres cenar? —pregunta ella ahora.

—Vale —responde él.

—¿Quieres ver una película mientras cenamos?

—Sí, claro.

Comen pizza en silencio mientras miran la pantalla frente a ellos. El comedor se llena de los sonidos de masticar, tragar y beber agua junto a los diálogos de los personajes animados.

—No puedo más —dice ella.

—Yo tampoco —dice él.

—¿Recogemos y seguimos la película arriba?

Tumbados en la cama, continúan viendo el filme, al principio separados y luego abrazados. Cuando termina, cierran los ojos e intentan dormir. Sus respiraciones son el único sonido en la oscuridad. Gonzalo abraza desde atrás a Elena, acaricia despacio su muslo derecho y a ella se le eriza el vello. Asciende por su cadera, su cintura y su vientre con exagerada lentitud. Cuando llega a sus pechos, Elena se gira y lo besa. Él le devuelve el beso. Ella se sube encima. Se quitan la ropa. 

—Espera. Más abajo. Ahí. —Elena suspira.

Cada uno entierra la cabeza en el cuello del otro. No se miran, no se besan. Se mueven a un ritmo constante que pronto termina. Elena le da un beso a Gonzalo antes de separarse para ir al baño a lavarse. Cuando vuelve, se tumba a su lado, le da un beso y finalmente se vuelve a colocar de espaldas a él.

—Buenas noches —susurra él.


El atardecer se cuela junto a la brisa fresca por la ventana de su habitación, mientras Elena termina de ajustar algunas cosas de la maquetación con la que trabaja en el ordenador. Empieza a hacer menos calor de nuevo y aún utiliza pantalones cortos, pero arriba lleva una camiseta de mangas largas. Dance me to the end of love es interrumpida cuando una pestaña se abre en una esquina de su pantalla. Una videollamada entrante.

—Hola —dice ella al aceptar la llamada.

—Hola. No me has hablado en todo el día.

—Bueno, he estado ocupada.

—¿Con qué? —pregunta Gonzalo.

—Estoy maquetando el libro.

Gonzalo asiente, pero vuelve a insistir.

—Podrías haberme llamado. Y nos hacemos compañía mientras cada uno hace lo suyo, como siempre.

—Bueno…

—Aunque —la interrumpe— últimamente no lo hacemos tanto.

Elena observa el cielo desde su ventana y suspira.

—Me apetecía estar sola.

—Últimamente siempre quieres estar sola.

Se separa un poco del escritorio y cubre su cara con las manos. Se queda así, en silencio, un minuto entero antes de hablar.

—Bueno, tenemos que hablar. ¿Puedes venir?

—¿De qué quieres hablar? —pregunta él. Ahora, su voz tiembla.

—¿Puedes venir o no?

Elena se entretiene recogiendo su habitación mientras espera a que Gonzalo llegue. Da vueltas sin parar y ya ha oscurecido cuando suena el timbre. Se calza las zapatillas de andar por casa y sale a abrir la puerta.

Gonzalo es alto y grande. El temblor que le recorre el cuerpo reverbera en cada centímetro que lo forma. Está despeinado, tiene el ceño fruncido y aprieta la boca en una mueca. Cuando la tiene en frente, se lanza hacia ella y la abraza con fuerza. El cuerpo pequeño de ella es rígido en sus brazos. Luego intenta besarla, pero Elena gira la cabeza y los labios aterrizan en su mejilla.

—Vamos arriba, mi madre está en la cocina.

Suben los escalones con lentitud. La mano de Gonzalo se arrastra por la barandilla y ese sonido es el único que los acompaña junto a las pisadas en el suelo. Los últimos pájaros rezagados del día pían desde fuera cuando cierran la puerta de la habitación y se sientan en la cama. Él está blanco, ella mira a todos lados excepto a él. 

—¿De qué querías hablar?

Ambos sostienen la mirada del otro y ninguno habla. Gonzalo aprisiona las manos de ella entre las suyas e insiste.

—¿De qué quieres hablar, Elena?

—¿Tú crees que estamos bien? 

—¿Cómo?

Ella se libera del agarre y asiente.

—Sí. Que si crees que estamos bien. Yo creo que no.

—Yo estoy bien, Elena.

—Ya no es lo mismo.

—Qué tonterías dices…

Ella aparta la vista. Observa la pared en silencio mientras él, a su lado, la mira a ella. Abajo, el sonido de un robot de cocina inunda el aire mientras ellos callan.

—Ya no siento lo mismo —sentencia Elena aún sin mirarlo—. Ya no es igual. Peleamos siempre por cualquier tontería y el resto del tiempo no tenemos de qué hablar. Y tú exiges de mí una atención desmedida. Antes, al menos, lo compensábamos con buen sexo. Pero ya… Ya ni eso.

—Tú eres la que ya nunca quiere follar.

Elena lo mira entonces, con la cara roja y los ojos inflados como dos lunas llenas. 

—¡¿Eso es todo lo que tienes que decir?! —exclama.

Se pone en pie de un salto y él la imita. Llenan casi todo el espacio de la pequeña habitación.

—¡¿Qué quieres que diga, Elena?!

—No me grites. Y no sé, ¿algo más, por ejemplo? Cualquier cosa me vale. ¡Estoy cortando contigo!

Gonzalo vuelve a sentarse, con algunas lágrimas formándose en sus ojos.

—¿Que estás qué?

—Es que siento que ya no me valoras, Gonzalo. —Su voz tiembla.

—¿Por qué? —pregunta con la misma voz frágil.

—No lo sé. Ya no cuidas nuestra relación.

Él estira sus brazos para volver a sostener sus manos. Ambos tiemblan y evitan mirarse a los ojos.

—Pero… No lo entiendo. No me has dicho nada… —Guarda silencio un segundo antes de suplicar—. Déjame intentarlo. Dame otra oportunidad. Vamos a intentarlo.

—Gonzalo…

—Por favor. —El chico aprieta sus manos.

Elena contempla el techo y resopla.

—Muy bien. Pero tiene que haber un cambio. Lo digo en serio. Y ya sabes cómo me siento. Si en algún momento te digo que se acabó, no me preguntes por qué.

Una sonrisa débil se dibuja en el rostro del chico antes de darle un ligero beso a su novia y marcharse a casa.


La habitación está desordenada. Hay cables esparcidos por el suelo, una mochila en un rincón y ropa de Gonzalo por la cama. Elena repasa el espacio y todo lo que lo ocupa. Luego se fija en su novio, sentado en el escritorio frente a la pantalla de su portátil, donde un videojuego capta toda su atención. Es de noche y el invierno ha vuelto, pero la ventana está un poco abierta. Elena resopla y Gonzalo, con los auriculares puestos, no responde.

Se queda tumbada en la cama, mirando al techo. Pasa una hora antes de que él gire la cabeza y la vea allí tirada, sin hacer nada. 

—¿Estás bien? —pregunta él.

—¿Eh?

—Que si estás bien —repite.

—Sí. ¿No deberías estar estudiando en vez de jugar?

Gonzalo pausa el videojuego y se gira completamente para enfrentarla.

—¿Qué te pasa? —insiste él.

—Hay mucho desorden —responde ella.

—¿Qué?

Elena por fin lo mira.

—Que hay mucho desorden. —Señala con la mano todas las cosas de él repartidas por la habitación de ella—. ¿Ves?

—¿Por eso estás tan seria?

—No. Es que estoy aburrida. Siempre estás jugando.

El chico se levanta de la silla y se aproxima despacio a la cama. Una vez tumbado junto a Elena, la abraza. Ella se separa un poco, pero no rompe el gesto de su novio.

—Te he preguntado si querías jugar y me has dicho que no.

—Es que no quería.

El móvil del muchacho suena en ese momento. Él lo saca del bolsillo, mira con rapidez quién le ha escrito y luego lo deja en la mesita de noche.

—¿Tu padre?

—No. Solo es Ángela.

—Ah.

Ambos guardan silencio. Gonzalo aprieta su cuerpo contra el de ella y le besa el hombro.

—¿Qué tal el otro día con ella? —pregunta Elena.

—Muy bien. Hacía mucho que no la veía.

—¿Y qué cuenta?

—No mucho. —Gonzalo guarda silencio un momento—. Está conociendo a alguien.

—¡Ah! Qué bien.

Como respuesta, él vuelve a besar su hombro. Luego su cuello, llega a su cara y, finalmente, presiona los labios contra los de ella. Cuando introduce la lengua en su boca, Elena pone fin al beso y sonríe.

—Lo siento —lamenta ella.

—¿Estás con la regla? 

—No. Es que no me apetece —explica.

—Vale, no pasa nada.

—Tengo sueño.

—Vale.

Quedan abrazados un rato antes de separarse y dormir cada uno por su lado. Elena se coloca de lado, pero sus piernas chocan contra las de él. Cambia de posición, pero entonces queda pegada a la pared. Finalmente se coloca boca arriba, con las extremidades estiradas y juntas, mirando al techo.


Elena abandona el libro que está leyendo sobre su cama cuando una videollamada entrante aparece en la pantalla del portátil. Se sienta en el escritorio y responde. Es Gonzalo.

—Hola —saluda ella.

—¡Hola! —Gonzalo muestra una sonrisa de oreja a oreja. A Elena también se le escapa una.

—¿Qué pasa?

Él coge aire antes de lanzarse a su discurso.

—He estado pensando y… Vamos a estar bien, Elena. —A ella le desaparece la mueca alegre—. Últimamente todo está raro, estamos mal, pero sé que es por mí, y voy a mejorar. Tú lo estás dando todo, vas a terapia, haces mil cosas. Yo sé que a veces soy muy pesado y…

—Gonzalo… —intenta decir ella.

—Espera, déjame acabar, por favor. He pensado que voy a ir a terapia, como tantas veces me has dicho. Y voy a trabajar en mi dependencia en ti. Ya verás, vamos a estar bien.

—Gonzalo, no puedo.

—¿Qué no puedes? —pregunta él.

—Tienes que hacer todas esas cosas, pero por ti, no por mí.

—¿A qué te refieres?

Elena se entretiene con un mechón de su pelo.

—¿Puedes venir a casa? Creo que tenemos que hablar.


—¿Has visto esto?

Elena levanta la vista del móvil y observa a su amiga.

—¿Qué?

—Esto. Esta foto de Gonzalo.





2 comentarios:



  1. El pequeño párrafo: "Bajaron al comedor para merendar magdalenas y zumo, hicieron algún comentario acerca de un vídeo que le habían enviado a él sus amigos y luego continuaron cada uno con lo suyo, de vuelta en el dormitorio", se te ha ido al pasado. Tendría que estar en presente, como el resto del relato: "Bajan...", etc.
    Pero en general. el relato está técnicamente muy bien.

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  2. Aunque el tema que él saca al principio: si un hombre tiene derecho a quejarse cuando su pareja quiere abortar y él no, tiene mucho foco (porque es un buen conflicto), y uno espera que ese tema vuelva a salir.

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