San Manuel Maldonado
Era una de esas tardes de otoño en
que la llovizna azota con suavidad las fachadas vetustas de los pardos hogares
de piedra musgosa. Los tejados castaños, rozando con un deje altivo la comisura
de los muros, contenían los pequeños estanques que se formaban, más por
acumulación que por enjundia, en la constante caída de aquella precipitación
sutil. El pueblo, silencioso como un sepulcro, rezumaba un aura borrascosa, condensada
en el monótono cantar de la lluvia que percutía tiernamente en calzadas
empedradas y monumentos centenarios.
Cuando
Hermida corría entre aquellas calles guijarrosas, el sonido de sus botas contra
los charcos creados en los surcos del terreno resonaba como un eco solitario. Podría
haber parecido la última palabra que hubiese exhalado la tierra: pues el
ventoso temporal, que arreciaba a las gotas de llovizna suave, y que agitaba con
violencia la tela negra del paraguas de la mujer, dotaba a la escena de un
extraño aire de misión apocalíptica.
Fue
cuando Hermida alcanzó el liso pavimento de piedra pulida frente a la iglesia
que detuvo por un instante su marcha. Muchas eran las personas que tendían a
detener su paso ante el añejo frontispicio de aquel recinto sagrado, pero no
era habitual una persona tan próxima al llanto como lo parecía la mujer en ese
entonces. Tras haber permanecido durante unos efímeros instantes demorada en su
pausa, ante los arrebatos torrenciales del inclemente temporal, avanzó hacia la
magna puerta de caoba humedecida. Sin mediar ni un instante de vacilación, la
abrió y se introdujo tras ella, cerrando torpemente el paraguas oscuro contra el
viento que empujaba en su contra.
—Buenas tardes, Don Manuel. —Se
dirigió con presteza hacia el confesionario, en el ala derecha del recinto. Los
cortísimos tacones de sus botas resonaban al marchar a través de la estancia
como un estridente estruendo intermitido.
—Buenas tardes, hija. —Una grave
voz manaba, con dulzura paternal, desde una sencilla cabaña de madera oscura
coronada ceremonialmente con una cruz en su cénit. —Puede usted pasar.
—¡Ay! Debe usted escuchar mis
confesiones, padre —se derrumbó penosamente la mujer, con una progresiva
debilidad en su voz, mientras apoyaba sus rodillas quejosamente sobre el
reclinatorio de cuero bermejo—. He pecado de obra y de omisión, padre. He
cometido un pecado imperdonable. Pero sé también que, si alguien pudiese
perdonarme, ese habría de ser Dios, ¿cierto, padre? Siendo así, preciso que caiga
sobre mí el juicio del Supremo… y, solo si Dios quiere, también su absolución.
—Ave María purísima —inauguró el
párroco, asintiendo.
—Sin pecado concebida —replicó la
feligresa.
—Oh, es usted, doña Hermida. —La
neutralidad de su tono afectivo se tradujo a un timbre más serio y grave,
abandonando así la apariencia deontológicamente amable a la cual su oficio le
compele—. Dígame, ¿de qué se trata en esta ocasión?
—Se trata de mi marido, padre —replicó
la mujer, con una aparente intranquilidad—. Mi marido… Mi marido…
—Cálmese, cálmese, doña Hermida. —Le
tendió un pañuelo de tela gris ante la incipiente intensidad de sus sollozos
acentuados—. Pero, respóndame a una cosa, antes que nada. ¿Tiene otra vez
relación con ese amante suyo?
Tras
haber oído aquello, la mujer no pudo seguir contenido un llanto violento que parecía
pugnar contra su diafragma por ser expectorado. El sonido de sus quejos
reverberó durante unos instantes con fuerte eco entre las amplias paredes de la
vetusta eucaristía. Las débiles llamas de los cirios rituales se zarandearon
ondularmente por un momento, mientras a través de las translúcidas vidrieras
diminutas se distinguía el influjo de alguna centella extraviada en su camino hacia
la tierra.
Después
de aquellos sollozos, la mujer pareció hacer acopio de su determinación para
tratar de recobrar la compostura que había perdido totalmente al escuchar la
alusión del párroco. Secándose las lágrimas de sus mejillas rosadas con el
pañuelo que el padre anteriormente le había tendido, comenzó de nuevo a hablar.
—¡Ay, padre! Sí, lo ha usted
adivinado. Pero nada tiene que ver con la confesión que ya le he entregado anteriormente
a Dios sobre el asunto. Solamente de pensarlo… —Agachó la cabeza, como si
estuviese tratando de ocultar un súbito arranque de debilidad.
—¿Nada que ver? —interrogó el
párroco—. Está bien, cuénteme. Estoy aquí para ayudar. ¿En qué podría
interceder por usted ante Él?
—Mi marido… Bueno, ya sabe usted
como es mi marido —repuso la mujer—. Y de algún modo, se ha terminado
enterando. ¡Se ha enterado, padre! ¡Está al tanto de don Esteban!
—Cielo santo. Eso no son buenas
noticias —añadió el clérigo, sin un ápice de temblor en su tono.
—¡Ha debido de ser alguna de esas
lagartas cotillas del pueblo! —acusó Hermida—. Todo el día ociosas, de aquí
para allá. Y el modo en que pasan las mañanas cotorreando en la plaza de
abastos… ¡Le garantizo a usted que una mujer así no ha de ser trigo limpio!
¡No, señor!
—Tranquilícese —repuso con pausa el
cura—. Modere su lenguaje: recuerde que estamos en casa de Dios.
—Lo lamento, padre. —Bajó
nuevamente la cabeza hacia el reclinatorio—. Sucede que no me resulta sencillo
pensar en el modo en que ha podido enterarse. En quién ha podido filtrarle
dicha información, si no fuese alguna de ellas. Aunque desconozco cómo podrían
haber llegado a estar al tanto de lo sucedido entre nosotros.
—¿Y bien? —reorientó el cura—.
Antes ha hablado del carácter de su marido. ¿Cómo ha reaccionado al haber
recibido la nueva?
—¡Ese es el problema, padre! —replicó—.
¡Después de haberme interrogado sobre ello, agarró el trabuco del coto y marchó
sin decir palabra! Yo no fui capaz de mentirle. No he podido negarle nada,
padre. Tampoco he confesado nada, pero tantos años de matrimonio sobran para
que las miradas de una sean diáfanas, que puedan leerse como libro abierto.
—Qué inconveniente —dijo él.
—Tampoco he podido detenerle. —En
sus ojos podía apreciarse un evanescente reguero, como una estela de salobre
remordimiento—. Una parte de mí teme por la locura que sea capaz de hacer
contra don Esteban en uno de sus arranques de temperamento.
—¿Y no ha hecho nada más por
intentarlo, hija? —interrogó el párroco de nuevo.
—¿Por qué clase de cristiana me
toma, padre Manuel? —replicó, con tono visiblemente ofendido—. ¿No me ve aquí,
confesando mis pecados y rezando por la pureza de su alma?
—¿Y no piensa hacer nada más que
eso? —preguntó, con mimo.
Varios segundos de
silencio. La aldeana, sin haber aun respondido, parecía haber quedado cavilando
por unos instantes, ensimismada. Tras haber elongado aquel momento por varios segundos,
una voz grave rompió la atmósfera sepulcral del recinto, retomando de nuevo el
pulso del diálogo.
—Pues esta es la voluntad de Dios —entonó
rapsódicamente el sacerdote—: que haciendo bien hagáis callar la ignorancia de
los hombres insensatos; como libres siervos de Dios.
—Primer libro de Pedro—. La voz de
la mujer sonaba firme—. Capítulo 2. Versículo 16.
—¿Considera estar haciendo el bien
en esta situación, doña Hermida? —inquirió el padre sin tapujos—. No hace falta
que me responda: piense sobre su respuesta, y actúe usted en consecuencia a
ella.
La
mujer, que ya había abierto la boca, volvió a cerrarla nuevamente después de haber
escuchado aquello. Se produjeron unos instantes de silencio, en que el único
sonido discernible en la estancia era el de las gotas de lluvia deslizándose
por el escaso cristal de las vidrieras translúcidas. Tras varias miradas
consecutivas cargadas de lenguaje no dicho, la mujer finalmente se puso en pie
con firmeza.
—Muchas gracias por todo, padre—.
Su cuerpo estaba totalmente orientado hacia él, sin haber emprendido aún
movimiento alguno—. Es usted realmente un santo.
—Puede ir con Dios, hija —anunció
el párroco, con ceremoniosidad, oficiando una fugaz persignación—. Un rosario,
algo de propósito de enmienda y la resolución de sus cuentas pendientes. Será
todo cuanto hará falta por esta vez.
Después
de haber dicho aquello, la mujer cogió sus cosas y emprendió su rumbo hacia la
puerta principal de la salida. El padre Manuel abandonó también el
confesionario, marcando sus pasos en dirección hacia la humilde sacristía
ubicada en el ala opuesta. A mitad de camino, sin embargo, se detuvo a
contemplar la firme marcha de la mujer sobre aquella losa de piedra de patrón
ajedrezado. Tras unos segundos de silencio observándola, esbozó una sonrisa y
retomó su camino hacia la sacristía.
Una vez fuera del edificio, Hermida
comenzó a caminar con velocidad. El sonido de sus botas al golpear en los
charcos sedimentados sonaba con una frecuencia continua: cada nuevo paso devoraba
sin clemencia la fugaz reverberación del paso previo. Con este ritmo caminaba
la mujer, alejándose cada vez más de aquella solemne eucaristía.
Cuando
Hermida se hubo adentrado en el pueblo, detuvo sus pasos ante un añejo portón
de madera recubierto por una pátina de pintura verde oscura. Pertenecía a una
casa antigua, de ladrillos de piedra que alternaban su patrón cromático entre
diferentes tonos de marrón de diferente intensidad. Una vez allí, sin permitir que
transcurriesen segundos de demora, la vecina percutió decidida tres veces aquellas
grandes puertas.
—¡Esteban! ¡Soy yo, Esteban! —gritó,
ante el creciente son de una lluvia que impactaba furibunda ante los rústicos techos
de teja y de pizarra—. ¡Abre la puerta, Esteban!
A
pesar de la insistencia de la mujer, no hubo respuesta en el interior de la
estancia. Ella siguió percutiendo con sus nudillos desnudos aquel magno portón.
La lluvia seguía cayendo con fuerza sobre sus paredes musgosas. Sin cesar en su
empeño, la mujer siguió llamando monomaníacamente ante aquel portón. Tocó con
fuerza y con intensidad, hasta que, súbitamente, su puerta derecha cedió y
comenzó a abrirse. Nadie más que Hermida había podido causar aquello: pues nadie
había tras él que pudiese haberlo retirado; nadie que hubiese podido invitarla
a pasar. Aquel portón debía haber sido mal cerrado la última ocasión en que
alguien había salido por él.
Tras
varios instantes de pausa, la mujer se adentró en la oscura estancia. Su cuerpo
temblaba, como si le hubiese estremecido el mal fario de una adversa
premonición. Sin embargo, avanzaba. Atravesó el pasillo del recibidor que en
más de una ocasión había ya visitado. Esta vez estaba ungido en una espesa atmósfera
tenebrosa. A duras penas podía llegar a él la luz natural a través de las ventanas,
debido a aquel nuboso firmamento, a tal grado encapotado con firmeza y densidad.
La luz del lugar estaba apagada, y Hermida no parecía tener la prioridad de en
aquel instante localizar su interruptor. El ritmo saturado del flujo continuo
de la lluvia, que se acentuaba por momentos, y que había dejado de ser llovizna
hacía un largo rato ya, dotaba a aquella escena de un bajo continuo de constante
e ininterrumpida inquietud.
Una
vez pasado el recibidor, se descubrió penetrando en el salón vacío. Al haber
llegado allí, se le abrieron cuantas posibilidades aquella casa podía ofertarle.
La mujer se detuvo, y reposó varias miradas intermitentes a cuantas puertas y
accesos aquella estancia se encontraba ofreciendo. A la izquierda, la cocina y
el comedor. Un aseo al frente; y a la derecha, la salita y la habitación de
invitados. Sin embargo, cuando sus ojos repararon en aquellas escaleras por tramos
de cedro libanés, escondidas en el fondo de la estancia, entre la cocina y el austero
cuarto de baño, cesaron de moverse erráticamente. Se fijaron sobre ellas y,
así, el cuerpo de la mujer comenzó a orientarse hacia esa dirección. Ella ya
había pasado a través de ellas para llegar a la habitación de don Esteban en
más de una ocasión. Sin embargo, el lento e indeciso ritmo del movimiento que
ya había entonces comenzado parecía evidenciar que, en aquella ocasión, lo
hacía con un ánimo que en nada consonaba con sus previas incursiones.
Cuando
estaba comenzando a caminar por aquella escalera, detuvo su mirada por un
instante sobre los escalones. Estaban mojados. Había sobre ellos impreso un
rastro de agua y tierra mojada, marcados con el inequívoco dintorno de una
suela de calzado para la lluvia. A juzgar por el grado de humedad de las
huellas, alguien había estado allí en las últimas horas. Después de tragar saliva
de una forma ostensible, Hermida prosiguió en su camino hacia la segunda planta
con estremecida lentitud. Dobló la esquina arrimada a la barandilla, con trémula
flaqueza en las piernas, e inició su ascenso a través de los últimos peldaños
hasta el piso superior.
Una
vez en aquel altillo, la ausencia de iluminación en la atmósfera era todavía
mayor. Se trataba de un pequeño pasillo mal iluminado que afluía, en su desembocadura,
a un pequeño baño y al dormitorio principal de la casa. Las únicas ventanas de
la planta se encontraban dentro de aquella aislada habitación, que Hermida ya
había tenido ocasión de conocer en oportunidades anteriores. La puerta estaba
abierta, y la mujer dirigió hacia ella su mirada. Se pausó por unos segundos, y
exhaló un breve suspiro entrecortado antes de retomar su camino hacia ella.
—¿Esteban? —Su voz sonaba insegura
mientras abría la puerta—. ¿Hay alguien ahí?
Tras
haber empujado suavemente la puerta con su mano izquierda, esta comenzó a abrirse
con lentitud. Con el súbito y estridente golpe de luz de un relámpago, la
escena se iluminó por un instante. Quedó lo suficientemente iluminada como para
permitir a la mujer descubrir el cuerpo sin vida de un hombre tendido de bruces
sobre la desordenada cama matrimonial. Su tronco yacía desmadejado sobre el
colchón, mientras permanecía apoyado sobre sus rodillas, hincadas sin
resistencia sobre el sombrío parqué. Aquel suelo de madera estaba,
concéntricamente a su alrededor, maculado por un líquido que manaba desde la
parte inferior e izquierda de su abdomen. El mismo líquido parecía manchar unas
sábanas blanquecinas sobre las cuales el cuerpo se hallaba descuidadamente arropado.
La
primera reacción de Hermida fue de sobresalto: se estremeció con rapidez hacia
atrás y, yaciendo sobre sus rodillas en la tarima, hundió su rostro hacia
abajo, descendió el peso de su cuerpo y juntó las palmas de sus manos por
encima de la frente. Permanecía en aquella posición, a unos dos pasos aproximados
del marco de la puerta, cuando abrió su boca escondida tras sus hombros. Sin
embargo, no llegó a decir nada antes de ponerse de vuelta en pie. Sus piernas
ya no estaban temblando. Tras liberar un suspiro profundo de sus pulmones, se
puso en pie y entró en el dormitorio.
Antes
de avanzar ante el lecho en el que yacía sin vida el cuerpo de aquel hombre, tendió
su mano hacia el mueble a la izquierda de la entrada. Extrajo de él una cajetilla
de fósforos y, sin mediar medio instante, prendió uno de los contenidos en
ella. La penumbra de la escena se desvaneció, y comenzó a poder observarse que aquel
líquido que irrigaba el lugar era, efectivamente, un caudal rojizo de sangre
manante del cadáver. Hermida no dejo de avanzar hasta la cama, hasta que pudo contemplar
con detalle aquel inerte cuerpo que yacía bocabajo. En el lateral del costado
tenía una herida de arma blanca, y había en su piel impresos claros signos de
lucha y forcejeo.
Cuando lo tuvo al
alcance de su mano, lo volteó y contemplo su rostro con horror: se trataba de
su marido, Rogelio. Su marido estaba muerto sobre la cama de su amante. Aquella
misma cama en la que tantas veces ella y Esteban habían retozado juntos, bajo
la alegación de cualquier pretexto al marido para abandonar el hogar sin
levantar sospecha. Al contemplar directamente el rostro sin vida de su esposo,
la mujer profirió un grito. La resolución que parecía haber acopiado momentos
atrás se desvaneció con aquel encuentro insospechado. La mujer rompió a llorar
con intensidad, persignándose agitadamente con la cadencia ininterrumpida de una
ametralladora ligera. Hincando las rodillas de nuevo, juntó las palmas de sus
manos y, previa extracción de un rosario de su bolsillo, comenzó a orar con devoción.
Era la última hora de la tarde
cuando la lluvia amainó, y los cielos comenzaron a abrirse. Las calles musgosas,
totalmente anegadas en el agua estancada en charcos discontinuos, seguían estando
desiertas. Algunos jilgueros se atrevían a cantar en el cielo, mientras que en el
suelo empapado solo se escuchaban los pasos discontinuos de un hombre contra la
guijarrosa calzada. Era un hombre de mediana edad, con el pelo oscuro y la
barba corta, aunque ligeramente descuidada y asimétrica. Caminaba con
dificultad, con la mano zurda apoyada en su costilla derecha, en el pliegue de
la comisura entre su pectoral y la región superior de su abdomen.
Después
de caminar durante varios minutos, sus pasos se detuvieron. Finalmente había
arribado en su destino. Surcó con celeridad su liso pavimento de piedra pulida,
sin detenerse a contemplar su explanada, y se plantó frente al grandioso portón
de madera de caoba. Observó un segundo sus simétricos grabados con forma de cruz,
antes de rebasar, al fin, el umbral que separaba el interior del edificio de su
fachada exterior.
Una vez allende las puertas, el hombre alzó la vista por el lugar. Pudo distinguir a otro hombre, totalmente ataviado en una larga túnica de color azabache, con las palmas de sus manos recostadas sobre el altar central en lo alto del presbiterio. Tras devolver al observador una mirada profunda, aquel hombre esbozó una sonrisa.
—Le estaba esperando —comentó el
hombre del altar, con un deje ligeramente desafiante en su tono—. Pero ha
tardado usted más de lo que me esperaba. Aunque estimo que será algo normal: puesto
que el rey solo se desplaza de casilla en casilla.
—¡Tú! ¡Tú has sido el que se lo ha
contado! —Avanzaba renqueante y con lentitud entre los bancos que abrían un
pasillo central, y a través de las baldosas blanquinegras de aquel desgastado patrón
ajedrezado en el suelo—. Tú ya sabías que todo esto pasaría. Él intentó acabar
con mi vida… Y, ahora, él…
—“Entonces Jesús dijo —replicó
aquel hombre, solemnemente—: vuelve tu espada a su lugar; puesto que aquellos
que han tomado una espada, por mor de otra espada perecerán”. Evangelio según
San Mateo. Capítulo 26, versículo 52
Aquella
intervención descolocó momentáneamente al visitante. Sin embargo, tras un fugaz
instante de cavilación, este repuso de nuevo su compostura, y se dispuso a
tomar nuevamente la palabra.
—¡Tú sabrías que todo esto pasaría!
—Su tono sonaba cada vez más vehemente, mientras proseguía en su camino a
través de filas paralelas de cirios litúrgicos y bancos de madera oscura—. ¡Sabías
que uno de los dos acabaría muriendo!
—Una partida termina cuando cae uno
de los reyes —contestó, con inalterable severidad sobre su rostro—. Y siempre es
emocionante comenzar una nueva partida.
—Serás… Maldito… ¡Maldito seas!
—Habiendo rebasado la mediatriz
del transepto, el hombre detuvo su paso e hincó la rodilla en el suelo. Jadeó
con dificultad por un instante, justo antes de retirar la mano izquierda de su
costado, que con tanta fuerza había estado presionando anteriormente. Pudo
observar en la palma retirada la sólida estela del granate oscuro coagulado
antes de devolverla velozmente a su posición anterior.
—Aunque una partida también pueda acabar
con tablas —retomó el hombre apoyado en el altar, esbozando ahora una sonrisa sarcástica—.
Siempre y cuando se den sobre el tablero las condiciones.
—¡Eres un monstruo! —gritó el
hombre desmadejado, mientras apretaba sus dientes con intensidad.
—“De hecho, la ley exige que casi
todo sea purificado con sangre. —El hombre del altar sonreía distendido,
mientras abandonaba su posición inmóvil y se aproximaba al hombre tendido sobre
su rodilla—. Pues sin derramamiento de sangre no existe perdón”. Epístola de san
Pablo a los hebreos. Capítulo 9, versículo 22.
Después
de haberse acercado a no más de dos pasos del hombre herido, el hombre
desplazado se detuvo en silencio a observarlo. Emitía recurrentes sonidos quejumbrosos,
como de un intenso dolor que a duras penas podía contenerse. Cuando el hombre
abatido reparó en la mirada de aquel hombre, apuntó fulminantemente sus pupilas
hacia él; y le descubrió sus dientes apretados al alzar los finos labios,
ocultos tras su barba, bajo cuyo seno se escondían.
El
hombre en pie apuntó hacia él una tierna mirada, a la vez que esbozaba una sonrisa
que parecía rezumar una manifiesta compasión. Fue tras unos instantes de
silencio que el hombre en pie tomó otra vez la palabra.
—Sí, hijo mío —confesó—. Fui yo el que
informó a don Rogelio acerca de su encuentro con doña Hermida.
—¿Qué es lo que buscas? —Se encontraba visiblemente debilitado, y a duras penas manaba una débil estela de voz de su
boca—. ¿Qué es lo que pretende conseguir?
Al
escuchar aquello, el hombre se llevó el índice y el pulgar a la barbilla.
Comenzó a dar vueltas en silencio alrededor del débil yaciente, mientras acariciaba
con parsimonia su mentón con los dos dedos. Tras un par de rotaciones protocolares,
el hombre devolvió otra pregunta.
—¿Usted cree en Dios, don Esteban? —Parecía
profundamente serio por primera vez durante aquel intercambio de palabras—. ¿Cree
que Dios es real? ¿Cree que Cristo se hizo carne y que nosotros fuimos creados
a su imagen y semejanza?
Tras
haber formulado aquella pregunta, el semblante del recostado viró completamente. Ya no
parecía intuirse en sus facciones un odio incontenido consumido por la
impotencia. En aquel momento habría parecido, más bien, un rostro de profunda sorpresa
y genuino desconcierto. Permaneció en silencio, manteniendo por unos
momentos aquel semblante tan complejo hacia el rostro enternecido del hombre
que le miraba desde arriba.
—Yo sí que creo en Dios —retomó la
palabra el mismo hombre que había formulado la pregunta—. Creo en la inmortalidad
del alma, en la vida eterna y en la prisión del cuerpo. Y creo también en
Cristo, por supuesto. Sobre todo, creo en Jesucristo. Siempre ha habido algo en
su figura que me ha fascinado.
—¿A dónde quieres llegar con todo
esto? —interrumpió el hombre tendido, con una voz seca y cortante.
—Cristo fue un ser humano —continuó
el hombre en pie, mirando ahora al frente—. Fue un ser humano como usted y como
yo. Era un ser humano con un núcleo de divinidad en su interior. Un pobre
sufriente condenado… ¡un auténtico sangrador!
Tras
varios minutos pugnando por ponerse en pie, Esteban termina finalmente por
dejar caer su cuerpo hacia delante. El otro hombre, sin embargo, lo intercepta
e impide su caída. Dejando caer miserablemente su cuerpo contra el del otro, sin
poder oponer resistencia alguna, Esteban, cada vez más débil, finalmente termina
siendo puesto en pie. Después de haber colaborado para ello, el hombre vestido de negro,
sobre cuyo torso yace el convaleciente amante, retoma nuevamente su discurso.
—Cada vez que pienso en su tortura…
En su corona de espinas, y en la belleza desnuda de su cuerpo demacrado… —el
orador fantaseaba con aquellas palabras —¡Qué pasión más humana y más pura! ¡Y
qué divino fulgor yacía en el seno de aquel sufrimiento!
—¿Qué…? —Las palabras del moribundo
pugnaban vanamente por salir.
—Lo único que soy —repuso con un
tono lúdico el primero— es un esteta. Creo que hay belleza en el sufrimiento
humano; en la dignidad indomable del espíritu. Creo también que es debido a esa belleza que la vida humana merece la pena. Este
mundo es un valle de lágrimas. Y, sin embargo, al verte caminar a través del vía
crucis de esta iglesia… ¡tú realmente eres un hermoso cristiano!
—¿Quién…eres? —exhaló de vuelta, con el
último hálito que sus fríos labios pudieron condensar.
—¿Yo? —respondió el interrogado,
besando con ternura su mejilla derecha—. Tan solo un hombre devoto en busca
de la santidad.
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