lunes, 10 de febrero de 2025

-Relato 4 de Juan Carlos Gil

LOBATO EL NOVATO

En un cementerio cualquiera, cuya ubicación no es necesario recordar, había un sepulturero novato, de apellido Lobato. El nombre no es relevante, ya que este novicio, en la tarea de dar descanso a los que nos han abandonado, no sabe el camino que le espera al comenzar esta nueva andanza laboral, y sus conocidos le llaman por su apellido, debido al tiempo que lleva viviendo su familia en el pueblo.

El sepulturero Lobato, antes de entrar en el ayuntamiento, pasaba los ratos muertos en un bar de su pueblo, tomando vinos con los más y menos conocidos. Cuando recibió la llamada del consistorio para cubrir una vacante, lo celebró con alegría, quizá demasiada, ya que no era consciente de las responsabilidades que acarrean el puesto.

En su primer día, recibió su primera novatada, ya que el anterior sepulturero estuvo un tiempo de baja, por razones desconocidas, y dejó pendiente varias tareas, entre ellas, un par de traslados pendientes de varios cuerpos a una fosa común, ya que los familiares, después de tanto tiempo, no han renovado la cuota de aquel bisabuelo o tatarabuela que ni siquiera recuerdan.

Lobato vomitó al ver, oler y tocar, aunque fuese con guantes, aquellos cuerpos descompuestos, el olor de los ataúdes después de tantos años era particular, un aroma que no se asemeja a nada parecido, no se le puede aplicar una similitud equivalente, porque la putrefacción debido a la descomposición es algo que se puede imaginar, pero este sepulturero neófito no se preparó para lo que se encontró.


Tras finalizar su primer día, visitó el bar del pueblo, su lugar favorito, donde fue cuestionado por su primer día de trabajo, y Lobato solo pudo responder qué inolvidable. Después de un par de vinos, se marchó a su casa, donde su esposa, Matilde, le tenía preparada la comida, y su hija, Leonora, se fue a su cuarto justo cuando el padre entró por la puerta.

—¿Qué le pasa a la niña? —cuestionó el padre sorprendido.

—Cosas de adolescentes… —le puso el plato en la mesa, le dio un beso en la mejilla a su esposo, y se fue de nuevo a la cocina. 

Lobato se quedó solo en el comedor, con el plato de garbanzos delante de él, una barra de pan en el lado, un vaso de cristal, y una botella de vino al lado de una jarra con agua, no había servilletas, pero a Lobato no le importó demasiado, tenía hambre y a pesar del mal rato que pasó en su primer día de trabajo, no perdió el buen apetito.


Después de un mes, Lobato comienza a acostumbrarse a la rutina de su trabajo, ya no le produce arcadas abrir un ataúd, respeta a los difuntos, pero ya no le da pudor enterrarlos, a pesar de que algunos pueden ser conocidos del pueblo, y también esbozo una gran sonrisa al ver su primer sueldo, era una labor del ayuntamiento y, por lo tanto, el dinero era una cuantía que superaba el salario mínimo, a diferencia de aquel empleo que tuvo en ocasiones anteriores recogiendo naranjas, que cobraban el jornal en función de los kilos recolectados, y en época de sequía…

Este trabajo no entiende de vacas flacas, ya que es algo que tienen en común todos los seres humanos que viven la tierra. Como le decía su jefe, la muerte no entiende de clases ni hace distinciones, es imparcial. Y es aquí cuando entra en escena el conflicto principal de la trama de Lobato, ya que, durante su primer mes, varias personas habían fallecido.

Primero fue el vecino que tenía una casa al final de la calle, justo el día antes estuvo tomando unos vinos con Lobato y jugando al mus. Pues se lo encontraron en el sofá de su casa desnudo, como recién salido de la ducha, un infarto lo fulminó.

La segunda persona fue la madre de una amiga de Leonora, que anteriormente fue alcaldesa del pueblo. Celebraron juntos el quince aniversario de la niña en la plaza del pueblo. A los pocos días, un accidente de coche provocado por un despiste de la mujer mientras iba al volante, se alegó que podía estar mirando el teléfono o quizás intentando coger algo de la guantera, pero no se pudo hacer nada por ella.

Es cierto, que la tercera persona que falleció fue una señora mayor de noventa y siete años, que falleció después de varios días en el hospital a causa de un virus respiratorio. Pero el pueblo no hizo un análisis de las muertes, simplemente ligaron todas esas muertes repentinas con el nuevo sepulturero, y al principio Lobato no atendió a estos comentarios. Pero cualquier persona que vive en un pueblo pequeño, sabe que los rumores corren más rápido que un Ferrari, y aunque intentes huir de él, te acaba atrapando, y eso mismo le sucedió a Lobato, que continuaba su rutina diaria. Iba a trabajar y a la salida se acercaba a su bar de siempre a tomarse un par de vinos, pero curiosamente, con el paso de los días, el bar cada vez estaba más vacío.

—Paco, ¿últimamente hay poca clientela no? —preguntó Lobato, que estaba solo en el bar, además de Paco, el barman, y un señor al fondo de la sala sentado en una mesita pequeña con una cerveza.

—Ya sabes como es la gente Lobato, muy supersticiosa —el barman le esquivaba la mirada todo el tiempo, evitando el contacto visual.

Lobato decidió marcharse a su casa, ante la incomodidad de la situación, y durante el camino de vuelta, comenzó a fijarse que las calles estaban vacías, y al fondo observo a una pareja mayor, sus vecinos, que rápidamente cambiaron el rumbo de su paseo cuando vieron al final de la calle al sepulturero.

Una vez en casa, su mujer no le puso el plato en la mesa, le dejó una nota, indicando que la comida estaba en el frigorífico, que solo tenía que darle un calentón en el microondas. 

Lobato decidió pasar el resto del día encerrado en su casa, no tenía ganas de salir y encontrarse con otra situación incómoda. No fue hasta la noche que su mujer y su hija aparecieron por el domicilio, y Lobato, que no está acostumbrado, decidió preparar la cena, solo fue unos champiñones con ajo y aceite, además de unos filetes de ternera que dejó descongelándose toda la tarde en el fregadero. Matilde y Leonora se sentaron a la mesa para cenar, y los tres comenzaron a comer, sin articular palabra. Hasta que Lobato decidió preguntarle a su familia.

—Decidme la verdad, ¿piensan que soy gafe? —se le formó un nudo en la garganta al realizar esa pregunta, pero lo que vino después fue aún peor.

—Sí… en el pueblo no se habla de otra cosa —su esposa Matilde respondió incómoda, pero necesitaba hablar. —Esta tarde ha fallecido Luis, el antiguo zapatero, al parecer se fue del bar cuando cerró a media tarde, y de camino a su casa se tropezó con un bolardo, con la mala suerte que se golpeó en la cabeza.

Lobato se quedó blanco, sin articular palabra, la mujer removía la cena, pero era evidente que no tenía apetito, Leonora, en cambio, era la única de los tres que no prestaba atención a la situación que estaba viviéndose en aquella mesa, solo tenía ojos para el teléfono.

—¿Te has planteado dejar el trabajo? —esbozó la pregunta Matilde, con el rostro serio.

—Matilde, no diré que me gusta mi trabajo, pero es mejor que recoger naranjas, tiene un buen sueldo y un horario inmejorable, además nadie me molesta en mi trabajo, me pongo la radio y me dedico a mis tareas.

—Podrías hablar con tu jefe, que te deriven a otra zona del ayuntamiento, jardinero o peón de albañilería —Matilde insistió.

—De momento no me planteo esa opción… Si la cosa sigue igual, ya veremos.


Pasaron las semanas, y aunque las muertes cesaron, el comportamiento de los habitantes del pueblo con Lobato no, entonces, decidió hablar con su jefe y solicitar otra asignación dentro del consistorio, al entrar en el despacho del jefe, observamos una sala llena de muebles lustrosos con trofeos y un mueble bar lleno de licores y vasos de trago corto, Lobato llama a la puerta, y decide abrir después de ser invitado por su jefe.

—Jefe, quisiera hablar con usted —se mantuvo en la puerta esperando, hasta que el jefe le indicó que pasara y se pusiera cómodo, después le ofreció una bebida, que Lobato no aceptó, y le preguntó que cuál era su problema. —en el pueblo, la gente me evita desde hace unas semanas, creo que algunos me consideran gafe, a pesar de que los fallecimientos por distintas circunstancias, gracias a Dios, han cesado.

—Loreto, a ver, la gente del pueblo ya sabes como es, con el tiempo se le pasará y se entretendrán con algo diferente, en un par de meses son las fiestas del pueblo y pronto se centrarán en los preparativos —el jefe se bebió de golpe el contenido de su vaso y se acercó de nuevo al mueble bar para servirse otro.

—No le quito la razón, pero comprenderá que no es una situación agradable para mí, ni para mi familia que también se está viendo afectada, por esa razón, quisiera pedirle, por favor, si me puede derivar a otro departamento del ayuntamiento, puedo ser útil en varias tareas como la jardinería, la albañilería, o la recolecta de residuos orgánicos si fuese necesario —Lobato, claramente nervioso, decide quedarse en silencio, mientras su jefe sigue centrado en su bebida.

—Verás… el caso es que están todos los puestos cubiertos, y no hay nadie de baja, somos muy pocos, y tampoco podemos contratar a nadie para realizar tu tarea. Llevas solamente un par de meses y de momento no nos dan subvenciones del estado para contratar a personal, así que no puedo derivarte a ningún sitio, debes quedarte como el sepulturero del pueblo.

—Pero señor… —Lobato es interrumpido por su jefe, que zanja la conversación y lo invita a salir, cuando sale por la puerta, se encuentra con un compañero que recolectaba naranjas con él en el pasado, y le comenta que viene porque le han contratado como jardinero del ayuntamiento, cuando Lobato le contó a su compañero, que él estaba contratado como sepulturero, el antiguo compañero hizo un gesto con la mano, un gesto que ahuyenta el mal fario, ese gesto consiste en darse tres veces con los dedos índice y meñique de una mano, mientras que el resto de los dedos permanecen cerrados. 

Lobato no para de darle vueltas al asunto de camino a su casa, hace tiempo que no visita el bar después del trabajo, y cuando llega a su casa le cuenta la situación a su mujer, que comienza a llorar porque se siente rechazada por la gente del pueblo, y no encuentra una solución a la situación por la que están pasando.

Lobato se plantea abandonar el puesto de trabajo, pero nadie puede darle la seguridad que todo volverá a la normalidad si deja el trabajo, puede que el gafe no se lo quite nunca, también piensa que, si el nuevo sepulturero no sufre las mismas casualidades que tuvo que soportar él, la gente no le quitará el Sambenito. 


Al día siguiente, Lobato decide ir al ambulatorio, para solicitar la baja por ansiedad, ante la incapacidad de soportar la situación, y es recibido por el doctor, en una sala pequeña, decorada con azulejos blancos y un cartel de los años noventa con una enfermera que solicitaba silencio con el gesto de poner un dedo entre los labios, el médico, sin levantarse de su silla, atiende a Lobato.

—Señor… Lobato, dígame, que le ocurre.

—Pues doctor, verá, hace tiempo que sufro una indiferencia constante por el resto de los habitantes del pueblo, porque desde hace unos meses trabajo como sepulturero del vecindario, y aunque hubo algunas muertes muy seguidas desde que comencé, afortunadamente pararon, pero la gente no lo olvida y me trata de la misma manera, me esquiva por las calles, no me levantan la mirada, no somos invitados a ninguna fiesta.

—¿Entiendo, y qué remedio puedo ponerle yo como médico de cabecera que soy? —cuestiona el doctor.

—Quisiera pedirle la baja por depresión, porque hace tiempo que la situación es insoportable —Lobato, cabizbajo, mira al doctor, que después de unos segundos mirando el cuaderno, levanta la mirada, y comienza a reírse.

—En todos mis años como médico, nunca me habían pedido una baja por culpa de un mal fario, pero, aunque la situación sea compleja para usted y su familia, no puedo concederle la baja laboral por esa razón.

  —Y que me recomienda entonces doctor, porque no le encuentro una solución a esto —Lobato comienza a desesperarse.

—Es increíble que un hombre de ciencia como yo vaya a recomendarle esto, pero se ha planteado acudir a una persona que se encarga de quitar las maldiciones, un curandero o una gitana, sé que suena ridículo, pero la gente del pueblo es así. Una vez recuerdo, que una madre trajo preocupada a su hijo porque le diagnosticaron apnea del sueño, y me explicó que la razón se debía a que el hijo se había trasladado a la ciudad por los estudios desde hacía un par de meses y que lo había cogido allí... —el doctor comenzó a reírse de su propia anécdota, pero Lobato estaba absorto en la idea de una curandera, salió de la consulta y llamó a su esposa para acudir juntos a una curandera.


A los tres días, un sábado por la mañana, fueron al pueblo de al lado, ya que su mujer tenía contactos en el pueblo vecino y le recomendaron una curandera estupenda que quitaba los males de ojo y otras maldiciones, al llegar a la sala, se encontraron una cortina de puerta con nudos de color púrpura que daba acceso a una sala con la pared pintada de un tono fucsia, algunos elementos que decoraban la pared eran cuadros con ángeles que dirigían su mirada a las nubes celestiales, como si quisiera mostrar el acceso a las puertas del cielo. En esa sala les recibió la pitonisa Maribel, una mujer que llevaba un turbante verde en la cabeza y un vestido largo de color azul marino, llevaba en el cuello unos collares que tenían diferentes símbolos espirituales como la estrella de David o un pentagrama. Sin articular palabra, invitó a Lobato y a su esposa Matilde a sentarse en una mesa redonda que había en el centro de la sala.

—Sé por qué has venido hasta aquí, desde hace un tiempo, tus vecinos piensan que la causa de varias muertes que tuvieron lugar en el vecindario son culpa tuya —Lobato se quedó pálido al escuchar las palabras de la pitonisa.

—¿Y cómo sabe usted eso? —cuestionó con un nudo en la garganta.

—Porque durante unos días fue el tema del momento también en este pueblo, pero también tengo entendido, según la amiga de su mujer Matilde, que esa mala racha no continua en la actualidad.

—Pero la gente del pueblo nos repudia, consideran que mi marido es gafe y que el contacto cercano con él puede desencadenar otra racha de perdidas, por eso nadie quiere coincidir con él, y yo no puedo más con esta situación Maribel, porque muchas personas también me repudian a mí o a nuestra hija —Matilde comienza a llorar y la pitonisa le ofrece un pañuelo que tenía en el turbante.

—Voy a ser muy sincera con vosotros, su marido no tiene ningún mal de ojo, ni es gafe, y esto lo hago, porque mi trabajo a menudo consiste en ayudar a la gente a que pueda despedirse de sus seres queridos, y cuando detecto un mal de ojo, suele estar relacionado con algún familiar que se ha dejado algo pendiente en este mundo y no puede avanzar al siguiente, y este no es el caso.

—¿Y cuál es la solución que me recomienda? —Lobato, preocupado, pregunta a la pitonisa, que le observa sin decir nada durante unos segundos. —Me he llegado a plantear abandonar mi puesto de trabajo, pero pueden pensar que el problema lo tengo yo y no mi puesto de trabajo.

—Y tienes razón, así que, voy a darte algo que deberás llevar colgado en el cuello, y por un módico precio, te cobraré la sesión de hoy y el colgante.

—¿De qué cantidad estamos hablando? —Matilde preguntó desesperada.

—Os cobraré quinientos euros —respondió la pitonisa.

—Considero una cantidad muy elevada por un colgante —respondió Lobato.

—Por el colgante no, esa cantidad os la voy a cobrar, porque me encargaré personalmente de difundir por el pueblo el rumor de que te has liberado del gafe, y te aseguro, que ese rumor llegará a vuestro pueblo, y más aún con las verbenas que se avecinan.

—¿Y qué tenemos que hacer con el colgante? —preguntó sorprendida Matilde.

—Le decís a todos vuestros vecinos, que ese colgante ahuyenta las malas vibraciones que rodean el cementerio y le permiten realizar su jornada laboral con seguridad —la pitonisa le agarra la mano a Matilde, que le agradece lo que va a hacer por ellos.

—Es increíble que diga esto, pero muchas gracias, es la primera persona que de verdad tienen la intención de ayudarnos —Lobato, con mucho gusto, decide pagar la cantidad que le solicita la pitonisa.

—Todos tenemos una función social que cumplir, y la tuya es tan importante como cualquier otra.

Lobato y su mujer se despiden de la pitonisa y se suben al coche para volver a su casa, el tiempo dirá si esta solución acabará con su incómoda situación en el pueblo.


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