EL ODIO TARDA MENOS EN CRECER QUE EL PELO
Son las nueve de la mañana y acabas de abrir la barbería. Mientras sacas a relucir una de las navajas, piensas dos cosas: en que hoy se va a leer la sentencia y en que por nada del mundo te gustaría escuchar lo que se tenga que decir. De repente suena la campanita de encima de la puerta. No esperabas a nadie y el ruido te da un ligero sobresalto que te devuelve a la realidad. Sientes un cosquilleo en la mano; te has olvidado qué hacías. Miras hacia abajo y ves que se forma un ligero trazo de sangre en tu dedo. Has deslizado la hoja fuera de la toalla blanca hasta frenarla con tu dedo índice. Es Brad Buchanan quien entra por la puerta y, por consiguiente, el culpable del corte.
—Gracias a Dios que estás abierto. No esperaba encontrarte aquí en un día como hoy. —Se pone la mano en la parte de atrás de la cabeza y, como si la posición de la mano le recordase la razón de acudir a tu barbería en un día como hoy, dice—: necesito un corte de pelo para estar guapo ante el juez. Ya sabes, para cuando me toque llevar a Bunson del calabozo a la sala y luego otra vez de vuelta.
Al ver que Buchanan va vestido de uniforme, desearías echarlo, que se fuese, pero recuerdas que puede que sea tu único cliente del día y no quieres perder tu posición de amistad frente a la ley. Enrollas la toalla alrededor del dedo, comprimiendo, asfixiando la herida para que deje de sangrar, mientras la toalla blanca se va convirtiendo poco a poco en una toalla roja, como absorbiendo el tinte de tu esencia, y le dices a Buchanan que se siente en la butaca más cercana a la puerta.
No te apetece tenerlo en el local más del tiempo que sea necesario y cada paso que dé con las botas sucias de agente de policía se quedará marcado por un largo período en el suelo, tanto que no se irá ni fregándolo varias veces después al final de la jornada. Es una mancha como de alquitrán, mucho más pesada que el pelo de cualquier chaval del barrio que pueda llegar sin poder pagarse un corte o los que se pasan esperando la semana entera para el momento de reunión en la barbería. Las botas de Buchanan manchan más que cualquier otra cosa.
Cuando el oficial pone todo su peso en la butaca que le has señalado con el dedo índice sano, el cuero de la butaca emite un quejido como de alguien asfixiándose contra la calzada. Se queda sentado en la silla con las botas en alto, en la barra de metal del reposapiés, y la cabeza en el pequeño reposacabezas. Parece cómodo en esa posición, ha cerrado los ojos, casi vulnerable hasta en la manera en la que ejerce su pequeño poder.
Mientras te lavas la mano con agua fría en el fregadero del baño al fondo del local, escuchas que Buchanan empieza a hablar:
—Hoy es la lectura, ¿te acuerdas? —dice levantando la voz. Sabes a qué se refiere. No has olvidado qué dia es hoy. Se trata de la lectura de una sentencia. Como para olvidarlo. Ha sido lo único de lo que se ha hablado en el pueblo durante los últimos meses. Hoy termina el juicio del pueblo contra Lyle Bunson. Un juicio por intento de asesinato. Un juicio que al inicio fue de interés estatal: un chico proveniente de uno de los barrios más pobres del pueblo da una paliza al hijo del alcalde hasta dejarlo en coma, todo esto en una de las zonas con más tensión racial del estado. Los primeros días había furgonetas de televisiones de alcance nacional, con reporteros pegados a sus cámaras que se postraban delante de las escaleras frente al juzgado. Poco a poco, a medida que avanzaba el caso, las furgonetas fueron desapareciendo, pero la tensión se quedó rondando el pueblo como la nube de la explosión de una bomba nuclear. No, no lo has olvidado. Igual que no has olvidado lo que pasó la noche del dieciséis de febrero—. ¿Eh? ¿Estás ahí, amigo? Tengo un poco de prisa, así que si pudieras empezar rápido te lo agradecería —dice Buchanan desde la butaca.
Te acercas en silencio hasta ponerte detrás de la butaca de Buchanan, que tiene los ojos cerrados. Entonces dices, muy seco:
—Tengo trabajo. —Sientes que te escapa la fuerza por el dedo con el vendaje, pero no vas a hacérselo ver.
—Joder, ¡qué susto! —Buchanan abre los ojos asustado al verte a través del espejo detrás de él—. Como quieras. No va a venir nadie de todas formas. Todo el mundo va a estar en el juzgado —dice, cambiando de repente a un tono autoritario, como para recordarte cómo son las cosas. Podría cambiar todo muy rápidamente si él quisiese.
Quieres decir algo, pero no lo haces. En su lugar dices:
—Es una lástima lo que le ha pasado al chico. —Reclinas la tumbona y el policía se queda suspendido en el aire, inclinado unos centímetros como un bebé en un carrito.
—Así es —responde Buchanan—, el hijo del alcalde era un trozo de pan. Capitán del equipo de lacrosse del instituto y campeón de ajedrez del condado. Ahora está en una cama de hospital, enganchado a la corriente como un ventilador, mientras su familia espera a que algún día despierte mágicamente. Entre tú y yo, el chico está vegetal. He ido un par de veces y, si no fuera por la respiración eléctrica de la máquina que tiene al lado de la cama, parecería un cadáver. La pobre Lisa, su madre, y Scott están perdiendo dinero. Les sería más útil comprar un ventilador —ríe.
Buchanan ha vuelto a cerrar los ojos. Te referías a Lyle, pero obviamente no lo dices. Coges el pulverizador con el agua de cortar el pelo y le rocías los cabellos varias veces para que el líquido le llegue a toda la superficie de la cabeza.
—¿Sabes? El que tendría que estar así, en ese estado, es Bunson —dice Buchanan. Ves cómo poco a poco empieza a temblar, cómo se va poniendo rojo y sus manos se agarran al cuero marrón del posabrazos de la butaca—. Sólo digo que el castigo debería ser igual que lo que le hizo al pobre Scotty Jr. Te juro que a veces veo a ese monstruo en el calabozo y me entran unas ganas de darle su merecido yo mismo… —Abre los ojos, un poco humillado, y te mira a través del espejo—. Disculpa, no me malinterpretes, no soy racista, tú eres amigo mío —dice mirándote fijamente—, sólo que es una verdadera tragedia lo que ha pasado.
—Una tragedia —dices. Pasas el peine por el cabello húmedo del policía sentado delante de ti para organizar el corte y establecer diferentes trazados en el pelo: todo hacia un lado con flequillo en diagonal, todo hacia el otro lado, hacia abajo para taparle los ojos más de lo que ya los tiene. El cabello obedece tus movimientos y se trazan líneas, carriles, en la cabeza del policía, similares a las trenzas pegadas a la cabeza que algunas veces haces.
—¿Sabes? Tú eres diferente —habla Buchanan, que ha vuelto a cerrar los ojos—. Tú tienes tu negocio y no molestas a nadie. Todos deberían ser como tú. Tú eres de aquí, eso es lo que te hace como nosotros. ¿Sabes? Tu padre y el mío pudieron ir juntos a la guerra.
—Sí, juntos —repites mientras coges las tijeras del estante de debajo del espejo. Le cortas algunos mechones más largos que despuntan del resto de la mata pelirroja. Con el peine en una mano y las tijeras en la otra, seleccionas mechones concretos, que levantas para posteriormente recortar las puntas que sobresalen. El dedo índice te duele al cerrar las tijeras y decapitar los filamentos salientes de la cabeza del policía, pero lo haces con gusto igualmente.
—En realidad me da pena el chico. Lyle, quiero decir, y me da pena sobre todo su familia, dondequiera que esté. Pero es peligroso que chicos como él anden por ahí. A saber a qué se dedica. Es peligroso para nuestros jóvenes por lo que pueda pasar, pero también para ellos. Si uno de los nuestros lleva, por suerte, una de estas… Yo siempre la llevo encima. —Se toca el lateral del pantalón, la funda de la pistola—. Incluso cuando no estoy de servicio tengo mi GLOCK.
No respondes a ese comentario con lo que te gustaría responderle. Coges la máquina para hacerle los laterales y la parte de detrás de la cabeza y, cuando terminas, coges la cuchilla para hacerle en detalle la parte de las patillas y la parte baja de la nuca. Buchanan tiene los ojos cerrados y la cabeza reclinada un poco hacia atrás.
Pasas a afeitarlo y le ves el cuello descubierto, con el relieve donde están la vena y la arteria que pasan por ahí para llevar la sangre hacia su probablemente diminuto cerebro —si es que lo tiene y su cabeza resulta no ser una cavidad inútil llena de aire— y de vuelta a su pecho vacío. Al pasar por los pelos de la barbilla, la cuchilla suena como si pasase por una superficie rugosa, como de piedras refregadas. Tus movimientos son precisos y la hoja no se desvía. Tus movimientos serían precisos si se desviara.
Cuando terminas el afeitado, le pones una toalla húmeda sobre la cara. Es una toalla blanca. En ese momento te recuerda a los gorros que viste la noche que arrestaron a Lyle.
Aquella noche estabas en el bar, bebiendo en la barra y escuchando la retransmisión del partido de béisbol en la radio por encima de la música y el ruido de la mesa de billar. Recuerdas que quisiste ir al baño, pero estaba ocupado. Después de un buen rato, por fin llegó tu turno. Uno de los jóvenes que estaban bebiendo cerca de la mesa de billar, imberbe y con el pelo rizado, salió y te dijo que le afeitaras el bigote. Viste que salía del cubículo del baño con otro de los chicos que estaban con él en la mesa. Fue entonces cuando te dijo lo del bigote. Dijo también algo sobre que siempre estabas ahí, observando, que solo hablabas para decir el precio del corte de pelo. Que qué mal rollo dabas.
Lo ignoraste y entraste en el cubículo, pero apestaba tanto que decidiste salir. Cuando te secabas las manos en el pantalón después de mojártelas para quitarte el sentimiento pegajoso del mango de la puerta, sentiste las llaves de la barbería en tu bolsillo. Aún las llevabas encima porque no habías vuelto a casa después de la jornada. Se te ocurrió ir al baño allí. Te estabas meando, pero al fin y al cabo estabas solo a dos calles.
Saliste del baño, viste a los dos jóvenes que habían salido antes de que tú entraras jugando al billar, gritando y celebrando o lamentándose con otros chicos y chicas, señalando alguna bola que querían meter o algo del juego. Creíste ver cómo el pelirrojo te miraba un segundo antes de golpear el taco con una mirada provocadora. Qué quiere, pensaste.
Antes de salir, te terminaste tu bebida pese a las ganas de orinar. Dejaste un billete arrugado en la barra y te despediste de Rhonda detrás del mostrador. Cuando saliste al fresco de la calle, el aire bebido dio paso a una brisa seca. La oscuridad con acentos de luz verde del bar dio paso a la oscuridad con tintes naranjas de la luz de las farolas. La calle estaba en silencio. El silencio se convertía en distancia y ésta en oscuridad. Escuchabas, como obligado, debido a que era el único ruido de la calle, tus pasos contra el asfalto. Tocaste las llaves de tu bolsillo para asegurarte de que tu deseo se iba a poder cumplir; el parpadeo del semáforo colgado del cable entre los dos lados de la calle permanecía suspendido como un condenado.
Llegaste a la barbería, y el picaporte se abrió después de intentar abrir con varias de las diferentes llaves del llavero. Te costaba ver en la oscuridad, como si llevases gafas de alcohol. La puerta se abrió ligera como lo solía hacer de día. Pensaste que abrirla iba a costarte más, que iba a ser más pesada. También se te ocurrió que quizás tu estado te dotó de una fuerza superior. Quizás solamente tenías la percepción alterada.
Fuiste a tocar el interruptor al lado de la puerta como de costumbre, pero te dio vergüenza que alguien viese las luces encendidas del local a esas horas y se preguntase qué hacías de noche en la barbería, preguntase, y tuvieses que contarle que habías ido al baño porque el del bar estaba demasiado sucio. No querías que sospechasen, pero sobre todo no querías perder el respeto del pueblo que tanto te había costado crear. Creerían que te veías como un señor, un ser superior a los demás ciudadanos del pueblo, tanto como para no querer mear en su misma pocilga. Habría que preguntarles cómo te veían ya. No encendiste la luz pese a haber hecho el gesto e incluso haber tocado el suave interruptor con la yema de los dedos. Estabas borracho, pero estuviste ágil.
Pasaste adentro. Estuviste ágil con la luz, pero no estuviste ágil porque te tropezaste en la oscuridad con algo. Era el pie de la base de la silla o el carrito metálico en el que guardabas los utensilios. Supiste que estabas borracho porque pensaste que habías bebido demasiado. No antes en el bar, no antes con las llaves, sino con el tropiezo. Era viernes, pensaste.
Al llegar al final del local, encendiste la luz del baño. Te reíste al pensar en la idea de mear a oscuras, pero paraste al pensar en el pobre desgraciado al que le tocase limpiarlo. Al recordar que ese pobre desgraciado serías tú, te volviste a reír un poco. Encendiste la luz y, tras el parpadeo inicial de la luz blanca casi verde, viste tu reflejo aparecer en el pequeño espejo ovalado colgado encima del fregadero, ese en el que lavabas los utensilios como navajas, cuchillas o tijeras con agua caliente.
Te miraste al espejo. Miraste ese rostro viejo y cansado por unos segundos, cansado siempre; te acercaste y observaste tus ojos, preguntándote si de normal estaban tan rojos, irritados, o era por el humo del bar o por el alcohol. Mear. Te acordaste de que ibas a mear. Con el desabrochar de cada botón del vaquero, las aguas se cernían hacia el acantilado como una cascada que se precipitaba al vacío. Un impulso guiaba tus movimientos mientras el cerebro te picaba con un centelleo agridulce esperando a ser prendido.
Lavándote las manos después de mear, sintiéndote un poco más cuerdo, creíste escuchar pasos. Venían de fuera del local. Apagaste la luz del baño antes de asomarte hacia la puerta y la cristalera. La calle se veía enmarcada por la ventana, y al ver el paisaje de la calle, ésta casi brillaba en su propia oscuridad naranja debido al contraste de la sombra negra de la barbería. Escuchaste alguna voz que se acercaba, junto con los pasos que se multiplicaban en intensidad y en volumen. Cuando por fin llegaste a ver las figuras que corrían, te quedaste paralizado. Debían ser chavales jóvenes. Llevaban la chaqueta del instituto; la reconociste porque algún chico había venido con ella puesta después de clase a cortarse el pelo. Lo que más te sorprendió fue el gorro blanco que llevaban. Era alargado, cónico y con dos agujeros que parecían ojos.
Pasaron varios, hasta que uno se quedó mirando el interior de la barbería. Se asomó al cristal haciendo una pequeña cueva con las manos delante de los ojos, como intentando ver. Deseaste que no se diera cuenta de que la puerta estaba abierta. Te mantuviste quieto, a salvo en la oscuridad, ansiando que no te viera. Finalmente, siguió corriendo hacia donde habían ido los demás sin interesarse por la barbería.
Estabas borracho. Pese al alivio del servicio y al susto, seguías borracho. No querías entrometerte. Intervenir en las salidas así siempre significaban algo peligroso. Alguna otra vez que habían tenido lugar, el pueblo amanecía con algún contenedor quemado, con pintadas acerca de la gente como tú, o en los peores días algún joven, también como tú, amanecía habiendo recibido una paliza espantosa.
Te sentaste en la butaca a esperar que los encapuchados estuvieran bien lejos, pero al rato, cuando ya casi te habías dormido, escuchaste un ruido de nuevo. Esta vez era diferente. Era como si alguien golpeara un saco de boxeo. Estaba cerca. Provenía del callejón de detrás del local.
Para ese momento tus ojos se habían acostumbrado a la oscuridad y pudiste llegar hasta la parte del fondo de la barbería sin tropezar con la otra butaca o con los carritos con utensilios. Llegaste a la puerta metálica e identificaste claramente qué llave la abría de entre todas las del llavero. Al abrirse, la puerta emitió un aullido, aunque no supiste identificar si fue la puerta o quién se encontraba en el suelo recibiendo puñetazo tras otro.
Debió ser la puerta metálica porque entonces viste a Lyle. Supiste que era él porque el hijo del alcalde se apartó un poco y se giró para mirarte, seguramente asustado de pensar que alguien le iba a ver.
Lo siguiente que viste fue a Lyle estirar el brazo, aprovechando el despiste de su agresor, para coger un palo de madera y reventárselo en la nuca.
Antes de que pudieras hacer nada, Lyle había desaparecido.
Escuchaste las voces y los pasos de los demás encapuchados acercándose y volviste a la barbería.
Cuando ya estás solo, te pones a limpiar las navajas y las tijeras de pelos de policía. Hoy no va a venir nadie más. Terminas con los utensilios y pasas la fregona por donde ha pisado Buchanan. Después, apagas la luz del espejo y la de toda la barbería. Apagas el cilindro rotatorio de afuera, cuelgas el delantal, coges tu chaqueta y tu gorra de béisbol del perchero de la entrada, sales por la puerta y cierras con llave. Piensas que vas a tomarte una temporada de vacaciones. Brad Buchanan va camino del juzgado. Va con una sonrisa en la cara y, lo que es más importante, con una esvástica rapada en la nuca.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.