Las artes amatorias de los Yoga Sutras de Patanjali
Ambos, recostados sobre la cama, miraban el teléfono celular y con el dedo índice deslizaban hacia arriba de la pantalla táctil videos de Instagram. Acababan de despertarse. Cuando sintió que ya había pasado el adormecimiento de la mañana, ella dijo:
–Anoche soñé con tu pene. Soñé que tu pene era gigante y que la cabeza y el glande eran como una especie de planeta tierra que, en lugar de esfera, parecía un tubo. Árboles, vegetación, acantilados, ríos y animales emergían de ese planeta peneano. Luego me lo metiste y el planeta explotó y todo se convirtió en una especie de supernova dentro de mi vagina. Y después me desperté.
–Qué rico. Pero no tiene por qué ser un sueño –dijo, y le dio un beso.
No les importó el sabor amargo de la saliva mañanera. Él se quitó la pantaloneta mientras la besaba. Ella empezó a masturbarlo. Él le quitó el pantalón de la pijama y, con el dedo anular y el del medio, empezó a sobarle el clítoris con movimientos circulares. Dejaron de besarse un momento y cada uno se quitó la camiseta. Él se puso encima de ella, pero sin recostar su cuerpo sobre el suyo. Él se sostenía con los brazos y las piernas, como si estuviera haciendo flexiones de pecho. Se las arregló para besarla en esa posición, mientras ella cogía su pene con la mano y frotaba el glande con movimientos circulares contra su clítoris. Cuando la vagina ya estaba húmeda, ella misma introdujo el pene dentro y los dos sintieron un abrazo cálido y acuoso en sus respectivos centros de felicidad. Él se movía de adelante hacia atrás, metiéndolo y sacándolo y procurando no recostarse sobre ella.
–Mira cómo entra de rico –dijo él.
–Ay sí mi amor, así me gusta, vente, vente ya, quiero que te vengas dentro de mí.
–Todavía no –respondió.
La mujer se puso en cuatro al borde de la cama. Él se bajó de la cama y acercó su cara hacia su vagina y su culo, como si se estuviera asomando en una cueva. Le lamió la vagina y el culo de un solo movimiento. Luego se puso de pie y metió el pene en su vagina mientras veía esas nalgas de durazno que chocaban contra su pelvis.
Así duraron un rato.
–Quiero hacerme arriba –dijo ella.
Él se recostó sobre la cama y ella se hizo encima de él. Ella acomodó el pene con su mano y lo volvió a introducir. Se movía como haciendo sentadillas. Él le veía las tetas firmes que se bamboleaban de arriba abajo y veía cómo se le ponía el cuello rojo y se le brotaban las venas. Los dos gemían. Ella hizo una sentadilla con un rango de flexión más amplio, el pene se salió y ella soltó un chorro de líquido transparente y gritó. Él volvió a meter el pene y ella gritó más.
–Me voy a venir –dijo él.
–Ay sí, yo también.
Los dos sintieron un espasmo agónico y él descargó su semen dentro de ella. Ella sintió el fluido cálido en su interior.
–Me encanta cuando te vienes dentro –dijo ella.
–A mi también –se acomodó sobre el espaldar de la cama–, pero nos arriesgamos mucho.
–Entonces nos toca ser serios y no volver a hacerlo sin condón.
–Sí. Nos toca.
Pasados unos minutos en silencio, él le dijo:
–Cuando lo hacemos así, siento que voy a pasar a través de ti. Como si te atravesara.
Ella soltó una risita.
–Atraviésame todo lo que quieras –se tocó la cien con el dedo índice–, pero con condón.
–¿Y si atravieso el condón y te atravieso a ti también?
–Ja, ja. Eso hay que probarlo.
Él se quedó viéndola. La luz que llegaba por la rendija de la persiana le daba una tonalidad azul a su cuerpo. En su piel se podía ver la plasticidad curvilínea de un cutis liso como el cuero de una serpiente de una sola escama brillante. Él le tocó el mentón con el dedo índice, luego bajó el dedo acariciándole el cuello, llegó a la clavícula izquierda y bajó hacia uno de los senos, hizo circulitos en cada uno de los pezones, que se erizaron, y bajó al ombligo y metió el dedo allí. El abdomen de ella se endureció.
–Me dan cosquillas.
Él puso la palma de la mano sobre el vientre de ella y presionó un poco, al punto de que la piel de la barriga recubría la superficie de la yema de los dedos y la palma como si él estuviera estrujando plastilina blanda con la mano.
–¿Te acuerdas de la película que vimos la semana pasada? –dijo él, sin dejar de hacer presión con su mano.
–A ver…. sí. “Paprika”.
–Ahora recuerdo la escena en la que el villano le pone la mano sobre el pecho a Paprika, luego le atraviesa la piel y va bajando desde el pecho hasta la vagina, y a ella le da un orgasmo.
–Sí me acuerdo –dijo ella, y miró hacia el techo.
–Me gustaría hacerte lo mismo.
Estaban en la estación. Él la acompañaba todas las mañanas a tomar el autobús y luego se dirigía al taller. Ella era profesora de estudios de género en la universidad. Él trabajaba en un taller de mecánica automotriz y latonería y pintura. Él continuó con el tema:
–Si quiero pasar de una habitación a otra, no puedo atravesar la pared. Debo buscar la puerta, luego girar la manija, después abrir la puerta y atravesar el marco. Pero si puedo atravesar el marco de la puerta, a pesar de que está lleno de aire, ¿por qué no puedo atravesar directamente la pared?
–Porque la pared es sólida –ella movió la cabeza y abrió los brazos– ¿no es obvio?
–El aire ocupa todo el espacio de la habitación y, a pesar de eso, puedo caminar sin que el aire se interponga entre el destino al que me dirijo y yo.
–Porque las partículas del aire están más lejos las unas de las otras. Entonces se empiezan a mover de lugar y te dejan pasar –dijo ella.
–Eso mismo puede pasar con objetos sólidos, ¿no? Se supone que también hay espacio entre las partículas de las cosas sólidas, ¿no?
–Leí por ahí –dijo ella en un tono profesoral–, que hay una fuerza electromagnética que hace que las partículas se repelen entre sí.
–Eso quiere decir… –se interrumpió para bostezar y lagrimear un poco– que no es imposible atravesar un objeto sólido sin destruirlo.
–Bueno, no sé. Imagino que si fuera posible revertir esas fuerzas, uno podría atravesar las paredes como si fuera un fantasma.
Un autobús articulado se acercaba. En la franja horizontal del vidrio panorámico se alcanzaba a ver la nomenclatura de la ruta: L25.
–Ese es el mío. –Se giró y lo besó– Nos vemos en la noche.
Él vio cómo ella se alejaba mientras la puerta del bus articulado se tragaba la cola de personas que avanzaba. Decidió que no abriría el taller ese día. Cruzó la calle. Llegó a la puerta del edificio, sacó la llave del bolsillo y abrió. Todo estaba oscuro. Presionó el suich y las escaleras del edificio se iluminaron. Subió las escaleras hasta llegar a la tercera planta. Abrió la puerta con la otra llave del llavero que tenía en la mano. Entró.
–Mejor hago oficio –dijo en voz alta, aunque el apartamento estaba vacío y no había nadie que pudiera oírlo.
Entró al patio y sacó varios productos de aseo: lejía, límpido, pañitos húmedos con cloro, un espray con el limpiavidrios azul, una toalla amarilla, la escoba de cerdas rígidas, el recogedor anaranjado, dos traperos recién lavados, dos valdes de agua.
Barrió todo el piso. Empezó con la habitación de los dos, siguió con el pasillo que daba a la sala, barrió el piso lleno de boronas del comedor, barrió el suelo pegachento de la cocina, sacó la mugre y el polvo del baño y barrió todos los rincones del patio. Se le erizaba la piel cuando escuchaba el sonido de las cerdas de la escoba que se arrastraban sobre la superficie del suelo. Le gustaba sentir la vibración de ese sonido rasposo en las manos mientras sujetaba el palo de la escoba.
Combinó lejía con agua en un valde, remojó el trapero en el líquido y llevó a cabo el mismo proceso que había realizado con la escoba. Trapeó lenta y comedidamente, sintiendo cómo se deslizaba el trapero húmedo sobre la superficie del suelo. Presionaba el trapero hacia el suelo, haciendo fuerza, como si quisiera atravesar el piso.
De todas las cosas que limpió, se demoró particularmente en la cortina amarilla del baño. Tomó dos paños húmedos de cloro con cada mano y los pasó simultáneamente sobre las dos caras de la superficie de la cortina. Se demoró tallando los hongos como puntitos negros que se habían formado por la humedad de la ducha. Talló y talló hasta que la cortina quedó sin una sola mancha.
Eso lo hacía mientras se demoraba viendo los pliegues que se formaban en el manto de plástico amarillo cuando él lo arrugaba con las dos manos. Las curvas de los pliegues de la cortina, las líneas que se extendía y se bifurcaban y se entrelazaban hasta formar triángulos torcidos, círculos, óvalos ahuecados, los relieves del plástico que se desplanchaba, todo eso lo veía con enorme concentración. Luego alisó las arrugas del manto de plástico amarillo. La cortina brilló límpida sobre el fondo blanco de la ducha.
En la noche, cuando ella volvió, lo vio absorto sobando el mueble de la sala con un trapo. Ya no se veía el brillo de la madera lacada. Llevaba tanto tiempo frotando tan fuerte que había desgastado la madera y estaba cayendo aserrín al piso.
–¿Qué haces?
Él se sobresaltó y escondió el trapo en el bolsillo trasero de su pantalón.
–Nada. Me distraje limpiando la casa.
–¿No fuiste a trabajar?
–Hoy no había mucho que hacer en el taller.
Ella lo miró extrañada durante unos segundos.
–Okeeeei –dijo, y sacó un libro de la mochila–. Antes de salir de la universidad, fui a la biblioteca y saqué este libro.
Él tomó el libro y leyó el título: “Los Yoga Sutras de Patanjali”.
–Nunca he escuchado de nadie que atraviese las paredes –se quitó la mochila del hombro y la descargó sobre el sofá–, pero hay mitos sobre gente que levita por medio de la meditación.
–No te burles. Sólo es algo que he pensado –dijo él.
–No, si no me burlo –se sentó en el sofá y estiró los brazos–. Al contrario. Los conocimientos orientales tienen mucho para decirnos. Quizá descubras cómo atravesar las paredes en lugar de levitar. Ja, ja.
Con las rejas del taller cerradas, sentado en una butaca que había dejado en frente de uno de los carros que tenía que reparar, él leía el libro que le había prestado su esposa. Las enseñanzas de los Yogas Sutras de Patanjali se bifurcaban en ejercicios meditativos y físicos. El Dharana consistía en el ejercicio de enfocar la mente en un solo punto. La mancha en la pared, un pocillo en la repisa de la cocina, la llama temblorosa de una vela encendida. Cuando ya se ha dominado el Dharana, viene el arte del enfoque del Dhyana, que consiste en olvidar todo lo que existe (incluyendo pensamientos y objetos) para dejar único y nítido en la mente el objeto de concentración (la llama temblorosa de la luz de la vela). Luego se aviene el acto metafísico del Samadhi, un estado de honda contemplación en la que el observador y el objeto se fusionan en una sola cosa, la disolución de la dicotomía sujeto-objeto.
Los ejercicios físicos consistían en el control de la respiración (el pranayama), la contención de los sentidos (pratyahara) y en la actitud pasiva de la no violencia, que consiste en ejercer lo menos –o nulamente– posible en los objetos externos al sujeto (yamas y niyamas).
No podía faltar más al taller, así que decidió hacer los ejercicios de meditación mientras trabajaba. Había llegado un Kia Picanto al negocio. El dueño había estrellado el carro contra un Toyota Corola, al hacer un cruce indebido sobre la avenida décima. El guardafangos se hundió y la pintura se resquebrajó. La farola había quedado inservible. Antes de poner la farola nueva, él tenía que sacar el golpe del guardafango y pintar de nuevo la pieza.
Desmontó el guardafango y golpeó la cara interna de la pieza con un mazo. El hueco se abombó y la lámina recobró parte de su forma original, a excepción de ciertas imperfecciones de la superficie magullada. Metió su mano izquierda por la parte interior de la pieza, mientras golpeaba la cara externa con un pequeño martillo de acero que sujetaba con su mano derecha. Sentía con la yema de los dedos cómo se iban enderezando las pequeñas abolladuras de la lata. Pensaba en el ejercicio del Samadhi, el acto contemplativo en el que el objeto y el sujeto se fusionan. Fusionarse con otra cosa es una manera de atravesarla. O mejor cabría decir que la fusión hace que la acción de atravesar las cosas pierda sentido.
Ella sintió la yema de unos dedos ajenos que recorrían su cuerpo por debajo de la ropa. Al principio fue un leve cosquilleo al que no le dio importancia. Luego tuvo que salir del aula de clase y dejar su explicación –a propósito de las desigualdades de género en relaciones de pareja– a la mitad.
Se dirigió al baño más apartado de la facultad y se encerró en la última cabina. En sus senos se veían huellas de unos dedos que dibujaban caminos entrelazados de caricias que se hundían en la piel. Pronto esas caricias bajaron de su pecho al ombligo y llegaron a su pubis y allí se quedaron, formando remolinos constantes que le hacían sentir corrientazos.
Él, mientras tanto, se dio cuenta de que no necesitaba usar la lija para desgastar la pintura resquebrajada de la pieza, ya que los fragmentos endurecidos de la pintura se iban limando solos a medida que él pasaba las yemas y la palma de su mano sobre la superficie.
Después hizo una mezcla de macilla y catalizador con dos espátulas. Veía cómo el catalizador se fusionaba como una línea roja con la masa blanca de la macilla. Hizo bolitas de macilla que luego aplastaba y esparcía sobre la mesa de mezcla, hizo espirales de macilla con las espátulas, luego reunió todo el material en una sola bola y lo aplastó de nuevo, haciendo que la macilla adquiriera una tonalidad rosácea.
Con la misma espátula, cortaba pedazos de macilla y los esparcía sobre la superficie de pintura lijada del guardabarros. Pasaba delicadamente la macilla para que poco a poco fuera cogiendo la forma de la pieza y encajara con la línea del diseño del guardafangos. Cuando la macilla quedó seca y endurecida, volvió a pasar la mano sobre la superficie y la macilla empezó a alisarse, a ponerse tersa y resbalosa como si la pieza estuviera nueva.
Mezcló la pintura en la copa de la pistola, conectó la pistola al compresor, lo encendió –haciendo ese ruido estridente de los engranajes que se movían conectados por una cinta mientras comprimían aire en el tanque– y empezó a rociar con disparos firmes y constantes de un abanico grueso de pintura el guardabarros del KIA Picanto. Sentía que el abanico de pintura que caía disparado sobre la superficie de la lámina era una extensión de la epidermis de sus manos.
Ella sintió que una delgada membrana caía como rocío sobre todos los rincones de la extensión de su piel húmeda y experimentó el placer más intenso y fino en todo su cuerpo, como si no hubiera ni un solo resquicio de cutícula que no se hubiera convertido en una zona erógena.
Con las gotas de salitre que le caían de las cienes, la voz temblorosa, el pecho lívido, ella salió como pudo del baño de mujeres y de la universidad, tomó el primer taxi que vio que pasaba por la avenida Santander, y se dirigió hacia su casa haciendo un esfuerzo ingente por controlar sus nervios electrificados de placer.
Ella cabalgaba arriba de él. Frotaba su pelvis con fuerza contra la de él, haciendo que el sudor de los dos se entremezclara e hiciera ruidos de agua que golpea contra una superficie blanda. Las luces de la casa empezaron a titilar, las botellas de vino del minibar tamborileaban y caían al suelo como soldados que caen fulminados desde un balcón. Un leve temblor empezó, y él y ella se percataron, pero ya no tenían intensión de parar. Todo se fue desmoronando, convirtiéndose en una especie de caldo. Afuera sonaban sirenas de ambulancias y camiones de bomberos. Adentro el sonido era el de palmadas de agua. Todo se vino abajo, pero como leche que se derrama de un vaso. La cama se disolvió en el suelo, las paredes del cuarto se doblaron hacia dentro y se pegaron a sus cuerpos, y ellos se fusionaron con las cosas de la casa en un último grito orgásmico, y el mundo y el universo y sus galaxias y estrellas y supernovas y planetas y lunas y agujeros de gusano dejaron de existir afuera y empezaron a existir adentro, y luego no tuvo sentido atravesar las cosas, porque todo era una sola cosa, todo era un solo pliegue ilimitado de la piel.
El mito de los Los Yoga Sutras de Patanjali se repitió durante semanas. Él procuraba tocarla a la distancia siempre que pasaba los dedos por entre las barandas de la reja del estacionamiento, o cuando tocaba las almohadas de la cama, o cuando rodaba como un cilindro sobre el pasto recién cortado de El Bosque Popular. Entonces ella volvía a la casa y repetían el rito. Luego ella quedó embarazada, y ahí terminaron los ejercicios de yoga.
Recuerda que una de las peticiones de este tipo de narrador es que el narrador no puede saber qué piensan o sienten los personajes. Y a ti eso se te ha ido en: "Cuando sintió que ya había pasado".
ResponderEliminarTampoco en:
"No les importó el sabor amargo"...
"se dio cuenta de que no necesitaba usar la lija para".
"Ella sintió que una delgada membrana".
"y experimentó el placer más intenso".
"haciendo un esfuerzo ingente por controlar sus nervios".
"pero ya no tenían intensión de parar.". (Además, "Intención" es con "c").
Falta coma después de "Ay" en "Ay sí, yo también." También fal en: "–Sí me acuerdo".
Falta tilde en "mi" en: "A mi también".
Falta punto después de: "–Se giró y lo besó–".
El relato es curioso. Pero la última frase lo convierte en un chiste...