domingo, 16 de febrero de 2025

- Relato 5 Sofía Portilla

 

El precio de un buen sueño

—Siempre ha estado conmigo, desde que tengo memoria, pero jamás se había presentado de esta manera tan… violenta —dije, retorciéndome las manos con nerviosismo—. No recuerdo la primera vez que lo soñé, ni el orden en que fueron apareciendo las distintas mmm… variantes. Después de tantos años, todo se ha vuelto confuso.

La mujer sentada frente a mí me examinaba con unos ojos que parecían estar tallados en piedra. Noté que su mirada se posaba en mis manos e instantáneamente dejé de moverlas. Ella sonrió, satisfecha.  

—¿Las variantes, dice?

—Sí, bueno… como le dije antes, siempre se trata de mí queriendo ir al baño y jamás lográndolo. Lo que ha ido cambiando con el paso del tiempo son los motivos. Al principio era porque la puerta estaba cerrada y yo no conseguía abrirla. En otra ocasión fue porque había una gran fila de gente esperando para entrar. También porque estaba terriblemente sucio, o incluso porque no había papel, cosas así. Nada del otro mundo. En algún punto siempre me despertaba, iba al baño con absoluta tranquilidad y volvía a dormir como si nada —hice una pausa. “¿Sabes?, creo que deberías dejar de tomar café antes de acostarte. Así no tendrías que levantarte en mitad de la noche al baño y yo podría dormir tranquila por una vez en la vida”. Mi esposa me sugirió eso en algún momento, pero no sirvió de nada—. En cambio, ahora… —me atrevo a levantar la cabeza, apenas lo suficiente para mirarla, pero en seguida aparto la vista. Esos ojos tienen algo que impide mirarlos durante mucho tiempo—. Ahora es algo horrible, espantoso. No es sólo una pesadilla, es, es… me está arruinando.

Silencio. Mantengo la vista baja, en espera de que la mujer diga algo. Por el rabillo del ojo noto como ella se limita a mirarme, inquisitiva, esperando a que continúe el relato. Carraspeo, incómodo. El sonido que produzco resulta en extremo ruidoso en esta habitación tan silenciosa. Demasiado, diría yo.

—Perdóneme. Es difícil para mí hablar de esto. Me… me apena mucho.

Ambos permanecemos callados durante un rato más, hasta que se vuelve insoportable. Ella no emite un solo sonido: no dice nada, no se mueve, incluso parece que no respira. De hecho, si no fuera por mi respiración cada vez más agitada, el silencio sería absoluto. Inhalo profundo, intentando tranquilizarme, y continúo.

—Bien, aquí va —sacudo la cabeza y me limpio el sudor de las manos en mi pantalón—. De un tiempo para acá, ese sueño al que prácticamente ya me había acostumbrado, ha pasado de ser un viejo conocido a convertirse en un acosador de mierda. No sé hace cuánto se produjo el cambio, pero…

—Perdone que lo interrumpa, pero, ¿sería tan amable de ir al punto?

La mujer se irguió en su asiento, altiva. Parecía que me mirara desde arriba, aunque yo soy mucho más alto que ella. Por primera vez desde que llegué, me atrevo a mirar directamente al interior de esos ojos oscuros, en los que no descansa ni siquiera un rastro de empatía o comprensión. Su mirada está llena de desdén. Enfurecido, grito:

—¡HAY UN AHORCADO! Hay un ahorcado, ¡¿ya?! ¡Eso es lo que pasa! Ahora cada vez que sueño que entro al baño me encuentro frente a un largo pasillo que además está oscuro y huele mal y como ya no aguanto más empiezo a correr y correr pero el pasillo parece infinito y cuando pienso que jamás se terminará veo una luz y una puerta abierta y suspiro aliviado porque por fin llegué y… —hago una pausa para jalar aire e intentar controlar mi respiración agitada. Toda la furia que me había impulsado a hablar se ha convertido en miedo, y las siguientes palabras que salen de mi boca son apenas un susurro— y entonces lo veo, colgado del techo, sus ojos abiertos inyectados en sangre, sus labios negros y los arañazos alrededor de su cuello. Pero lo más aterrador es cuando le dan los espasmos. No sé si eso significa que aún está vivo o es sólo una reacción involuntaria de su cuerpo, pero es en ese momento cuando empiezo a gritar y, sin poder evitarlo, me orino encima. Me despierto gritando, muerto de miedo, empapado en sudor y… también en orina.

Oculto la cara entre mis manos, como si con eso fuera también a ocultar mi vergüenza, a escapar de esa mirada inquisidora que me atraviesa sin piedad.

—Bien —responde la mujer con tranquilidad—. ¿Cada cuánto ocurre esto?

—Si durmiera todas las noches sería cosa del diario, pero hace algún tiempo que trato de dormir lo menos posible, cosa que tampoco ha ayudado mucho. Verá… estoy desesperado. He probado de todo y nada funciona. Me he pasado los últimos dos años entre psicólogos, psiquiatras, psicoanalistas y nada. He estado horas enteras sentado en un sillón hablando sobre mis traumas de la infancia; me han medicado una y otra vez con cada nueva fórmula que sale al mercado. Incluso se plantearon la posibilidad de internarme en un asilo mental, pero por supuesto la rechacé —crucé los brazos, intentando ocultar el temblor de mis manos, de mi cuerpo entero. “Hay una institución muy reconocida que se dedica a tratar pacientes con afecciones similares a la suya. El coste es alto, pero los resultados son excelentes”. El médico me entregó una tarjeta con los datos. Le di las gracias y, al salir del consultorio, la arrojé al primer basurero que encontré—. Tengo una hija, ¿sabe? Y no tengo ningún interés en dejarla abandonada, ni a ella ni a su madre. Pero tampoco quiero que me vea en este estado: se está haciendo mayor, y cada vez es más difícil ocultarle el hecho de que su padre se despierta todas las noches gritando y cubierto de orina. Así que, como comprenderá, me urge encontrar una solución rápida y efectiva. Por… por eso estoy aquí, porque ya no sé a quién más recurrir.

Recuperado ya de mi episodio de furia, me concentro en mi respiración mientras espero su respuesta. Las manos de la mujer descansan en los reposabrazos de su silla. Con una uña larga y afilada golpea rítmicamente sobre la madera. Los golpeteos se asemejan a los latidos de mi corazón, como si fuera ella la que llevara el ritmo. Sus ojos de pedernal me miran con incredulidad.

—¿Así que busca una solución rápida y efectiva? Bien, ¿por qué no me dice qué es exactamente lo que cree que pasará a continuación? ¿Piensa que danzaré a su alrededor, agitando hierbas en incienso sobre usted, mientras recito palabras en náhuatl y con eso quedará como nuevo? ¿O acaso piensa que le ofreceré algún brebaje mágico y listo, sanseacabó? —su voz se endurece—. No tiene ni la menor idea de cómo funciona esto, ¿verdad? La magia exige siempre un alto precio para…

—No importa el precio. Estoy dispuesto a pagar lo que sea.

Saco del bolsillo interior de mi chamarra un fajo de billetes y lo coloco en la mesa de centro que nos separa. La mujer deja escapar una risita, toma el dinero y niega levemente con la cabeza.

—No se trata de dinero. Pero de momento esto servirá. Espere aquí.

Se levanta y camina hacia el cuarto que está a su derecha. Permanezco sentado, escuchando los ruidos que salen de aquel lugar. Escucho ruidos metálicos, como de ollas y sartenes que chocan entre sí; agua que hierve y el golpe constante de un cuchillo sobre una tabla de madera. Parece como si estuviera cocinando, hasta que escucho los cantos. Primero suaves, lentos, pausados. Luego veo el humo y los cantos aumentan en intensidad. Finalmente, un grito desgarrador lo inunda todo. No sé si salió de boca de la mujer y, francamente, prefiero no saberlo. Ella regresa a la salita como si nada, con un amuleto parecido a un atrapasueños, en la mano izquierda. La derecha la trae envuelta en una venda blanca manchada de rojo. Deja caer el objeto en la mesita y vuelve a sentarse.

—Tome, coloque esto bajo su almohada durante siete noches seguidas. A la octava, quémelo en un recipiente de madera junto con unas hojas de ruda y flores de valeriana. Le daré unas oraciones dedicadas al dios Xoaltentli, que deberá recitar todas las noches antes de dormir y una para cuando realice la quema. Le advierto que estas instrucciones deben seguirse al pie de la letra, o de lo contrario…

—Sí, sí. Un alto precio deberá pagarse. Ya lo he entendido. Muchas gracias señora, con su permiso.

Me levanté de la silla tan deprisa que me mareé. Apunto estuve de caer sobre la mujer, pero logré recuperar el equilibrio a tiempo. La miré y sonreí apenado, disculpándome en silencio. No respondió. Sus ojos estaban cerrados y, aunque daba la impresión de haberse quedado dormida, de algún modo sabía que podía verme, que se había dado cuenta de todo. Me retiré sin más y volví a casa.

 

Durante seis noches realicé el ritual, tal como lo especificó la bruja. El primer día fue el más fácil. Seguí sus indicaciones con precisión, apresurándome lo más que pude para evitar que mi esposa me descubriera haciendo brujería en la casa. Traté de no pensar mucho en lo que estaba haciendo. Sabía que, en cuanto empezara a darle vueltas de más al asunto, arrojaría toda la parafernalia mágica al bote de basura y renunciaría a esta locura. Porque era una locura, de eso no tenía duda. Pero al menos merecía el beneficio de la duda, ya que todo lo demás no había servido para nada. Terminé un segundo antes de que mi esposa asomara la cabeza por la puerta.

            —Mira, hacía mucho que no te ibas a la cama tan temprano —sonrió y me lanzó un beso antes de cerrar la puerta—. ¡Buenas noches!

            Por obvias razones, ya no dormíamos en la misma cama. Ni siquiera en la misma recámara. Pero siempre venía a darme las buenas noches antes de acostarse. Deseé con todas mis fuerzas que esto funcionara para volver a dormir junto a ella, abrazados. Y ya fuera por eso o por alguna especie de efecto placebo, esa primera noche dormí mejor que nunca. Fue la única.  

Cada noche que pasaba, los sueños que me acosaban se volvían más y más aterradores. Intenté pensar en lo que estaba haciendo como en una purga: cada día que transcurría me hacía sentir peor, pero confiaba en que al final todo lo malo, todas las toxinas saldrían de mí y me sentiría ligero, limpio, libre. Sin embargo, cada mañana me levantaba más y más mal, y el día se volvía una agonía al pensar en los horrores que me esperan al dormir.

La última noche, tan cansado ya de todo, me fui a dormir sin realizar el ritual. No era mi intención. Simplemente me recosté un momento porque no podía mantener en pie, pero debí quedarme dormido sin querer. Por ahí de las tres de la mañana un grito ensordecedor me despertó. Escuché a mi esposa levantarse y correr hacia el cuarto de nuestra hija. La seguí lo más rápido que pude. Al abrir la puerta de un golpe encontré a mi hija gritando a todo pulmón sobre una cama cubierta de orina y un atrapasueños descansando en el buró.

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