domingo, 9 de febrero de 2025

-Relato 4 de Nerea Vera

 

La resistencia

 

No fue hasta que Edu entró a estudiar Comunicación Audiovisual cuando los efectos de la picadura del Mosquito Intelectualoide Oscuro llegaron a su máximo exponente. Hasta entonces, se había dejado entrever en según qué gestos hostiles, pero llegados a ese punto, el cuerpo de Edu lucía con la palidez propia de quien tiene que pasar días enteros encamado en completa oscuridad.

—Pero tía, mamá, ¿qué coño haces? —La madre de Edu abrió la puerta de su habitación. Esta lucía como una especie de ataúd en el que descansaba un vampiro de poca monta, afectado por el olor de unos ajos en descomposición, similar al de un adolescente tardío que lleva una semana sin lavarse el sobaco. Edu estaba tirado en el suelo, con unos cascos en las orejas y una guitarra en las manos, intentando grabar una de las canciones de su EP after punk, versión Hacendado.

    —Niño, ventila esto, ¡hazme el favor! ¡No veas el peste que hay aquí! —A Edu le trajo al mundo Carmen, una mujer a la que, aparentemente, no se la podía considerar como muy after punk, pero que, en la cola de la carnicería, sacaba toda su rebeldía y reivindicación cuando alguna caradura se le intentaba colar para pedir antes esa poca de carne picada que quedaba.

    —Mamá joder, ¡no entiendes nada! La luz contamina toda la grabación. —Carmen subió la persiana de la habitación y abrió la ventana para que entrara su denominada “gracia de Dios”.

    —Escúchame, Luz contaminada; ¿Quieres pucherito hoy para comer o no?

 

Esa noche, Edu se miró en el espejo del baño y le gustó lo que vio. Su pelo cada vez estaba más sucio y largo, lo que facilitaba su tarea de cardarlo y cardarlo hasta que el resultado fuese una masa informe en formato vertical. En su apretada agenda de cantante y compositor de grupo underground, la higiene personal era un plano vital muy poco estimulante, con lo que la limitaba a un par de lavados gatunos semanales, uno al inicio de semana y otro antes del finde, para que las pibitas de los antros que frecuentaba pudieran disfrutar, en primicia, de las nuevas fragancias de Eau de Gañan.

Además de su habitual manchurrón negro, esparcido en el párpado con los mismos dedos con los que se rascaba el culo y disfrutaba de su posterior olor, ese día, Edu se aplicó su nueva base blanquecina en el tono 666 Tormented soul, de la que había estado leyendo desde hacía un tiempo. Gracias a esa base de maquillaje, Edu se sentía un Ser más interesante si cabía.

 

—Somos la resistencia, tía, la puta residencia, y eso les jode. —Segundos después, Edu cerró los ojos y sacó su lengua temblona y amarillenta, propinándole un beso de tornillo a la chica con la que llevaba hablando en la barra tres cuartos de hora. Todo ese tiempo, ella lo había estado escuchando atenta, feliz de ser el objeto de deseo del chico más misterioso de todo el local.

En líneas generales, a Edu le asqueaba el Mundo en el que vivía, a excepción de esos locales de luces rojizas en los que, acompañado de su grupo, podía tocar la guitarra y alguna que otra tetilla. Las pocas veces que se dignaba a salir en horario diurno, sin contar los días que hacía acto de presencia en la Universidad, se dedicaba a mirar a la gente que paseaba por la calle, pensando en cómo podían vivir tan alineados con el Sistema, totalmente presos a un Capitalismo infame que los asfixiaba. Por ese motivo, él había decidido no participar en esas dinámicas y resistir como ser independiente fiel a su propio pensamiento crítico e ideología. Las letras de su grupo serían la resistencia a ese Mundo infecto que intentaba contaminarles. La revolución estaba en ellos.

 

Después de, para muchos, berrear en el escenario durante una hora seguida, Edu y sus colegas ligaron toda la noche. Todas las chicas del lugar se les acercaban, entre chillidos histéricos, a pedirles autógrafos en las zonas de su cuerpo que ellos prefiriesen firmar. Edu se sentía en la cresta de la ola, orgulloso de haber optado por la vía de la ruptura de lo establecido. Las luces brillaban a su paso y todo el ruido del local se condensaba en alabanzas hacia el grupo, hasta que, de pronto, un ruido ensordecedor irrumpió en el local.

—Pero ¿tú qué pasa, que hoy tampoco te vas a poner a estudiar? ¿La carrera que te pago se va a sacar sola o cómo va la cosa? —dijo Carmen, mientras subía la persiana. Una lástima que, la noche anterior, Edu se hubiese quedado dormido, maqueado como estaba, encima de la cama, con el móvil entre sus manos. Ese día había cenado el famoso estofado de su madre, su perdición, y él sabía que, por prescripción médica, debía cenar ligerito si no quería tener consecuencias. «Este niño no tiene el estómago preparado para mucha cosa, eh. Se va a tener que cuidar mucho». Edu echó de mala gana a su madre de su habitación. En su móvil tenía 40 llamadas perdidas de sus colegas.

  

—Tío, para el próximo bolo tenemos que pillar —dijo Elías, el amigo de Edu. Elías tocaba la batería en el grupo. Le gustaba recogerse el pelo en una coleta, pintarse las uñas de negro y asistir a clubes de lectura del Movimiento Anarquista. Sus padres trabajaban como Abogados del Estado. Elías había asistido a clases de hípica todos los findes de semana hasta los dieciséis años, cuando se mudó a Estados Unidos a terminar Bachillerato. Ahora vivía solo en un piso cercano a la Universidad donde podía pasarse el día tocando y viendo películas de culto, costeado por sus odiosos padres.

    —Sí, sí, tío, pillamos. —Edu se calló unos segundos. Su pasado de niño de polito y jersey atado al cuello parecía hacer mella—. Pero ¿qué pillamos?

    —No sé, tío. Le voy a preguntar a unos amigos a ver qué nos recomiendan. Pero es importante, ¿sabes? El colocón en este Mundo anestesiado es otra forma de revolución.

    —¡Totalmente! ¿Tienes pasta para pillar? —preguntó Edu.

    —Claro, tío. Los pesados de mis padres me dieron trescientos pavos el otro día. Estos se creen que con pasta me van a quitar lo de revolucionario. Van jodidos. Oye tío, si quieres esta vez las pillas tú y la próxima yo —dijo Elías.

    —Ahora es que me pillas un poco justo de pasta. Estoy pensando en buscarme un curro o algo.

    —Pero tío, ¿qué dices? ¿Vas a dejar que te la meta por el culo el Capitalismo? No te preocupes, pongo yo el dinero. Pasa del curro.

 

Antes del bolo, Edu se aplicó con ahínco su base 666 Tormented Soul. Cuando consiguió el tono blanquecino que quería, propio de aquel que está sufriendo una hemorragia interna, procedió a buscar su lápiz negro, pero no lo encontraba por ninguna parte.

—¿Quién coño ha cogido mi lápiz negro? —Edu salió al salón. Allí, su madre, padre y abuela veían una película de Manolo Escobar a todo volumen.

    —¿Qué dice el niño? —preguntó la abuela de Edu. Estaba sorda como una tapia.

    —Que, si hemos cogido su lápiz negro, mamá—le explicó Carmen. La tele permanecía al mismo volumen.

    —¿Qué? —Gritó la abuela de Edu, incapaz de escuchar con claridad entre tanto estímulo.

    —¡Que si hemos cogido su lápiz negro!

    —¡Ahhh! —La abuela de Edu dio una palmada con las manos y se levantó del sillón sorprendentemente rápido. Después, salió disparada a su cuarto a pasos rápidos y cortos, los cuales hacían resaltar su figura cifótica—¡Chiquillo, que tenía yo que bajar a comprar el otro día y no encontraba mi lápiz! ¡Y tú sabes que no voy a bajar como una vieja pelona a que las otras viejas pelonas se rían de mí!

 

Edu y sus amigos pillaron esa noche antes del bolo. Mientras tocaban, ellos se visualizaban como auténticos seres decadentes y amantes de lo obsceno, pero, ante ojos sobrios, lucían más como enfermos de gastroenteritis, a punto de tener que salir corriendo al baño más cercano. Al terminar el concierto, Edu decidió enterrar definitivamente su pasado de niño frágil engominado y esnifarse otro par de rayitas de coca.

La noche avanzaba y con esta, las palpitaciones y los sudores en la frente de Edu, que revolucionó tanto que acabó desmayado en el suelo de ese antro insalubre, poniéndose al nivel de las cucarachas que lo habitaban. Elías, tan heroico como de costumbre, consiguió encontrar ese “Aapapá” que tanta falta hacía en ese momento.

 

—¿Pero a ti esto te parece normal? Me cago en la puta ¡Yo es que m-e c-a-g-o e-n l-a p-u-t-a! —El padre de Edu conducía de camino al Hospital, mientras maldecía su existencia. Edu, ya consciente, luchaba por no vomitarse encima. La matraca de su padre le revolvía las tripas. No entendía cómo podía ser tan pesado. «Somos la resistencia, tío, la puta residencia, y eso les jode».

Cuando llegaron al Hospital a las cinco de la madrugada, a Edu le atendió un equipo de médicos y enfermeras que llevaban veinte y dos horas trabajando. Después de dar positivo en consumo de tóxicos, la doctora concienció a Edu sobre el peligro de las drogas, pero este aun batallaba entre la vida y defecarse encima. Cuando procedían a estabilizarle y ponerle medicación, Edu comenzó a escupirles y a golpearles, en un intento de escapar. «Somos la resistencia, tío, la puta residencia, y eso les jode».

Edu se quedó esa noche en observación. En el camino de vuelta a casa, su padre le advirtió que todo lo sucedido tendría unas consecuencias. Además, a partir de ese momento, apuntaría en una libreta todos los días que su hijo faltara a clase, de manera que, a la tercera falta consecutiva, le pondría de patitas en la calle. “Y si tienes algún problema, meneas los cojones y te buscas un trabajo”, le dijo a la par que entraban por la puerta de su casa. Edu no podía escuchar ni un minuto más a la ametralladora de su padre, y para su eterna desgracia, ese día había otra vez puchero para comer.

 

—¡Y el pavo me ha dicho que me quiere echar de mi casa si no voy a clase! —dijo Edu. Esa tarde, fue a visitar a Elías a su piso, todo sucio, desordenado y envuelto bajo una fragancia de adulto rico disfuncional con complejo de puberto—. ¡Puto castrador de mierda! En el fondo me dan pena, tío, no se dan cuenta que son unos simples sumisos.

    —Tío, sal de ahí ya. Para que te echen ellos, te vas tú ¿Para qué quieren que vayamos a clase? ¿Para ser unos putos alineados a los que tienen la mente sorbida? Nosotros somos libres, tío. —Cada vez que Elías hablaba, daba la sensación de que estaba dando un discurso.

    —¿Me voy, entonces? —preguntó Edu.

    —Claro.

    —Pero no tengo pasta.

    —No me esperaba oírte hablar como uno de ellos. —El tono de Elías era de decepción.

    —Ya, tío, pero no tengo nada ¿Me podría quedar en tu piso? —preguntó Edu.

    —No sé, tío, esta semana sí, pero después tendrías que buscarte otra cosa. Tú sabes que este es mi espacio creativo. Lo digo por el bien del grupo. Si fuera por mi… —Elías fue a la nevera y cogió una cerveza—¿Y por qué no le coges pasta a tus viejos?

    —¿Robar a mis viejos? —preguntó Edu.

    —¿No querían que te largaras? Atentar contra el modelo vinculativo de la familia hegemónica es otra forma de revolución. Y recuerda que somos la resistencia, tío, la puta residencia, y eso les jode.

 

Desde hacía años, los padres de Edu guardaban una parte de su sueldo en un sobre escondido en un libro de recetas, custodiado en el primer cajón del mueble de la cocina. Nadie nunca dijo nada al respecto, pero toda la casa sabía que eso era así. Esa noche, el plan de Edu era robar el dinero y, después, meter toda su ropa en una mochila y largarse, con su guitarra y ordenador, antes de que sus padres lo pillaran.

Edu llegó a la cocina. Abrió el primer cajón y vio allí el libro de recetas y el sobre de dinero de su interior. Lo sostuvo entre sus manos, dudoso. En este instante, miró hacia la mesa de la cocina y vio que en ella había un táper del famoso estofado de su madre, su perdición. Primero cenaría y, después, terminaría de consumar el hurto, se dijo. Edu se apartó un gran plato de estofado, el cual se comió con ímpetu. Después de semejante cena, su rostro no lucía tan blanquecino como a él le gustaba. Así, con el estómago tan lleno, hasta a los mejores vampiros le entraría morriña.

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