sábado, 8 de febrero de 2025

-Relato 4 de Laura Dib

Hoja de tinta


Fase 1  


Daniela está sentada en la camilla mientras observa las pequeñas letras negras en los párpados de su tatuador e intenta definir cuáles son. El estudio está lleno de fotografías contemporáneas y tiene unas lámparas azules que lo cubren de un aire surreal. Suena una canción de rap con una base de jazz mientras ella intenta detectar el acento del cantante, si será de alguna parte de Centroamérica o podría ser de Suramérica. Le suena más caribeño. En un espejo pequeño que le entrega el tatuador descubre la figura dibujada sobre la piel de su cuello: una pequeña hoja de roble trazada con mucha delicadeza. 

–¿Y qué significa para ti la hoja? –él acerca la aguja a su cuello.

–Me recuerda a un amigo. 

Cierra los ojos y siente una tristeza como grietas en las piedras dentro de su pecho. Sabe que el dolor en la piel, la pequeña invasión que causa la aguja es mínima en comparación de lo mucho que lo extraña. 


«Lo siento mucho» la gente repetía como si fueran todos fantasmas iguales, los miembros de un coro vestido de negro. Una masa de criaturas reiterativas entre los que Daniela intentaba respirar algo que no fuera palabras oscuras.  Sentía que sus huesos se le iban a romper durante su velorio.

–Lo siento mucho –se camufló entre ellos con un pantalón negro y un abrigo oscuro demasiado caliente, pero no había encontrado nada más que ponerse. Aun así, las ojeras eran más sombrías que el abrigo. La capilla en la que se hizo el velorio era pequeña y había un calor sofocante. El murmullo de los rezos alrededor se mezclaba con el sonido de las hojas caídas movidas por el viento, chocando contra las tumbas del cementerio. En la capilla había varios velones enormes encendidos, un cuadro de la virgen que parecía mirar directamente al ataúd y estar a punto de inundarlo con lágrimas, y varios inciensos que llenaban de humo espectral los rincones de la capilla. Daniela no quiso asomarse al ataúd y casi no había sido capaz de pronunciar todas las oraciones. Pero se tenía que mostrar cordial con la familia de él. Era difícil, porque al pronunciar, parecía volverlo real. ¿Cómo iba a ser posible que un día de repente él amaneciera muerto en un parque, desangrado? Que salían anuncios en las noticias pero el mundo y la vida seguían como si nada… las clases, la cena, los buses, el clima, los latidos de la ciudad… Solo ese puñado de personas en la capilla parecía atrapada en la misma pesadilla, y cada vez que parpadeaba, esperaba que la siguiente vez en abrir sus ojos, se despertara.  

Una de sus amigas, Valeria, le tomó la mano. Tenía los ojos rojos y casi todo el maquillaje corrido. 

–Sé que a él le gustaría que no sufriéramos así y que podamos seguir adelante –Daniela apartó la mano.

–Quizá. Pero yo no puedo. Quisiera que se levantara o me llamara y me dijera que todo fue una mentira, que está bromeando, que es un disfraz para Halloween. 


La aguja entra y sale de su piel produciendo una sensación de ardor que consigue traer su mente de vuelta al presente. La música es diferente, ahora parece más un hard rock que ella no reconoce y tampoco entiende la letra. Pero el rock le gustaba a Santiago, así que intenta asumirlo como una especie de señal. Imagina su piel enrojecida en torno a las líneas negras de tinta, y el lento proceso a través del cual la aguja la inyecta en las capas de su piel que nunca volverán a ser iguales. Es lo mismo que le pasa al alma después de conocer la muerte de un ser querido, queda marcada, se desfigura por una herida que la transforma. Daniela imagina la herida del alma saliendo a flote sobre su piel, tomando la forma de esa hoja, como si pudiera guardar en esa cicatriz de tinta negra al espíritu de Santiago e invocarlo con su tatuaje para hablarle. 


«Necesito una señal» ha pasado toda la semana diciendo lo mismo. «Santiago, por favor, necesito que me hables» a veces en la mente, a veces en voz alta.  El cuello le ha ardido toda la semana desde que se hizo el tatuaje. Corre y abre la gaveta de su mesa de noche para sacar su mazo de cartas que no usaba hace tiempo. Enciende un incienso de sándalo y su habitación se sumerge en el humo que hay en todos los portales hacia el mundo de los muertos, y de un olor que se remueve susurrando entre las esquinas. Dispersa su colección de amatistas y obsidianas junto a las cartas sobre el suelo. ¿De verdad todos los Arcanos la están mirando de manera severa, o es solo ella? Se rasca el cuello y la irritación no le permite concentrarse. Siente la aguja regresar a su piel, pero encendida al rojo vivo. Patea las cartas y se observa al espejo. La mancha de su cuello luce como una marca más roja que negra, como una hoja inflada, parecida a los ojos del Arcano del Diablo. Aún así, el dolor en los huesos que ha tenido desde la muerte de Santiago es más intenso que el dolor en el cuello. Aunque le arda cada vez más con el transcurso de los días.  


–¿Por qué te gusta recolectar hojas caídas? –Santiago se lo había preguntado varias veces, y ese día la estaba ayudando a encontrar hojas más lisas y grandes. 

–Me gusta escribir poemas en las hojas para dejarlas por ahí en los pasillos a ver a quién encuentran –le sonrió con las manos llenas de hojas en distintos tonos de verdes y marrones. Tenía puesto un vestido rojo y un moñito blanco de encaje. Se ponía su vestido y accesorio favorito cuando tenía exposiciones en la universidad, y ese día, ella y Santiago habían expuesto juntos para la clase de socio-antropología. 

«Enséñame a escribir poemas» él se lo había pedido muchas veces. Entonces a ratos, escribían juntos en las hojas. Realmente casi nadie nunca había mostrado mucho interés por lo que escribía, o por las hojas que dejaba. A veces algunas personas las levantaban pero las volvían a dejar en el suelo. 


La única hoja que tiene delante frente al espejo parece una mezcla de piel negra y roja inflamada. Quizá sea normal. Parte del proceso de cicatrización por la que está pasando. Decide salir a la universidad y vestirse con una blusa blanca de cuello alto para que nadie lo note. 


Fase 2 


A medida que los días avanzan, el dolor aumenta. En clase no consigue concentrarse por la quemazón que siente en el cuello. Intenta rascarse, pero siente que la piel ahí donde está su tatuaje tiene un abultamiento. Corre al baño y observa que está supurando pus entre el rojo y el negro hinchado. Esa cosa parece una caldera burbujeando. No sabe qué debería hacer, solo empeora. Cuando sale del baño se encuentra con Valeria que la estaba esperando fuera. 

–Dany, ¿cómo estás? ¿Te sientes bien? Las chicas y yo te hemos notado rara últimamente, y queríamos saber si te gustaría salir con nosotras. Después de lo que pasó con… –Ahí estaba ella, seguro para otra vez salir con su discurso de sanaciones y superación, esperando que se uniera al «Club de las chicas irrompibles». Está cansada de que le exijan ser un  «Ave Fénix».

–Gracias, pero igual no tengo tiempo, hay demasiados trabajos como para incomodarse. Tranquilas, otro día –se aleja con pasos bruscos y grandes por el pasillo. No le importa saltarse algunas clases. No se siente de humor para verles las caras a profesores y compañeros a los que no les importa lo suficiente la muerte de Santiago como para hacer algo más que dar discursos de apoyo, lástima y superación personal, todos ellos combinados. «Por eso ustedes tienen que tener cuidado cuando salgan a la calle, para que no les pase lo mismo». O hablar alrededor de la situación como si fuera un chisme escandaloso. «¿Puedes creer que a Santiago lo mataron en un parque?». «Anda, ¿por qué habrá sido?». «Seguro no fue para robarle porque ese man no tenía casi ni plata». Y le duele demasiado el cuello para concentrarse. Para conformarse con la ceremonia de grado que hicieron en la que le entregaron el diploma a sus familiares, algunas fotos para las redes sociales y palabras sencillas sobre lo mucho que lo lamentan. No quisieron sembrar un árbol conmemorativo. Daniela les escribió al correo para realizar la petición y le dijeron que no tenían espacio, tampoco la recibieron en la oficina cuando fue en persona a repetir la solicitud o proponer su iniciativa de conmemoración. ¿Por qué no habría de darles  igual, al fin y al cabo? Si todos los días la gente se muere, es normal que solo les incomode un poco, y en unos cuantos meses solo lo olviden. Y que esperen que ella haga lo mismo. Que se adapte para ser un humano funcional en un mundo donde todos los días la gente se muere y, como dice Valeria, hay que ser resiliente.

Cuando llega a su casa, su madre recién está acabando de preparar el almuerzo. La cocina, el pasillo y el comedor están inundados por un olor fuerte a carne guisada y verduras. El olor de las verduras es demasiado dulce y Daniela siente todavía más irritación. Lo último que quiere es ver comida. Cada vez que come se acuerda de cuando almorzaba en la universidad junto a Santiago en la cafetería. Cómo los almuerzos se convertían en los más entretenidos del universo. Ahora toda la comida sabe como si tuviera veneno o estuviera muerta. Se sienta en la mesa junto a su madre.

–¿Y eso que volviste tan temprano? Creía que los jueves almorzabas allá. 

–Hoy nos cancelaron una clase. 

A medida que su madre intenta poner tema de conversación, Daniela lo esquiva de forma cortante. Percibe que su hija está molesta, incómoda. No está segura de cómo podría animarla teniendo en cuenta los acontecimientos más recientes. Suspira y baja la mirada a su plato, luego al de su hija, y luego a ella. Entonces se da cuenta de que Daniela tiene una mancha roja en el cuello de su camisa.

–Hija, ¿qué tienes ahí? –apunta con su tenedor hacia el cuello de Daniela. Un pedazo de carne se le cae del tenedor, y Daniela remueve el cuello de su camisa. Lo que antes parecía una mancha negra y roja muy irritada, ahora tiene volumen y parece una flor de pétalos rojos con un centro amarillo verdoso. Daniela siente un dolor muy profundo, y como si la flor palpitara–. Dios mío, ¿qué te pasó ahí? Eso se ve muy feo, Daniela –se lo cubre enseguida. 

–No es nada, ya se va a pasar en unos días. Está cicatrizando. 

–¿Cicatrizando? Daniela, eso se ve infectado. Deberías ir al médico o al menos tomarte un antibiótico, por favor. ¿Cómo te hiciste eso?

No le contesta, y sigue comiendo. No está de humor para otra conversación, otro sermón sobre  «Manera de sanar».

–Daniela, no sé dónde te hiciste un tatuaje así, pero eso no se ve bien, deberías…

¿Por qué nadie la deja tranquila? lanza su tenedor al suelo y se levanta de la mesa. Está cansada del «Tienes que dejarlo ir». «Tienes que soltarlo». «Es muy triste lo que le pasó a tu amigo, pero no puedes dejar que esto te hunda en la mierda». Va a su habitación, se encierra mientras su madre la llama y se echa en la cama. El dolor en su cuello es intenso, como si algo la mordiera desde adentro, pero logra distraerla lo suficiente de la agonía que le causa la muerte de Santiago y la falta de justicia. Un asesinato más y no se hace nada. ¿Para qué, para qué lo mataron? Ya tenía planeado lo que le iba a regalar para su cumpleaños. Ya se había imaginado junto a él en la graduación. Lo que le diría: «¡Lo logramos!» sería un triunfo mutuo, pero ya ni siquiera le importa el diploma. 

Se queda dormida pensando en eso, en Santiago, en su risa, y sus ojos, sus bromas, la ropa que se pondría en la fiesta de grado, el montón de hojas que buscaban juntos y su tatuaje. Pone la mano en cerca a su cuello antes de quedarse dormida.

 

«No tardaremos mucho» el tatuador le repetía cada cinco minutos. Tenía una barba espesa y delantal, las luces de neón azul cambiaban a rojas de vez en cuando. El recorrido de la aguja a través de su piel iba al ritmo de la música, estrepitoso, filoso. Sentía los cortes sutiles sobre la superficie de la piel de su cuello, en algunos lugares y en algunos momentos más intensos, más profundos, cuando el tatuador se detenía para trazar las venas de la hoja, el tallo pequeño, la punta, los detalles. 


Fase 3 


Despierta en la noche. Está bañada en sudor y le duele el cuerpo. Tiene frío y empieza a temblar. Se pone de pie, un poco entumecida. Frente al espejo se ve pálida, ojerosa, con el pelo enredado y mojado, y además nota la forma en que una veta roja ha crecido alrededor del tatuaje de la hoja abultado y supurante, a lo largo de su pecho y su garganta. Intenta presionarlo, pero el dolor es insoportable. Piensa que puede ser una señal, que ahora se encuentra más cerca de Santiago y podría hablarle más fácilmente. Que hay algo vivo ahí dentro, es el corazón de Santiago latiendo, respirando y llorando debajo de su piel. 

Saca su mazo de cartas. El frío del papel laminado que las recubre le duele en la punta de los dedos y la hace temblar. Las falanges le duelen, igual que las muñecas y rodillas. Siente los párpados y el aliento hirviendo. 

—Santiago —solloza —, ¡dime algo! —observa las cartas y siente como si tuviera un par de manos sobre sus hombros.  Ve las figuras dibujadas en los Arcanos moviéndose de un lado a otro, los contornos de los Enamorados se distorsionan junto a los de la Muerte, y luego saltan de las cartas agazapados. Daniela parpadea varias veces y ve los bordes de los dibujos temblar igual que ella. Imagina la ilustración de los Enamorados levantándose de la carta y bailando alrededor de ella y Santiago. En el espejo, le parece que la herida, cada vez más grande, empieza a abrirse. Salen unos dedos azules y largos de su cuello. Algo se mueve, se retuerce en su interior. Daniela empieza a toser, y las uñas negras de los dedos azules la rasguñan para agrandar la herida y abrirse paso. Un enorme brazo se estira a través de su cuello. La piel azul la quema, intenta ponerse de pie, pero se tambalea. ¿Es Santiago? ¿Es él? Algo enorme se remueve debajo de ella, hay un cráneo presionando su hombro, su pecho. Asoma la cabeza desde su propio cuello, y Daniela, espantada, ve que el rostro no se trata de Santiago, sino que es la misma figura del Colgado. Se ve a sí misma con dos cabezas en el espejo. ¿Cuál de ellas es la suya? ¿La del hombre azul con los ojos a punto de reventar o la de la mujer pálida y sudada? La segunda la asusta más. 

—¿Qué quieres? ¿Qué tengo que hacer para escuchar a Santiago? ¿Qué quieres de mí?

—A veces —susurra la cabeza del hombre— la memoria se enferma —un líquido amarillento se derrama de su boca al hablarle. 

Daniela arroja varias cartas al espejo y grita. Ya no ve la cabeza del hombre, solo la herida sucia, y siente una cuerda áspera deslizarse entre sus tobillos, un nudo apretado. Suenan golpes contra la puerta. Varias voces diciendo su nombre. ¿Es la Muerte en su caballo? Se recuesta contra las cartas regadas y se queda dormida. 


Fase 4 


Despierta adolorida, en el suelo,  con la luz arañando desde su ventana y quemándole la cara. No tiene interés en moverse. Ya no quiere saber nada, ni verse el cuello, ni seguir intentando hablar con Santiago. No quiere ser nadie. Siente un hormigueo en la punta de los dedos helados. ¿Sigue viva? No le cree, posiblemente igual de muerta que Santiago. Se siente mareada y le cuesta enfocar la vista al techo y al atrapasueños que se tambalea sobre ella. Jadea, le cuesta respirar y no logra moverse. Escucha sonidos en la puerta y las voces de sus padres, pero no se mueve. Empieza a notar que su corazón late más deprisa, pero sin fuerza. Eso la calma un poco, porque la tristeza es menos dolorosa al tener latidos más débiles. Ya casi no siente nada, solo frío y hormigueo. El dolor que la destrozaba solamente dejó un hueco y se marchó. Y ahora solo quedan los dientes del vacío, el atrapasueños borroso y las voces de sus padres. 

Abren la puerta con el juego de llaves, y sacan a Daniela del cuarto. No logran levantarla. Ella los ve, pero no reacciona. Su madre se desespera, la agita. Daniela no responde. No sabe si son ellos. Le cuesta mucho respirar para poder hablar. Llaman una ambulancia. «Lo siento» intenta decirles, pero no sabe si lo piensa o lo pronuncia. ¿Es eso, después de todo? ¿La vida? ¿Una angustia interminable en la que las cosas se mueven veloces, fuera del alcance? ¿Una sirena? ¿Una camilla? ¿Un hospital? ¿Un tatuaje?  El vacío.

El blanco de la luz y el pasillo del hospital se extiende y la decolora hasta cubrir la totalidad de su cabeza.  


Fase 5 


Daniela empieza a escuchar voces, ruidos de monitores y pasos. Intenta moverse, pero el cuerpo lo siente muy pesado. Una resequedad dolorosa cubre su garganta. Tose. No está segura de cuánto tiempo ha pasado, pero tiene un vacío en el estómago y agujas en los brazos. Parpadea y distingue varios enfermeros a través de sus pestañas. Un techo blanco, una sábana blanca. No recuerda cómo llegó hasta el hospital. Ve la bolsa de suero al lado de su camilla, y se lleva una mano al cuello. Tiene un vendaje. Sonríe con tristeza. Recuerda la sonrisa de Santiago, el día en que le regaló la maza de cartas, todas las cosas que escribieron juntos sobre las hojas, las formas de las ramas en el roble donde se sentaban a pasar las tardes en la universidad, el olor de las flores, todos los micro-universos vistos por ellos solamente cuando estaban juntos. Cada recuerdo juntos, ahora bañado con la tierra de la muerte. 

Carraspea con la garganta, y antes de hablar con los doctores piensa que la vida podría ser eso, a fin de cuentas. No hay Ave Fénix, ni destino, ni fantasmas que te hablen. Solo un agujero, cubierto con una venda. A veces no hace falta sanarse, ni convertir el dolor en cosas lindas. Quizá solo se puede vendar, seguir, y respirar.



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