miércoles, 5 de febrero de 2025

-Relato 4 de Ignacio Quezada

 El día del níspero

                  

Era una de las frases que más recordaba de su madre. Ahora, encerrado en el baño, sin saber por qué, le resonaban en la cabeza cada una de las veces que se la había escuchado decir. Incluso se veía inventando situaciones que nunca habían ocurrido, pero donde ameritaba esa respuesta. 

    —Mamá, ¿cuándo vamos a ir de nuevo a la playa?

    —El-dí-a-del-nís-pe-ro —le respondía, riendo y acentuando cada una de las sílabas.

    —¿Y cuándo es el día del níspero?

    —El día del níspero, po.

    No sabía por qué se había acordado de eso. Durante todo el día, todo el mundo se había puesto a hablar de ella, como pasa siempre en los funerales.

    —¿Se acuerdan de que escondía la comida para ahorrar y que después encontrábamos las latas de duraznos vencidas?

    —Siempre tuvo hambre, la vieja. De pequeña que siempre pasó hambre. Por eso lo hacía. Bueno, de hecho, ayer, que nos pusimos a buscar sus papeles para poder hacer los trámites, encontramos una cantidad de latas en conserva escondidas en el entretecho, donde guardaba los papeles médicos y todas esas cosas. Estaban todas vencidas, po, weón, quizás de cuándo.

    Todos se habían pasado el día contando anécdotas como esa y terminaban con una risa a coro. Él también se acordaba de todas esas cosas. Fue en alguno de esos momentos, en que la recapitulación de la personalidad de su madre se escuchaba por todos lados, cuando sintió el volumen de su voz en su oreja.

    —Mamá, ¿cuándo vamos a comer pan de pascua de nuevo?

    —Uff, hijo. El día del níspero.

    —¿Y cuándo es el día del níspero?

    —Para la próxima navidad, hijo. Ahí va a ser el día del níspero.

    Sin saber si ese recuerdo era real, se puso a pensar en cuántas veces había cambiado para él su idea de lo que era el día del níspero. Como todo niño, creía que ese día era real, que definía una fecha concreta. Y, como todo niño, no entendía por qué cambiaba. A veces el día del níspero era navidad, a veces era su cumpleaños, y a veces, realmente no era ningún día concreto. Era eso, en realidad, nada más que eso, se decía: una extensión infinita hacia el futuro, el futuro que para los niños existe.

    Pensaba en cómo los padres deben de reírse dándole esas respuestas a sus hijos. Él también lo hacía. No era de los que decían el día del níspero o el año de la cocoa, pero sí se había convertido en esos padres que inventaban historias ficticias para que sus hijos quedaran satisfechos.

    —¿Y por qué hay que lavarse los dientes?

    —Porque sí.

    —¿Y por qué porque sí?

    —Porque si no te lavas los dientes va a venir ese personaje de Cachureos, ese que es como un tiburón, y te va a comer.

    —¿Y por qué?

    —Porque sí, hijo, porque es malo, malo de verdad. Y de verdad se come a los niños que no se lavan los dientes y a los que hacen muchas preguntas.

    Su hijo andaba por ahí ahora, jugando con sus primos. Tenía que ir a verlo, no podía seguir mucho rato más en el baño. Además, ya escuchaba a alguno de sus hermanos diciéndole a los demás que él se había ido al baño a llorar. Y sí estaba llorando, pero también acordándose un poco de su madre. Voy a salir, voy a salir el día del níspero, se decía, riéndose un poco para sus adentros, aunque orgulloso de haberse acordado así de su madre. 

Era lo curioso de los funerales, lo había pensado más de una vez. Cada cual se acordaba a su manera de algo y lo repetía en su cabeza una y otra vez, como un loco, yéndose de persona en persona contando la misma anécdota. Luego se buscaban todos entre sí, como diciendo mira de lo que me he acordado, a que tú no te acordabas de esto, pero yo síMira de lo que me acuerdo, mira, por favor… Luego están los niños y de lo que ellos realmente se acuerdan no lo sabe nunca nadie. Él, incluso, había pasado todo el día preguntándose en qué estaba pensando su hijo, si entendía que su abuela de verdad estaba muerta, que nunca la volvería a ver, si existía esa posibilidad dentro de su cabeza. Obviamente no le había hecho esas preguntas. Él tampoco se acordaba de lo que era perder una abuela, siendo niño. No se acordaba qué se entiende en esos años, aunque sí pensaba que se entiende más de lo que los demás creen, solo que de otra forma, más oscura, más primitiva. Algo así como que se apague el fuego de una fogata en la noche. Sabes que al otro día no estará ahí, pero sabes que puedes prenderla de nuevo. Pero también sabes que no es necesario, porque es de día y hace calor, y la noche es algo muy futuro todavía. La diferencia, pensaba, es que quizás los adultos sabemos que la noche no está tan lejos. 

—Podría existir la noche del níspero. Sería algo como ahora —. Había dicho esto en voz alta y recordó que ya era hora de salir del baño.

—Hermano mío, ¿dónde estabas? —Todos sabían dónde estaba.

Lo miraban, lo miraban fijamente, a él, el hijo menor, para el que debía ser más difícil que para cualquiera. Estaban todos apretujados en el departamento de su hermano, conversando sobre su madre, y él, ahora, con ellos. No sabía si podía sobrevivir un día más así, pero agradecía la instancia, el ritual con el que comenzaba el duelo.

—Estábamos hablando de eso que hacía la vieja, ¿te acorday? Cuando guardaba las latas en conserva en el entretecho y después nadie las encontraba y terminaban todas vencidas.

—¿Y cuando cubría los sillones con plástico para que no se ensuciaran y no dejaba que nadie se sentara?

Todos reían, alegres. Todos de negro, alegres. Todos solo unas horas después de haber metido a su madre bajo tierra.

—Tú no más te podiay sentar, po, que eray el menor, el concho.

—¿O te acorday cuando uno le preguntaba, oye mamá cuándo me voy a poder sentar en el sillón, y te respondía: el día del níspero?

Algo se removió, como un terremoto en las entrañas. Se vio volteándose camino al baño de nuevo, pensando en menos de un segundo, a toda velocidad, en alguna excusa que decirles a sus hermanos. Una hora más no sobrevivo aquí, se dijo. Entonces sintió que algo le agarraba la chaqueta. Se detuvo a mirarlo.

—Papá, papá —le dijo su hijo.

—Dime, hijo.

—¿Qué es el día del níspero?

Lo sintió, lo sintió de veras, que había que terminar con la farsa.

—¿El día del níspero? —Se agachó. —El día del níspero es hoy, hijo.

Y sintió que todo se había enterrado para siempre antes de haber existido.

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