Gol de contra golpe
–¿Por qué le cortaron la oreja? –Chichoncito procuraba disimular la incomodidad.
–Se estaba ahogando y entonces hicimos que sangrara un poquito para que pudiera respirar –dijo el capataz, mientras se acomodaba el cinto en el que llevaba la pistola.
–¿Y perder sangre qué tiene que ver con respirar mejor? –dijo Chichoncito.
Parecía que el caballo se iba a desvanecer. Escuálido y débil, sacaba la lengua, jadeaba.
–Porque tenía la sangre caliente y se estaba ahogando. Por eso.
No era un buen tiempo para ser un animal. Mejor sería decir que ninguna de las épocas que coinciden con la existencia de los seres humanos era un buen tiempo para ser un animal. Mucho menos era el mejor momento posible para encarnar a un ser vivo en una finca incrustada en la imposible y recóndita cordillera de los Andes colombianos.
–¿Y no se les ocurrió que se podía desangrar? –dijo Chichoncito.
–Por eso le echamos Coca-Cola en la herida.
Tampoco era el mejor de los tiempos para ser un veterinario. Nadie ha pensado alguna vez que el pobre tonto que se dedica a una labor de tales dimensiones tiene que vérselas con dificultades absolutamente infranqueables. Si el problema mayúsculo de los médicos, de los verdaderos médicos, era la constante automedicación y la mitomanía de los pacientes, el problema mayúsculo de los veterinarios no eran los pacientes sino la simple, inexplicable y congénita crueldad humana.
–Bueno, ¿va a curar al caballo o esperamos a que llegue El Gordísimo? –dijo el capataz.
Algo peor que tratar con los animales de gente ignorante y estúpida era tratar con los animales de El Gordísimo. Siempre que un peón –o el capataz– dejaba en las últimas a alguno de los animales de la finca del capo, llegaba una polarizada camioneta negra a la veterinaria y, sin previo aviso, los lavaperros –esbirros y asesinos de El Gordísimo– metían a Chichoncito en la camioneta (vehículo de marca insigne de los adiposos traquetos ordinarios de todo el planeta –marca que no será mencionada aquí–) y se lo llevaban a la finca predilecta del patrón, a una hora y media de la ciudad de Manizales.
Y la sucesión de imágenes se repetía. La camioneta que abandona la carretera que va en subida y luego va por un camino estrecho que serpentea hacia abajo. Una trocha. Un camino con piedritas grises y negras de tamaños irregulares. Puertas de otras fincas en el camino en descenso. Motos que imprevistas salen de las curvas. Una puerta roja, enrejada. Una larga pendiente que dibuja el camino de la reja a la casa.
Y la finca La Suiza.
Uno piensa que La Suiza es pequeña, pero detrás de la casa se extienden varias hectáreas de café, otras plantaciones escondidas de… y un establo y una pocilga.
–Necesito que me ayuden o se va a desangrar antes de cerrarle la herida. ¿Tienen una… ¿cómo es que se llama?...
–El brete para equinos –dijo el matón.
–Necesitamos usar el brete. Hay que inmovilizar al caballo.
Chichoncito controló dificultosamente la hemorragia con gasas mientras ponían al caballo en el brete de madera. Luego inyectó, con una jeringa finamente alargada y aguda, tres centímetros de lidocaína en la zona en la que antes estaba la oreja del equino. Procedido el bloqueo del nervio auriculopalpebral, suturó lo que quedó de la oreja con nylon, aplicó la técnica de los puntos en forma de u, y listo.
Antes de irse, tuvo que ir al despacho del capo. El Gordísimo ponía todos sus esfuerzos en llevarlo a la finca siempre que había un problema, pero lo dejaba a la deriva con la misma proporción de indiferencia con la que lo había traído, una vez resuelta la emergencia zoológica. Quejarse no era una posibilidad. Debía mucha plata gracias a una serie de malas apuestas, un olfato equivocado para las oportunidades, una especie de maldita fortuna a la inversa y una cierta inconsciencia que se acrecentaba cuando iba a los casinos o entraba a los partidos del Once Caldas. Todo eso lo había convertido en la puta de El Gordísimo. Pero en ese momento nada de eso importaba. Ir a cualquier hora a curar un animal –usando a penas el instrumental que podía cargar en un maletín– era un detalle a penas comparado con lo que le acababa de pedir El Gordísimo antes de despacharlo de La Suiza.
Sentado en una grande silla de cuero que chirriaba con cada movimiento, un escritorio de mármol en frente de él, encima una serie de papeles desordenados y garabateados con la fina caligrafía de quien se ha dedicado durante años a la falsificación de firmas, la contrastante presencia de El Gordísimo en el despacho de La Suiza aplacaba con su figura imponente de 150 kilos a cualquier persona que tuviera cerca. Aunque su voz era suave y hablaba despacio, quien lo escuchaba en la oficina de su finca sentía que esa mole de grasa se lo podía tragar en los angustiantes momentos en los que abría la boca para decir algo. Ya lo habían visto muchas veces comerse tres o cuatro pollos asados él solo en el asadero del barrio (que era de él), y no se les haría raro verlo engullir a un bebé si la criatura estuviera cerca de las cajas repletas de pechugas, alas y perniles grasientos.
–¡El partido de mañana lo perdés!
Eso le había dicho antes de salir de La Suiza, y no tuvo ánimo, ni bríos, de siquiera dibujar una queja con un movimiento de sus labios o una sutil mirada desafiante. Así que bajó la cabeza cual sumiso perro regañado y respondió entre dientes.
–Bu-bu-bueno.
–¿Cómo dijiste, gran güevón?
–Sí señor.
Tuvo que devolverse en una flota que bajaba por la carretera serpenteante que va en descenso hacia Manizales, en la que progresivamente la buseta sale de una nube de neblina que ha engullido a la montaña.
Las tripas revolcadas por las curvas, el agudo sonido del estómago rebotado, el mareo, la sensación del vómito que se aproxima, nada de eso le impedía a Chichoncito machacarse la cabeza pensando en cómo perder el partido. El equipo del capo había llegado a las semifinales gracias a las intimidaciones de sus lavaperros violentos; pero eso no quería decir que los clubes contrarios que quedaron desparramados en el sendero de la derrota no hubieran tenido que hacer un esfuerzo máximo para disimular lo jodidamente arreglados que estaban los partidos.
El mareo y las ganas de vomitar aumentaban de manera directamente proporcional al crecimiento de sus angustias y miedos. Chichoncito se levantó de su puesto y recorrió el pasillo de la flota en dirección al conductor, que a su vez tomaba las curvas con el desinterés pasivo de un suicida despechado.
Mientras tanto, pensaba en las flaquezas del equipo de El Gordísimo. Dotados de un largo y torpe arquero con problemas de astigmatismo y miopía, equipados con laterales lentos y de nula resistencia, proveídos de dos gordos centrales, la defensa de Pollos El Gordísimo Fútbol Club –el negocio que le servía de tapadera al capo le daba nombre al equipo– era un colador. En el medio campo, a la manera de una exposición de arte contemporáneo, faltaban las ideas y, como sucedáneo de la creatividad futbolística, el diez y los dos extremos tenían la orden expresa –bajo amenaza de reprimenda (y ya se sabe la naturaleza de esas reprimendas)–, de dirigir todos sus pases al nueve, a El Gordísimo.
De los parlantes de la buseta se proyectaba la melodía resonante de “Alma de mujer”, de El Caballero Gaucho.
–“Las hembras se enamoran por su gusto /Del hombre que les dice cosas bellas /Y van como fingidas magdalenas /Buscando el bienestaaaaaar”…
–¿Me puede regalar una bolsa, que me siento mal? –le dijo al conductor.
El conductor resopló y buscó entre los cajones de la buseta, sin éxito.
Mientras veía al conductor buscando las bolsas, Chichoncito recordaba las habilidades futbolísticas del capo. El Gordísimo era un buen nueve si por buen nueve se entiende una inamovible estatua de mármol macizo en el área chica contraria, una adiposa esfinge de grasa que suspende la realidad siempre que el balón llega a sus pies, una breve excepción a las reglas del universo que hace que normas como el offside queden abolidas durante esos instantes eternos en los que El Gordísimo, en cámara lenta, chuta al arco. La dificultad viene cuando ya ha disparado porque las leyes de la naturaleza –normas molestas que el árbitro comprado no puede derogar (cosas tales como la gravedad, la fricción, la inercia, las fuerzas centrífuga y centrípeta)– inician nuevamente su marcha y, por más que el arquero se esfuerce en quedarse inmóvil o intente apartarse de la dirección en la que viene el balón, los tristes disparos del capo siempre carecen de dirección o de fuerza suficiente.
El conductor por fin encontró la bolsa esquiva, pero el enfermo ya no podía detener el vómito que recorría su esófago y quería salir de su boca como un géiser. Chichoncito no encontró otra manera de contener la situación que apuntar a la bolsa semi-abierta y sujetada por los dedos del conductor. El resultado fue que su boca irrigó un chorro –como si de un aspersor se tratara– y mojó la mano del conductor y despidió por los aires la bolsa y la estampilló contra el vidrio panorámico, llenando todo con un espeso líquido marrón con pedacitos de espagueti y salchichas.
El chofer, magnánimo, lo dejó botado en la carretera en lugar de plantarle un crucetazo en la cabeza (acción casi obligada por las normas de cortesía de la región).
Quedaba un tramo corto para llegar a la ciudad y tomar un bus metropolitano que se dirigiera a su casa. Así que empezó a caminar y procuró olvidarse del tema por lo que quedaba del día.
La veterinaria queda en lo alto de una falda del barrio Fátima Tres Esquinas, en frente del CAI de la policía. A un lado de la veterinaria, un salón de belleza; y justo al otro costado, el asadero Pollos El Gordísimo. Coronada por un letrero cuya leyenda dice “Garritas”, puertas y rejas abiertas, la veterinaria destacaba sobre los otros negocios que había en esa calle.
Chichoncito atendía a un hombre joven, de cabeza rapada, negra camiseta estampada con las iniciales de La Pestilencia, jeans con la verdosa suciedad difuminada en la tela de los pantalones y botas de punta de acero. El tipo jalaba una correa doble con la que sujetaba dos pitbulls inquietos.
–¿No le puede poner la eutanasia a los perros?
–Hombre, pero si yo veo a esos dos pitbulls sanos. ¿Por qué los quiere eutanasiar?
–Porque son muy cansones.
–Hermano, yo no puedo eutanasiar a esos dos perros. ¿Por qué no los regala mejor?
–Nadie me los recibe. Son muy grandes y la gente les tiene miedo.
Chichoncito miraba a uno de los pitbulls que le mordía la oreja al otro.
–Si no tienen alguna enfermedad que no se pueda arreglar, no les puedo hacer nada. Me meto en un problema.
–Ah, entonces va a tocar meterles de a tiro.
Este es otro hijueputa loco, pensó.
–No mi hermano, eso sí es bajo su responsabilidad. Yo no puedo ayudarle.
El tipo jaló de la correa a los dos pitbulls y los sacó de la veterinaria. Chichoncito recordó que el muchacho era un soldado retirado, un enfermo que llevaba varios meses de baja del ejército, expulsado por empujar hacia un barranco a la vaca que sustentaba de leche a su regimiento (acción que llevó a cabo quizá por el gusto infantil del divertimiento sádico) y, desde entonces, desocupado y sin oficio, se había incorporado a la nómina de quienes tienen que hacer algunos de los trabajos violentos que delegaba El Gordísimo. Se afligió de nuevo. ¿Cómo convencer a sus diez compañeros de equipo de perder el partido contra el capo? ¿Cómo convencer a esos malparidos, a esos diez buenos muchachos que no estaban menos descarrilados que el exsoldado que acababa de salir del negocio, cómo convencerlos de que había que condescender a la derrota? Ganar es fácil. Perder es una proeza que la mayoría no tiene la valentía de llevar a cabo.
Todos los partidos de fútbol –especialmente aquellos en los que ninguno de los dos equipos completa más de tres o cuatro pases seguidos (esos encuentros en los que es atípico que la esférica vaya a ras de suelo)– tienen un momento de quiebre, un determinado instante en el que se vuelve irrelevante la casi totalidad de los noventa minutos reglamentarios, en los que un error, un golpe de suerte, un imprevisto pase al hueco, una asistencia del azar, en suma, desequilibra la estabilidad del trapecista en la cuerda floja. Sólo dos jugadores rivales fueron testigos plenos de ese punto de inflexión.
El arquero permanecía en la línea de meta, inmóvil bajo el travesaño. Miraba hacia un objeto no identificable. Se restregaba el ojo astigmático metiendo un gordo dedo enguantado detrás de las gafas. Miraba hacia un punto borroso. A continuación, mientras mantenía la vista fija en el objeto, sin temor, casi extrañado, vacilaba antes de salir al encuentro, antes de salir al achique con una cosa que no se sabía si era un contrario o un compañero de equipo. Vio el borroso objeto que se acercaba convertirse en la figura de un jugador rival y volvió su lenta cabeza hacia el defensa, como diciendo: “hacé algo, maricón”. Pero se dio cuenta de que estaba solo en su propia área. Cuando entendió que el equipo había quedado mal parado en un contragolpe, echó a correr, a trotar como un fino caballo pasado de kilos, con sus grandes patas de equino astigmático, y balanceando la barriga henchida del tamal del desayuno y el pan con chocolate. Pasó a través de las cinco con cincuenta y salió del área chica, esperanzado de reducir el área de acción del delantero, quien a su vez disparó con borde externo hacia una esquina del arco. El caprichoso balón blanquinegro dibujó una delicada curva, una parábola fantástica, que fue a dar al ángulo superior izquierdo del arco. La esfera de cuero sintético abombó la red e hizo ese sonido característico, placentero, del balón rozando la malla.
Chichoncito no conocía la ceguera del arquero. Sólo corrió adelantando el balón lo suficiente como para que el zaguero pudiera achicar y no le diera tiempo de patear el balón. Vio cómo el guardameta giró su cabeza hacia el costado izquierdo, quizá con la intención de mirar a un defensa que hacía tiempo no estaba en su posición porque en el ataque anterior había quedado rezagado. Vio cómo, para su alivio momentáneo, el arquero salía de su área para cortar el ataque con un bombazo dirigido al otro lado de la cancha. El alivio fue momentáneo, como habíamos dicho. En su miopía, el arquero salió en una dirección diferente a la trayectoria del balón y dejó el camino despejado entre Chichoncito y el arco. El delantero, como último recurso para errar a toda costa el gol, en una posición antinatural de la pierna y el cuerpo, pateó fuerte hacia un costado de la cancha, fuera del arco, con la mala suerte de que encajó el balón con el borde externo, le dio un chanfle al tiro que cambió la trayectoria de la esférica, e hizo que, en lugar de salir por una de las bandas o por el córner, la pelota entrara en el ángulo superior derecho de la cancha. El balón dibujó una curva perfecta y casi dirigida por una mano invisible, la mano de un diseñador cósmico que ajusta finamente el universo para que, gracias a un equilibrio improbable, un ajuste fino, la vida y la belleza fueran posibles en ese planeta y en esa cancha en particular.
Al otro día, cuando fue a abrir el negocio, vio, pintada con aerosol, una amenaza fatídica: “Los veterinarios mueren como los sapos: estripados”. Era la advertencia de que El Gordísimo no se había ablandado ante las explicaciones y disculpas de Chichoncito cuando terminó el partido. Al final del segundo tiempo, El Gordísimo solo se limitó a decir:
–Metiste un golazo. Bien por ti, malparido.
Lo peor es que la culpa recayó toda en él. Dado que había sido la figura involuntaria del partido, toda la atención y furia y odio se centraron en él y no en los demás miembros del equipo. Ya no había manera de distribuir la culpa en los otros diez jugadores y, por lo tanto, no había manera de conseguir apoyo, de obtener una ayuda de los involucrados. Todos se lavaron las manos. Amigo el ratón del queso, pensaba Chichoncito.
Por algún impulso que no comprendía, abrió el negocio como todos los días y siguió trabajando. En todo caso, no había plata para exiliarse de la ciudad en bus o en avión y, si la tuviera, seguro los lavaperros de El Gordísimo lo estarían esperando en la terminal y en el aeropuerto. No había tiempo ni lugar a donde ir. Estaba a completa disposición de la muerte violenta que se avecinaba. Era como un feto recién nacido abandonado en la carretera.
El sensor de movimiento de la veterinaria sonó e interrumpió los pensamientos de Chichoncito. Un señor de unos 50 años había entrado con una perra labradora.
–Buenos días. Quería saber si puede esterilizar a la perrita.
–Sí señor. Si quiere la deja de una vez y puede pasar en la tarde.
El señor se agachó hacia la perrita que movía la cola y sacaba la lengua, le dio un beso en el hocico mientras le acariciaba la cabeza, se despidió y se fue.
Mejor será trabajar para no taladrarme la cabeza con en esas cosas, pensó Chichoncito.
Ya en el quirófano, con la perra sedada, procedió a abrirle el vientre. Chichoncito recordaba lo que decía el profesor de cirugía.
«Esterilizar a estas perras grandes a veces es medio complicado. Pero los riesgos son mínimos. Sólo es abrir el vientre, sacar los ovarios, cortar, devolver todo a su sitio y cerrar. Esa pura rutina.»
Lo fácil que es hablar cuando los estudiantes te ayudan a hacer tu trabajo, pensaba Chichoncito.
«Lo ideal es que la operación se pueda realizar con varios profesionales. Debe haber un anestesiólogo que aplique una inyección en la columna vertebral o duerma por completo al paciente con anestesia general.»
Y yo aquí con estas pincitas con moho, se lamentaba para sus adentros.
Cogió entonces los ovarios con una pinza. Mientras los sostenía con una mano que apretaba la pinza, giró su cabeza hacia la mesa quirúrgica, buscando la sutura. Cuando estiró la mano libre hacia la mesa, escuchó un sonido seco que hizo “clack”. Volvió su mirada al ovario sujetado por la pinza y vio que el seguro del instrumento se había soltado. Jueputa, algo pasó con el agarre del seguro y la pinza se soltó sola. Jueputa jueputa jueputa jueputa. Si la pinza se suelta, el ovario se pierde y después encontrarlo es un camello, pensó alarmado.
Llamó a un amigo, un colega, para que le ayudara a encontrar el ovario antes de que la perra se desangrara. Su tono de voz dejaba translucir hostilidad, enfado en lugar de nervios.
–Necesito que me ayude. Vuélese y llegue acá.
–¿Qué pasó?
–Vuélese, llegue, llegue acá rápido.
El colega estaba cerca de la veterinaria y llegó en dos minutos.
–Se soltaron los ovarios de la perra.
–¡Ay gran hijueputa! –Solo eso atinó a decir, y se esterilizó las manos y empezó a buscar los ovarios.
Pasados unos minutos, encontraron los ovarios y suturaron. Chichoncito seguía pensando en sus años de universidad.
«Estos procedimientos siempre tienen un grado importante de fallo. Por eso es importante hacer que el cliente firme el consentimiento. Las probabilidades de muerte aumentan cuando se sueltan los ovarios sin haber sido suturados. Las perras grandes tienen una arteria ovaria que sangra mucho. En lo que se suelta el ovario, en minutos el animal se puede morir desangrado.»
La perra ya se había muerto.
El dueño de la labradora, mientras lloraba y gritaba y tumbaba las cosas del consultorio y rompía todo, lo amenazó de muerte, lo insultó con un odio sin límites, intentó golpearlo. Cuando llegó la policía (el CAI quedaba en frente de la veterinaria), los agentes no dejaban de asombrarse de cómo un hombre tan menudo, escuálido y matado por los años, daba tantos problemas para ser reducido.
Chichoncito quedó muy turbado. Cerró la veterinaria y se quedó adentro, llorando. Quería cambiar de profesión, de ciudad y de vida, quería irse a la mierda, quería acostarse en la cama, dormir y no levantarse nunca, quería desaparecer, hacerse pequeño al punto de ser invisible, eso sentía cuando alguien empezó a golpear con violencia la reja de la veterinaria.
Sintió la angustia que experimentaba las primeras veces que empezó a operar por su cuenta, fuera de la universidad. Era lógico que se sintiera así. Tenía a El Gordísimo desparramado en la mesa de operaciones, jadeando como un marrano asmático, y con una bala en la barriga. Además, no hacía poco se le había muerto un paciente.
–Si se muere, lo mato –decía el lavaperros de El Gordísimo.
No es que fuera más intimidante que la mayoría de los dueños de mascotas cuando hay que hacerles operaciones complicadas. No importaba lo preparado que uno estuviera, lo experimentado que fuera, lo avezado. Lo acababa de comprobar hacía un rato. Siempre, el cincuenta, el sesenta porciento del éxito de los procedimientos quirúrgicos era el azar, la suerte. Y él, no sólo en su trabajo sino en la vida en general, era propenso a la mala suerte. Y si llegaba a tener buena suerte, era siempre en las situaciones en las que era preciso no correr con fortuna. Cuando se veía impelido a perder en un juego o una apuesta para no ofender a alguien peligroso, siempre tenía la mala buena suerte de ganar.
Así que la presión que sentía en ese momento no era nueva. La única manera de aplacar los nervios era empezar a operar sin dilaciones. En el momento en el que se ponía a trabajar, su mente se transformaba, entraba en una especie de enfoque, de aura, era como si alguien hubiera oprimido un botón dentro de su cabeza, como si hubiera activado el piloto automático de una máquina quirúrgica. Era como si dejara de pensar, como si su cerebro solo pudiera ocuparse de las órdenes mecánicas del cuerpo.
Sacó una jeringa y clavó la aguja en el frasquito de anestesia, estiró el émbolo para que la jeringa succionara el líquido del recipiente, e inyectó la anestesia cerca de la herida. La respiración alocada del capo se fue apaciguando como un tren de locomotora que va deteniendo la marcha. Un alivio momentáneo, porque tan poca anestesia, y aplicada en un lugar tan superficial, sólo podría aplacar el dolor un poco. El efecto pasaría rápido.
«Está el que opera, está el patinador, hay un instrumentalista, no puede faltar el anestesiólogo… En lo posible, debe haber varios rotantes. Un consultorio sin monitor no es consultorio».
Ese era el ambiente ideal, el entorno seguro de la universidad. Nunca volvió a trabajar así.
El lavaperros se asomó por la ventana de la habitación de operaciones.
–¿Cómo va la cosa?
–Bien, bien.
Con una pinza intentó entrar por el orificio que había dejado la bala. Quería agarrarla y sacarla desde donde estuviera. El Gordísimo, retorciéndose de dolor, empezó a chapalear como una tortuga que ha quedado bocarriba.
El lavaperros volvió a asomarse.
–¡Ay, bendito Dios!
–Ayúdeme a tenerlo quieto porque así no voy a poder operarlo.
–Pues dele más anestesia.
–No se puede.
–¿No lo puede dormir?
–Es peligroso.
–No me vayan a dormir, hijueputas. No me duerman –suplicaba El Gordísimo, quizá intuyendo que perder la conciencia era anticiparse a la muerte.
El lavaperros se dispuso a agarrarlo de los brazos para sujetarlo a la mesa.
–Me va a tocar hacerle una incisión cerca de la herida para ver bien dónde está la bala y sacarla.
Abrió la barriga adiposa de El Gordísimo y se encontró con una pared de grasa que se interponía entre él y los músculos del abdomen. Tuvo que meter el dedo y buscar. Cuando más o menos supo por donde agarrar la bala, metió el gancho quirúrgico y abrió los músculos del abdomen, hasta que pudo localizar el proyectil… lo agarró con el gancho y lo sacó. No sabía si estaba completa. La miró por un momento mientras el lavaperros lo miraba estupefacto. Luego dijo:
–¡A la de Dios!
Y suturó la herida.
Chichoncito se asomó al balcón de la puerta del patio de la casa, que daba a la calle de atrás. Se quedó un rato largo viendo la hilera de casas irregulares de tejas de aluminio que bajaba por una pendiente. Detrás de las casas estaba la inefable montaña coronada por una cruz de treinta metros de alto. El cerro Sancancio lo había acompañado durante toda su vida. Siempre le impresionó que, dada la distancia del balcón de su patio en relación con el cerro, la montaña parecía estática como en un cuadro paisajista. Sin embargo, de vez en cuando se dibujaban personitas en las laderas del morro, y a veces aparecían acompañadas de vacas y cabras. Recordó que hubo un tiempo en el que los turistas usaban el cerro Sancancio para lanzarse en parapente. Recordó cómo volaban y orbitaban la montaña como cometas sin soga. Recordó que una vez, del manicomio que queda a un costado de la montaña y que alcanza a verse desde la casa, se escapó un loco que subió hasta la punta del cerro, escaló la cruz de treinta metros, y amenazó con tirarse de la estructura si los rescatistas y enfermeros no lo dejaban en paz. Recordó que todos, desde los balcones de sus casas y desde la calle, miraban hacia la montaña con la ayuda de prismáticos. Ese día le sorprendió que tantas personas tuvieran binoculares en sus casas.
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