domingo, 2 de febrero de 2025

-Relato 3 de Octavi Chordà

UN ENCUENTRO EN EL SEABIRD

Por mucho que se intente huir de ellos, los secretos no se van de vacaciones. Una maleta llena entra en el vestíbulo del Seabird Resort. Agarrado a ella por el asa de cuero marrón y encargado del suave movimiento de balanceo de la misma, hay un hombre. El sonido de sus zapatos golpeando el suelo de mármol blanco resuena en la iluminada sala, en silencio en ese momento. Avanza hacia el mostrador de recepción, también de mármol. Está vacío, y el hombre toca el timbre varias veces. Al rato aparece detrás del mostrador otro hombre, más bajito y mayor, con un bigote negro muy frondoso.
—¿Aquí no hay nadie o qué? —dice el hombre que lleva la maleta.
—Disculpe, señor. Estaba encargándome de un asunto.
—Me da igual —el hombre de la maleta le interrumpe—, debe haber una habitación a mi nombre.
—¿Tiene una reserva? —pregunta el del bigote.
—Creo que sí. 
—¿Cree?
—No. Estoy seguro.
—¿A nombre de quién?
—Thomas.
—De acuerdo. ¿Y apellido?
—Smith. ¿Quiere también mi cuenta bancaria? —El hombre llamado Thomas Smith ríe y golpea repetidamente el mostrador con los dedos de la mano derecha. El ruido de las uñas contra la piedra es agudo y amortiguado. Antes de volver a hablar, aumenta la presión ejercida con la mano izquierda en el asa de su maleta—. Es una habitación doble. 
—Ya veo. Respecto a su cuenta bancaria, no será necesaria, señor. He visto que ya se ha abonado el importe. —El hombre bajito del bigote teclea algo en el ordenador sin mirarle.
—Claro. Ya lo han abonado —se dice Thomas a sí mismo. Mira a su derecha, hacia las puertas de cristal y los ventanales que dan paso a la gran piscina rectangular y la zona de tumbonas, que se pueden ver a lo lejos desde el mostrador. Encima del mismo hay un folleto con el nombre del hotel en grande, imágenes de diversas aves marinas y una fotografía de la piscina. Lo abre. Aparece una lista de actividades para hacer durante la estancia en el resort. Cierra el folleto y lo devuelve.
—Es para usted.
—¿Perdone?
—El folleto.
—No voy a hacer nada de eso. —Lo observa durante unos segundos—. ¿Algo más?
—Sólo un momento, por favor. Aquí tiene. —Pone la llave de la habitación en el mostrador. Es una tarjeta blanca con una flecha turquesa que señala un lado. Thomas va a cogerla—. Sólo una cosa más. ¿Me deja sus datos de contacto por si le llama alguien al hotel?
—No quiero que me contacten. No estoy aquí. —Thomas coge la tarjeta. Hace un amago de irse y, después de dar unos pasos, se gira de nuevo para dirigirse al recepcionista del bigote—. ¿A qué hora se abre la piscina?
—Está abierta las veinticuatro horas, señor.
—Estupendo —lee la chapa enganchada en el pecho del polo del recepcionista—, Stu. —Le guiña un ojo y se dirige hacia los ascensores. 

Justo en el momento en el que se abren las puertas del ascensor en la planta quince, una figura femenina pasa corriendo por delante. Parece la parte de atrás de un vestido blanco con estampado de plantas y una cabellera rubia. Thomas asoma la cabeza fuera del ascensor y mira en dirección a la que ha corrido la mujer. No hay nadie. 
La puerta de la habitación se abre tras un click al introducir la tarjeta en la cerradura por el lado que señala la flecha turquesa. Acto seguido, Thomas inserta la llave en la ranura para la electricidad. Un pequeño pasillo lleva al interior de la habitación, en la que una cama grande, con sus dos mesitas de noche, ocupa la mayoría del espacio. En la pared del fondo hay un gran ventanal con acceso a un balcón que da a la piscina y desde el que se aprecia la forma curva del hotel. Enfrente se pueden ver más balcones y ventanas apiladas en filas y columnas, como en un panal de abejas. En la otra pared, la situada más cerca de la puerta, hay un armario empotrado con espejos y una puerta que da a un baño. Thomas inspecciona todo esto después de soltar su maleta —por primera vez— al lado de la cama.
De la maleta saca varias camisas, todas diferentes entre sí y aún con la etiqueta puesta, que va colocando una a una en una percha y acto seguido en el armario. Cuando las ha colocado todas, se queda parado un instante sujetando las puertas con ambas manos y asiente levemente antes de cerrar el armario.
A continuación se tumba en la cama como si quisiese comprobar la dureza del colchón. Prueba varias posturas, como si fuese a dormir. Se pone mirando al techo, de espaldas, de lado con las manos debajo de la almohada y las piernas dobladas. De un lado y después del otro. Se sienta de nuevo. Toca los interruptores al lado del cabezal y enciende la luz del ventilador del techo. La apaga. Enciende la luz de la mesita de noche. También desconecta el cable del teléfono. 
Sigue con su exploración de la estancia. Abre el primer cajón de la mesita, del que saca una Biblia y un mando de televisión. Coge lo segundo y lo observa. Tiene el hueco para las baterías abierto, pero no hay pilas en las ranuras. Lo devuelve y coge la Biblia. La sopesa y al abrirla ve que es una Biblia trampa: las páginas están pegadas y hay un hueco recortado en el medio para guardar algo. En el hueco de la Biblia hay un pequeño teléfono de prepago. Thomas mira a su alrededor y se ríe con una espiración de aire un poco más fuerte que una respiración normal. Coge el teléfono, se levanta para coger algo de la maleta y entra en el baño. 

A los veinte minutos, Thomas sale del baño. Va vestido con la misma camisa blanca que antes, solo que ahora la lleva más abierta y tiene el cuello mojado. Alguna gota de agua aún le cae de la cara. En lugar del pantalón que llevaba puesto al entrar, ahora viste un bañador corto azul con estampado de piñas. Deja el pantalón doblado encima de la cama, vuelve a meter el teléfono dentro de la Biblia y la guarda en el mismo cajón en el que estaba. Antes de salir, coge un libro de la maleta. Al quitar la tarjeta de la electricidad se apaga la luz de la mesita de noche.
Ya vacía nuevamente, el silencio vuelve a ocupar todo el espacio de la habitación que, salvo por las pocas arrugas en la parte de la cama donde Thomas se ha tumbado, parece igual que si no hubiese entrado nadie en mucho tiempo. Aunque fuera hace un sol de justicia, se mantiene a la sombra y tranquila; la luz no entra directamente.

Thomas está sentado en la zona de tumbonas al lado de la piscina. Concretamente, está en la segunda empezando por la de más a la derecha, orientada hacia el hotel. Desde fuera de la protección de una sombrilla observa el edificio, que se presenta erguido en el cielo como un bloque de veinte pisos de color azul turquesa casi verde con balcones de barandillas blancas. Los ventanales de los balcones más altos le reflejan el sol en los ojos. Aún así, Thomas mira el edificio unos segundos más. Se toca el cuello abierto de la camisa y, al no encontrar nada, se pone la mano derecha en perpendicular delante de la frente para cubrirse del sol.
Después se tumba bajo la protección del parasol y se pone a leer el libro que ha traído consigo. El agua de la piscina está muy quieta. Ni la brisa moviendo la superficie de la misma hace ruido. Está solo en ese momento. Ni botones ni empleados del hotel. No hay niños correteando por el lateral de la piscina rectangular cargados de balones o colchonetas inflables con forma de flamenco, cebra o de rosquilla, ni socorristas que piten desde la posición de poder de una silla elevada con una sombrilla personal para que los niños no corran por la piscina y advertirles que es peligroso y se pueden hacer mucho daño, como torcerse un pie o romperse la nariz si se tropiezan. Tampoco hay otros turistas en las tumbonas colocadas en hilera por el lado más largo de la piscina al lado de la suya, ni señoras mayores practicando gimnasia en el agua, ni nadie en los taburetes de la barra del bar al lado de las tumbonas o dentro del bar mismo.

Se despierta un rato después con el libro abierto sobre el pecho. En la mesita auxiliar de la tumbona hay unas gafas de sol negras. Se las pone y busca el sol con la mirada. 
—Son de verdad. —Una mujer habla desde la piscina. Tiene los brazos apoyados en el borde de la piscina, una mano encima de la otra. Sonríe.
—¿Perdona?
—Las gafas. Veo que las has encontrado. Te he visto mirar hacia arriba desde mi habitación.
—¿Son tuyas? —Mira la tumbona al otro lado de la mesita. Hay una toalla azul y blanca de rayas con un libro encima.
—¿Qué lees?
Thomas le enseña la portada del libro. —Nada, no mucho por lo visto. —Se levanta las gafas y se masajea los ojos— ¿Cuánto tiempo llevo dormido?
—No mucho. —La mujer sale del agua y se acerca a donde está Thomas. Él la observa sentado en la tumbona, desde abajo. Ella se queda de pie, con el pelo dorado goteando. Lleva un bañador negro.
—Ah, perdona. —Thomas hace ademán de quitarse las gafas.
—Nada nada, te las dejo. —Coge la toalla de la otra tumbona y se la enrolla alrededor del cuerpo como un vestido palabra de honor—. ¿Eres nuevo?
—Sí. He llegado hoy —dice él, bajándose las gafas sobre los ojos nuevamente.
—¿Vienes de —se acerca para susurrar esta última parte— Falling?
—¿Cómo lo has adivinado? 
—El libro. Mira. —Le enseña su libro. Es el mismo que lee Thomas. “Bailar la Música del Ruido: Cómo Vivir Tu Vida Sin Remordimientos”, de Piótor Gura. 
—Ah, sí. Me dijeron que…
—Que te lo trajeses para leer en la piscina.
—Efectivamente. —Se ríe.
—A mí también.
—Entonces eres mi…
—Ajá —dice ella, asintiendo.
—¿Y ahora?
—A esperar. —La mujer se levanta y se va por el lateral de la piscina, con la toalla enrollada, descalza. Thomas la sigue con la mirada. 

Thomas cuelga el teléfono y observa el exterior desde el ventanal de su habitación. Es de noche; de madrugada. Su silueta, de pie, negra frente al marco del cielo nocturno, se funde con la penumbra de la sala. El edificio parece ahora una roca inmensa, sin vida, partícipe voluntario del silencio de la noche. No hay signos de vida humana en la planta baja, en el patio semicircular al que dan todos los balcones o en la piscina, que en ese momento es un rectángulo negro en la distancia. La poca luz del ambiente proviene de la luna. 
Una luz se enciende  en una de las habitaciones del ala derecha del hotel, en diagonal a la de Thomas, un par de pisos por debajo. El reflejo de la luz amarilla aparece levemente en el movimiento del agua de la piscina, que vuelve a tener apariencia líquida. La noche se vuelve más oscura, como volviéndose sobre sí misma en presencia de la luz. Thomas se mantiene de pie, inmóvil ante la aparición. En la habitación iluminada, la luz varía de intensidad como si alguien estuviese moviéndose por delante del origen de la misma. Aparece una figura femenina vestida con un albornoz blanco. Es la mujer de la piscina. Se pasea por la habitación, bordeando la cama, aparentemente inconsciente de la perturbación que produce su luz encendida en el resto del patio del hotel, y se tumba en ella con las piernas estiradas, cruzando una encima de la otra. Thomas respira cerca del cristal, tanto que se forma un pequeño círculo de vaho delante de su nariz. A los pies de la cama de la habitación iluminada, en la esquina más cercana a la ventana, se puede ver un espejo, pero sólo deja ver los pies descalzos de la mujer desde otra perspectiva. Es imposible saber si hay alguien más o no en la habitación, en el otro lado de la cama.
Sin mover la cabeza, fija en la luz como una polilla, Thomas pone la mano izquierda en el tirador de la puerta que le separa del balcón exterior. Su dedo índice baja el botón para abrir la puerta. Muy lentamente, la abre un centímetro. El aire de la noche empieza a entrar. Thomas cierra los ojos un instante como clasificando los diferentes olores del exterior. La ventana hace un pequeño rumor al deslizarse por los raíles hasta que se oye un chirrido. Thomas se frena en seco. Ha abierto poco más de un cuarto del ventanal. 
En la habitación iluminada, la mujer parece no haberse dado cuenta del ruido. Los pies se descruzan y desaparecen por un instante. Reaparece la mujer de cuerpo entero, que mira por la ventana hacia el exterior. 
Thomas suelta la ventana y recula unos pasos en la oscuridad. Retrocede tan rápidamente que se tropieza en la cama y se sienta en la misma. No aparta los ojos de la ventana. Mira hacia el otro lado del edificio, hacia la habitación con la luz, hacia el cuerpo a contraluz que abre la puerta y sale al exterior para asomarse al balcón. 
La mujer del albornoz se mantiene unos segundos con las manos en la barandilla. Mira a ambos lados, como buscando alguna cosa que ver en las hileras de balcones a su alrededor, y pasados unos segundos, se retira nuevamente al interior de la habitación. Ahora la mujer se queda de pie enfrente del espejo, cerca de la ventana. Se mira y cambia de postura delante del cristal. Se acerca, se aleja, sube una pierna, se pone las manos en las caderas, baja la parte de atrás del albornoz y se mira de espaldas por encima del hombro, se vuelve a acercar y, abriendo ligeramente sin dejar ver nada más, se mira el cuello de cerca. Pasado un rato, la mujer desaparece de nuevo. Solo se vuelven a ver los pies moviéndose bajo las sábanas. 
Cuando se apaga la luz y la mujer desaparece, Thomas aprovecha para levantarse poco a poco y cerrar la ventana. El click del cerrojo suena casi como un disparo que mata el ruido del aire que entraba del exterior, que reverbera en la oscuridad y finalmente vuelve a disolverse en el silencio de la habitación. Thomas se acuesta mirando el techo. Tiene los ojos abiertos. Tarda exactamente una hora y catorce minutos en dormirse. Las gafas de sol de la mujer siguen en la mesita de noche donde las ha dejado esta mañana.

En las mesas redondas quedan restos del desayuno de otros clientes del hotel, como tazas vacías de café, servilletas arrugadas, vasos con un poco de zumo, platos con migas de pan, algún trozo suelto de bacon y pieles de frutas, cuando Thomas entra al salón de comidas del hotel. Se queda de pie mirando el mostrador de cristal a las varias opciones que ofrece el bufé —o más bien ofrecía, ya que la mitad de los platos están ya vacíos—, y finalmente se decanta por poner un croissant en el plato que lleva en la mano. Se sienta en una de las pocas mesas que aún conserva el mantel blanco y la servilleta impoluta. Está cerca del ventanal que da a la piscina desde uno de los laterales. La luz del sol, ya alto, le cae de lleno en la mesa. 
El salón está vacío. Únicamente se escucha el ruido de la cocina detrás de la zona de los mostradores, pero es de personas que ya están recogiendo. Se ven pasar cocineros y cocineras con delantales verdes detrás de los mostradores, que recogen uno a uno, quién sabe si para guardar los contenidos para el desayuno del día siguiente, los contenidos de los platos del mostrador. Thomas no estará para comprobarlo. Ahora, la única mesa ocupada del salón, aparte de la suya, se encuentra a la sombra, unas mesas más cerca de la pared del fondo. En ella está sentada una mujer bebiendo café. Es la mujer de la piscina; la mujer de la ventana. Está leyendo un libro que parece el que le enseñó a Thomas el día anterior. Levanta la mirada del libro y saluda a Thomas, que no ha tocado su croissant. Se levanta y se acerca a la mesa de la mujer.
—Perdona, ¿me puedo sentar? Me estaba tostando ahí con el sol.
—Claro —dice ella sin volver a levantar la mirada del libro.
—Creo que he dormido demasiado. ¿Qué hora es? —Se sienta.
—Tarde. —Pasa una página.
Thomas mira por primera vez el contenido de su plato. Después de un minuto la mujer cierra el libro y dice:
—No te vi anoche. 
      —Eso, ya. No sé, no me atreví. Iba a salir, pero…
—Pero, ¿qué? 
—No quería que me viese alguien. 
—Aquí mucha gente viene a lo mismo. —Pone su mano sobre la de Thomas.
—Perdona, esto es nuevo para mí. ¿Te puedo decir directamente cuál es mi habitación? Es la 1508.
—Está bien, pero ya sabes cómo funciona el juego. A partir de ahora tienes que participar en los encuentros “fortuitos” —la mujer hace unas comillas con los dedos mientras dice esa palabra—. Así no tendrás que sentirte culpable porque la historia se sentirá más real. —La mujer le da un par de palmadas suaves a la de Thomas y aparta las suyas.
—Sí, sí. Lo haré. ¿Puedo preguntarte al menos cómo te llamas? —dice él después de un momento.
Ella piensa unos segundos antes de decir: 
—Lorraine.
Thomas casi se atraganta con el croissant. Se queda unos segundos mirándola fijamente y dice:
—Vaya.
—¿Qué pasa?
—Mi mujer se llama igual. No me gustaría hacerle daño. Pero siento que ya necesito un cambio en mi vida. Dijeron que este procedimiento es orgánico, que sirve para conocer a alguien de manera natural para poder dejar ir la relación que te está reteniendo. Sabes, a veces tengo un sueño. Sueño que voy andando por un paseo y la veo. Veo a mi mujer. Es un paseo al lado del mar, bastante elevado, como en el borde de un espigón en el que rompen las olas y salpican y casi pueden alcanzarte si vas caminando por ahí. Hay bares llenos de gente a lo largo del paseo, no como este sitio —levanta los brazos como señalando al salón y se ríe—. Mucha gente, muchísima, sentada en las terrazas del paseo comiendo y bebiendo. Y es entonces cuando la veo. Veo a mi mujer. Y está feliz. Y siento que en ese momento hace años que no la veo. Como si nuestra relación hubiese terminado hace tiempo. —Levanta la cabeza, que ha ido agachando según hablaba, y mira por la ventana del comedor—. Después todo se llena de agua. Estoy en el mar, ahogándome, y un tiburón blanco, inmenso, nada a lo lejos. Lo puedo ver, al límite justo antes de que se vuelva imposible distinguirlo más allá en el agua turquesa. Entonces trato de gritar en el sueño, pero debajo del agua es imposible. El tiburón me ve y empieza a nadar en mi dirección. Veo su cabeza triangular con sus ojos negros a cada lado y esa cara sin expresión, la boca entreabierta con cientos de cuchillos, acercándose, como si su proximidad hiciera huir al aire que tengo en mis pulmones. Y en esos instantes deseo morir ahogado antes de que el tiburón llegue hasta mí.
—¿Y qué pasa después? —pregunta Lorraine. 
—Entonces, justo cuando está lo suficientemente cerca como para abrir la boca y destruirme, cambia de dirección —él la mira y ríe—. Sigue nadando. Y yo me despierto.
—¿Qué crees que significa?
—Que ya no estoy enamorado de mi mujer. El tiburón es la relación que me está matando. 
Lorraine sonríe ligeramente y trata de ocultarlo. Thomas no lo ve porque ha vuelto a quedarse mirando su plato. Están unos segundos en silencio, que Thomas aprovecha para engancharse la servilleta en el cuello de la camisa y darle un bocado al croissant. Con la boca aún llena, dice:
—¿Cuál es el siguiente paso?
—¿Tienes el teléfono que te dieron?
—Sí.
—Espera instrucciones. Te veré esta noche. —Se levanta y antes de irse le dice—: Míralo por el lado bueno: al menos no te equivocarás de nombre. 

A primera hora de la mañana se forma un extenso atasco detrás de la ambulancia y de los varios vehículos policiales que hay aparcados en la carretera bajo el gran porche fuera del acceso del edificio. Coches, taxis y minibuses que esperan recoger o dejar huéspedes.
Hay además una pequeña multitud de personas reunida bajo el porche cerca de la entrada, tanto huéspedes y curiosos como algún empleado del hotel. Se escucha algún murmullo: “¿ha pasado algo?” o “dicen que ha sido un hombre”, pero no parecen realmente interesados, puesto que no se molestan en quitarse las gafas de sol o el sombrero de mimbre. Se detienen un minuto para ver la ambulancia y especular sobre la razón de su presencia. Seguramente piensan en el o los desafortunados que han visto sus vacaciones frustradas o en cómo una ambulancia es lo último que se quiere ver cuando se está de vacaciones. Otros, parejas sobre todo, pasan por detrás del cordón rápidamente, desinteresados, como si la cosa no fuese con ellos.
Cerca de la entrada, un hombre bajito y con un frondoso bigote habla con una agente de policía de uniforme, que escribe en un pequeño cuaderno todo lo que le dice el hombre.
—Era un hombre raro —dice el hombre.
—Sabemos que reservó con un nombre falso. 
—Puede ser. Aquí no nos piden que verifiquemos demasiado las identidades de quienes se hospedan. Ya sabe, por los que vienen a… —Arquea las cejas y no termina la frase.
Entrando por las puertas de cristal, aumenta la presencia policial. Agentes de uniforme dirigen huéspedes confusos hacia el salón comedor como si se tratase del tráfico de hora punta. Otros simplemente charlan cerca de las mamparas de plástico que se han colocado en la salida al patio y la piscina para evitar que los mirones husmeen.
Detrás de las mamparas, un equipo de forenses hace fotos, toma muestras y se mueve alrededor de algo recién sacado de la piscina. Está cubierto con una lona. 
Debajo de la lona está Thomas. Está vestido únicamente con unos calzoncillos negros. Tiene una camisa blanca enrollada al cuello. En el puño izquierdo, cerrado, tiene una foto de su mujer. Se ha precipitado al vacío desde su habitación en el piso quince. Nadie lo ha visto ni oído. Ya estaba muerto al caer. 
El tránsito de vehículos y personas en el acceso al hotel se reanuda en apenas dos minutos cuando la ambulancia abandona la carretera de entrada. 

Lorraine deja la llave de su habitación en recepción poco después. Lleva un vestido blanco con estampado de plantas, unas gafas de sol negras y una maleta de cuero marrón. Se acerca a un descapotable aparcado en la carretera de la entrada del Seabird, deja la maleta en la parte de atrás del coche y, antes de subir en el asiento del copiloto, tira un libro a la basura. Al volante la espera la otra Lorraine.

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