EN ALTA MAR
El rugido de las olas contra el casco del barco, como un ejército de zombies tratando de atravesar el metal, despierta a James de su sueño. El pobre aún no se ha acostumbrado al balanceo de alta mar. Bufford, el capitán del navío, le golpea enérgicamente la puerta. “¡Dumfries, despierta!”. Cuando James sube las escaleras hasta la caseta del timón, Bufford le dice:
—Chico, mira el reloj. Son las seis y media. ¡Hora de trabajar! —Señala un reloj de bolsillo plateado de mediados del siglo pasado. Según el propio Bufford, es un reloj que perteneció a su familia, aunque la verdadera historia la ha contado alguna vez estando borracho. La verdad acerca del reloj es que Bufford lo robó en uno de sus viajes a Nueva Orleans. Concretamente, de un puesto de un mercadillo de antigüedades que lucía una bandera confederada. “¡Esto es por la Guerra Civil!”. La broma casi le cuesta un disparo de trabuco durante la huida. Ahora el reloj está estratégicamente colocado, colgando de la cadena en el lateral del puesto de mando de la nave, balanceándose como el péndulo de un hipnotizador de circo—. ¿Y esa carita? —dice Bufford tras echarle una ojeada más de cerca a la cara de James. Bufford es simpático. A su manera, pero simpático. Aunque para alguien que le conociese únicamente por su aspecto, la simpatía estaría al final de una larga lista de adjetivos que se le presupondrían. Tiene una calva que siempre cubre con un gorro azul marino. Le gusta hacer la broma de que para él es el único azul que existe. Tiene la frente arrugada, un bigote negro y frondoso que le tapa por completo el labio superior, y lleva una barba gris de tres días que le da a su cara una rugosidad adicional. Sus brazos musculosos están cubiertos de tatuajes de temática marítima. James alguna vez le ha preguntado por ellos. “¿No hay más cosas sobre las que tatuarse?”, a lo que Bufford responde que no merece la pena tatuarse otra cosa que no sea la vida del mar. Los tres: Bufford, James y Chinche llevan tres meses en el barco juntos, desde que James acudió desesperado al puerto de San Francisco preguntando si podía alistarse al Vankwist. Bufford fue el único capitán que le aceptó sin necesidad de mostrarle ninguna documentación y con el extraño equipaje que cargaba. “Una guitarra te servirá poco en alta mar”. Bufford no hizo preguntas. No se las ha hecho en este tiempo.
—¿Qué carita? ¿Esta? —James trata de mantener un poco de dignidad, pese a haber vomitado en el baño hace escasos segundos.
—Sí, esa carita —dice el capitán—. La carita de haber vaciado tus entrañas en mi baño hace no más de un minuto.
—Nada. He dormido mal.
—¿Otra vez has soñado con algo?
—Sí.
—Vaya. Estás jodido.
—¿Tú crees? —James emplea todas sus fuerzas restantes en hacer la pregunta, como un corredor de maratón a punto de llegar a la meta, pero en ese momento justo entra Chinche por la puerta que da a la proa.
Chinche entra por la puerta que da a la cubierta.
—¿Qué pasa? Estoy esperando y aquí no sale nadie a trabajar —dice Chinche.
—Espera primo, este de aquí ha vuelto a tener un sueño de los suyos. —Bufford hace un gesto con la cabeza hacia James.
—¿Qué sueño era? — Chinche se rasca el lateral de la cabeza con el dedo.
—Díselo, chico —dice Bufford.
—No quiero pensar en eso ahora. —James se restriega las manos en la cara como si se la lavase con agua invisible.
—Vamos, hombre, a ver si te podemos ayudar. —Bufford mira a James.
—¡Sí! Y así podremos ir a trabajar —dice Chinche asintiendo enérgicamente.
—Está bien —James habla desde detrás de las manos. Las aparta—. He soñado que iba caminando por una calle de un barrio residencial. Todo era de ensueño, casas perfectas, céspedes cortados al milímetro. Todo era normal. Normal hasta que, al girar una esquina, he vuelto a ver al mismo hombre de siempre. Un hombre al lado de una valla de madera blanca, vestido él también con un mono manchado de color blanco y un bote de pintura blanca abierto a sus pies. El hombre no pintaba, simplemente me miraba y decía algo ininteligible y no sabía el qué. “¿Qué quiere de mí?” Pero no obtenía respuesta. Y cada vez gritaba y gritaba con más energía, más agresivo, hasta que menos mal que me has despertado llamando a mi puerta. —James mira a Bufford.
—Eso es Dios diciéndote algo. Vamos. —Chinche sale de la cabina.
—¿Qué? —dice James.
—Hazle caso, chico. No va mal encaminado. El pintor de manos vacías es una imagen muy potente. Es imposible que se le haya ocurrido a tu subconsciente. Dios pinta patrones locos en tus sábanas, como en la vida. Te está queriendo decir algo. —Bufford vuelve la mirada al frente, ya que había estado mirando a James fijamente mientras contaba el sueño.
—Pero, ¿Dios? ¿Qué me tiene que decir Dios a mí?
—Eso solo lo sabes tú, chico. ¿Desde cuándo lo tienes?
James lleva soñando escenas así desde que tenía otra vida. La vida que dejó atrás hace tres meses para seguir la que tiene ahora. Una vida sin un final concreto pero definitivo, como una bombilla que se rompe antes de fundirse y es reemplazada por otra.
Los sueños empezaron con una visita del tío de Ruth al apartamento que James compartía con ella y el bebé. Vivían en un apartamento en el barrio de Baker, en Denver, en un piso que había conseguido el propio tío de Ruth, hermano de su padre y propietario de una inmobiliaria.
No era para tirar cohetes, pero era suficiente para empezar. El edificio parecía pedir a gritos una reforma. Sin embargo, tener a los inquilinos pagando un precio fijo cada mes era más rentable que echarlos para reformarlo completamente por dios sabe cuánto tiempo y dinero. El tío de Ruth les consiguió un apartamento en el tercer piso. No había ascensor: había que subir los tres pisos por una escalera de madera situada en el lateral del edificio. El interior era pequeño. Muy pequeño, a pesar de lo que les intentara decir el tío. “Estaréis más cerca el uno del otro, así florece el amor”. Al menos era luminoso. Tenía una ventana semicircular en el salón que daba a la calle y por la cual entraba luz casi a todas horas del día.
A principios de noviembre, tras los primeros meses viviendo allí, el Two Roses, el bar en el que trabajaban James y Ruth, él actuando los martes y los jueves cada semana y ella de cocinera, cerró. Entonces se volvió muy difícil pagar el alquiler. Era justo cuando empezaba a apretar el frío, y el hecho de no poder encender la calefacción reveló el verdadero estado del apartamento. La ventana del salón dejaba entrar el aire frío de Denver entre las juntas del marco, haciendo un ruido como de un silbido de un estadio abucheando al cantante en el escenario. Fuera, tanto muchas de las paredes como las escaleras de madera de acceso absorbían la humedad, y como resultado de esto último, se enfriaban más que si hubiesen sido de piedra. Tratar de subir las escaleras era como tratar de andar sobre el agua de lo resbaladizas que eran.
A inicios del año siguiente llevaban dos meses sin pagar el alquiler. James y Ruth se mantenían por el sueldo que conseguía ella en un bar de la ciudad que necesitaba doblar la plantilla únicamente para los fines de semana. James llevaba dos meses sin dar un concierto y sin ni siquiera una actuación en algún antro. Mientras ella trabajaba, James cuidaba al bebé. Sin embargo, un sentimiento de culpa que le repetía una y otra vez que no podía sustentar a la familia manchaba el alma de James como un trapo rojo en una lavadora de ropa blanca.
Por las mañanas, en el desayuno, Ruth muchas veces tenía que sacar a James de su ensimismamiento chasqueando los dedos delante de sus ojos, fijos en la nada como los de una estatua humana esperando una moneda. “¿Estás ahí?” Entonces él sacudía un poco la cabeza como si tratase de quitarse agua atrapada en el oído y seguía bebiendo su café solo. Siempre tomaba un café solo para desayunar. Ese día, el del primer sueño que le hizo querer escapar, empezó también así.
—Está llorando. —Ruth se estaba preparando para salir a trabajar en una cafetería en una calle cercana. Iba ya con el vestido azul cielo, el delantal y el gorro blancos que le hacían llevar para trabajar.
—Voy —dijo James levantándose de la mesa. Seguía pensando en el sueño. En él, se subía a su moto y enfilaba una carretera infinita, recta, con bosques de coníferas a cada lado que daban paso a praderas verdes agitadas por el viento como una multitud en un concierto.
Ruth le dio un beso y se paró antes de salir de casa.
—¿Te pasa algo? —le preguntó.
—Nada, estoy bien. Simplemente he dormido mal —dijo él.
—No te preocupes. Saldremos adelante. —Ruth le besó en la mejilla y se fue a trabajar.
El bebé empezó a llorar justo en el momento en el que Ruth salió por la puerta. James se acercó a la habitación, la única de la casa, en la que dormían él y Ruth y el bebé. Apenas cabía la cama de ellos dos —los armarios empotrados estaban a la distancia justa de la cama como para poder abrirse—, cuando además habían tenido que colocar la cuna del bebé a los pies de la cama. En ese momento la habitación estaba iluminada por la luz blanca de un día nublado que entraba por la única ventana encima de la cama, y James, apoyado en el marco de la puerta, miraba al bebé. Estaba de pie, agarrado con sus diminutas manos a los barrotes de la cama, mirando hacia fuera. Había parado de llorar por un instante. Los dos se observaron, como sin saber muy bien quién requería de la presencia del otro. Entonces el más pequeño de los dos empezó a llorar de nuevo con un llanto que parecía la fuerza del sol, como asegurándose de que ahora iba a ser reconocido. James cogió al bebé. “Oh, ven aquí”.
Lo estuvo sujetando un rato. Andando por la casa —el recorrido era corto—, mientras le daba botecitos y cantaba viejas canciones. Por alguna razón nunca le cantaba las que él mismo escribía. Siempre pensaba que no eran lo suficientemente buenas. Además, hacía tiempo que no escribía una canción. Cuando el bebé se quedó dormido de nuevo, fue James el que empezó a llorar. Lentamente, una lágrima detrás de otra. Tanta vida tenía el pobre en sus manos y no sabía qué iba a hacer con ella. No sabía cómo el mundo se iba a ir abriendo cada día para darles cabida a los tres o si, por el contrario, iba a llegar un punto en el que no les dejaría avanzar más.
Como si de una invocación se tratase, llegó el tío de Ruth al apartamento. Su manera de llamar a la puerta era peculiar, de las que resultan incómodas de oír para quien tiene que abrir. Llamaba con el puño en alto, dando mamporros hasta que acudía alguien. Se había cansado de esperar y quería el alquiler, como le hizo saber a James mientras veía al bebé en la cuna. “Es igualito que Ruthie”. Amenazó a James diciéndole que si no pagaban en una semana se vería obligado a echarlos. “Tengo gente esperando para ser colocada y no puedo esperar mucho”. Para dejar claro su mensaje, antes de salir, cogió la guitarra de James, quien, pequeño como un grano de arroz que se cae al suelo, no pudo decir nada en toda la visita.
Más tarde esa misma noche, durante la cena, James buscaba y buscaba en su plato de arroz hervido las palabras para contarle a Ruth que los iban a echar del apartamento.
—¿Tienes ya alguna idea para una canción? —dijo ella antes de que James pudiese encontrar nada que decir. Se levantó y dejó su plato en el fregadero.
—¿Qué?
—Que si has escrito algo. —Ella se volvió a sentar.
—No. Nada. —Su mirada volvió al arroz—. No encuentro nada que decir.
—¿Estás bien? —Se inclinó sobre la mesa para acariciarle la barbilla a James y levantarle la mirada.
—Sí. —James apartó la cara de la mano de ella. James sintió como si su corazón hubiese desarrollado piernas y manos, se hubiese salido de su cuerpo y estuviese saliendo por la puerta. Deseó salir con él.
—Está bien. —Ruth se levantó de la mesa y se puso de espaldas a James, en el fregadero—. ¿Te acuerdas de nuestra primera noche aquí?
—¿Qué? —James levantó la mirada de su plato y se giró para mirar a Ruth—. ¿Cuando me dijiste que estabas embarazada? Cómo lo iba a olvidar. —James sonrió de manera genuina por primera vez ese día. Miró los ojos azules de Ruth, que tanto le han recordado el azul del mar del presente—. Ese día fui muy feliz.
—Y yo. —Ella se giró, secándose las manos con un trapo—. Estábamos los dos tumbados ahí mismo, en la alfombra del salón. —Hizo un gesto con la cabeza señalando hacia el salón—. ¡Era nuestra posesión más preciada!
—Bueno, era nuestra única posesión —dijo James riendo.
—Es verdad. Dijiste que esa alfombra era lo más suave que habías tocado nunca.
—Así es. Y lo sigue siendo.
—Mucho más suave de lo que eran tus canciones.
—¿Dónde quieres ir a parar?
—¿Recuerdas lo que te dije entonces?
—Mm… Sí.
—¿Qué te dije?
—Que no me preocupase,
Los dos hablaron al unísono:
—Que siempre hay más canciones en la vida.
A pesar de ese momento, esa misma noche empezaron los sueños. Eran sueños con escenas negativas, que le hablaban a James acerca de una vida triste y sometida a las expectativas que él bien sabía no iba nunca a poder cumplir. La vida de James empezó a cambiar, sin ni siquiera él saberlo, como cambia una manzana pelada a la intemperie, oxidándose, decayendo sin poder hacer nada para evitarlo.
“Siempre hay más canciones en la vida”. James recuerda esa frase ahora, al dirigir la mirada hacia el horizonte por un instante. Son las diez de la mañana. Está en la cubierta del Vankwist recogiendo una de las redes de arrastre con Chinche, que tiene que cubrir el doble de trabajo por los momentos de despiste de James. En uno de esos momentos, posa sus ojos en la línea donde el azul del mar se une con el gris del cielo, como dos gaviotas reposando en el agua. Las nubes y las olas del horizonte parecen formar una boca cerrada. James no piensa en la música, ya no. No piensa en la música salvo en momentos como este. Ahora piensa, iluso, que detrás de las nubes va a haber una canción para él. Espera que la boca se abra y deje ver el sol que lo iluminará con sus rayos que le inundarán como una ráfaga de inspiración.
En su lugar, lo que se escucha es un chasquido como de una cuerda de guitarra rompiéndose. James aún no se entera. Una de las redes se ha enganchado con algo que sobresale del casco del barco, y al estirar con el recogedor de redes hidráulico, la tensión ha incrementado tanto que, al llegar al punto de ruptura, se ha quebrado una de las cuerdas encargadas de recoger la carga. El brazo con el gancho que saca las redes del agua estaba casi doblado por el peso y, al soltarse la mitad de cuerda que estaba más cercana al hierro del brazo, ha salido disparada hacia arriba, salpicando un hilo de agua helada como un látigo. El extremo inferior de la cuerda rota, el que más cerca estaba de la red enganchada, ha chasqueado a escasos centímetros de la cabeza de Chinche, que se encontraba agachado cerca del borde de la cubierta tratando de desenganchar el trozo de material. Bufford grita desde la cabina de control. “¡Dumfries, despierta!”
Después del instante de caos, el barco se queda en silencio. Los tres tripulantes se miran, Chinche inconsciente del peligro que ha corrido su vida hace escasos segundos. James mira a Bufford, que le devuelve la mirada con agresividad desde detrás del cristal de la cabina del timón. Se escucha el crujir del barco en el agua; las olas, que parecen entender la situación, mueven la embarcación más suavemente. La cuerda cuelga del brazo —ya en su posición original— deshilachada como unos flecos del manillar de la bici de un niño. Es verde y gotea agua salada, como llorando tras la fractura. La red enganchada, tras liberarse de la tensión, se ha separado de lo que la obstruía y Chinche ha sido capaz de recuperarla.
—No te quiero ahí fuera hasta que no aclares lo que te pasa ahí dentro. —Bufford señala la cabeza de James con el dedo índice.
Están los tres en la cocina del barco. Dependiendo de para qué lo están usando en cada momento, el espacio debajo de la sala de control es la cocina y sala de estar. A pesar de la multifuncionalidad, es un espacio pequeño de todos modos. James está sentado en un taburete con la cabeza entre las manos.
—¿Qué te pasa, chico?
—No lo sé.
—Mira, creo que ha llegado el momento de conocerse un poco más.
—No, por favor.
—Me temo que sí, chico. Ya llevas tres meses con nosotros. Sabemos poco más que tu nombre y apellido. Una cosa sé seguro: no eres de Frisco. Ahora, cuéntanos qué te perturba. No es bueno para ti ni es bueno para nosotros.
—¿Y eso no es suficiente, saber mi nombre y que no soy de San Francisco?
—No, si vamos a estar seis meses de travesía.
—Sí. Venga, Dumfries, cuéntanos. —Chinche pone una mano en la espalda de James.
—Yo, por ejemplo —empieza Bufford, que está apoyado en la encimera de espaldas, mirando hacia donde está sentado James. Cruza los brazos—. Estoy aquí porque siempre he vivido cerca del mar. Mi madre fue marinera también. Era cocinera en un gran barco pesquero. Al principio, los demás tripulantes la menospreciaban porque no había trabajado nunca en alta mar y se mareaba mucho. Siempre me contaba que hacían bromas con que algún día, con el mareo, se equivocaría y les echaría matarratas en lugar de sal en la comida. Al final, ella se convirtió en la más resistente al mareo que había en todo el navío. Cuando me tuvo, yo iba en el barco con ella. Íbamos en largas travesías por los océanos del mundo. Así crecí yo, viajando, hasta que tuve que ir al colegio. Entonces me quedé hasta los dieciséis con este de aquí. —Hace un gesto con la cabeza hacia Chinche.
—¿Y tu padre?
—Mi padre fue uno de los marineros en una de las travesías. Era de los que cambiaban cada pocos meses. Nunca volvió a aparecer.
—Vaya. ¿Y no sientes resentimiento hacia él?
—En absoluto. Al principio sí, pero después se fue diluyendo. Gracias a eso, mi relación con mi madre fue mucho más fuerte.
—Si ella estaba en la mar mientras tú estabas en el colegio, ¿no?
—Pero siempre que estaba en tierra venía a visitarme.
—Entiendo. Y tú, Chinche, ¿cuál es tu historia? —dice James mirando a su izquierda a su compañero, al que el pelo moreno y desmarañado le cubre los ojos.
—Mi primo, aquí donde lo ves, se pasaba los días durmiendo —ríe Bufford—. Le llamaban así porque de pequeño solía desaparecer en mitad del día y siempre que desaparecía lo encontraban durmiendo en su cama. En el colegio y más tarde en el instituto, había veces que se iba en mitad de una lección porque tenía sueño. Lo encontrábamos luego por ahí en algún lugar, sopa como un oso perezoso. Una vez desapareció a primera hora de la mañana y al cerrar el instituto por la noche, lo encontró el bedel en el gimnasio. Estaba escondido durmiendo entre las colchonetas. Era el sitio más parecido a una cama de toda la escuela.
—Suspendí todas ese año —dice Chinche muy serio.
—Por eso te viniste conmigo. —Le pone la mano en la cabeza y le remueve el pelo cariñosamente.
—Me alegro de haberos conocido. Formáis una pareja peculiar.
—¿Y tú qué, chico? —Bufford coge una silla y se sienta con la parte del respaldo delante, entre las piernas. Apoya los brazos sobre el respaldo—. ¿Cuál es tu historia? Cada vez que paso por tu camarote y veo esa guitarra tuya, me pide que te pregunte. ¿No serás músico o algo así?
—¿Y qué pasó después? —Bufford no había movido ni un pelo del bigote mientras James les contaba su historia con el tío de Ruth y el origen de los sueños—. Debiste tener una razón para huir de allí.
—Sí. A los tres días de la visita del tío, conseguí un trabajo en una tienda de ultramarinos a tres calles de casa. Era un viejo que necesitaba alguien que le hiciese inventario. Y yo necesitaba dinero como fuese para recuperar mi guitarra y que no nos echasen del apartamento. El primer día, al volver de trabajar, llovía muchísimo. Era tarde, estaba cansado, y quise refugiarme de la lluvia y, de paso, tomarme una cerveza para celebrar que las cosas iban a ir mejor. El trayecto era muy corto, de apenas tres calles, y ahora desearía no haber entrado. Había muy buen ambiente, era jueves, pero la gente parecía entender mi alegría momentánea. Duró poco, porque apareció alguien en el escenario. Empezó a tocar y el sonido me resultaba familiar. Al acercarme para escuchar mejor, vi que el tipo aquel tenía mi guitarra. Resulta que el tío de Ruth se la había vendido. Sentí tanta rabia que me envalentoné y subí al escenario a quitársela al tío ese. Le arreé un puñetazo, pero fue una mala idea. En el bar estaban todos sus colegas, los miembros de una banda o algo, además del tío de Ruth, al que no había visto al entrar. Créeme, si hubiese sabido que iba a estar ese mandril, hubiera seguido mi camino por la lluvia. Lo habría preferido. Pero no lo hice. Nos peleamos y se formó un escándalo tremendo. No hay que ser muy listo para saber lo que pasó. Eran seis contra uno. Me dieron una paliza entre los seis, y el tío me amenazó con contárselo a Ruth, y me dijo: “Si te vuelvo a ver a ti y a tu guitarra, no saldrás vivo de aquí”. La guitarra estaba rota, así que la cogí y salí corriendo en línea recta desde la puerta del bar.
—Caray, chico. ¿No piensas volver?
—Por ahora no. No puedo. Me quiero quedar en el Vankwist hasta poder saldar mi deuda. Si os parece bien. —James mira a Bufford y Chinche.
Bufford mira a su primo preocupado, como quien se acaba de enterar de que está sujetando un maletín con una bomba, apoyado de pie en la encimera detrás de él.
—Por mí déjalo —dice Chinche.
—Gracias, Chinche. —James sonríe.
—Ñeh. Me voy a dormir. —Chinche se retira a su camarote.
—De acuerdo, chico. Te puedes quedar. Yo me voy arriba a vigilar el timón. —Se pierde de vista subiendo las escaleras.
—Tengo que hacer una cosa primero. —Baja a su camarote y se tumba en su cama por unos segundos. Se imagina con Ruth de nuevo, los dos tumbados en la alfombra. Piensa en volver. Se ve llegando al porche, dudando por unos segundos al ver el timbre, pero tocándolo finalmente. Lo primero que ve es su ropa vieja, la que se quedó en el armario. Piensa que es otro hombre y no se puede aguantar la rabia, la pura rabia que siente hacia sí mismo por hacerle eso a Ruth y al bebé, del que aún no se permite ni acordarse del nombre. Es Nara. Cuando mira a la cara de quien abre, ve que es él mismo. James se despierta. El suelo se mueve, pero no está en la alfombra con Ruth. Esta vez no a causa de las olas nocturnas, más fuertes que durante la mañana. Coge su guitarra, sale a la cubierta del barco y la tira por la borda. Hasta que el agua entra en la boca, el instrumento tarda un poco en hundirse. Después de mucho tiempo sin ser usada, ya le faltaba una cuerda; las olas tocan algo en esa guitarra. Tocan una canción de despedida.
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