Un
ranchero en la ciudad
Jesús
logra subir el cierre. Su mochila, deformada por todo lo que metió dentro a la
fuerza, bien podría estallar en cualquier momento. La acomoda en el suelo junto
al resto de su equipaje: la maleta de rueditas que le prestó su primo Juan y la
caja de huevos Bachoco en la que su mamá acomodó con cuidado las cosas más
frágiles. Todo está listo.
Exhausto,
se sienta en la cama y echa un vistazo a su alrededor. Aunque tuvo que dejar
muchas de sus cosas por falta de espacio en las maletas, el cuarto se mira vacío.
La mitad de su clóset (la mejor mitad) está ahora doblada en el interior de la
maleta prestada: tres pantalones de mezclilla, un pantalón de vestir, diez
playeras, dos camisas, un saco, tres sudaderas, una chamarra, calzones,
calcetines, sus zapatos buenos, un par de tenis que compró la semana pasada,
una toalla y su cobija de tigre. Les costó tanto trabajo cerrarla que Jesús
incluso trató de convencer a su mamá de dejar la cobija, a lo cual ella se negó
rotundamente.
—No
mijito, no sabes cómo van a estar los fríos por allá —dijo mientras sacaba la
ropa—. Orita vemos cómo le hacemos, tú no te apures. Bien dicen que todo cabe
en un jarrito sabiéndolo acomodar.
Al
final tuvieron que sacar del jarrito las sudaderas y la toalla, las cuales apretujó
en su mochila junto con su computadora, el cargador, unos audífonos y sus
artículos de baño. Aun así, su mamá tuvo que subirse sobre la maleta para que
él pudiera cerrarla. Jesús se ríe al recordar la escena, pero enseguida la carcajada
se transforma en un sollozo. Es su última noche en casa. Mañana temprano sale
rumbo a la Ciudad de México. Nunca ha vivido en otro sitio; Parácuaro es todo
lo que conoce. Lo más lejos que se ha aventurado ha sido a Morelia, la capital
del estado, pero no es nada comparada con la enormidad de la CDMX. Las lágrimas
amenazan con salir, pero Jesús las retiene al escuchar que su mamá se acerca.
—Mijo,
¿todavía no te duermes?
—Ya
casi, ma —Jesús se limpia la cara con la manga de su suéter—. Estaba revisando
que no se me fuera a olvidar nada.
La
madre de Jesús se acerca y se sienta en la cama junto a él. Le agarra las manos
y se las acaricia con amor. Jesús hace lo imposible por controlar sus ganas de
llorar. Le da un abrazo, en un intento de ganar tiempo para calmarse.
—Ay
mi amor —ella lo aprieta con fuerza—. Te dije que te hubieras metido a la
escuela por aquí más cerquitas. ¿Qué vas a hacer por allá tú solito? Y luego en
esa ciudad tan grande, con tanta gente…
—Cálmese
jefa —Jesús se separa de su abrazo para poder verla—. Ya le había yo explicado
que la carrera que quiero no la hay en las universidades de por aquí. No se
preocupe, que yo sé cuidarme solo.
—¡¿Cómo
no me voy a preocupar?! Mi niño, tan lejos, solito, tanto tiempo…—le acaricia
el cachete—. Prométeme que te vas a cuidar, que te vas a dedicar sólo a
estudiar y no vas a andar por ahí haciendo barbaridades. La vida allá es muy
diferente a la de aquí, y la gente es…
—Sí,
sí, sí —Jesús la interrumpe antes de que vuelva a contarle las mismas historias
por milésima vez—. No se apure, le prometo que me voy a portar bien. Además, ya
le dije que le voy a hablar todos los días en la noche. Así que estese atenta al
celular.
—Ta
bueno mijito —se levanta de la cama y camina hacia la puerta—. Ya duérmete,
porque dijo tu papá que a las cinco salimos pa llevarte a la central. Buenas
noches, descansa.
—Sí
ma, buenas noches. Que descanse.
La
señora apaga la luz antes de salir del cuarto. Jesús se levanta, se quita la
ropa hasta quedar en calzones y acomoda la cama. Mira a su alrededor una vez
más. Se acuesta, se tapa con la colcha y llora hasta quedarse dormido.
—¡Ya
levántate mijo! —la mamá de Jesús golpea la puerta de su cuarto. Al no obtener
respuesta, la abre y se asoma dentro—. Apúrate que se hace tarde.
Jesús
sale de la cama, aún medio dormido. Camina hacia el baño y se da un rápido
regaderazo. El agua helada lo termina de despertar. Una vez limpio, extiende la
mano para alcanzar su toalla. Entonces se acuerda que la toalla está refundida
en el fondo de su mochila. Grita:
—¡Amá!
¡Présteme una toalla!
Un
momento después, su madre entreabre la puerta y le avienta una toalla que nadie
usa. Jesús trata de secarse con ella, pero la toalla está tan vieja y delgada que
apenas si lo logra. Regresa a su cuarto medio mojado, temblando. Se cambia lo
más rápido que puede, no tanto por que se haga tarde, sino más por protegerse
del frío. Su papá entra cuando está terminando de abrocharse las agujetas.
—¿Esto
es todo? —dice señalando la maleta y la caja de cartón.
—Sí.
Ahorita yo lo saco, namas que me termine de poner los zapatos.
Antes
de que acabe la oración, el señor se carga en una mano la caja y en la otra la
maleta, y sale del cuarto. Jesús termina con las agujetas. Se levanta, se echa
la mochila al hombro y sale rápido del cuarto. Sin mirar dentro, cierra la
puerta y camina hacia la entrada de la casa. Su papá está acomodando las
maletas en la cajuela del coche. Jesús está a punto de preguntarle por su mamá,
cuando la escucha detrás de él.
—Toma
mijito, pa que no andes con la panza vacía —le da una bolsa de pan Bimbo con
dos tortas adentro y un termo de plástico lleno de café—. Si te da más hambre
te compras algo en la central. O luego en el camino se suben a vender cositas.
—Gracias
jefita, yo creo con esto está bien.
—¿Listos?
—dice el padre tras cerrar de un golpe la cajuela.
Todos
suben al coche y el papá maneja hacia la central camionera de Nueva Italia,
desde donde sale el camión que lo llevará a Ciudad de México. En los treinta y
cinco minutos que dura el trayecto, Jesús se dedica a observar por la ventana
cómo va despertando su pueblo. El cielo empieza a clarear poco a poco, aunque
aún no hay rastro del sol en el horizonte.
Para
cuando llegan a la central, el amanecer está cercano. Jesús y su papá bajan las
cosas del coche. Entran rápidamente, intentando cobijarse del frío aire que
sopla con fuerza. Dentro hay poca gente, quizá por la hora.
—Todavía
faltan veinte minutos —el hombre mira su reloj—, pero mejor ya vete metiendo, por
si acaso.
Jesús
asiente. Por un momento, todos se quedan parados, sin saber qué hacer. El padre
carraspea y se saca de la bolsa del pantalón una servilleta de papel enrollada.
Se la da a su hijo y dice:
—Toma,
pa lo que se ocupe. En un mes te mando otro poquito. Cuídate y échale ganas.
—Gracias
apá.
Jesús
guarda el dinero en su mochila y le da un abrazo a su padre. El hombre lo aprieta
y le palmea la espalda. Luego se gira hacia su mamá y, al verla llorar, la
envuelve también en un fuerte abrazo.
—No
llore jefecita, en unos meses me tiene otra vez por acá dándole lata.
—Ay
mi vida —la señora intenta reírse, pero le salen más y más lágrimas —. Cuídate
mucho, mi amor. Que Diosito te bendiga y te proteja de todo mal. Nos avisas
cuando llegues y no se te olvide meter la comida al refri.
—No
amá, llegando luego luego la guardo. Ya me voy, que sino se me va ir el camión —Jesús
se carga todas sus maletas y, tras recibir la bendición de su madre, avanza
hacia la puerta 5, rumbo al andén. Antes de cruzar el filtro, voltea a verlos—.
¡Nos vemos en Navidad!
Después
de casi ocho horas de camino, Jesús llega a la Ciudad de México. Más en
concreto, a la Terminal Central de Autobuses del Norte, una enormidad en
comparación con la central de Nueva Italia. La cantidad de gente que va de un
lado a otro es impresionante. Jesús da vueltas por unos minutos, intentando
encontrar la salida. Una veintena de hombres se le acercan ofreciéndole
servicio de taxi. Los rechaza a todos al escuchar el precio.
—Disculpe
jefe —le dice al último que se le acerca—, ¿cómo puedo llegar a esta dirección?
¿No hay algún camión que me deje por ay? Es que no traigo tanto dinero pal
taxi.
El
hombre lee el papel que Jesús le enseña y le grita a uno de sus compañeros para
que se acerque a ver. Ambos estudian la dirección y discuten la mejor ruta para
llegar. Finalmente, uno dice:
—Ira,
aquí afuerita está el metro. Entras y tomas la línea amarilla en dirección a
Pantitlán. Te bajas en Consulado y ahí trasbordas a la verde, dirección Santa
Anita. Te bajas en Morelos y ya de ahí son como tres o cuatro cuadras. En corto
llegas.
—Ey,
en 20 minutitos ya estás allá —dice el otro.
—Muchas
gracias jefes.
Jesús
se despide y camina hacia la entrada del metro, repitiendo en voz baja las
instrucciones. Una vez dentro, no sabe a dónde dirigirse. Es la primera vez en
su vida que usa el metro. Busca una esquina en la que orillarse para poder mirar
a su alrededor y ubicarse. La cantidad de gente es abrumadora, todos con prisa,
corriendo, empujándose. Jesús alcanza a ver un letrero que dice Línea 5
en color amarillo y avanza hacia allá. Se detiene a unos pasos de las vías, a
esperar la llegada del metro.
Más
tarde, Jesús llega por fin a su nuevo hogar. El recorrido que supuestamente
debía tomarle 20 minutos se transformó en una odisea de más de dos horas.
Resulta que, al subirse de manera apresurada al vagón, no se fijó en que este
dijera Pantitlán. Luego de varios minutos se dio cuenta de que estaba yendo en
la dirección equivocada, pero para entonces ya había recorrido casi la mitad
del trayecto. Se bajó en cuanto pudo, y esta vez se aseguró de estar tomando el
correcto. Pero los vagones iban llenos a reventar, y él ocupaba demasiado
espacio con todo lo que traía cargando. Tuvo que esperar a que pasara uno medio
vacío para poder subirse. Bajó en Consulado, tal como le habían dicho, pero una
vez ahí se encontró perdido de nuevo. No sabía cómo trasbordar. Después de
preguntar varias veces, entendió lo que tenía que hacer. La caminata se le hizo
muy larga, pero al fin llegó al andén. Por suerte, la estación Morelos estaba a
sólo dos paradas. Una vez fuera del metro, le tomó otros quince minutos dar con
la calle.
Entró
al edificio, habló con el portero, le entregaron sus llaves, le dijo qué día se
pagaba la renta y le indicó que su cuarto estaba en la cuarta planta. Jesús
arrastró sus maletas los cuatro pisos y llegó agotado a la puerta de su nueva
casa. Lo primero que escuchó fue música a todo volumen. Tocó, pero la música
estaba demasiado fuerte como para que lo oyeran, así que simplemente abrió con
la llave. El cuarto era pequeño, pero estaba bien amueblado y parecía limpio. Jesús
entró y cerró la puerta tras él. No veía a nadie.
—¿Hola?
No
obtuvo respuesta. Avanzó un par de pasos, observando. A su derecha, la recámara
de su compañero. A su izquierda, su propia recámara, aún vacía. Y frente a él,
una puerta cerrada que supuso sería el baño. La puerta se abrió y un hombre,
más o menos de la edad de Jesús, salió con un cigarro en la mano y un peine en
la otra, cantando a todo pulmón la canción que sonaba en ese momento. Al ver a
Jesús, el hombre grita espantado.
—¡A
la verga! —dijo, poniéndose una mano en el pecho—. No mames, qué pinche susto
me diste cabrón.
—Hola
—Jesús trata de no reírse—. Perdón, no te quería espantar. Me llamó Jesús.
Acabo de llegar y no sabía que estabas aquí…
—Ah
sí, sí, el del rancho —cambia el cigarro de mano y le extiende a Jesús la
derecha—. Tienes toda la pinta, ¿eh? Namas te hace falta el caballo y ya. Yo
soy Brayan.
Jesús
le da la mano y se ríe, nervioso. Si para Brayan Jesús es el típico ranchero en
la ciudad, para Jesús Brayan es la representación misma del chilango: tenis blancos,
pants negro, playera blanca sin mangas, una cadena de oro, un arete de
diamante, una gorra de lado y la clásica partidura en la ceja.
—Ps
bienvenido mi Chuy, ay te dejo pa que te acomodes —le da una calada a su
cigarro y lo apaga en el lavabo antes de salir—. Cámara papi, te veo luego.
Tengo unos asuntitos pendientes por ay.
Se
va antes de que Jesús pueda responder algo, dejando su música encendida y a
todo volumen. Jesús se acerca al lavabo y abre la llave para terminar de apagar
el cigarro. Entonces se da cuenta de que no es un cigarro cualquiera, sino uno
de mariguana. Con razón olía raro.
La
luz del sol entra con todo por la ventana. Jesús levanta su cobija de tigre
hasta que le tapa la cara y se gira hacia la pared. Un instante después la avienta
al suelo y se sienta de golpe.
—No
mames no mames no mames —alarga la mano para agarrar su celular y ver la hora.
Las 9:07am—. ¡PUTA MADRE!
Sale
de la cama de un brinco, directo al baño. Se lava la cara y se peina lo mejor
que puede mientras intenta subirse el pantalón. Corre hacia su clóset, saca la
última camisa planchada que le queda y se la abrocha tan rápido como puede. Se
mira al pedazo de espejo que cuelga detrás de la puerta. Los botones de la
camisa están chuecos y el pantalón parece chicharrón de tan arrugado que está.
Perfecto.
—A
ver, si le meto nitro yo creo sí alcanzo a llegar, aunque sea a lo último de la
clase —murmura camino a la cocina. De reojo ve que la puerta del cuarto del
Brayan está abierta. Su cama tendida es señal de que hace rato que se fue—.
Conque me vea ahí ya la armé, seguro me pone la asisten… AYYYYY WEEEEEY.
Jesús
cae al piso con un golpe que lo deja medio apendejado por un momento. Se levanta
poco a poco, con cuidado. Todo le duele. Al apoyar la mano en el suelo para
pararse, toca lo que lo hizo caer. Un líquido rojo, medio viscoso, que huele a…
¿sangre?
—¡¿Pero
qué chingados?! —grita mientras se aparta de aquello. Ya en pie, sigue con la
mirada el caminito rojo que se ha formado en el piso. Empezaba en el refri, en
cuya puerta descubre pegada una nota escrita con la letra grande tipo grafiti
del Brayan—. “NO ABRAS LA PUERTA HASTA QUE REGRESE. ATTE: BRAYAN”. ¿Y esta
mamada qué?
De
un tirón arranca la hoja. La mira por ambos lados, pero no tiene escrito nada
más.
—Pinche
Brayan —mira al piso y otra vez a la nota—, ¿qué pedo con esto? A ver Jesús,
cálmate y piensa. ¿Por qué chorrea sangre desde el refri? Y, ¿qué tiene que ver
con el Brayan y su pinche notita? A menos que… No, imposible. Aunque tal vez…
Se
detiene en mitad de la cocina, pensativo.
—Ay
Dios, ¿será? Mi jefita me lo repitió hasta el cansancio. No mijito, tienes
que andarte con cuidado. Es un lugar muy grande y hay mucha gente, no sabes con
qué te puedes topar —dice, imitando el tono de voz y los ademanes de su
madre—. Ya ves que doña Juanita nos platicó que a su nieto lo asaltaron
varias veces en el camión. Y don Antonio dice que su hija le contaba que a cada
rato aparecían muertos por todos lados. Bueno, ¡hasta caníbales! ¿Te acuerdas
que el otro día vimos en la tele la noticia de esa tamalera de no sé dónde que
vendía sus tamales con carne de cristiano? Nombre y luego ayer mi comadre Licha
me contó que el sobrino de la cuñada de don Chon el de la carnicería se fue a
vivir pa allá y a los dos meses ya andaba de novio con un muchachito y… ay no
Dios mío qué horror.
Mientras
repite al pie de la letra las historias que su madre y la gente de Parácuaro le
contaron sobre la ciudad, Jesús camina de un lado para el otro, nervioso, pero
siempre fijándose de no pisar otra vez la sangre.
—También
me dijeron que las quesadillas las hacen sin queso, que les encanta el bolillo
y… bueno, eso sí es verdad. Lo de la tamalera también, o sea, salió en las
noticias, pero lo demás no me consta. Nunca me han asaltado, ni he visto
muertos por aquí o por allá, y por lo que sé, ni el Brayan ni sus amigos son jotos.
Pero bueno, sólo llevo tres semanas aquí. No es tiempo suficiente para conocer
la Ciudad. Ni al Brayan. Y dado la sangre que escurre del refri, el menor de mis
problemas sería que el pinche vato resultara ser puto.
Jesús
mira de nuevo la nota. La mano le tiembla y apenas si puede leer lo que hay
escrito. En un arranque de furia, la arruga y la avienta contra el refri.
—Chingue
su madre, le voy a abrir. Total, si es un pinche chivo muerto pa un ritual
satánico, pos me tendré que buscar otro cuarto. Pero si el wey quiere hacer
tamales de cabrón… Una, dos, tres.
Jesús
abre de un tirón la puerta del refri. Un asqueroso olor a carne podrida se extiende
por el departamento, pero adentro no hay nada. Bueno, nada además de un cartón
de Nutrileche, una mayonesa chiquitita y las últimas dos Carta Blanca que les
quedan. Todo cubierto de la sangre que, sabrá Dios de dónde salió, se escurría
por las paredes blancas del refrigerador.
—¿Y
ahora qué? No hay cuerpo, pero de algún puto lado tuvo que salir toda esa
sangre —dijo mientras caminaba de un lado a otro. Entonces se le ocurre—. Ayer
el pinche Brayan llegó bien tarde y hoy se fue temprano. La nota no estaba
ayer, así que la tuvo que pegar hoy antes de irse. ¿Y si ese pendejo se quebró
a alguien, lo descuartizó, metió sus restos en nuestro refri y hoy se fue
temprano para deshacerse de ellos y que yo no me diera cuenta? Seguro no le dio
tiempo de limpiar su pinche cochinero, por eso dejó la nota, para hacerme
pendejo y que no lo fuera a echar de cabeza. Pero ni de pedo que le voy a andar
tapando sus jaladas, capaz que me meten al bote a mí también.
Jesús
va a su cuarto por su celular. Son casi las diez, pero ya ha olvidado por
completo que tiene que llegar a clase. Marca al 911, le dice a la operadora lo
que acaba de encontrar, le da su dirección y se sienta en la cama, rezando por
que la patrulla llegue antes que el Brayan. Apenas se había acomodado cuando
escucha el ya familiar chirrido que indica que alguien abrió la puerta del departamento.
Se queda congelado, sin saber qué hacer. Si el Brayan se da cuenta de que ya lo
cachó, lo va a matar. Pero la policía ya está en camino. Sólo tiene que
aguantar hasta que lleguen.
—Puta,
qué peste —dice Brayan al cerrar la puerta. Entra y ve todo el desastre de la
cocina. Deja la bolsa con bolillos en la mesa y se agarra la cabeza, enojado—.
¡No mames pinche Chuy! ¡¿Qué no sabes leer o qué vergas?! ¿Para qué chingados
abristes el refri? ¡Qué no ves que ahora huele re culero! ¿No te podías esperar
a que trajera el chingado limpiador…
Jesús
sale por atrás, dispuesto a pegarle a su compañero con una tabla para dejarlo
inconsciente, pero el Brayan, mañoso como es, lo esquiva y le quita su arma.
—¿Qué
chingados te pasa pendejo? ¿Por qué me quieres pegar con esta madre?
—¡Hazte
pa allá! ¡Ni se te ocurra intentar matarme! Ya le hablé a la policía y segurito
que vienen dando la vuelta.
—¿Le
hablastes a la tira? ¡¿Y para qué putas madres les hablastes?
—¡Para
que te lleven por pinche asesino! ¿Creíste que me ibas a hacer wey con tu
notita esa? Me resbalé con la sangre que se escurrió hasta el piso. Y qué
casualidad que ayer llegaste bien tarde y hoy te fuiste temprano, ¿no? ¿A dónde
fuiste? ¿A enterrar el cuerpo? ¡¿Eh?!
—¡Fui
a comprar unos bolillos para hacernos unas tortugas con el bistec a la mexicana
que hice! ¿Pero quién crees que soy? ¿El pinche Hannibal Lecter? El cagadero
del refri es porque anoche llegué bien pedo y se me cayó la bolsa de los
bisteces. La bolsa se rompió, pero me valió madre y así la guardé en el refri.
Hace rato que me levanté para hacerte el puto desayuno vi que todo se había
batido de sangre, pero como en esta pinche casa no tenemos nada, fui a la
tienda a comprar el pinche Maestro Limpio, y ahora…
El
Brayan interrumpe su explicación. Alguien acaba de tocar la puerta. Los dos se
miran y después voltean hacia la puerta. Jesús pregunta quién es. Una voz
masculina responde:
—Policía
Federal.
Cuando dice " Una vez dentro, no sabe a dónde dirigirse. ", nos muestras que sabes lo que piensa el personaje. En esta técnica eso no podía hacerse.
ResponderEliminarEste tipo de narrador tampoco puede decir: "Resulta que, al subirse de manera apresurada al vagón, no se fijó en que este dijera Pantitlán.". Pasa igual en: "y esta vez se aseguró de estar tomando el correcto".
Todo esto también es incorrecto para esta técnica: "se encontró perdido de nuevo. No sabía cómo trasbordar. Después de preguntar varias veces, entendió lo que tenía que hacer. La caminata se le hizo muy larga,".
Tampoco puede decir: "Jesús trata de no reírse".
¿Cómo sabemos esto: "Tocó, pero la música estaba demasiado fuerte como para que lo oyeran, así que simplemente abrió con la llave"?
¿Cómo sabemos esto?: "para Jesús Brayan es la representación misma del...". No podemos saber lo que piensa...
Pasa igual en: "Entonces se da cuenta de que...".
Etcétera.