DESHACERSE
DE UN MUERTO
Nadie
en el pueblo vio quién dejó el cadáver a la orilla del río. No hubo testigos,
ni huellas en el barro, ni perros que olfatearan la sangre. Solo apareció ahí,
tendido como si la corriente lo hubiera escupido de regreso a la tierra con
desprecio.
Amanecía
cuando la niña lo encontró. Salió de su casa con los pies desnudos, como cada
mañana, dispuesta a robar guayabas del árbol de doña Eulalia. Pero algo en el
aire estaba torcido. Un olor denso, metálico, se colaba entre el rocío. Se
detuvo en seco. Primero creyó que era un bulto inerte, luego que se trataba de
un muñeco. Pero cuando su mente alcanzó lo que sus ojos ya sabían, sintió que
el aire se le extinguía en los pulmones.
Los adultos llegaron poco después, con el ceño
fruncido y la boca apretada, como si la aparición de aquel muerto fuera un
agravio personal. Nadie lo tocó. Nadie preguntó quién era. Solo se miraron
entre sí, incómodos, con esa aversión que provocan los cuerpos que aparecen sin
explicación. Lo que no sabían aún, lo que ninguno de ellos podía imaginar, era
que ese cadáver no sería el último.
El sol ascendía con una lentitud inusual, como
si temiera tocar el agua del río que había servido de tumba. El pueblo,
acostumbrado al silencio de la monotonía, comenzó a murmurar con una urgencia
que no le era propia. Cada conversación llevaba la cadencia del miedo.
El
alcalde, un hombre de rostro surcado de arrugas como un viejo pergamino,
convocó una reunión en la plaza. Nadie cuestionó su autoridad, aunque todos
sabían que su único mérito había sido envejecer en el mismo cargo sin hacer
nada. En medio del círculo de habitantes, se erguía el policía, un hombre de
mirada vacía, tan ajeno a los rumores como cercano a la impotencia. Le
preguntaron sobre el cadáver, pero él solo miraba el suelo. No había pistas.
Nada. Y la ausencia de respuestas lo volvía aún más inútil.
—No podemos vivir con esto —dijo la señora
Hortensia, con su voz temblorosa y su fe inquebrantable en las supersticiones—.
Es una señal. Algo peor viene.
El pueblo, que siempre había preferido pensar
que las desgracias solo ocurrían en otros lugares, comenzó a convencerse de que
la sombra de la muerte se había posado sobre ellos. Nadie, ni los más jóvenes
ni los más viejos, se atrevió a acercarse al río después del mediodía. La idea
de lo inexplicable germina en la mente colectiva como una semilla envenenada. Y
cuando el miedo echa raíces en un pueblo, siempre trae consigo algo peor que la
incertidumbre: la certeza de que, de algún modo, todos son culpables.
Entonces,
al caer la noche, ocurrió lo imposible. A pesar de haber sido recogido por las
autoridades, el mismo cadáver apareció en otro sitio. Esta vez en la plaza
principal, tendido a los pies de la estatua del fundador del pueblo, un hombre
al que todos temían y, en secreto, todos despreciaban. El cuerpo parecía más
pesado que en su primera aparición, como si la muerte lo reclamara con más
fuerza.
La noticia corrió por las casas con la
velocidad de un susurro malintencionado. Al principio, creyeron que era una
broma macabra, una travesura de los jóvenes que jugaban con lo prohibido. Pero
no había rastro de huellas, ni de risas furtivas, ni de manos culpables. Solo
el cadáver, inmóvil, observando sin ojos a la multitud que se congregaba con
esa mezcla de morbo y pavor que solo los pueblos pequeños se sienten ante lo
inusitado.
—Esto no es normal —dijo el viejo Pedro, con
los ojos desorbitados, mientras sacudía las manos como espantando un mal
invisible—. Nadie puede hacer esto. Nadie puede mover un muerto sin dejar
rastro.
Pero lo más aterrador no era el cadáver. Lo más
aterrador era que nadie recordaba haberlo visto antes. Nadie reconocía el
rostro, ni la ropa, ni siquiera la posibilidad de su existencia. ¿Quién lo
había matado? ¿Por qué volvió? Las preguntas crecían como maleza, enredándose
en los pensamientos de todos hasta ahogarlos en paranoia. Alguien susurró que
tal vez no se trataba de un muerto, sino de algo peor. Algo que se alimentaba
del miedo de los vivos. Y en cuanto esas palabras se esparcieron, la
tranquilidad se extinguió.
Esa
noche, mientras la luna miraba desde su rincón distante, la niña que había
encontrado el cadáver no pudo dormir. Algo en su pecho la apretaba, un
presentimiento sin forma. La sensación la obligó a salir de nuevo, descalza,
siguiendo el mismo camino que había tomado en la mañana. Cruzó el pueblo en
silencio, atravesó la brisa helada de la madrugada y llegó al río, donde el
agua susurraba secretos entre las piedras. Allí, en la corriente oscura, algo
se movía. No era el cadáver, no esta vez. Era algo más profundo. Y mientras el
pueblo se hundía en el olvido de sus propios miedos, nadie se dio cuenta de lo
más importante: el muerto, el muerto real, estaba entre ellos.
La niña se quedó en la orilla, inmóvil, con el
río extendiéndose frente a ella como un animal dormido. Las sombras de los
árboles se estiraban sobre el agua, deformadas por la brisa. Quiso convencerse
de que lo que veía era un simple reflejo, un juego de la luna y las corrientes.
Pero entonces lo oyó.
Un sonido bajo, apenas un murmullo. No era el
río, era algo más. Algo que emergía de las profundidades. El viento se levantó
de golpe, agitando las ramas y llevándose consigo un susurro que le erizó la
piel. Un susurro que no pertenecía a nadie.
Corrió.
Corrió como nunca, con el aliento atascado en
la garganta y los pies golpeando el suelo polvoriento. No miró atrás, no quiso
saber si algo la seguía. Su casa se alzaba en la penumbra, y cuando por fin
cruzó la puerta, se arrojó sobre la cama y se cubrió con las mantas, como si
eso pudiera protegerla de lo que acechaba afuera.
Pero el miedo no se disipa con los ojos
cerrados.
Al
día siguiente, el pueblo amaneció con otra noticia. El cadáver había vuelto a
moverse.
Ya no estaba en la plaza. Ahora yacía en la
escalinata de la iglesia, con los brazos extendidos como en una súplica muda.
Los habitantes lo encontraron al alba, cuando los primeros rezos debían llenar
el aire con murmullos de fe. Pero aquella mañana, nadie se atrevió a entrar al
templo.
El sacerdote, un hombre de canas ralas y mirada
temblorosa, hizo la señal de la cruz.
—Esto es obra del diablo —susurró, y sus
palabras se esparcieron como una peste invisible.
El viejo Pedro, aún sacudido por la aparición
en la plaza, se acercó con cautela. Miró el rostro del muerto. Sus ojos eran
dos pozos vacíos. Su piel estaba pálida, pero no rígida.
No olía a podrido. No olía a muerte.
—No es un cadáver —dijo alguien en voz baja.
El silencio se hizo más espeso.
—¿Cómo que no es un cadáver? —preguntó la
señora Hortensia, sujetando su rosario con manos crispadas.
Pero se atrevió a responder. Porque esa idea,
absurda y aterradora, comenzaba a germinar en todas las mentes.
Los muertos no caminan. Los muertos no aparecen
en distintos lugares. Y, sobre todo, los muertos no tienen cuerpos que aún
parecen vivos.
Alguien sugirió enterrarlo. Lo hicieron al
mediodía, cuando el sol estaba en lo más alto y nadie podía argumentar que la
sombra del muerto jugaba trucos con la vista. Cavaron una fosa rápida,
profunda, en el cementerio detrás de la iglesia. No hubo rezos ni despedidas.
Solo un puñado de tierra cayendo sobre una historia que nadie quería contar.
Y
entonces, dos días después, alguien gritó. Un grito que despertó a todos. El
muerto había vuelto. Pero esta vez, no estaba en la plaza. No estaba en la
iglesia. Esta vez, estaba en la puerta de una casa. Y era la casa de la niña.
Su madre abrió la puerta con manos temblorosas,
y cuando lo vio, el aliento se le congeló en la garganta.
El cadáver estaba de pie. No acostado. No
inerte. De pie, mirando hacia la casa con esa ausencia terrible en sus ojos.
Y en la profundidad de la noche, el muerto hizo
algo que jamás deberían hacer los muertos.
Respiró.
Y sonrió.
La madre de la niña no gritó. No pudo.
El aire se volvió espeso en su garganta, un
nudo de espanto que le inmovilizó la lengua. Frente a ella, en el umbral de su
casa, el cadáver que habían enterrado dos días antes estaba de pie.
Y sonreía.
No era una sonrisa humana. No había alegría ni
burla en aquel gesto. Era algo forzado, torpe, como si el rostro del muerto
apenas recordara cómo debía arquear los labios.
La mujer sintió que el suelo le fallaba. Se
aferró al marco de la puerta, clavando las uñas en la madera, mientras su mente
luchaba por encontrarle sentido a lo imposible. La niña, que había despertado
al escuchar los murmullos alterados de su madre, se asomó detrás de ella.
Cuando sus ojos se cruzaron con los del muerto,
supo que jamás olvidaría aquella mirada. No había vacío en ellos. Había algo
más. Algo que la observaba desde dentro.
El pueblo entero se agitó con la noticia antes
del amanecer. Hombres y mujeres se congregaron alrededor de la casa,
empujándose entre sí con una mezcla de temor y curiosidad malsana. Pero ninguno
se atrevió a acercarse demasiado. El cadáver seguía ahí, quieto, con esa
sonrisa rota congelada en su rostro.
El alcalde llegó poco después, con su andar
cansado y su habitual expresión de desdén, pero esta vez sus ojos no ocultaban
el miedo.
—¿Alguien lo ha tocado? —preguntó.
Nadie respondió.
El policía, con su uniforme arrugado y su voz
carente de autoridad, tragó saliva antes de adelantarse unos pasos. Se inclinó
apenas, miró el cuerpo con la atención torpe de quien no sabe qué busca y, sin
darse cuenta, sostuvo el aliento.
El muerto no olía mal.
No tenía la rigidez de los cadáveres ni la
lividez de la descomposición. Su piel, aunque pálida, parecía conservar un
calor imposible.
—Esto no tiene sentido —murmuró el policía, más
para sí mismo que para los demás.
Pero nada de lo que ocurría tenía sentido.
—Hay que quemarlo —sentenció doña Hortensia,
con los ojos brillantes de convicción.
Algunos asintieron. Otros dudaron. Pero ninguno
encontró en sí mismo el valor para oponerse. Porque si lo enterraban otra vez,
¿cuánto tardaría en regresar?
Encendieron la hoguera al caer la noche. Lo
arrastraron hasta el centro del fuego con una precaución reverencial, como si
temieran que, en cualquier momento, el cadáver decidiera aferrarse a ellos.
Y entonces, mientras las llamas lo consumían,
el muerto dejó de sonreír. No gritó. No se retorció. Solo los observó, con una
expresión de algo que, por un instante, pareció decepción.
La multitud sostuvo la respiración hasta que
solo quedaron cenizas.
Se
fueron a dormir con el alivio precario de quien cree haber vencido a lo
desconocido. Pero la niña, esa noche, no pudo conciliar el sueño nuevamente. Se
removió en la cama, intranquila, con el presentimiento ardiéndole en el pecho
como un fuego secreto. Y cuando el viento nocturno se coló por su ventana,
trayendo consigo un murmullo imposible, comprendió que el pueblo se había
equivocado.
Porque aquello que ardió en la hoguera… No era
el muerto. Era solo un cuerpo vacío. Y lo que habitaba en él, lo que de verdad
los acechaba, aún estaba allí.
Esperando.
La niña despertó antes del alba. No porque el
sueño la hubiese abandonado, sino porque sintió algo que la arrancó de él. Un
susurro.
Se incorporó en la cama, con la piel erizada. Desde
la ventana, el pueblo dormía en una calma engañosa. Pero la niña lo sabía: el
silencio también podía ser una mentira. Bajó los pies al suelo y sintió el frío
de la madera. No encendió la lámpara de queroseno. No hizo ruido. Solo avanzó
con la certeza de quien no tiene opción, de quien es empujado por una fuerza
que no comprende pero que, de algún modo, siempre ha estado ahí. La puerta se
abrió con un quejido ahogado. Afuera, la niebla se arrastraba sobre la tierra
como un animal sin forma. El aire olía distinto: no al humo de la hoguera que
consumió el cadáver, sino a algo crudo, húmedo, como a tierra removida después
de una lluvia que nunca llegó.
La plaza, con su empedrado gastado y su estatua
de bronce ennegrecido, se erguía en la penumbra. Allí, donde la gente se reunía
de día para intercambiar víveres y rumores, ahora solo quedaban sombras
alargadas y un aire que parecía contener una respiración contenida.
La niña avanzó sin saber por qué. Entonces lo
vio. No en el suelo. No tendido como un objeto sin dueño. De pie. Esperándola. Era
él. O lo que alguna vez fue él. Ya no sonreía. Su rostro, pálido y sin vida,
parecía haber comprendido algo en su muerte que los vivos nunca entenderían. Su
ropa, intacta, no tenía rastro del fuego que supuestamente lo había devorado.
Pero lo peor, lo que hizo que la niña sintiera el peso del miedo atrapándole el
pecho, fueron sus ojos. No estaban vacíos. No reflejaban la nada de los
cadáveres. Había algo allí dentro.
La niña quiso gritar, pero el sonido se ahogó
en su garganta. El muerto dio un paso hacia ella, lento, como quien camina
sobre un suelo frágil. No hubo crujido de huesos, ni el arrastre torpe de quien
ya no pertenece a este mundo. Su movimiento era natural. Demasiado natural. Demasiado
humano.
Retrocedió, temblorosa. Y en ese instante, lo
supo. No era el mismo cuerpo, ni el mismo rostro. Pero era el mismo muerto.
Las campanas de la iglesia sonaron de golpe,
rompiendo la quietud con su eco metálico. Las luces comenzaron a encenderse en
las casas, las puertas a abrirse, los murmullos a crecer. La niña giró la
cabeza, un instante apenas, y cuando volvió la vista al frente, la figura ya no
estaba allí.
Solo quedó la niebla y la certeza de que
aquello no había terminado.
No, aquello apenas comenzaba.
El sonido de las campanas se esparció por el
pueblo como una advertencia tardía. Sus notas broncíneas rebotaban en las
fachadas de adobe, en los techos de teja húmeda, en los rostros asomados a las
ventanas con miedo impreso en la piel.
Las miradas buscaban una razón, una señal de lo
que ocurría, pero la niebla, espesa y serpenteante, ocultaba las respuestas
como una boca que se niega a hablar.
La niña seguía allí, con el pecho apretado y el
sabor amargo del miedo pegado a la garganta. Miraba el lugar donde la figura
había estado de pie, segura de que no había imaginado nada. Porque el frío que
aún sentía en la piel no era el de la madrugada, sino el de una presencia. Un
peso intangible que se aferraba a la noche.
Los murmullos crecieron. Gente con linternas de
aceite, con cruces de madera aferradas a los dedos, con supersticiones
centenarias empujándolos hacia la plaza. El alcalde apareció entre ellos,
desaliñado, su autoridad tambaleándose en la incertidumbre de lo inexplicable.
—¿Qué viste? —le preguntó a la niña, con la voz
ronca y el aliento cargado de tabaco y preocupación.
Ella quiso responder, pero las palabras se le
quedaron atrapadas en la boca.
Porque, ¿qué podía decir? Que el muerto había
vuelto, sí, pero que no era el mismo. Que su piel no tenía quemaduras. Que sus
ojos, oscuros como pozos sin fondo, la habían mirado con algo que no pertenecía
ni a este mundo ni al otro. Que no estaba segura de si era un cadáver o algo
peor.
Sintió la mano de su madre en el hombro, un
ancla temblorosa en medio de la confusión.
—Dilo —le susurró—. Diles lo que viste.
La niña abrió la boca, pero antes de que
pudiera hablar, otro grito rasgó la madrugada.
No venía de la plaza.
Venía del cementerio.
El gentío giró el rostro en esa dirección, los
ojos abiertos con el reflejo del miedo. Alguien hizo la señal de la cruz.
Alguien más murmuró el nombre de Dios con los labios resecos. Y luego, como una
sola criatura de múltiples piernas, el pueblo entero caminó hacia la
necrópolis. La niebla se deslizaba entre las lápidas como un velo impío,
envolviendo los mausoleos y los nombres cincelados en piedra. La tierra,
removida, parecía haber sido abierta con manos que no pertenecían a los vivos.
Al llegar, la multitud se detuvo.
El sepulturero estaba allí, arrodillado junto a
una tumba recién excavada, con el rostro pálido y las manos temblorosas. No
lloraba. No hablaba. Solo señalaba con un dedo rígido la fosa.
Y cuando la gente se acercó para mirar, la última
grieta de razón que les quedaba se quebró. Porque en el ataúd, abierto de par
en par, la madera aún caliente por el fuego que nunca debió extinguirse, no
quedaba ni rastro del cadáver. Solo una sombra honda, profunda, demasiado
oscura para ser solo ausencia.Y la certeza de que lo que habían quemado aquella
noche…
No había sido suficiente para contenerlo.
Un viento helado recorrió el cementerio,
moviendo la niebla en remolinos caprichosos. La gente, con los rostros
crispados por el miedo, se miraba entre sí buscando en el otro alguna certeza
que ninguno tenía.
El ataúd estaba vacío.
El cadáver, el mismo que habían quemado con sus
propias manos, ya no estaba ahí. Pero lo peor no era su ausencia. Era lo que
había dejado en su lugar. La tumba, abierta como una boca hambrienta, se hundía
en una oscuridad imposible. No era solo la sombra de la noche ni la profundidad
de la fosa. Era algo más. Un abismo, un vacío, una mancha en la realidad misma.
Y desde el fondo, algo respiraba. Un sonido
bajo, pausado, que no pertenecía a la tierra ni al aire.
La niña sintió cómo su piel se erizaba de pies
a cabeza. Lo que había visto en la plaza no había sido una alucinación. Lo
sabía ahora con la certeza fría del instinto. Algo los estaba observando desde
el otro lado. Algo que había cruzado el umbral.
El sepulturero, aún arrodillado junto al
agujero, temblaba como una hoja a merced del viento.
—No está muerto —susurró, con los labios apenas
moviéndose—. Nunca lo estuvo.
Entonces, desde la negrura insondable de la
tumba, algo se movió.
Primero fue un crujido. Luego, el roce de algo
contra la madera, un sonido seco, como uñas rascando la superficie del mundo.
Y finalmente, emergió una mano.
No era una mano humana.
Era delgada, demasiado alargada, los dedos
nudosos como raíces secas. Pero lo peor, lo que hizo que el pueblo entero
retrocediera con un pánico primitivo, fue la forma en que se aferró al borde de
la fosa.
No con torpeza. No con el temblor de la muerte
regresando a la carne. Sino con la precisión de algo que sabía exactamente lo
que hacía. Algo que había esperado este momento.
La niña sintió que su cuerpo entero se
congelaba. Porque en lo profundo de su mente, en el rincón donde los niños aún
pueden entender verdades que los adultos han aprendido a ignorar, comprendió lo
inevitable.
El cadáver nunca había sido el problema. El
cadáver había sido solo un recipiente. Un caparazón.
Y ahora, lo que lo habitaba estaba despierto.
La primera persona en gritar fue el viejo
Pedro, pero su voz se ahogó entre el estruendo del terror colectivo. La gente
corrió en todas direcciones, empujándose, cayendo sobre las lápidas, tropezando
con los muertos que ya no podían hacerles daño.
La niña no corrió. No podía. Porque el muerto
la estaba mirando.
Desde el borde de la fosa, la criatura se
erguía con lentitud, sacudiéndose el polvo de siglos. Su rostro no era el del
hombre que encontraron en el río. No tenía nombre, ni edad, ni recuerdos
humanos.
Solo tenía ojos. Negros como la noche sin luna.
Profundos como el hambre de algo que ha
esperado demasiado tiempo. Sonrió. La misma sonrisa rota, torcida, sin alegría
ni burla.
La niña sintió cómo el aire se espesaba, cómo
la realidad temblaba a su alrededor. No entendía qué era esa cosa, pero sí
sabía algo: el pueblo había cometido un error.
Habían intentado deshacerse de un muerto.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.