domingo, 9 de febrero de 2025

-Relato 4 de Camila Perdomo


DESHACERSE DE UN MUERTO


Nadie en el pueblo vio quién dejó el cadáver a la orilla del río. No hubo testigos, ni huellas en el barro, ni perros que olfatearan la sangre. Solo apareció ahí, tendido como si la corriente lo hubiera escupido de regreso a la tierra con desprecio.

Amanecía cuando la niña lo encontró. Salió de su casa con los pies desnudos, como cada mañana, dispuesta a robar guayabas del árbol de doña Eulalia. Pero algo en el aire estaba torcido. Un olor denso, metálico, se colaba entre el rocío. Se detuvo en seco. Primero creyó que era un bulto inerte, luego que se trataba de un muñeco. Pero cuando su mente alcanzó lo que sus ojos ya sabían, sintió que el aire se le extinguía en los pulmones.

Los adultos llegaron poco después, con el ceño fruncido y la boca apretada, como si la aparición de aquel muerto fuera un agravio personal. Nadie lo tocó. Nadie preguntó quién era. Solo se miraron entre sí, incómodos, con esa aversión que provocan los cuerpos que aparecen sin explicación. Lo que no sabían aún, lo que ninguno de ellos podía imaginar, era que ese cadáver no sería el último.

El sol ascendía con una lentitud inusual, como si temiera tocar el agua del río que había servido de tumba. El pueblo, acostumbrado al silencio de la monotonía, comenzó a murmurar con una urgencia que no le era propia. Cada conversación llevaba la cadencia del miedo.

El alcalde, un hombre de rostro surcado de arrugas como un viejo pergamino, convocó una reunión en la plaza. Nadie cuestionó su autoridad, aunque todos sabían que su único mérito había sido envejecer en el mismo cargo sin hacer nada. En medio del círculo de habitantes, se erguía el policía, un hombre de mirada vacía, tan ajeno a los rumores como cercano a la impotencia. Le preguntaron sobre el cadáver, pero él solo miraba el suelo. No había pistas. Nada. Y la ausencia de respuestas lo volvía aún más inútil.

—No podemos vivir con esto —dijo la señora Hortensia, con su voz temblorosa y su fe inquebrantable en las supersticiones—. Es una señal. Algo peor viene.

El pueblo, que siempre había preferido pensar que las desgracias solo ocurrían en otros lugares, comenzó a convencerse de que la sombra de la muerte se había posado sobre ellos. Nadie, ni los más jóvenes ni los más viejos, se atrevió a acercarse al río después del mediodía. La idea de lo inexplicable germina en la mente colectiva como una semilla envenenada. Y cuando el miedo echa raíces en un pueblo, siempre trae consigo algo peor que la incertidumbre: la certeza de que, de algún modo, todos son culpables.

Entonces, al caer la noche, ocurrió lo imposible. A pesar de haber sido recogido por las autoridades, el mismo cadáver apareció en otro sitio. Esta vez en la plaza principal, tendido a los pies de la estatua del fundador del pueblo, un hombre al que todos temían y, en secreto, todos despreciaban. El cuerpo parecía más pesado que en su primera aparición, como si la muerte lo reclamara con más fuerza.

La noticia corrió por las casas con la velocidad de un susurro malintencionado. Al principio, creyeron que era una broma macabra, una travesura de los jóvenes que jugaban con lo prohibido. Pero no había rastro de huellas, ni de risas furtivas, ni de manos culpables. Solo el cadáver, inmóvil, observando sin ojos a la multitud que se congregaba con esa mezcla de morbo y pavor que solo los pueblos pequeños se sienten ante lo inusitado.

—Esto no es normal —dijo el viejo Pedro, con los ojos desorbitados, mientras sacudía las manos como espantando un mal invisible—. Nadie puede hacer esto. Nadie puede mover un muerto sin dejar rastro.

Pero lo más aterrador no era el cadáver. Lo más aterrador era que nadie recordaba haberlo visto antes. Nadie reconocía el rostro, ni la ropa, ni siquiera la posibilidad de su existencia. ¿Quién lo había matado? ¿Por qué volvió? Las preguntas crecían como maleza, enredándose en los pensamientos de todos hasta ahogarlos en paranoia. Alguien susurró que tal vez no se trataba de un muerto, sino de algo peor. Algo que se alimentaba del miedo de los vivos. Y en cuanto esas palabras se esparcieron, la tranquilidad se extinguió.

Esa noche, mientras la luna miraba desde su rincón distante, la niña que había encontrado el cadáver no pudo dormir. Algo en su pecho la apretaba, un presentimiento sin forma. La sensación la obligó a salir de nuevo, descalza, siguiendo el mismo camino que había tomado en la mañana. Cruzó el pueblo en silencio, atravesó la brisa helada de la madrugada y llegó al río, donde el agua susurraba secretos entre las piedras. Allí, en la corriente oscura, algo se movía. No era el cadáver, no esta vez. Era algo más profundo. Y mientras el pueblo se hundía en el olvido de sus propios miedos, nadie se dio cuenta de lo más importante: el muerto, el muerto real, estaba entre ellos.

La niña se quedó en la orilla, inmóvil, con el río extendiéndose frente a ella como un animal dormido. Las sombras de los árboles se estiraban sobre el agua, deformadas por la brisa. Quiso convencerse de que lo que veía era un simple reflejo, un juego de la luna y las corrientes. Pero entonces lo oyó.

Un sonido bajo, apenas un murmullo. No era el río, era algo más. Algo que emergía de las profundidades. El viento se levantó de golpe, agitando las ramas y llevándose consigo un susurro que le erizó la piel. Un susurro que no pertenecía a nadie.

Corrió.

Corrió como nunca, con el aliento atascado en la garganta y los pies golpeando el suelo polvoriento. No miró atrás, no quiso saber si algo la seguía. Su casa se alzaba en la penumbra, y cuando por fin cruzó la puerta, se arrojó sobre la cama y se cubrió con las mantas, como si eso pudiera protegerla de lo que acechaba afuera.

Pero el miedo no se disipa con los ojos cerrados.

Al día siguiente, el pueblo amaneció con otra noticia. El cadáver había vuelto a moverse.

Ya no estaba en la plaza. Ahora yacía en la escalinata de la iglesia, con los brazos extendidos como en una súplica muda. Los habitantes lo encontraron al alba, cuando los primeros rezos debían llenar el aire con murmullos de fe. Pero aquella mañana, nadie se atrevió a entrar al templo.

El sacerdote, un hombre de canas ralas y mirada temblorosa, hizo la señal de la cruz.

—Esto es obra del diablo —susurró, y sus palabras se esparcieron como una peste invisible.

El viejo Pedro, aún sacudido por la aparición en la plaza, se acercó con cautela. Miró el rostro del muerto. Sus ojos eran dos pozos vacíos. Su piel estaba pálida, pero no rígida.

No olía a podrido. No olía a muerte.

—No es un cadáver —dijo alguien en voz baja.

El silencio se hizo más espeso.

—¿Cómo que no es un cadáver? —preguntó la señora Hortensia, sujetando su rosario con manos crispadas.

Pero se atrevió a responder. Porque esa idea, absurda y aterradora, comenzaba a germinar en todas las mentes.

Los muertos no caminan. Los muertos no aparecen en distintos lugares. Y, sobre todo, los muertos no tienen cuerpos que aún parecen vivos.

Alguien sugirió enterrarlo. Lo hicieron al mediodía, cuando el sol estaba en lo más alto y nadie podía argumentar que la sombra del muerto jugaba trucos con la vista. Cavaron una fosa rápida, profunda, en el cementerio detrás de la iglesia. No hubo rezos ni despedidas. Solo un puñado de tierra cayendo sobre una historia que nadie quería contar.

Y entonces, dos días después, alguien gritó. Un grito que despertó a todos. El muerto había vuelto. Pero esta vez, no estaba en la plaza. No estaba en la iglesia. Esta vez, estaba en la puerta de una casa. Y era la casa de la niña.

Su madre abrió la puerta con manos temblorosas, y cuando lo vio, el aliento se le congeló en la garganta.

El cadáver estaba de pie. No acostado. No inerte. De pie, mirando hacia la casa con esa ausencia terrible en sus ojos.

Y en la profundidad de la noche, el muerto hizo algo que jamás deberían hacer los muertos.

Respiró.

Y sonrió.

La madre de la niña no gritó. No pudo.

El aire se volvió espeso en su garganta, un nudo de espanto que le inmovilizó la lengua. Frente a ella, en el umbral de su casa, el cadáver que habían enterrado dos días antes estaba de pie.

Y sonreía.

No era una sonrisa humana. No había alegría ni burla en aquel gesto. Era algo forzado, torpe, como si el rostro del muerto apenas recordara cómo debía arquear los labios.

La mujer sintió que el suelo le fallaba. Se aferró al marco de la puerta, clavando las uñas en la madera, mientras su mente luchaba por encontrarle sentido a lo imposible. La niña, que había despertado al escuchar los murmullos alterados de su madre, se asomó detrás de ella.

Cuando sus ojos se cruzaron con los del muerto, supo que jamás olvidaría aquella mirada. No había vacío en ellos. Había algo más. Algo que la observaba desde dentro.

El pueblo entero se agitó con la noticia antes del amanecer. Hombres y mujeres se congregaron alrededor de la casa, empujándose entre sí con una mezcla de temor y curiosidad malsana. Pero ninguno se atrevió a acercarse demasiado. El cadáver seguía ahí, quieto, con esa sonrisa rota congelada en su rostro.

El alcalde llegó poco después, con su andar cansado y su habitual expresión de desdén, pero esta vez sus ojos no ocultaban el miedo.

—¿Alguien lo ha tocado? —preguntó.

Nadie respondió.

El policía, con su uniforme arrugado y su voz carente de autoridad, tragó saliva antes de adelantarse unos pasos. Se inclinó apenas, miró el cuerpo con la atención torpe de quien no sabe qué busca y, sin darse cuenta, sostuvo el aliento.

El muerto no olía mal.

No tenía la rigidez de los cadáveres ni la lividez de la descomposición. Su piel, aunque pálida, parecía conservar un calor imposible.

—Esto no tiene sentido —murmuró el policía, más para sí mismo que para los demás.

Pero nada de lo que ocurría tenía sentido.

—Hay que quemarlo —sentenció doña Hortensia, con los ojos brillantes de convicción.

Algunos asintieron. Otros dudaron. Pero ninguno encontró en sí mismo el valor para oponerse. Porque si lo enterraban otra vez, ¿cuánto tardaría en regresar?

Encendieron la hoguera al caer la noche. Lo arrastraron hasta el centro del fuego con una precaución reverencial, como si temieran que, en cualquier momento, el cadáver decidiera aferrarse a ellos.

Y entonces, mientras las llamas lo consumían, el muerto dejó de sonreír. No gritó. No se retorció. Solo los observó, con una expresión de algo que, por un instante, pareció decepción.

La multitud sostuvo la respiración hasta que solo quedaron cenizas.

Se fueron a dormir con el alivio precario de quien cree haber vencido a lo desconocido. Pero la niña, esa noche, no pudo conciliar el sueño nuevamente. Se removió en la cama, intranquila, con el presentimiento ardiéndole en el pecho como un fuego secreto. Y cuando el viento nocturno se coló por su ventana, trayendo consigo un murmullo imposible, comprendió que el pueblo se había equivocado.

Porque aquello que ardió en la hoguera… No era el muerto. Era solo un cuerpo vacío. Y lo que habitaba en él, lo que de verdad los acechaba, aún estaba allí.

Esperando.

La niña despertó antes del alba. No porque el sueño la hubiese abandonado, sino porque sintió algo que la arrancó de él. Un susurro.

Se incorporó en la cama, con la piel erizada. Desde la ventana, el pueblo dormía en una calma engañosa. Pero la niña lo sabía: el silencio también podía ser una mentira. Bajó los pies al suelo y sintió el frío de la madera. No encendió la lámpara de queroseno. No hizo ruido. Solo avanzó con la certeza de quien no tiene opción, de quien es empujado por una fuerza que no comprende pero que, de algún modo, siempre ha estado ahí. La puerta se abrió con un quejido ahogado. Afuera, la niebla se arrastraba sobre la tierra como un animal sin forma. El aire olía distinto: no al humo de la hoguera que consumió el cadáver, sino a algo crudo, húmedo, como a tierra removida después de una lluvia que nunca llegó.

La plaza, con su empedrado gastado y su estatua de bronce ennegrecido, se erguía en la penumbra. Allí, donde la gente se reunía de día para intercambiar víveres y rumores, ahora solo quedaban sombras alargadas y un aire que parecía contener una respiración contenida.

La niña avanzó sin saber por qué. Entonces lo vio. No en el suelo. No tendido como un objeto sin dueño. De pie. Esperándola. Era él. O lo que alguna vez fue él. Ya no sonreía. Su rostro, pálido y sin vida, parecía haber comprendido algo en su muerte que los vivos nunca entenderían. Su ropa, intacta, no tenía rastro del fuego que supuestamente lo había devorado. Pero lo peor, lo que hizo que la niña sintiera el peso del miedo atrapándole el pecho, fueron sus ojos. No estaban vacíos. No reflejaban la nada de los cadáveres. Había algo allí dentro.

La niña quiso gritar, pero el sonido se ahogó en su garganta. El muerto dio un paso hacia ella, lento, como quien camina sobre un suelo frágil. No hubo crujido de huesos, ni el arrastre torpe de quien ya no pertenece a este mundo. Su movimiento era natural. Demasiado natural. Demasiado humano.

Retrocedió, temblorosa. Y en ese instante, lo supo. No era el mismo cuerpo, ni el mismo rostro. Pero era el mismo muerto.

Las campanas de la iglesia sonaron de golpe, rompiendo la quietud con su eco metálico. Las luces comenzaron a encenderse en las casas, las puertas a abrirse, los murmullos a crecer. La niña giró la cabeza, un instante apenas, y cuando volvió la vista al frente, la figura ya no estaba allí.

Solo quedó la niebla y la certeza de que aquello no había terminado.

No, aquello apenas comenzaba.

El sonido de las campanas se esparció por el pueblo como una advertencia tardía. Sus notas broncíneas rebotaban en las fachadas de adobe, en los techos de teja húmeda, en los rostros asomados a las ventanas con miedo impreso en la piel.

Las miradas buscaban una razón, una señal de lo que ocurría, pero la niebla, espesa y serpenteante, ocultaba las respuestas como una boca que se niega a hablar.

La niña seguía allí, con el pecho apretado y el sabor amargo del miedo pegado a la garganta. Miraba el lugar donde la figura había estado de pie, segura de que no había imaginado nada. Porque el frío que aún sentía en la piel no era el de la madrugada, sino el de una presencia. Un peso intangible que se aferraba a la noche.

Los murmullos crecieron. Gente con linternas de aceite, con cruces de madera aferradas a los dedos, con supersticiones centenarias empujándolos hacia la plaza. El alcalde apareció entre ellos, desaliñado, su autoridad tambaleándose en la incertidumbre de lo inexplicable.

—¿Qué viste? —le preguntó a la niña, con la voz ronca y el aliento cargado de tabaco y preocupación.

Ella quiso responder, pero las palabras se le quedaron atrapadas en la boca.

Porque, ¿qué podía decir? Que el muerto había vuelto, sí, pero que no era el mismo. Que su piel no tenía quemaduras. Que sus ojos, oscuros como pozos sin fondo, la habían mirado con algo que no pertenecía ni a este mundo ni al otro. Que no estaba segura de si era un cadáver o algo peor.

Sintió la mano de su madre en el hombro, un ancla temblorosa en medio de la confusión.

—Dilo —le susurró—. Diles lo que viste.

La niña abrió la boca, pero antes de que pudiera hablar, otro grito rasgó la madrugada.

No venía de la plaza.

Venía del cementerio.

El gentío giró el rostro en esa dirección, los ojos abiertos con el reflejo del miedo. Alguien hizo la señal de la cruz. Alguien más murmuró el nombre de Dios con los labios resecos. Y luego, como una sola criatura de múltiples piernas, el pueblo entero caminó hacia la necrópolis. La niebla se deslizaba entre las lápidas como un velo impío, envolviendo los mausoleos y los nombres cincelados en piedra. La tierra, removida, parecía haber sido abierta con manos que no pertenecían a los vivos.

Al llegar, la multitud se detuvo.

El sepulturero estaba allí, arrodillado junto a una tumba recién excavada, con el rostro pálido y las manos temblorosas. No lloraba. No hablaba. Solo señalaba con un dedo rígido la fosa.

Y cuando la gente se acercó para mirar, la última grieta de razón que les quedaba se quebró. Porque en el ataúd, abierto de par en par, la madera aún caliente por el fuego que nunca debió extinguirse, no quedaba ni rastro del cadáver. Solo una sombra honda, profunda, demasiado oscura para ser solo ausencia.Y la certeza de que lo que habían quemado aquella noche…

No había sido suficiente para contenerlo.

Un viento helado recorrió el cementerio, moviendo la niebla en remolinos caprichosos. La gente, con los rostros crispados por el miedo, se miraba entre sí buscando en el otro alguna certeza que ninguno tenía.

El ataúd estaba vacío.

El cadáver, el mismo que habían quemado con sus propias manos, ya no estaba ahí. Pero lo peor no era su ausencia. Era lo que había dejado en su lugar. La tumba, abierta como una boca hambrienta, se hundía en una oscuridad imposible. No era solo la sombra de la noche ni la profundidad de la fosa. Era algo más. Un abismo, un vacío, una mancha en la realidad misma.

Y desde el fondo, algo respiraba. Un sonido bajo, pausado, que no pertenecía a la tierra ni al aire.

La niña sintió cómo su piel se erizaba de pies a cabeza. Lo que había visto en la plaza no había sido una alucinación. Lo sabía ahora con la certeza fría del instinto. Algo los estaba observando desde el otro lado. Algo que había cruzado el umbral.

El sepulturero, aún arrodillado junto al agujero, temblaba como una hoja a merced del viento.

—No está muerto —susurró, con los labios apenas moviéndose—. Nunca lo estuvo.

Entonces, desde la negrura insondable de la tumba, algo se movió.

Primero fue un crujido. Luego, el roce de algo contra la madera, un sonido seco, como uñas rascando la superficie del mundo.

Y finalmente, emergió una mano.

No era una mano humana.

Era delgada, demasiado alargada, los dedos nudosos como raíces secas. Pero lo peor, lo que hizo que el pueblo entero retrocediera con un pánico primitivo, fue la forma en que se aferró al borde de la fosa.

No con torpeza. No con el temblor de la muerte regresando a la carne. Sino con la precisión de algo que sabía exactamente lo que hacía. Algo que había esperado este momento.

La niña sintió que su cuerpo entero se congelaba. Porque en lo profundo de su mente, en el rincón donde los niños aún pueden entender verdades que los adultos han aprendido a ignorar, comprendió lo inevitable.

El cadáver nunca había sido el problema. El cadáver había sido solo un recipiente. Un caparazón.

Y ahora, lo que lo habitaba estaba despierto.

La primera persona en gritar fue el viejo Pedro, pero su voz se ahogó entre el estruendo del terror colectivo. La gente corrió en todas direcciones, empujándose, cayendo sobre las lápidas, tropezando con los muertos que ya no podían hacerles daño.

La niña no corrió. No podía. Porque el muerto la estaba mirando.

Desde el borde de la fosa, la criatura se erguía con lentitud, sacudiéndose el polvo de siglos. Su rostro no era el del hombre que encontraron en el río. No tenía nombre, ni edad, ni recuerdos humanos.

Solo tenía ojos. Negros como la noche sin luna.

Profundos como el hambre de algo que ha esperado demasiado tiempo. Sonrió. La misma sonrisa rota, torcida, sin alegría ni burla.

La niña sintió cómo el aire se espesaba, cómo la realidad temblaba a su alrededor. No entendía qué era esa cosa, pero sí sabía algo: el pueblo había cometido un error.

Habían intentado deshacerse de un muerto.


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