EL PRECIO DE LA VERDAD
Mateo siempre está diciendo a todo el mundo que su mayor aspiración en la vida es encontrar un amor como el que siempre ha visto entre sus abuelos maternos y formar su propia familia. Cuando se reúne con sus amigos y hablan de este tipo de asuntos, de sus proyectos de vida a futuro e incluso le preguntan por qué nunca se compromete a salir con una chica más de dos o tres veces, él termina por culpar al modelo tan firme que asegura que su abuelo sienta para él y critica la inestabilidad de las relaciones en los tiempos que corren.
―Estás hecho un romántico, tío ―se mofa siempre alguno de sus colegas mientras le pasa el canuto o la botella.
―Lo que pasa es que me importan la lealtad y la fidelidad. Si hubieseis visto cómo mi abuelo ha respetado a mi abuela durante toda su vida, haríais igual que yo seguro ―responde él justo antes de dar una calada.
Mateo se queja mucho de que sus padres se pasan el día trabajando. Es lo único que pueden hacer ellos si él quiere seguir permitiéndose caprichos o eso le dice su madre siempre que protesta por el poco tiempo que pasan en familia.
―Tiene que ser un peñazo estar todo el día en casa con tus abuelos. ¿No te aburres como una ostra? ¿No sientes que te agobian o que te controlan demasiado? ―le pregunta un día su colega Paquito mientras se fuman un cigarro a pachas en un banco de la calle.
―Tampoco está tan mal ―responde Mateo expulsando el humo y extiende la mano ofreciéndole el pitillo de vuelta―. Aunque sí que es verdad que mi abuelo a veces es un poco estricto, en plan, que se pone muy pesado con que tengo que hacer las cosas que me dice y eso, en vez de dejarme ir más a mi aire.
―¿Y te da igual que sepan que fumas? ―dice su amigo agarrando el cigarrillo entre los dedos. Le da una calada y se lo devuelve.
―Claro que no, tío. Si se enteran me matan ―responde él y le da otra calada al pitillo compartido―. ¿A qué viene esa pregunta ahora?
―Pues porque vas a llegar a casa oliendo y porque, además, ¿no es tu abuelo ese que va por ahí andando? ―Paquito levanta su brazo y apunta con el dedo hacia la acera de enfrente.
―Me cago en la puta, tío. ―Mateo echa todo el humo de la última calada de golpe y tira el cigarro a toda velocidad―. Joder, joder, joder. ¡Qué faena! ¿Nos ha visto?
―Hostia, tío. ¡Que quedaba más de medio cigarro y lo has tirado entero! Me debes uno, que lo sepas ―le advierte―. Ni siquiera nos ha mirado, pero como sigas tosiendo así... Mira que eres escandaloso. Anda, quédate quieto. ¡Estate tranquilo y siéntate aquí! Que él va a lo suyo...
―No entiendo. ¿Qué hace mi abuelo por aquí a estas horas y solo? Si nunca sale de casa sin mi abuela. ―Mateo se estira la sudadera, se coloca el pantalón en su sitio y se acomoda de nuevo sobre el borde del respaldo del banco, junto a su amigo.
―A ver si resulta que se la va a estar pegando, tanto que se te llena la boca siempre hablando de la fidelidad y el respeto y el amor que se tienen... ―se burla Paquito. Mateo lo mira y pone cara de susto―. ¡Que era broma, tío! No me mires así. ¡Cómo se la va a estar pegando! Si ya son viejos... y a esas edades las cosas ya no funcionan como antes.
―Claro, claro. Ni de coña. ¿Tú te crees? Es imposible... ¿no? ―Mateo se queda sentado en el respaldo del banco con la cabeza mirando al frente. Se frota la palma de la mano izquierda con el pulgar derecho. No dice nada más.
Varios días después del episodio del banco con su colega Paquito, Mateo llega a casa de sus abuelos y entra en la cocina. Su abuela se mueve rápidamente de un lado a otro. Está terminando de poner la mesa. Él echa a andar en dirección al fregadero, aún sin decir una palabra.
―¡Anda! Pero si ya estás aquí. Ayúdame con esto, hijo, haz el favor, que mira qué horas son ya. Vamos a acabar comiendo a las cuatro de la tarde ―dice la abuela.
―Ahora mismo, abuela. Espérate a que me lave las manos. ―Mateo acelera el paso mientras termina de responder.
―Ya te las lavarás cuando terminemos de poner la mesa. ¡Anda! Ven y échame una mano con esto que estará tu abuelo a punto de venir a sentarse y a preguntar por la comida. ―La abuela se acerca a Mateo y lo agarra del brazo―. ¡Uf! No sé de dónde vienes hijo, pero traes un olor a humo... ¿No se te habrá ocurrido empezar a fumar?
El abuelo entra en la cocina.
―Por la cuenta que le trae y si quiere seguir entrando en esta casa, no creo que se le ocurra nunca meterse un cigarrillo en la boca. ―Coge una silla y se sienta a la mesa.
―Claro que no. ¡Qué tonterías dices, abuela! Si a mí el tabaco me da un asco... ―Mateo se libera de la mano de su abuela y va corriendo a lavarse las manos en el fregadero.
Los tres se sientan a comer y, cuando terminan, el abuelo se levanta y se va a la sala de estar, enciende la televisión y se acomoda en el sillón. La abuela recoge los platos y los cubiertos y los deja dentro del fregadero. Se asoma a la puerta del salón un momento y vuelve a hurtadillas a la cocina. Lentamente, se acerca a la mesa, donde Mateo continúa sentado mirando su teléfono móvil, sin hablar.
―Parece que tu abuelo ya se está echando la siesta. Últimamente se duerme muy rápido cuando termina de comer, yo diría que está más cansado que de costumbre. ¿No crees? ―dice la mujer.
―No sé. No me había dado cuenta ―responde Mateo sin levantar la vista de la pantalla de su móvil.
―Sí, sí. Definitivamente está más cansado, no sé por qué podrá ser... ―La abuela coge su silla y la acerca a la de su nieto para sentarse a su lado―. Sabes que en unos días tu abuelo y yo celebramos nuestro aniversario, ¿verdad?
―No lo sabía ―dice Mateo.
―Pues sí. Y tu abuelo, este año, ha conseguido superarse a sí mismo. ―La abuela suelta una risilla y se cubre la boca con la mano.
―¿Por qué lo dices? ―Mateo levanta la cabeza y la mira con los ojos abiertos como platos.
―¡Uy, niño! Quita esa cara de susto, hazme el favor. ―La abuela se acerca aún más a la oreja de su nieto y empieza a susurrar―. Me he dado cuenta de que últimamente se arregla mucho y sale de casa de vez en cuando sin decirme a dónde va. Al principio me preocupé, pero ya se me ha pasado porque resulta que... He encontrado en un cajón un regalo que tu abuelo tiene escondido para mí, como te decía, por el día de nuestro aniversario. Es un collar precioso y, además, seguro que se habrá dejado una buena cantidad de dinero. ¿Por qué me pones esa cara? No me mires así, hombre. ¿Qué pasa? ¿Que no te lo crees? Ya lo verás. Espérate aquí, que lo busco y te lo enseño.
La abuela sale de la cocina y vuelve a los pocos minutos con una caja. La abre y le enseña a Mateo lo que tiene dentro. El muchacho mira el collar y, luego, mira a su abuela y de nuevo al collar y a su abuela. No dice nada.
―Te has quedado sin palabras, ¿a que sí? Es normal... Parece que por muchos años que pasen tu abuelo sigue en plena forma... Es un auténtico galán. ¿No te lo parece? ―La abuela vuelve a soltar una risilla. Mateo asiente con la cabeza, pero sigue sin hablar―. Pero bueno, ¿a ti qué te pasa, hijo? ¿Se te comió la lengua el gato? Estás un poco rarito últimamente. Voy a dejar esto donde estaba. No le digas a tu abuelo nada de lo que te acabo de enseñar, ¿eh? No quiero que sepa que he descubierto la sorpresa. Esto se queda entre tú y yo. Será nuestro secreto. ―La abuela sale de la cocina y Mateo se queda, una vez más, sentado con la cabeza mirando al frente, sin abrir la boca.
Paquito aparece corriendo y respirando muy fuerte, de forma agitada. Mateo está en el banco de siempre, sentado sobre el respaldo con un cigarrillo encendido en la boca y frotándose la palma de la mano con el pulgar de la contraria.
―Perdona, tío. Mi viejo me estaba dando la tabarra y no me dejaba salir de casa hasta que recogiese y limpiase toda la mierda que tenía tirada por mi habitación. ―Paquito se sienta en el banco al lado de su colega―. ¿Qué te pasa? ¿Estás nervioso?
―¿Cómo quieres que esté? ―Mateo echa el humo y le ofrece una calada a su amigo. Este se coloca una mano sobre el pecho y dice que no con la cabeza. Mateo se encoje de hombros y sigue fumando.
―Bueno, ¿y qué? ¿Ha aparecido ya? ―pregunta Paquito. Mateo niega con la cabeza mientras echa el humo por la boca. ―Estará al caer, ¿no? Digo yo... ¡Hostia! Mira: ahí va.
El abuelo de Mateo pasa caminando por la acera de enfrente. Está solo, pero, cuando llega a la esquina de la calle, se detiene y empieza a girar la cabeza a un lado y a otro.
―Vamos a meternos hacia aquí un poco. Que no nos vea. ―Paquito agarra a Mateo del hombro y lo empuja hacia uno de los árboles que tienen alrededor―. Joder, pues parece que está esperando a alguien, ¿no crees? ¡Qué chungo, tío!
El abuelo permanece unos minutos de pie en la esquina, hasta que, de pronto, echa a caminar de nuevo y cruza la carretera. Entra en una cafetería y le pide algo al camarero. Al rato, el camarero vuelve y le deja sobre la mesa un croissant mixto, un bollito de crema, un café y una infusión. Mateo y Paquito salen de detrás del árbol y cruzan a la acera de enfrente.
―Tenemos que intentar que no nos pille ―dice Mateo mientras se cubre la cabeza con la capucha, estira la sudadera y se coloca los pantalones―. Vamos despacio. ¿Ves algo?
―Hostia, tío. ¿Todo eso se ha pedido para él solo? Esto huele rarísimo. ―Paquito se cubre también la cabeza con su capucha y se pone unas gafas de sol que se saca del bolsillo.
A los pocos minutos, aparece por la puerta de la cafetería una señora mayor vestida de forma muy elegante y se sienta a la mesa con el abuelo.
―Joder. ¿Y esa quién es? ―pregunta Paquito.
―No tengo ni idea ―responde Mateo―. Vamos a entrar, pillamos uno de esos periódicos que tienen en la barra y nos sentamos en una de las mesas de alrededor.
―Tú estás fumado o algo ―dice Paquito ―. ¿Cómo piensas entrar ahí sin que tu abuelo nos vea?
―Está sentado de espaldas a la puerta ―dice Mateo―. Además, parece que está bastante entretenido... Deja de quejarte y vamos. Quiero escuchar lo que se dicen.
Los chavales entran en la cafetería siguiendo el plan propuesto por Mateo, se instalan en una de las mesas cercanas a la del abuelo y la señora de apariencia elegante y se cubren con un par de periódicos que han cogido de la barra.
―¿Qué dicen? ¿De qué hablan? ―pregunta Paquito―. No oigo nada. ¿De qué están hablando?
―¿Quieres hacer el favor de bajar el volumen? ―dice Mateo―. Dice que tiene algo para ella.
―¿Quién? ―pregunta Paquito.
―Mi abuelo, zopenco. ¿Quién va a ser? ―responde Mateo y se asoma por encima de las páginas del periódico para intentar ver lo que está pasando al otro lado―. No me lo puedo creer. ¡No me lo puedo creer!
―¡Calla, animal, que te van a escuchar! ―advierte Paquito―. ¿Qué pasa? ¿Qué ves? ¿Qué están haciendo?
―Mi abuelo le acaba de dar una caja ―informa Mateo―. Espero que no sea lo que me estoy imaginando.
―¿Y qué es lo que te estás imaginando? ―pregunta Paquito.
―¡Qué fuerte! ―exclama Mateo.
―¿Qué? ¿Qué pasa? ¡Di! ―le ruega Paquito.
―Sabes que tú también te puedes asomar por encima del periódico, ¿no? ―dice Mateo.
―Pues también es verdad ―Paquito levanta la vista por encima de las páginas y mira hacia la mesa donde están el abuelo y la mujer misteriosa―. Hostia, tío. ¡Qué fuerte! Tu abuelo le acaba de regalar un collar a una señora que no es tu abuela. Se está levantando. ¿Pero qué hace? ¿Dónde va? No irá a...
El abuelo se coloca a la espalda de la mujer y le pone el collar alrededor del cuello. Luego, le acaricia la cara y se agacha para darle un beso en los labios.
―Tío, tu abuelo acaba de besar a esa señora ―dice Paquito con la boca abierta y los ojos como platos.
Mateo se oculta detrás del periódico y se queda completamente quieto mientras su abuelo se pone el abrigo y sale por la puerta de la cafetería. El camarero se acerca y les pregunta a los jóvenes si quieren tomar algo. Mateo no dice ni una palabra.
La abuela está en la cocina terminando de recoger los platos de la comida. Los pasa un poco por agua y los va metiendo uno a uno en el lavavajillas. Mateo, que aún está sentado a la mesa, la sigue con la mirada sin hablar.
―Bueno, ahora que he terminado de recoger esto, me voy a acostar un rato en la cama a ver si me echo la siesta ―dice la abuela secándose las manos en el delantal―. Hasta luego, cariño.
La abuela le da un beso a su nieto en la cabeza, sale de la cocina y se escucha cómo se cierra la puerta de la habitación. Mateo se levanta y se asoma a la sala de estar, donde el abuelo está sentado en el sillón frente al televisor encendido. Seguidamente, entra y se coloca en medio, aún sin decir nada.
―¿Se puede saber qué haces? ―pregunta el abuelo―. Aparta y déjame ver la tele, chaval. Siéntate aquí conmigo si quieres.
―Venía a ver si estabas despierto o si te habías quedado dormido ―Mateo se acerca y se sienta en otro sillón, al lado de su abuelo―. La abuela me dijo el otro día que últimamente estás muy cansado.
―Eso dice tu abuela, ¿eh? ―El abuelo se ríe―. Puede que tenga razón.
―Entonces, ¿es verdad que estás más cansado? ―Mateo se frota la palma de la mano con el dedo.
―Un poco, chaval ―responde el abuelo.
―Y eso, ¿por qué? ―pregunta Mateo.
―Yo qué sé, hijo ―responde el abuelo―. Será que me estoy haciendo mayor.
―Será eso ―dice Mateo―. ¿No vas a salir hoy?
―¿Dónde quieres que vaya? ―dice el abuelo.
―No sé ―responde Mateo―. La abuela dice también que últimamente sales mucho de casa sin decir a dónde vas ni nada.
―He empezado a salir a pasear de vez en cuando ―contesta el abuelo―. El médico dice que me viene bien para la circulación.
―El médico, ¿no? ―Mateo se pone de pie. Se estira la sudadera, se sube los pantalones y se coloca otra vez entre el televisor y su abuelo.
―Pero ¿qué haces? ―grita el abuelo―. Ya te he dicho que te quites del medio, que no me dejas ver la tele.
―Abuelo, Paquito y yo te vimos el otro día en la cafetería. ―Mateo se mete la mano en el bolsillo y saca un paquete de tabaco. Lo abre, coge un cigarrillo y se lo coloca entre los labios. Su abuelo le sostiene la mirada sin decir nada―. Lo sé todo.
Paquito y el resto de la pandilla están en un banco fumándose un porro y compartiendo una litrona de cerveza. Entre las carcajadas y los gritos, se escucha el sonido de una moto que se acerca.
―No me lo puedo creer. ―Paquito se levanta y se pone de pie encima del banco―. ¡Hostia, chavales! Mirad quién viene por ahí en su nueva moto. ¡Qué flipe!
Mateo se para con la moto y se quita el casco antes de apagar el motor. Saca las llaves, se baja y echa a andar en dirección a su grupo de colegas. Paquito sale corriendo y se lanza en sus brazos.
―Ten cuidado, tronco, a ver si me vas a fastidiar la chupa nueva, que es de marca ―dice Mateo empujando a su amigo―. Anda, dame un poco de eso, que se lo consume el viento.
―Guau. ―Paquito le ofrece el canuto a su amigo y este lo coge entre los dedos y le pega una calada larga y profunda.
―Está cargadito, ¿eh? ―Mateo aprieta los ojos, echa el humo y le devuelve el porro a su amigo. Luego, se estira la chupa y se coloca los pantalones en su sitio.
―¿Cómo llevas el tema de lo de tu abuelo, tío? ―Paquito da una calada y le pasa el porro a otro de los chavales de la pandilla.
―De puta madre, ¿no lo ves? ―Mateo señala hacia la moto. Después, le pasa la mano por los hombros a Paquito y ambos se apartan unos pocos metros del grupo―. Desde que le he dicho a mi abuelo que lo sé todo, ha dejado de darme la tabarra con las cosas que quiere que haga o deje de hacer. Es más, mira esto ―Mateo se levanta la manga de la cazadora y deja a la vista un reloj enorme y, aparentemente, bastante caro.
―¿Qué me estás contando, colega? ―Paquito se lleva las manos a la cabeza y empieza a gritar―. ¿Un puto Rolex? ¿De dónde has sacado tú un puto Rolex?
―Shhhh, no grites, hombre ―dice Mateo―. Luego el escandaloso soy yo... Me lo ha comprado mi abuelo. Igual que la moto y la chupa. ¡Ah! Y el casco, que es de los buenos.
―Joder, ¡qué pasada! ―dice Paquito―. Pero, tío, ¿y tú abuela?
―Mi abuela, ¿qué? ―pregunta Mateo―. ¿Qué pasa con mi abuela?
―No sé, tío ―responde Paquito―. ¿No tienes pensado decírselo nunca? Está un poco feo, ¿no?
―Déjate de rollos, tronco ―dice Mateo―. Feo es lo que está haciendo mi abuelo. Yo no tengo por qué ocuparme de nada de eso. Son sus movidas. Que se las arreglen ellos.
―No sé, tío ―dice Paquito―. ¿No te sientes un poco mal? Yo creo que me rayaría bastante.
―Pues yo estoy de puta madre. ―Mateo se gira y echa a caminar de vuelta con el grupo, dejando a Paquito solo―. ¿Dónde está ese porro? Que rule. ¿Y queda algo de cerveza? Que ni la he probado, cabrones.
Paquito echa una mirada hacia la moto y luego vuelve la vista hacia su grupo de amigos.
―Tú, ¿qué? ¿Te vienes o qué? ―Mateo le hace un gesto con la mano. Paquito agacha la cabeza y se sienta en el banco sin decir nada.
Mateo entra en la cocina de la casa de sus abuelos y se encuentra a su abuela sentada en la mesa secándose las lágrimas con un pañuelo. Ella lo mira y se pone de pie rápidamente. Se guarda el pañuelo en el bolsillo del delantal y se pone a sacar los platos y los cubiertos de los cajones, dándole la espalda a su nieto.
―Abuela, ¿estás bien? ―Mateo se acerca y le pone la mano sobre la espalda―. ¿Ha pasado algo?
―No pasa nada. Tranquilo. ―La abuela rompe a llorar de nuevo.
―¿Por qué lloras? ―pregunta Mateo.
―Nada, nada. No te preocupes ―responde ella―. Es solamente que ayer fue nuestro aniversario. De tu abuelo y mío.
―Y, ¿qué pasa? ―Mateo se separa de su abuela y se pone a mirar por la ventana.
―No pasa nada ―dice la abuela―. Es solo que parece ser que a tu abuelo se le ha olvidado. Cosas que pasan.
―¿Dónde está él ahora? ―pregunta Mateo.
―Ha salido ―responde ella.
―¿Te ha dicho a dónde iba? ―pregunta él y su abuela niega con la cabeza―. Abuela...
―No pasa nada, cariño ―le interrumpe―. Seguro que tiene una explicación. Además, he abierto el cajón de su mesita y he visto que no está la caja que tenía con el collar. Seguro que ha ido a envolverlo y llegará enseguida para darme la sorpresa. Estoy convencida. Ya lo verás.
Mateo se vuelve hacia su abuela, coge una silla y la separa de la mesa. Le hace un gesto a la mujer y le da la mano para ayudarla a sentarse. Luego, coge su propia silla y la coloca justo enfrente. Se estira el jersey, se sube bien el pantalón y se sienta. Cuando está cara a cara con su abuela, le coge la mano entre las suyas y le dice:
―Abuela, tengo que contarte algo.
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