lunes, 17 de febrero de 2025

-Relato 5 de Ignacio Quezada

 En este país no caen bombas, hijo

 

A Maximiliano

 

 

Mi padre me habló de él, un día que había decidido ir a visitarlo. A pesar de que el tiempo entre mis visitas era extenso nunca hablábamos mucho, sobre todo porque nada extraño pasaba en su vida, lo que resaltaba mucho más una arruga o una cana nueva, que mostraba que ya había pasado un año o más desde que no nos veíamos. Siempre me contaba lo mismo: cómo estaba alguno que otro familiar que había ido a verlo, cómo iba la venta de plantas, cómo se encontraban los perros y los gatos. A veces, si uno se había marchado o perdido o si había recogido uno o dos, también me contaban de eso. Sin embargo, la mayor parte del tiempo se me iba caminando por el jardín, tomando once y compartiendo alguna copa de vino con él. Esos eran los momentos en que más hablábamos y ahí me contaba un poco más de lo mismo. 

    —Me hice un amigo, ¿sabías? —La botella de vino ya se iba agotando; las conversaciones siempre empezaban en ese momento.

    —¿Sí? ¿Y de dónde? —le pregunté.

    El contraste entre mi vida en la ciudad y la suya, retirada en el campo, hacía que, mientras yo iba conociendo gente con normalidad, era cada vez menos frecuente que alguien nuevo apareciera en su vida. Las conversaciones, como decía, siempre iban de algún primo o algún hermano que había visto para algún cumpleaños, nada fuera de eso. Además, mi padre envejecía. No salía casi nunca, salvo por esas obligaciones familiares a las que, según él, todavía no tenía la edad suficiente para negarse. Algún día, cuando ya fuera lo suficientemente anciano, no vería nunca más a nadie, salvo a los perros y los gatos y a mí, en mis visitas anuales. Algún día, sin duda, pasarían los meses y no lo encontraría más.

    —La otra vez fui a ver unas plantas que tenía por ahí y salió un viejo gritando, diciendo que estaba en su terreno, que me fuera si no quería que llamara a la policía. Se veía tan decidido que me fui, aunque volví al otro día, para explicarle que si las plantas estaban ahí era porque esa parte todavía era terreno mío. Pero no estaba, así que, por si acaso, moví las plantas un poco más cerca de casa. 

    —¿Y cómo es que llegaron a ser amigos? —le pregunté riendo.

    El viejo se llamaba Bruno y vivía en el terreno junto al de mi padre. Por lo que me contaba, hace muchos años que nadie vivía por esos lados, tan lejos del pueblo. Eso provocaba que los terrenos de los residentes se movieran con frecuencia, perdiéndose los límites entre uno y otro. El campo no era más que eso, un lugar donde no aparecía nadie nuevo nunca. Era solo el campo, y uno se adaptaba a él. Esa era la razón por la que, efectivamente, mi padre había puesto sus plantas fuera de sus límites, y la razón por la que el vecino nuevo había salido tan airado de su casa.

    Había ocurrido durante ese año. El viejo, según decía mi padre, había llegado sin que nadie se diera cuenta. 

    —Era quitado de bulla, el hombre. No me había dado cuenta de que había alguien viviendo ahí.

    Con el tiempo realmente se habían hecho amigos. Mi padre había ido varias veces a explicarle el lío de las plantas, luego de que se diera cuenta de que, en efecto, las había puesto en su parte del terreno. Al principio, no había salido muy bien. El viejo era desconfiado, como cualquier anciano solitario. Además, me decía él, casi siempre estaba ebrio. Sin embargo, explicaba, su ebriedad no le impedía establecer una conversación. No era ese tipo de ebrio que pierde los sentidos o la facultad de hablar, sino de ese tipo a los que el alcohol se les hace parte de la sangre y de su olor corporal, de los que se le ven en los ojos los tragos de aguardiente y que, en vez de doblegarlos, estos solo los endurecen. Un par de visitas bastaron para que comenzaran a hablar más calmados. Mi padre le habló de la familia, de sus hermanos y de su hijo que rara vez aparecía por ahí. También, de cómo hace algunos años había decidido irse al campo, después de que murió mi madre, para alejarse del bullicio del pueblo y de la familia de ella. El viejo, al parecer, también se había querido alejar de todo, pero su historia se extendía mucho más allá del pueblo y mi padre me la contaba con entusiasmo.

    —Es yugoslavo, el hombre. Llegó a Chile después de la guerra. No te imaginas por las cosas que ha pasado. —El corcho expulsado de la segunda botella de vino dejó un eco que resonó en toda la casa y entre el silencio insectario del campo.

    Al otro día, insistió en que lo fuéramos a ver. Quería presentarle a su hijo. Una vez ahí, el viejo profundizó en las cosas que mi padre me había contado la noche anterior. Al principio sonaban difícil de creer las cosas que decía, pero después ya no importó si todo fuera verdad o mentira. La historia era de novela y el olor del aguardiente saliendo de su transpiración ayudaba al ambiente. Le gustaba, sin duda, contar su vida. Había llegado para él ese momento en que, a pesar de lo huraño y lo curtido que lo habían hecho los años, disfrutaba de relatar todo por lo que había pasado. No lo interrumpimos, tanto porque no había nada qué decir como porque no le interesaba realmente escucharnos. Le bastaba con hablar él y ver nuestras caras, sobre todo la de mi padre, que se emocionaba con la historia.

    —Tito me mandó para acá, esa es la verdad. No le bastó con matar a mi padre, que después de la guerra pasó de militar a partisano. Intentó, con unos cuantos más, derrocar el gobierno comunista, pero cuando no pudo más, terminó como un pobre militar retirado. Iba y venía y yo nunca sabía a dónde iba ni de dónde venía cada vez que se aparecía por la casa, pero nunca se quedaba mucho. No, no. Mira, yo no recuerdo haberlo visto peleándose con mi madre, pero no creo que a ella le gustara que su marido no llevara dinero ni comida a la casa. Pero, igualmente, los unía el rechazo a toda esa historia que se estaba forjando en el país y que después terminó, como saben, con otra guerra. 

    El viejo hablaba de una cosa y de la otra. La historia partía a veces en Yugoslavia, los años después de la guerra, con el hambre repartido por toda la casa, y a veces saltaba a Chile en los años de la dictadura de Pinochet, a la que había apoyado totalmente. Fueron esos años en los que había logrado traerse a su madre, a la que un par de años después había enterrado en Santiago. A diferencia de su padre, a quien recordaba como Hamlet recuerda al suyo, el viejo recordaba a su madre como yo recordaba a la mía: lejana. Sus primeros recuerdos o, por lo menos, los recuerdos más antiguos que habían sobrevivido en su cabeza estaban habitados por ella. Lo iba a buscar a la escuela del pueblo durante la guerra, nos decía, cuando era apenas un niño.

    —Me gritaba: ¡ahora! Y yo me tiraba al río, muchas veces desde la orilla y otras desde el puente, cuando tocaba ahí. Me lo decía como jugando y yo me lanzaba, pero era para que no escuchara las bombas que caían en Belgrado. Es el primer recuerdo que tengo, de hecho, de toda mi vida. No recuerdo que nadie me haya enseñado a nadar antes, así que supongo que aprendí a nadar así, con las bombas cayendo sobre Belgrado. —Miré a mi padre, que escuchaba con los ojos bien abiertos las historias del viejo. Yo lo imitaba con mis ojos también bien abiertos, mirándolo a uno contándonos su vida y mirando a mi padre, que me contagiaba su asombro. 

    —Y ¿qué te pareció el viejo? ¿Interesante, o no?

    Íbamos ebrios de vuelta a la casa, caminando a tientas en la oscuridad del campo, cuidándonos de pisar tierra firme y de no caernos a algún charco de lodo que nos tragara y nos llevara a Yugoslavia. 

    —¿Tú crees que tenga un revolver escondido por ahí? —No recordaba la última vez que había estado ebrio con mi padre, si es que alguna vez habíamos hecho algo así juntos. 

    Al otro día debía volver a Valparaíso. Mi padre me insistió que me quedara una noche más en la casa, para que pudiéramos ver al viejo otra vez y nos terminara de contar la historia. Había una parte, me decía, que le gustaba mucho y quería que yo la oyera. Accedí. La siguiente tarde no aguantó a que termináramos de tomar once y, mientras me lanzaba una sonrisa y una palmada en la espalda, comenzó a levantarse de la mesa.

    —Vamos, hijo, que el caballero este se acuesta temprano los domingos.

    Cruzamos el campo que ya empezaba a desaparecer en la oscuridad, alejándonos de la casa. Para evitar salir al camino sorteamos la reja de alambre que, invisible entre la maleza, dividía el terreno de mi padre del de Bruno. Sin mirar, ya acostumbrado, mi padre tanteó la madera y, cuidándose de no tocar el alambre, destrabó un palo, abriendo una suerte de puerta improvisada por donde pasé agachado, rasgándome un poco una mano y dejándome una pequeña herida.

    El viejo nos tenía los vasos y el aguardiente esperándonos en la mesa. Una vez que nos sentamos nos preguntó en qué parte de la historia nos habíamos quedado la noche anterior. Desde el primer momento su relato había avanzado de forma fragmentaria y, como decía, saltaba de una época a otra, por lo que intentamos decirle que nos contara qué pasó en los años en que su padre fue partisano, o también la forma en que escapó de Yugoslavia o cómo fue que llegó a Chile. De todos modos, no sirvió mucho lo que le dijimos, porque retomó la historia donde quiso, en algún punto perdido del siglo y de Europa, para luego saltar un par de buenas décadas, al momento en que miraba las guerras yugoslavas desde las transmisiones de Televisión Nacional de Chile. Luego volvía a su infancia y más tarde al entierro de su madre y al hecho de que ella no había alcanzado a conocer esa casa que había comprado y donde nos hallábamos esa noche. Según él la había comprado para descansar, pero la verdad, nos dijo después de unos vasos de aguardiente, es que nunca le había gustado la gente, ni Yugoslavia —en ningún momento hablaba de Croacia—, ni Chile, ni ningún lugar donde había estado. La verdad, decía, es que desde que tenía consciencia siempre había querido esto, estar solo. 

    En algún momento, mi padre empezó a hacerle preguntas que intentaban guiar la historia. Comenzó a interrogarlo sobre su huida de Yugoslavia, sobre cómo había llegado a estar en manos de los aliados en Alemania y sobre cómo había llegado a pensar en Chile como un lugar donde rehacer su vida. Mientras le preguntaba me echaba unas miradas de reojo, cada vez más excitado.

    —¿Escuchaste esa frase, hijo? ¿Escuchaste cómo lo dijo?

    Caminando de vuelta a casa mi padre repasaba lo que los dos habíamos oído hace unos minutos. Repetía las palabras del viejo, que mientras nos marchábamos se había quedado mirándonos desde la puerta de su casa, alumbrada su cara de eslavo bajo la lucecita de un farol que hacía todo alrededor un poco más oscuro. Mientras caminábamos, mi padre hablaba solo, pero volvía a mí en ciertos momentos.

    —¿Ves por qué no te había querido contar todo? Era para que lo escucharas de la boca del viejo. ¿Te das cuenta? —me decía, sin reprimir su entusiasmo— ¿Cómo te ves con esa vida? Imagínate estar ahí en manos de los Aliados, trabajando para ellos y que de pronto te ofrezcan irte a vivir a Estados Unidos o a Inglaterra, y que un día, sin querer, veas en un mapa un país tan lejano y minúsculo, en el que nunca te habías fijado, y lo único que puedas pensar sea eso: en este país no caen bombas. ¡En este país no caen bombas!, ahí me quiero ir. Le costó, eso sí, al viejo, porque ¿escuchaste cuando dijo eso de que los Aliados no querían mandarlo para acá? Imagínate lo que debe ser crecer con las bombas cayendo al lado tuyo y crecer con la única idea de querer irte lejos, y que ese lugar termine siendo un país que se ve tan delgado que parece que nunca podría caer una bomba sobre él. Imagínate que sea lo primero en lo que pienses cuando te pregunten dónde quieres vivir.

    Al llegar a la casa fui directo al baño a curarme la herida que me había hecho en la mano. Cuando volví me detuve frente al retrato de mi madre que había en la sala. No sé cuánto tiempo pasó antes de que empezara a buscarlo por la habitación, pero, de pronto, empecé a escuchar sus ronquidos desde el sofá. Se había quedado dormido donde había podido, entre el cansancio y el aguardiente del viejo.

    Al otro día volví a Valparaíso. Mi padre se había quedado mirándome desde la puerta de la casa cuando me puse en dirección al camino. Cuando ya me había alejado unos buenos metros me volteé para mirarlo y noté que ya se había ido al jardín a revisar sus plantas. El último en despedirse fue uno de los perros, el más viejo de todos, que me siguió hasta donde empezaba la carretera. 

    —A ver si vuelves luego, para que vayamos de nuevo a ver a este caballero.

    Durante el tiempo que vino, en Valparaíso no pasó nada extraordinario y un día, antes de que pasaran tres meses, decidí ir de nuevo a ver a mi padre. No quise avisarle, para llegar de sorpresa, así que dejé todo listo la noche anterior y partí en la madrugada, para ganar tiempo. Desde el bus, mientras iba de camino, amaneció. El cielo, azulino a esas horas, de repente se tornó rojo, mientras algunos destellos de luz comenzaron a rasgar las nubes. Al cabo de un rato empecé a sentir el calor del sol pegándome en la cara a través del vidrio. No sé en qué momento me dormí, pero cuando desperté ya iba llegando y, mientras recobraba del todo la consciencia, un grupo de casas en ruinas, que llevaban años abandonadas en los acantilados, saltó a mi vista. Hace ya varios años que no retornaba en tan poco tiempo y la imagen del pueblo, a diferencia de otras veces, se veía fresca; se abría por completo ante mí.

    Al llegar a la entrada del terreno el perro viejo salió a recibirme. Mientras le hacía cariño noté que, a lo lejos, en el jardín, la silueta de mi padre se movía entre medio de las plantas. Iba a ir a saludarlo, pero decidí pasar primero a la casa. En esos meses habíamos hablado por teléfono un par de veces, pero cada vez que le preguntaba sobre el viejo no me decía nada, solo que ahí estaba, en su casa. Luego me contaba un poco sobre sobre las plantas y los perros, y luego solo se oía el murmullo de la señal telefónica, persistente en medio del silencio. Dejé de llamarlo y, finalmente, decidí ir. Y ahí estaba. 

    —¿Supiste lo que pasó con el viejo? —No había, realmente, forma de que lo supiera, así que le pregunté.

    Cruzamos el campo, esta vez de día, hasta el alambrado. Nos detuvimos sin abrir la puerta improvisada y nos quedamos mirando la casa. Hace unas semanas que estaba deshabitada y en algunas de las ventanas habían tapiado con planchas de madera para que no se pudiera entrar ni ver hacia el interior. 

    —Lo vino a buscar su hija. Se lo llevó al pueblo a vivir con ella. Me dijo que llevaba ya un tiempo intentando convencerlo, pero que el viejo se resistía. Al final, terminó obligándolo. Es entendible, don Bruno ya estaba muy viejo y le costaba arreglárselas solo. ¿No viste cómo tenía su casa?

    Las noches que habíamos estado ahí yo no me había fijado en nada más que en la historia que nos contaba y, sobre todo, en mi padre. Al parecer, él siempre había sabido que el viejo vivía mal, solo que no le preguntaba, por respeto o porque simplemente uno no se mete en asuntos ajenos.

    —Yo le compraba la comida al viejo, si ni siquiera podía salir. No tenía cómo moverse.

    —¿Y no sabías que tenía una hija?

    —No, la verdad que no. Pensaba que había sido soltero toda su vida, pero al parecer era viudo. De todos modos, nunca había visto a la hija por aquí. Pasó, eso sí, por la casa. Me dijo que era el único amigo que se había hecho su papá por acá y que quería agradecerme por todo. Igual, no es que haya muchas personas por aquí a quien conocer, ¿o no?

    Miramos durante largo rato la casa, en silencio. Nos unía algo a ese lugar del alambrado. No volvimos a hablar hasta que empezó a oscurecer y el ruido de los insectos se hizo notar.

    —¿Sabes? Yo no tengo ningún recuerdo de mi madre.

    No respondí y pasó un buen momento antes de que abriera la boca.

    —Papá —le dije, de pronto—. ¿Te acuerdas a veces de mamá?

    Cuando volvimos a casa mi padre salió en dirección al jardín. Lo pillé podando algunas plantas y cambiando otras de macetero. Al otro día volví a Valparaíso. Estaba terminando de arreglar mis cosas y de despedirme del perro viejo, cuando salió mi padre del jardín, donde estaba terminando de hacer lo que había empezado el día anterior, y se ofreció llevarme en la camioneta. Mientras íbamos de camino se me ocurrió preguntarle:                  

    —Oye, ¿y no te dijo nada más la hija? Me refiero a si era verdad todo lo que nos contó el viejo.

    —Sí… Al final las cosas no habían sido tan así como él decía. Algo había de esto y algo de aquello. Sí se había venido a Chile después de la guerra, pero todo eso de su padre no era tal como lo contaba.

    —Supongo que no hay revolver, entonces —dije riendo.

    Miraba la cara de mi padre en la oscuridad del vehículo.

    —Era buena la historia eso sí, ¿o no? Sobre todo, esa parte —me dijo.

    —¿Qué parte?

    —La de en este país no caen bombas. 

    Nos reímos un momento. Sin embargo, noté que mi padre ya no se veía tan excitado como las noches que habíamos pasado con el viejo.

    —Pero ¿habrá sido así?

    —No sé, pero es una buena historia.

    Empezamos a repasar el relato mientras llegábamos a Valparaíso. Hacíamos lo posible por contagiarle al otro el entusiasmo, a medida que recordábamos los sucesos que nos había dicho el viejo. Cuando llegamos me dejó en la puerta de la casa y se despidió desde la camioneta.

    —¿Sabes? Si lo piensas bien, ahora la historia es más nuestra que suya. Podría ser el título de una película o de un libro: En este país no caen bombas.

    —Sí, es verdad.

    —Recuérdalo, hijo. Algún día te podrías hacer famoso contando la historia del viejo.                

    Nos reímos a modo de despedida y puso en marcha la camioneta. Yo me quedé en la puerta mirándolo alejarse cerro abajo, hasta que las luces del vehículo terminaron confundiéndose con las de la carretera.

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