domingo, 9 de febrero de 2025

-Relato 4 de Anna Orlitskaia

La novia del encargado de guardarropa

Un par de semanas después de la presentación de la revista universitaria que ella seguía llevando, aunque ya no tenía las mismas ganas que cuando era estudiante ni la esperanza de que el proyecto tuviera algún impacto en el panorama literario de Moscú de repente le escribió Lex. En realidad, se llamaba Olesia, pero se presentaba siempre como Lex y algún día dijo que no le gustaba nada su nombre completo. Lex no sonaba mucho mejor, pero tal vez podría parecer un nombre más musical, de alguna cantante de un grupo de esos que hacen música ruidosa y malsonante, con gritos y batería a lo loco. Y Lex sí era cantante, pero su grupo no duró más que dos primeros años de la carrera.

            “Hola Asya! Qué tal”

            No era muy normal que Lex le escribiera. Aunque en algunos momentos la podría haber llamado su amiga ¿a quién no le gustaría tener una amiga cantante de un grupo que hace música ruidosa y malsonante? pero en realidad no lo era. Cuando estudiaban en la misma universidad, se veían más a menudo, de vez en cuando se chocaban en el patio en el recreo o Asya encontraba a Lex con sus numerosos compañeros en el supermercado enfrente de la facultad comprando cervezas para bebérselas en el parque cercano en lugar de asistir a clases. Pero las dos terminaron la carrera y solo se veían un par de veces al año, en algún cumpleaños o en escasos eventos literarios que todavía las vinculaban a la universidad. No eran amigas y en realidad nunca lo han sido, por eso el mensaje de Lex la sorprendió bastante y suscitó en ella una leve preocupación, como cuando recibes un correo de una empresa a la que has mandado tu currículum hace meses. “Seguramente no es nada, pero tal vez surja algo”.

    “Hola! Bien, y tú?”

    Lex tardó unos veinte minutos en contestarle. Seguramente no era demasiado importante.

    “Un amigo que estuvo en la presentación me pidió tu contacto. Se lo doy?”

    Se quedó pensando un rato. ¿Qué amigo era? La presentación tuvo lugar en una sala de un bar literario moscovita, llena de gente y de humo de tabaco —a principios de los años 2010 todavía se podía fumar en los bares, y los escritores se aprovechaban de ello—. Asya recordaba a unos amigos de Lex que ya conocía, pero si fuera uno de ellos, Lex le habría dicho el nombre, ¿no? “Será otro rockero que se cree poeta, pero no tiene ni idea del verso libre y tampoco sabe rimar”, supuso. Nunca estaba claro —tal vez para ellos mismos también— si este tipo de personas querían publicar o ligar, y ninguna de las dos opciones era agradable.

 

Quedaron un sábado por la tarde en la salida de una de las estaciones de metro en el centro de Moscú. Hacía buen tiempo para mediados de octubre: el día era soleado y agradable. Claro que ya había indicios de que pronto empezaría el interminable invierno moscovita, casi nunca blanco y casi siempre negro y gris, con apenas cuatro horas de sol y con una mezcla de nieve medio derretida y barro en las calles. Pero todavía no era el momento, las lluvias no habían empezado y se podía contemplar lo que se solía llamar con la melancólica expresión “otoño dorado”.

    “Estoy al lado del monumento de Griboyédov”, acababa de escribir ella cuando casi le salta encima un chico bajito, de pelo rubio medio largo y con la cara de una persona mediocre, demasiado mediocre, sin ningún rasgo que se podría comunicar a la policía si en algún momento lo tendrían que buscar.

    —Hola.

    —Hola.

    —¿Prefieres dar una vuelta o tomar un café por aquí? —Quería acercarse más a ella, pero tal vez le daba vergüenza.

    —¿Y si damos una vuelta y luego tomamos un café?

    En el primer momento, Seryozha —¿quién podría imaginarse un hipocorístico más banal de un nombre tan banal?— estaba algo tímido, sobre todo porque le tocaba explicar el motivo de esta inesperada cita. Empezó a hablar de cosas insignificantes —como seguramente eran sus poemas, pensó Asya— y por alguna razón se detuvo más de lo normal para explicarle qué le vinculaba a Lex, como si esto tuviera importancia.

    “Ahora irá con sus poemas”, pensó Asya y se acordó de decenas de casos en los que ella, redactora de la revista literaria de la universidad, tuvo que lidiar con poetas jóvenes que en realidad no eran poetas porque lo que escribían no podía llamarse poesía y en realidad tampoco eran jóvenes porque, a pesar de su edad, la forma y el estilo de sus obras dilataban que no habían leído nada escrito después del Siglo de Plata de la poesía rusa.

    Con tanta experiencia, Asya ya tenía fórmulas preparadas que había utilizado muchas veces como conjuros contra malos poetas. “En la revista solo se publican obras de los participantes del festival, y el próximo festival será en mayo. Síguenos en las redes sociales y mándanos tus textos cuando se abra la convocatoria”.

    Mientras tanto, Seryozha ya le estaba contando su vida.

    —Pues como te he dicho, no he terminado la carrera, he pedido un año sabático, pero no creo que vuelva. Ahora estoy trabajando en la guardarropa del teatro Sovreménnik. —Seryozha caminaba tan rápido que Asya, tampoco demasiado lenta como cualquier persona con ansiedad, apenas podía mantener el ritmo—. El jueves pasado te vi allí, pero no te saludé. Estabas con tus padres.

    Asya lanzó una mirada a su figura totalmente gris y a la vez falta de color, como arenque sumergido en la salmuera, y se imaginó saliendo con este chico. “Soy novia de un encargado de guardarropa”. “Papá, este es Seryozha”, y los vio estrechándose las manos. “Mamá, en julio Seryozha y yo nos vamos de vacaciones a Sochi”. No, no se lo podía permitir. Era hija de un crítico literario de renombre, ella misma aspirante a crítica y una poeta joven ya con bastantes publicaciones, accésit del mejor premio para poetas jóvenes del año pasado. Quizás por casualidad, pero accésit. Y no iba a salir con un encargado de guardarropa gris como el arenque. No. No. No.

    —Mira lo que tengo—. Seryozha sacó del bolsillo del pantalón —¿qué manía tienen los hombres de meterse todo en los bolsillos?— un flyer de la cadena de cafeterías Coffee House, en una de las cuales estaban sentados esperando que el camarero les trajera la carta—. Dos por uno. Podemos pedir dos capuchinos, ¿qué te parece?

    Asya tenía decenas de estos flyers en su cartera. Cuando salía del metro para ir a la universidad, casi siempre le daban uno. O dos, si el promotor quería acabar con sus flyers lo antes posible. Sintió un poco de vergüenza ajena por Seryozha, que quería ahorrar ya en el primer café que tomaba con ella.

    —Nada, que me gustaron tus poemas y quise conocerte más. Me alegro de que hayas aceptado.

    Habría preferido que él fuera uno más de esos rockeros de poemas malos. En este tipo de situaciones sabía cómo defenderse. Pero Seryozha iba en serio. Quería intentar ser su novio, ya estaba clarísimo. Y era horrible.

    —Siempre está bien salir, dar un paseo…—. “Tengo que acabar con esto ya”, pensaba ella—. Gracias por haberme invitado.


“Por cierto, ¿qué tipo de música te gusta?”, escribió él pasados unos días.

Odiaba esta pregunta. Casi no escuchaba la música.

    “Flamenco y cosas así, españolas. Es que he estudiado español. Pero cosas contemporáneas”.

    “Pues yo soy más de rock ruso. Kino, Bi-2, Agatha Christie, Acuarium, cosas por el estilo. A veces incluso voy a conciertos. ¿Has escuchado algo de esto?”

    “La verdad es que no me gusta cuando cantan en ruso. Prefiero la música extranjera. Y en idiomas que entiendo”.

 

Cuando bajó del tren en la estación de Púshkinskaya, Seryozha ya la estaba esperando. Resulta que Sovreménnik era parte de la misma entidad pública que el Teatro Chéjov, y los empleados del primero podían pedir invitaciones gratuitas para el segundo. Y eso fue lo que hizo Seryozha para su segunda cita con Asya.

    Para manifestar el desprecio por la idea de estar saliendo con él, Asya ni miró en Internet de qué iba el espectáculo. Le daba igual. No iba a salir con este chico y no le importaba nada de lo que pasara entre ellos. La intención de Seryozha nunca iba a cumplirse, les quedaban pocas citas, tal vez esta sería la última. Ojalá lo fuera.

    Cuando ella se acercó, él le dio un beso en la mejilla. Cuando Asya estudiaba en el instituto, hubo un momento en el que todos empezaron a saludarse con besos en la mejilla. En aquel entonces le hubiera gustado que un chico la saludara así: estaba fuera de todos los grupos de amigos y rara vez recibía estos besos de saludo. Los chicos no lo hacían nunca. Y las chicas, solo si coincidían en el camino al instituto o en la guardarropa. Ay, la guardarropa…

    Justo estaban bajando a la del Teatro Chéjov. Seryozha le estaba contando que una vez a él y a otros compañeros de Sovreménnik los enviaron a trabajar a esta misma guardarropa a en la que estaban, había un festival u otro evento importante. Asya apenas lo escuchó. Intentaba que su desprecio fuera total y completo.

    Era evidente que Seryozha intentó prepararse para su cita. Llevaba una camisa de color azul claro, mal planchaba y que quedaba fatal con los vaqueros, que eran de un estilo mucho menos formal. Parecía un alumno que intentó arreglarse solo para una fiesta en el colegio, de esos que siempre se sientan en la última fila y a duras penas aprueban los exámenes.

    Asya, al contrario, iba con ropa totalmente cotidiana, para exagerar aún más su desprecio por la situación. Al principio no quería ni pintarse los labios, pero al final sí lo hizo, y su boca de color rojo carmesí hacía pensar en un cartel de alguna película de vampiros.

    Después del espectáculo, Seryozha intentó dar un paso más e invitarla a un bar. Tal vez creía que el alcohol le quitaría a ella este aire indiferente y desdeñoso, o quizás él mismo necesitaba un dopaje para seguir con sus intentos de acortar la distancia.

    —Es que mañana trabajo. Ya sabes, desde las nueve de la mañana.

    En realidad era desde las diez, pero una mentira tan insignificante y con la buena intención de no convertirse en la novia del encargado de guardarropa era completamente perdonable, ¿verdad? ¿O mentira?

    —Por lo menos damos una vuelta, ¿no? —le preguntó cuando bajaban a un túnel que los podría llevar tanto al metro como al otro lado de la plaza—. ¿Qué estación te viene mejor?

    —La verdad es que Púshkinskaya. Pero bueno, Kuznetski Most o Kitay-Górod también… —dijo ella con ganas de ir al metro ya.

    —Kitay-Górod, perfecto. —La adelantó para sujetarle la puerta a la salida del túnel, como un verdadero caballero—. Y luego si quieres te acompaño.

    —No hace falta, gracias. Pero sí, vamos a dar una vuelta.

    La puerta se cerró detrás de ella. No había vuelta atrás, iban a dar una vuelta y luego el intentaría acompañarla a casa. ¿Será alguna costumbre de los 90 cuando era peligroso ir sola por la calle de noche? ¿O alguna manifestación de la cortesanía del viejo estilo? De todas formas, si lo intentaba hacer este chico color gris arenque con su camisa impertinente, quedaría en ridículo.

    —Bueno, ¿qué te ha parecido el espectáculo?

    —Me ha gustado, ha estado bien—. En realidad no le ha parecido ni bien ni mal, no era el tipo de obras que le gustaba, prefería cosas más clásicas, Chéjov, Ostrovski, Brecht, incluso Shakespeare o alguna reinterpretación de las tragedias de la Antigua Grecia. Era hija de sus padres, amantes de todo lo clásico y puro, y su rebeldía contra el canon se limitaba a que iba de vez en cuando a recitales de poetas que escribían sobre el sexo y usaban palabrotas, lo que a su madre le parecía abominable. “Cierto tipo de léxico es inadmisible en la poesía, creo yo”—. Sobre todo las canciones. Las canciones han estado bien.

    —¿Pero no dijiste que no te gustaba cuando se cantaba en ruso? —Por lo visto, Seryozha ya estaba bastante seguro de sí mismo para soltarle cosas así. Quizás fue el hecho de haberle traído invitaciones gratuitas, la camisa formal o sus gestos de caballero lo que le hizo sentirse más valiente. Incluso le gustó verla algo confundida por su pregunta, aunque solo fuera medio segundo.

    —Bueno, en este caso ha estado bien. Encajaban bien con la obra.

    Como era de esperar, unos metros antes de la entrada a la estación de Kitay-Górod, él volvió a sacar el tema de acompañarla a casa. Ella se encogió por dentro y se preparó para la defensa.

    —No hace falta, ya te he dicho. Además, no te pilla de camino. No te preocupes.

    —¿Y si te violan o te secuestran? —Intentó usar el humor como el último recurso—. La policía descubrirá que fui la última persona que te vio… ¿Y cómo les explico por qué te dejé sola?

    —No pasa nada, no me violarán. Adiós.

    —Por lo menos escríbeme cuando llegues.

    —Vale, te escribiré. Adiós.

    —Nos vemos.

 

“¿Qué tal tu fin de semana?”, leyó Asya el sábado siguiente.

    Tardó en abrir el mensaje unos 15 minutos y otros 10 en contestar. Quería mostrarse totalmente desinteresada.

    “Bien, ¿tú?”

    “Pues estoy en la casa de campo, por Solnechnogorsk. Un sitio de maravilla, con lagos y todo… ¿Has estado alguna vez por aquí?”

    Lo único que sabía de Solnechnogorsk era que estaba al noroeste de Moscú, mientras que ella vivía en el este. Era lógico: la familia del chico vivía en Stroguinó, un barrio en el noroeste, y la casa de campo también se la compraron en el noroeste, para que fuera más cómodo ir y volver… Por un segundo se imaginó yendo a Stroguinó cada semana, tal vez —no, por dios— que tendría que trasladarse allí, en verano ir a Solnechnogorsk… Pero en seguida se acordó de que no iba a salir con Seryozha. Claro que no. Un encargado de guardarropa que no pensaba terminar la carrera. Un rubio ordinario, ni guapo ni feo, mientras que a ella le gustaban los chicos de apariencia llamativa, y sobre todo morenos. Un amante del rock ruso que le daría el coñazo con Víctor Tsoy. No, claro que no.

    “La verdad es que no”.

    “Creo que te gustaría. Si algún día quieres venir, avísame”.

 

Tenía que actuar ya para romper este círculo vicioso que cada vez se estrechaba más alrededor de ella. La invitó a su casa de campo, y eso después de la segunda cita en la que ni le permitió acompañarla a casa, ¿en serio? Parece que sí, iba en serio. Y ella tenía que hacer algo ya.

 

Su plan era perfecto y no podía fallar. Por fin iba a acabar con ello. Mostrarle que no era una mujer con la que él se sentiría a gusto. Romper sus ilusiones. Decepcionarlo. Un plan digno de una colegiala que no sabe decir que no. ¿Qué podía ir mal?

    Como en algún sentido era su turno para proponer una actividad para la cita, ella encontró el evento literario que más le chocaría a Seryozha. El slam poético, evento celebrado en un bar decorado al estilo BDSM, con una pared de peluche rosa y unas cadenas en las sillas. Pero lo peor del evento eran los poetas que se emborrachaban y se portaban peor que una horda de bárbaros.

    Lo primero que hizo fue besar el aire en lugar de la mejilla de Seryozha cuando se vieron en el metro. Tenía que marcar la diferencia. Seguro que a Dima, el organizador del evento que hace unos años intentó acostarse con ella cuando estaban en un festival literario en la ciudad de Tver, no le importaría e incluso le podría gustar si ella lo saludaba con un beso y un abrazo mucho más cálidos de lo normal. Y Seryozha vería que ella era una mujer perdida que se lanzaba encima a todos los hombres.

    Interpretó su escena con Dima con mucha dedicación, aunque este último ya estaba algo borracho y casi no participó. No se lo presentó a Seryozha, otra señal de que no lo trataba en serio.

    Al entrar en el lugar del evento, que era la sala más grande del bar con mesas que rodeaban el escenario, se apresuró hacia una mesa en la que vio a Zhenya, un excompañero de universidad y al mismo tiempo poeta joven bastante conocido, que tomaba vodka con unos amigos. El problema era que Zhenya estaba casado y su mujer estaba sentada a su lado. Pero bueno, Asya ya estaba bastante desesperada para pensar en las apariencias. Se lanzó hacia él y le dio un beso en la mejilla y un abrazo demasiado fuerte. Luego lo repitió, con menos dedicación, con su mujer y otros compañeros que conocía.

    —Hola, chicos, ¿qué tal? ¿Me puedo sentar aquí?

    Zhenya se apartó dejándole sitio. Seryozha fue a buscar una silla.

    —Zhenya… Marina… —sin muchas ganas empezó a presentarlos Asya cuando él volvió con una pesadísima silla de hierro que apenas podía arrastrar—. Y este es Seryozha, un amigo.

    Enfatizó esto del “amigo” para que él supiera cuál era su sitio.

    El siguiente paso del plan era mostrarle sus adicciones. Las dos veces que han quedado no llegaron a tomar nada más fuerte que el café, el tema del alcohol nunca ha salido (si no contamos aquella propuesta de ir al bar que ella rechazó), y ella nunca ha fumado en su presencia. En realidad, solo fumaba en recitales de poesía. El mismo ambiente invitaba a hacerlo.

    —Marina, ¿me das un cigarrillo? Es que se me ha olvidado comprar… —Asya empezó con su plan. Mujer perdida, fumadora, borracha… Quería mostrarle a Seryozha que no era una buena compañera para ir ni a Solnechnogorsk, ni al teatro. Lo daría todo por decepcionarlo de verdad—. Y un mechero también, gracias—. Inhaló el humo—. Hay que pedir más vasos al camarero, que también vamos a tomar… Y más vodka, por supuesto. Que la noche solo está empezando…

 

A la mañana siguiente, Asya se despertó en una habitación desconocida. Sin embargo, los pósteres de Kino y Acuarium y una guitarra en el rincón hacían fácil la tarea de adivinar quién era el dueño, incluso para el cerebro de Asya, nublado por la resaca. Escuchó unos pasos y lo vio entrar, con un vaso de agua en la mano y una sonrisa compasiva. Un rayo de sol caía sobre su pelo rubio, dándole un tono dorado.

    —¿Qué pasó anoche? 

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