domingo, 16 de febrero de 2025

-Relato 5 de Erea Alonso

 Sobre el prado


Vuelvo a casa caminando sola como otra tarde cualquiera. Está por entrar el mes de abril y, pese a que no es lo habitual en Burgos durante esta época, el sol lo inunda todo. Al cruzar la puerta veo a mi padre sentado en la cocina, leyendo el periódico, muy serio y bañado por la luz del atardecer.

—Te estaba esperando.

Trato de hacer contacto visual con mi madre en busca de ayuda pero se encuentra de espaldas a mí, adobando la carne para la cena. Le doy un beso a mi padre y espero una indicación. Me hace un ademán con la mano.

—Siéntate.

—¿Qué ocurre, padre?

—Ya no eres una niña. Vas camino de los veintiuno y… —comienza mi padre sin despegar la vista del periódico. Antes de sentarme me ha dado tiempo a observar que está repasando la sección de deportes. Tiene un bigote muy poblado, de color negro, aunque asoma alguna que otra cana. Está recién afeitado y su cara brilla, al igual que su cabello, peinado hacia atrás y fijado con brillantina. Cada dos días se afeita la barba dejando su cara lisa y reluciente. «Un hombre con barba no es un hombre, sino un puerco». Antes de que pueda continuar, lo interrumpo.

—No sé lo que le habrán dicho, padre, pero…

—¿Dónde están tus modales? ¿Es eso lo que te enseñan en la Sección Femenina? Calla y escucha. ¿Por dónde iba? —Arruga el periódico y lo deja sobre la mesa—. ¡Maldita sea! Ya no recuerdo lo que estaba diciendo. —Mira el periódico durante unos segundos, se peina el bigote con el índice y el pulgar de su mano derecha—. Ah, sí. Ya no eres una niña, tu madre y yo lo hemos estado hablando y es hora de que te cases. Nos hemos encargado de buscarte a alguien. No tienes de qué preocuparte, es un buen muchacho. Se trata de un cabo al que destinaron aquí hace unos meses. Está buscando esposa. Mañana vendrá a cenar a casa. —Se levanta de la silla y va hacia el salón—. Ayuda a tu madre con la cena.

—Ya has oído a tu padre —dice mi madre—. Ven y ayúdame con esto. Coge en el estante de abajo unas patatas y córtalas para hacer al horno. —Se asoma a la puerta del salón y tras comprobar que mi padre no puede oírnos comienza a regañarme en voz baja—. ¿Se puede saber qué has estado haciendo toda la tarde? Me ha dicho Paquita, la del cuarto, que te vio paseando con tus amigas. —Mientras me regaña me apunta con el cuchillo con el que está cortando las verduras—. ¿En qué estás pensando? Si tu padre se entera de que faltas a la Escuela del Hogar te mata. A ti primero y después a mí. Que sea la última vez, te puede ver alguien del barrio y, ¿qué van a decir de ti? No es honroso que te pases las tardes por ahí como una cualquiera. 

—Mamá, te juro que solo ha sido hoy. Con el día que estaba nos apetecía pasear…

—No me vengas con excusas, mañana mismo voy a hablar con tu tutora. —Mientras me habla va hacia el grifo y se lava las manos para después secarlas en su mandilón, que le queda justo por encima de las rodillas. Lleva el pelo recogido con un moño muy firme y pulcro—. Pobre de ti como vayas mal en alguna de las lecciones.


Mi padre está sentado en un sillón en el salón leyendo el periódico y yo estoy sentada a su lado. Mi madre se pasea rápido por la casa, preparándolo todo. Va de la cocina al salón y del salón a la cocina una y otra vez. 

—Mercedes, ven a poner la mesa —me llama mi madre desde la cocina —. Merceedees —insiste—, ¿no me has oído?

—Déjala mujer, que se tiene que arreglar para la ocasión. Por un día que te las apañes tú sola no pasa nada. Ve a prepararte, hija.

Oigo a mi madre replicar a mi padre pero esta vez lo hace más bajo y no alcanzo a entender lo que dice. 

 Entro a mi habitación. Sobre la cama descansa un elegante vestido de flores que mi madre me ha comprado para esta noche, la etiqueta todavía cuelga de una de sus mangas. Me quedo inmóvil delante del vestido durante un rato. Me pongo unas medias color carne y el vestido. Me paro frente al espejo y pruebo diferentes peinados. Mi padre se apoya en el marco de la puerta.

—Todavía tienes la etiqueta colgando.

—Padre, me ha asustado. Lo hacía en el salón.

—El pelo mejor recogido, te hace ver más formal. —Hace una breve pausa—. Y realza la dulzura de tus rasgos.

—Padre…

—No debes estar nerviosa, va a estar todo bien. 

—Pero, ¿y si no le agrado?

—¿Qué tonterías dices? Eres la hija de un capitán de la Guardia Civil, él es un cabo que busca casarse. ¿Qué más hace falta? ¿No estarás pensando en esas tonterías del amor que lees en las fotonovelas? Tu madre y yo nos conocimos porque yo acabé destinado en el mismo cuartel que tu abuelo. Y míranos veinte años después. —Se acerca y me coge por los hombros. Me aprieta con fuerza—. Esta cena es un mero formalismo, los dos sois buenos chicos, honrados. No hace falta más que eso. Ve a la cómoda de tu madre y ponte un poco de colorete que estás muy pálida, pero solo por esta noche, ya sabes lo que opino de las mujeres solteras que se ponen maquillaje.


La cena transcurre de manera normal. Mi madre ha hecho pescado al horno con verduras y patatas. Mi padre y Enrique hablan sobre la Guardia Civil y mi madre y yo nos limitamos a asentir con cordialidad. Se produce un pequeño silencio y mi madre aprovecha para intervenir. Desde que nos hemos sentado a la mesa, Enrique no aparta su mirada de mí. Yo trato de mirar hacia el plato o hacia mi padre.

—Pues Mercedes acude todas las tardes a los cursos de la Sección Femenina. Justo el otro día fui a hablar con su tutora y me dijo que es una de las mejores de la clase. Muy aplicada, le pone mucho esmero a todo lo que hace. Por las mañanas se queda conmigo haciendo la casa y ayudándome en las compras, claro. Tiene muy buena mano para la cocina.

—Qué interesante eso que me cuenta. —Enrique clava su ojos todavía más en mí. Es un hombre atractivo y apuesto. Tiene el pelo negro, muy negro, y lo lleva peinado hacia atrás. También los ojos los tiene oscuros. No lleva barba ni bigote, viste un traje azul marino que realza lo regio de su espalda—. Disfruto mucho con una buena comida, soy todo un amante de la gastronomía.

Acabamos de cenar y me levanto para ayudar a mi madre a recoger. Llevamos los platos a la cocina. 

—Ya me encargo yo de esto, hija. Ve al salón a darle conversación a nuestro invitado mientras yo preparo el postre. Sé amable con él.

Vuelvo al salón y mi padre se levanta para coger unos puros en uno de los armarios más altos. 

—Creo que este te gustará.

—Va a tener que disculparme pero no fumo, señor —replica Enrique.

—Un día es un día, cabo. No irás a hacerle un feo a tu capitán.

—Tiene usted toda la razón.

Mi padre coge los dos puros, le da uno a Enrique y comienza a buscar su encendedor en los bolsillos de su camisa, americana y pantalón, sin éxito.

—¿Dónde lo habré puesto? —pregunta para sí—. Debe estar en uno de los bolsillos del otro traje. Si me disculpáis un momento. —Se levanta y va hacia su dormitorio.

Enrique y yo nos quedamos a solas durante unos segundos. Subo la mirada y nuestros ojos se encuentran por primera vez en toda la noche. Los dos nos quedamos en silencio.


—Enséñanos el anillo otra vez —dice Milagros mientras me tira del brazo. Lleva dos trenzas largas y unas gafas que hacen que sus ojos diminutos, tiene los dientes torcidos—. Venga, va, Merceditas, enséñanoslo. —Vuelve a tirarme del brazo.

Levanto la mano izquierda, Milagros la coge y la pone en su cara, muy cerca. Mientras, la profesora hace unos dibujos en la pizarra a la vez que explica.

—Es precioso.

—Quita, yo también quiero. —Remedios le quita mi mano de la cara a Milagros para traerla hacia sí y se queda mirando el anillo un buen rato—. ¿Me dejas probármelo? —Remedios es gorda, muy gorda. Se hace la ropa a medida y siempre viste de negro. Las tres somos amigas desde que hicimos la Comunión juntas, vivimos en el mismo bloque y sus padres también son guardia civiles.

—Anda, mira la otra. Le ha faltado tiempo. ¿Cómo te lo va a dejar? Eso no se puede hacer.

La profesora se gira y nos manda callar. Continúa con las explicaciones sobre el bordado que vamos a practicar. 

—¿Cómo fue la proposición? —pregunta Milagros.

—Llegué a mi casa después del curso y nada más entrar vi que mi madre estaba en la cocina, muy contenta. Fui al salón a saludar a mi padre y vi que también estaba Enrique. Creí que quizás venía a cenar y se me había olvidado, así que me dirigí a la cocina para ayudar a mi madre cuando mi padre me mandó a mi habitación y me ordenó permanecer allí con la puerta cerrada. Estuve sentada en la cama repasando si había hecho algo malo. Tenía unos nervios que no me dejaban pensar, casi salgo de la habitación para preguntar qué estaba pasando pero en lugar de eso me puse a practicar con mi máquina de coser.

—No me lo puedo creer. No sé cómo pudiste aguantar, yo habría salido a los dos minutos para aclarar la situación —comenta Milagros.

—Por suerte no todas somos como tú —replica Remedios.

—A ver, ¿queréis que lo cuente o no?

Ambas responden al unísono.

—Síii.

—Silencio por ahí atrás —advierte la profesora—. No lo volveré a repetir.

Milagros le hace burla en cuanto se da la vuelta y Remedios le da un codazo para que pare. Repiten esta vez en bajito.

—Síii.

—Después de una hora mi madre llamó a la puerta para pedirme que fuera al salón. Antes de ir me cogió las manos y me las apretó muy fuerte, emocionada. Yo no entendía nada. Al llegar, mi padre estaba leyendo el periódico y Enrique miraba distraído por la ventana. «Siéntate, hija», me pidió mi padre. Me iba el corazón a mil por hora. Por fin, mi padre me explicó que Enrique había acudido esa tarde a casa para pedirle mi mano y que él se la había concedido. Al principio no sabía muy bien qué hacer o qué decir. Entonces mi padre nos dio permiso para abrazarnos. Fue una sensación muy extraña pero me gustó. Nunca había abrazado a un hombre que no fuese mi padre o mi primo Juan.

—¿Y te abrazó fuerte? —pregunta Remedios. Milagros se apresura a interrumpirla.

—¿Se apretó contra ti? ¿Pudiste sentir su cuerpo? ¿Y su olor? ¿Cómo olía? Seguro que olía muy bien. —Lanza un suspiro largo.

—No sé… Olía…  Olía a hombre. Sí, eso, olía a hombre.

—Qué envidia. Ojalá encuentre pronto un hombre al que abrazarme… —fantasea Remedios—. Que me coja entre sus brazos fuertes y me haga sentir protegida…

—Mira que eres empalagosa, Reme. Yo quiero un hombre para poder apretarme bien contra él y para dormir juntos… Y lo que no es dormir… —Las tres lanzamos una carcajada. 

—Niñas, ya está bien. —Doña Jacinta se gira para reganarños, las tres nos quedamos muy quietas. Es bizca de un ojo, muy alta y delgada—. Lleváis toda la tarde con cuchicheos, así no os vais a enterar de cómo se hace el bordado de formas geométricas. —Las tres hacemos como que no va con nosotras—. Niñas, no me toméis por tonta, os estoy mirando. A ver, Remedios, ¿qué es lo que acabo de explicar? —Antes de que pueda continuar con su regañina, Milagros la interrumpe.

—Doña Jacinta, creo que será mejor que nos enseñe a bordar un ajuar de novia. —Coge mi mano y la levanta para que todas puedan ver el anillo.

—¡Dios mío! ¡Qué buena noticia! —dice Doña Jacinta acercándose para ver el anillo.


—¡Mamá, creo que me falta algo! —digo mientras me miro al espejo.

—Tranquila, hija. Vamos a repasar otra vez. —Mi madre lleva un vestido largo color berenjena en tela de raso. Va maquillada en tonos rosas y en la cabeza luce un tocado de flores—. Algo azul, el broche del pelo, algo viejo, los pendientes de tu abuela, algo nuevo, el velo. No sé, yo creo que está todo. Lo hemos repasado cinco veces. Es normal que estés nerviosa, es tu gran día. —Se pone detrás de mí y me mira en el reflejo—. Estás preciosa, vas a ser la novia más guapa.

Me giro hacia ella.

—Tengo muchos nervios, me duele la tripa, no sé si eso es una buena señal…

Mi madre se ríe.

—A todas nos ha pasado en nuestra boda, lo raro sería que estuvieses tranquila.

—Me da miedo la noche de bodas… Yo nunca he estado con un hombre, no sé qué hay que hacer… —antes de que pueda acabar me interrumpe.

—¡Pues claro que no has estado con un hombre! Así es como debe ser. No debes sentirte apurada por ello, él te lo explicará todo.

—¿No puedes darme algún consejo?

Se gira rápido y me da la espalda.

—Un consejo, un consejo, eso son cosas tuyas y de tu marido, de vuestra intimidad. Solo te puedo decir que hagas lo que él te pida.

—¡Mamá, algo prestado! ¡Me falta algo prestado!

—Es verdad, algo prestado… —Se pone a rebuscar por la habitación—. Algo prestado… No sé…

—¡No puede ser! No puedo ir al altar sin algo prestado.

—Estoy de broma, tonta, ¿cómo me voy a olvidar de algo así? —Se saca la esclava de oro que lleva y me la pone—. Ahora sí que estás lista.


Camino hacia el altar con la marcha nupcial agarrada del brazo de mi padre. Enrique me espera al fondo, vestido con su uniforme de Guardia Civil. Al pasar veo a mi madre, Milagros y Remedios llorando. Milagros me dice algo cuando llego a su altura, no la oigo pero puedo leer en sus labios «Estás guapísima. Él también, menudo macho». Al llegar al altar mi padre asiente a Enrique.

—Aquí te la entrego, chaval. Cuídala.

El cura da el discurso matrimonial, nos hace el escrutinio, pasamos a los votos matrimoniales y bendice nuestros anillos. Durante todo el proceso Enrique me mira muy fijamente. El cura nos indica que podemos besarnos. Todo el mundo nos está mirando. Nos acercamos para besarnos y nuestros dientes chocan.


Estoy en el baño de la habitación del hotel, aseándome. Me lavo los dientes, me refresco un poco con agua y me miro al espejo. Me he puesto el camisón que mi madre y yo compramos en la mercería para esta noche. Es de seda color marfil, me llega por debajo de las rodillas y está adornado con encajes, lazos y bordados, las mangas son cortas y con volantes. Me vuelvo a refrescar con agua y me quedo un rato de pie. Me vuelvo a mirar al espejo y salgo a la habitación. Enrique está apoyado en la cama leyendo el periódico, no se da cuenta de que he salido. Me aclaro la voz y me mira. Apoya el periódico en la mesilla. Camino hacia la cama mientras él me sigue con la mirada, me tumbo a su lado. Apago la luz y él se pone sobre mí. Intentamos hacer el amor pero no lo conseguimos.

—Ha sido un día muy largo, será mejor que nos vayamos a dormir —dice Enrique a la vez que se da la vuelta y me da la espalda. Unos minutos después comienza a respirar de manera pesada.


Enrique y yo vivimos ahora en la casa cuartel que le ha proporcionado la Guardia Civil. Es un piso de dos habitaciones, un baño, salón-comedor y cocina. Todas las mañanas él va a trabajar, vuelve al mediodía para comer, descansar un rato y se vuelve a marchar, no regresa hasta las ocho de la tarde. Durante el día atiendo las tareas del hogar, hago la casa, voy al mercado, cocino, hago labores de costura y todos los días hablo por teléfono con mi madre. Hoy estoy cocinando carne a la cazuela. Mientras la carne se hace llamo a mi madre.

—No, todavía nada. Lo hemos intentado varias veces y nada. No sé, mamá, no sé qué pasa, eso no va. No, no es su culpa, es culpa mía. Me pongo muy nerviosa y hago mucha fuerza y eso no va. Ya sé que tengo que relajarme. ¿Cariñoso? Bueno, no sé, lo normal. En el día a día tampoco hay tiempo para andarse con carantoñas supongo. Sí, he probado lo que me has dicho pero nada. Él se muestra paciente. No, no, no se enfada. No me dice nada pero yo creo que se preocupa porque después de intentarlo siempre se da la vuelta y duerme hacia el otro lado. Sí, he pedido cita con el médico para ver si me puede ayudar. Te tengo que dejar, mamá. Sí, ya te cuento. Un beso.

Enrique entra por la puerta y viene hasta la cocina.

—Buenas, ¿ya está la comida? —pregunta.

—Hola, le falta un poco pero ya casi está lista. ¿Cómo ha ido la mañana?

—Bien, todo bien. ¿El periódico?

—Te lo he dejado en el sofá.

—Vale, voy a revisarlo, avísame cuando esté la comida.


Es domingo y vamos a comer a casa de mis padres, antes de entrar en el portal nos encontramos a Paquita, la del cuarto.

—Bueno, bueno, ¿cómo están los recién casados?

—Buenas, Paquita —contesto mientras le doy dos besos—. Bien, todo muy bien.

—Ya se os ve, estáis resplandecientes. Disfrutad, que los primeros años son los mejores.

—Gracias —responde Enrique, que lleva el periódico bajo el brazo.

—Me voy que llego tarde a casa de mi hija. Es un placer veros. —Comienza a caminar en otra dirección, se para en seco y se gira—. Ahh, y por cierto, ya me avisarás cuando te quedes en cinta y haya que hacer ropita para vuestra criatura, que espero que sea prontito. Nos vemos.

Enrique y yo subimos las escaleras hasta el tercer piso en silencio.


Hace unos días que han ascendido a Enrique de cabo a sargento. Vamos a Covarrubias a una comida oficial organizada por Franco con los miembros de la Guardia Civil de Burgos. Estamos a una hora de trayecto y hacemos la primera parte en silencio, Enrique conduce sin apartar la vista de la carretera. Durante la segunda parte me cuenta algunas historias y leyendas que circulan sobre Franco en el cuartel, y comentamos también el acto de su ceremonia de ascenso.

—Mi padre no podía parar de mirarte con orgullo. Fue un acto muy solemne.

—Sí, es verdad que estuvo bien. Todo el mundo se acercó a darme la mano y la enhorabuena al final —añadió él.

—Estabas radiante. Yo… yo… no podía parar de mirarte. Tan elegante y marcial, tan bien puesto. Se me llenaba el pecho de satisfacción. Fue un momento muy especial… Me sentía, sentía como si después de eso los dos fuésemos capaces de todo, de conseguir cualquier cosa que nos propongamos. Creo que nunca había experimentado ese entusiasmo, esa alegría que me recorría todo el cuerpo. —Enrique clava su mirada en mí por unos segundos, después vuelve a mirar la carretera. Empiezo a jugar con los flecos de mi bolso—. Me habría gustado decírtelo… Que, que me sentí muy orgullosa. Se me ocurre que… Bueno, quizás la semana que viene podríamos hacer algo especial para celebrarlo…

—Claro, podemos invitar a tus padres a cenar a un buen restaurante. Me han hablado de uno en… —antes de que acabe lo interrumpo.

—Me refiero a que podríamos hacer algo especial tú y yo… Solos… —Enrique vuelve a clavar su mirada en mí.

—Sí, claro.

Hacemos lo que queda de trayecto en silencio.

—Ya hemos llegado. —Enrique aparca, se baja del coche y lo rodea para abrirme la puerta. Me da la mano para ayudarme a bajar.

—Vaya… Muchas gracias.

Caminamos hasta el restaurante donde tiene lugar la comida. Un edificio de corte medieval se levanta ante nosotros. Entramos y el resto de guardia civiles y sus esposan esperan en la entrada. Enrique saluda a algunos compañeros y me los presenta, estos a su vez me presentan a sus esposas. Nos pasan al salón donde tendrá lugar la comida. Hay un montón de mesas en fila, pegadas las unas a las otras. Tardamos quince minutos en sentarnos porque somos muchos. Enrique y yo nos sentamos uno al lado del otro, frente a una pareja también de Burgos. Cuando ya estamos todos sentados se hace el silencio. El Generalísimo entra por un lateral del salón y todos nos levantamos en señal de respeto. Una vez que toma asiento hace un gesto para que los presentes volvamos a sentarnos. De primer, nos traen unos platos con embutidos, chorizo, cecina  y jamón, también unos pimientos del piquillo para acompañar. 

—El collar que llevas es precioso —comenta la mujer que se sienta enfrente de mí. Es joven, tiene el pelo rubio y la tez muy blanca. Lleva el pelo recogido en un moño con la raya hacia un lado—. ¿Puedo? —pregunta mientras acerca su mano hacia mi cuello. Tiene unas manos delicadas y cuidadas.

—Claro, adelante —asiento. Coge el collar de perlas que llevo y juega con él entre sus dedos.

—Tiene un color muy bonito.

—Es el regalo de compromiso que me hizo mi marido. —Miro hacia Enrique que sonríe.

Continuamos durante toda la comida hablando con la joven pareja. De segundo nos sirven cordero al horno.

—Madre mía, esto está delicioso —comenta el hombre tras dar el primer bocado.

Enrique lo prueba también.

—Coincido contigo, está muy bueno, pero no tiene nada que envidiar a los platos que cocina mi esposa —presume a la vez que me mira. Pasa su brazo sobre mi hombro  y sonríe.

De postre nos sirven yemas de Burgos. Cuando estoy cogiendo una de las yemas miro hacia donde está el Caudillo y cruzamos una mirada, me sonríe y hace un gesto como si quisiera brindar su yema con la mía en la distancia. Me sale una exclamación en voz baja.

—¡No me lo puedo creer!

—¿Cómo dices? —me pregunta Enrique.

—No, nada, nada.

—Le estaba comentando a Enrique que podríamos quedar un fin de semana los cuatro para comer juntos y dar un paseo —comenta la mujer joven.


Enrique conduce de camino a casa bajo la luz del atardecer. El sol tiñe su piel de dorado. Se ha desabrochado varios botones del uniforme dejando la parte superior de su pecho al descubierto. Lo miro muy fijo. Él mira la carretera. Una gota de sudor cae de su frente y recorre su cuello hasta llegar a su pecho. Me mira, pone su mano en mi pierna y la aprieta. Vuelve a mirar a la carretera.

—Para el coche —le ordeno.

—¿Cómo? 

—Que pares el coche —repito.

—¿Qué ocurre? ¿Te encuentras mal?

—No, quiero que pares el coche.

—No te entiendo.

—Quiero que pares el coche a un lado y me hagas tuya.

—Estamos en medio de la nada.

—Aquí y ahora —vuelvo a ordenar—. Quiero que pares el coche y me hagas tuya aquí y ahora.

Enrique se dirige hacia un campo cercano y para el coche. Nos bajamos y nos alejamos unos metros. Hacemos el amor sobre el prado. Al acabar nos quedamos tumbados, desnudos, descanso mi cabeza sobre su pecho. Me incorporo un poco y clavo mi mirada en la suya.


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