Mulholland Square
Era una mañana soleada de verano.
La gente transitaba por las calles asfaltadas alrededor del gran teatro y la
avenida principal. Las altas palmeras, zarandeadas por la suave brisa costera,
miraban con soberbia a los viandantes desde sus altas copas. Sus troncos firmes
y su leñosa grandeza parecían querer demostrarles cómo a ellos no les
concernían sus nimias cuestiones.
Cuando
un niño pasó frente a aquel edificio de la mano de su padre, se detuvo por un
instante a contemplar sus comisuras. Se trataba de una arquitectura moderna:
irregular y asimétrica. El muchacho lo observaba con fascinación. Nunca antes
había visto una forma tan anormalmente hermosa. Cada uno de sus vectores
pugnaba por mantener su dirección, al margen del resto; y aquella estructura
polifónica formaba, en su disonancia y en su informidad, una unidad
extrañamente hermosa. Aquel niño no era capaz de pensar aquello, pero, de algún
modo, lo sentía. Sentía la belleza pugnante contenida en aquellas cuatro,
dieciséis, sesenta y cuatro o tropecientas paredes.
—Vámonos ya, Josh. —El
cuerpo del padre estaba orientado hacia la avenida allende las palmeras—. Mamá
está esperando en casa.
—Ya voy, papá. —Seguía
absorto, y caminaba en la dirección que le indicaba con su cara aún torcida
hacia aquel edificio. Pronunció aquellas palabras de manera lenta, como si su
mente infantil se estuviese deslizando con fantástica ingravidez a través de
otros extraños derroteros.
Aquel
edificio, ubicado en la intersección entre la avenida principal con los
callejones aledaños, se erigía incólume ante el paso indiferente de las
personas. Ninguna de ellas reparaba sobre él una mirada tan pura y sincera como
lo había hecho entonces aquel niño. Las personas pasaban frente a él con
desinterés, paseando su indiferencia o su ocupación en cualquier otro menester
colateral. Algunos hablaban con jolgorio con sus acompañantes, mientras que
otros se dedicaban a chapurrear una marcha mientras ceñían su mirada a la
pantalla iridiscente de sus dispositivos móviles. Nadie lo había mirado en años
con tanto interés, y eso, en el fondo, lo hacía feliz.
Cuando llevaban varios días
caminando, el jefe de la tribu decidió descansar en aquellas llanuras. Era una
gran planicie escarpada, con surcos irregulares de trigo serpenteados a través
de su superficie. Aquel hombre de piel ligeramente amarronada y de rostro
pintado con colores ocres se secó el sudor de su frente, mientras la gran fila
de hombres y mujeres que se prolongaba por la llanura comenzaba a alcanzar su
ritmo.
—Haremos de este sitio
nuestro campamento durante el resto de invierno. —Su voz sonaba segura,
confiable. Parecía un líder respetado por todos aquellos que se hallaban
siguiéndolo en aquel entonces.
Tras
haber dicho él aquello, el resto de sus seguidores comenzaron a moverse en
consecuencia. Algunos hombres robustos desplegaban sus lanzas y sus arcos,
mientras habían comenzado a desempolvar las flechas del carcaj de tela en que
se encontraban resguardadas. Otros comenzaron a improvisar la estructura de
alguna cabaña provisional con unos palos alargados recubiertos con el pellejo
de animal que otros habían estado transportando en sus provisiones. Otros
comenzaron a moverse, también, estudiando las posibilidades del trigo que en
aquella llanura se les presentaba. Todos habían comenzado a desplegarse en
diferentes direcciones, y ninguno de ellos había permanecido quieto al cabo.
Al
caer la noche, cada uno de aquellos hombres y mujeres había satisfecho ya su
función. Cuando la fatiga del cuerpo era ya mayor que la voluntad por seguirse
moviendo, el jefe de la tribu encendió una hoguera mientras prendía su pipa con
solemnidad. Llevaba una tiara emplumada y se había repasado el contorno de
aquellas pinturas faciales. Aquel proceso le había causado perder la apariencia
de un hombre anciano para ser, tan solo, un hombre de edad avanzada. Sin
embargo, había algo en su figura que transmitía sabiduría y serenidad, y el
resto de la tribu era consciente de ello.
Después
de haber conversado durante un largo rato, y de haber bailado con júbilo
alrededor de la pira, uno de los niños de la tribu se despertó. Contempló desde
su lecho apartado la reunión y quedó fascinado. Observó aquel espacio por
primera vez: aquella indómita estancia en que tal vez ningún hombre había
puesto un pie antes que ellos. Aquel niño no era capaz de pensar aquello, pero,
de algún modo, lo sentía. Lo sentía con una vívida extrañeza. Veía la homogénea
infinitud de la llanura desvanecerse en la comisura del horizonte acostado a
ras de suelo y pensaba en cómo de mágico le parecía aquel confín inagotable.
Antes
de retomar de nuevo el sueño, apuntó con su mirada de nuevo a la hoguera. La
gente seguía congregada a su alrededor, y comenzaba a verlos borrosos a medida
que el sueño nublaba su vista. Finalmente, terminó quedándose dormido pensando
en aquella llanura. Era la primera vez que alguien la había visto con esos
ojos, y eso, en el fondo, la hacía feliz.
Después
de algo más de un mes, el invierno terminó, y llegó la primavera. Con ello,
aquel grupo emprendió de nuevo su marcha hacia el sur. El jefe de la tribu
vaticinó que aquella tierra había sido habitable únicamente por haber llegado a
ella con la estación avanzada, y que no sería posible sobrevivir en ella
durante otro año completo. La gente de la tribu dio crédito a sus advertencias,
y se dispusieron de nuevo en su marcha hacia tierras más templadas.
Una
vez desmontado el campamento, los miembros del grupo se dividieron los útiles a
transportar. Los hombres más fuertes cargarían la madera, la piedra mellada y
los utensilios pesados. Los hombres más débiles se harían cargo de las telas y
los cultivos que pudiesen ser transportados. Las mujeres, por último, se
encargarían de cuidar de los niños de la tribu durante el desplazamiento.
Cuando
ya nada quedaba en aquella llanura, aquel niño alzó el cuello de vuelta. Veía
un solar abandonado en aquel mágico lugar que le había fascinado hacía poco más
que unas semanas. Le apenó la ruptura del hechizo: comprobar el estado del
campo en aquellas circunstancias abandono. Había algo que le dolía en la
pérdida y en el abandono, y había algo que no terminaba de gustarle en la vida
nómada que el jefe de su tribu había decidido para los suyos. Aquel niño no era
capaz de pensar aquello, pero, de algún modo, lo sentía.
Cuando
volvió a girarse hacia su madre y a disponerse sobre los pasos que su jefe
había marcado, sintió una pena profunda. Pensó que echaría de menos aquel
lugar. Aquel lugar pensó, a su vez, que echaría de menos a aquel niño. Sus
caminos no volvieron a cruzarse nunca más en adelante.
Cuando el antiguo conde de
Cavendish se afincó en aquel incógnito trigal, ordenó la construcción de un
gran palacete cubierto de lujo y suntuosidad. Se trataba de una gran estructura
de piedra pulida en medio de aquel páramo recóndito de Nueva Inglaterra. El
viejo noble mantenía la esperanza de que aquel proyecto pudiese generar a largo
plazo la sensación de hogar que había dejado de sentir desde que se había
embarcado hacía un par de años desde el puerto de Plymouth en el viejo
continente. Aquel ambicioso proyecto pretendía construir dentro de aquel desierto
solar una mansión que recordase a aquellas de su Inglaterra natal. El viejo conde
pensaba que tal vez de ese modo pudiese enseñar a su hijo, nacido en aquel lado
del océano, el lugar de dónde habían procedido sus ancestros.
En
el proyecto del conde trabajaban de sol a sol decenas de hombres negros de
todas las edades, a los que empleaba a cambio de cinco monedas y dos hogazas de
pan por jornada. Aquellos hombres trabajaban rápido, con diligencia y velocidad,
de tal modo que en poco más de medio año los cimientos del palacete se
encontraban totalmente asegurados con firmeza en el terreno en que se había
delimitado su explanada. Se trataba de una gran estructura de piedra moldeada,
asegurada con pilares de metal, que se abría paso desde un camino improvisado a
través de los altos campos de trigo que aún preservaban impresa su forma en la
silueta que conformaba el horizonte en que se encuadraban.
Fue
después de una de aquellas largas jornadas de trabajo en que uno de los niños
negros, contratado para introducirse en los recovecos inaccesibles de la
fachada y ajustar desde ellos la firmeza de los cimientos, se tendió por un
momento entre las altas briznas de amarillento trigo espigado. Pensando en que
su deber había terminado por aquella noche, el muchacho se revolvió entre
aquellas hierbas espesas. Sintió como le invadía una extraña serenidad al
sentir el abrazo de la tierra en su cuerpo fatigado. Miró aquel trigo mientras
se llevaba a la boca el trozo de pan que tan arduamente había ganado. Su padre
le había dicho que el pan venía del trigo, pero él no podía hacerse a la idea
de cómo era eso posible. En el fondo, creía que su padre le estaba tratando de
gastar una broma, como solía hacerle de vez en cuando después del trabajo.
Su
padre había muerto hacía semanas, pero él se decía que no debía estar triste.
Estuviera donde estuviera, el creía que estaría mejor. Creía que su padre era un
hombre débil jugando a hacerse el fuerte. Allá dónde quiera que hubiese ido,
tal vez no tendría que seguir haciendo como si todo estuviese bien. Además, él
era ya un casi un hombre: era autónomo, y podía salir adelante sin la ayuda de
nadie. Era verdad que a veces lo echaba de menos, pero solo necesitaba abrazar
las briznas de trigo en una noche despejada con firmamento estrellado para
volver a sentirse arropado. Tal vez él ya no estuviera, pero estaba seguro de
que era mejor así. Aquel niño no era capaz de pensar aquello, pero, de algún
modo, lo sentía.
Aquella
noche se encontraba particularmente cansado. Cuando se tumbó sobre el trigal
para mirar a los ojos de aquella enorme luna creciente, sintió que podía
fundirse por siempre en aquel instante. Por un segundo sintió nuevamente la presencia
de su padre, y volvió a extrañar, con una infrecuente aguda punción, su
ingenuidad y su dulzura. Creyó que no pasaría nada por pasar la noche en aquel solitario
emplazamiento. Su cuerpo se negaba a ponerse en pie. Era una noche agradable de
primavera tardía, de esas en las que el cielo despejado no empaña su limpidez
con el soplo intenso de un ventoso arrebato de cólera celeste. Una noche
calmada; ideal para cerrar los ojos y suspender la conciencia hasta la mañana
posterior.
Después
de haber caído rendido, el muchacho se recostó en su lecho de centeno amarillo.
La conciencia se le hacía cada vez más difícil de mantener, y permanecía ya en una
posición fetal de reposo. Así, cerro los ojos aquella noche. A la mañana
siguiente, sus ojos siguieron cerrados, igual que la posterior y las demás
posteriores. Su pequeño cuerpo permaneció sepultado eternamente en aquella
etérea vereda trazada por sus minúsculos pasos y el silencio de milenios.
Estuviese donde estuviese, tal vez estaría mejor. Allá dónde quiera que haya
ido, tal vez no tenga que seguir haciendo como si todo estuviese bien.
Cuando
su cuerpo dejó de arrumacarse hacia la vegetación de aquel páramo, hubo algo en
él que murió con él. Aquella soledad que se interrumpió durante instantes
volvió por eones a su marcha. Tal vez él supiese que las cosas debían ser así,
pero había algo en él que, a pesar de todo, se veía estremecido en cada ocasión
en que aquello sucedía. Solo pudo desear que, allá dónde estuviese, él hubiese
podido volver a ser feliz.
A medida que el hormigón avanzaba en
la conquista urbana del territorio, los espacios de la ciudad se iban haciendo
más angostos. Múltiples apartamentos de pisos residenciales se apilaban entre
sí, alrededor de pequeños negocios de diversa naturaleza: restaurantes,
joyerías, tiendas de víveres… Sin embargo, había todavía bastantes espacios vacíos
en las intersecciones entre edificios mal dispuestos por un caótico desarrollo
en el avance de la industria y la urbe. Se trataba, pues de pequeñas comisuras
fruto de una progresión por tramos, irregular y descuidada en la forma de
haberse dado.
Cuando
David Roberts había pasado por aquella amorfa conjunción en el centro de Mulholland
Square hubo algo que le llamó la atención. Hacía tiempo que nadie había mirado
aquel lugar de una forma semejante. Tal vez nadie lo hubiese hecho nunca antes:
pues aquella mirada era la de un amor maduro; la de un jugueteo sensual insinuado
en la intencionalidad de la mirada. Era el primer Eros, descubriéndose frente
al Ágape.
David
era un ambicioso estudiante de arquitectura en la universidad de Harvard que
estaba buscando un lugar en que poder llevar a cabo un proyecto financiado con
los fondos facilitados por algún inversor interesado en su talento. Después de
haber manejado diversas opciones que no terminaban de satisfacerle, descubrió
en aquel oasis urbano un filón por explotar. Durante las próximas semanas, el
chico comenzó a realizar recurrentes visitas al lugar; con lo cual, este estaba
feliz. Nunca antes nadie se había fijado en él de aquel modo, y casi se sentía
como si aquel arrogante muchacho estuviese tratando de ver dentro de los
secretos de su alma.
Cuando
David presentó su proyecto de edificio ante la universidad, le tomaron por un
ingenuo. Su intención era reconducir la expansión de la ciudad hacia aquella
dirección, y hacer entre las callejuelas abandonadas una gran avenida principal
alrededor de la que se pudiera congregar la mayor cantidad de gente posible. A una
parte de sus inversores les parecía una idea absurda e imposible.
—¿Cómo pretendes conseguir
establecer un centro en el proyecto urbanístico de una ciudad en proceso? —preguntó
un inversor, con escepticismo.
—Eso es fácil —replicó
el arquitecto—: solamente se debe lograr que la gente se reúna alrededor del
edificio.
—¡Pero eso es imposible!
—otro inversor sonaba, más bien, irascible—. ¿Cómo vas a conseguir que toda esa
gente pase a reunirse alrededor de un solo punto?
—Eso es muy sencillo —respondió,
con soberbia—. Tan solo hay que ofrecerles algo que les llame la atención y que
les reúna a su alrededor.
Tras ello, el joven destapó la
maqueta de su proyecto, y los inversores quedaron fascinados. Parecían
conmovidos por el virtuosismo con que dicho diseño había llegado a ser
trasladado a un modelo tridimensional por el muchacho. Por un momento, la
tensión y el escepticismo anterior parecieron disolverse. Había una aceptación
general hacia la maqueta, y aquella situación alegraba al muchacho que la había
diseñado. Pensaba en la fama, en la riqueza y en el éxito. Aquel joven no era
capaz aun de pensar aquello, pero, de algún modo, lo sentía. Y lo sentía
próximo; más próximo que nunca.
Cuando se produjo la fiesta de
inauguración, él estaba más feliz de lo que nunca lo había estado. Todos aquellos
desconocidos se habían congregado a su alrededor para celebrar su presencia; el
simple hecho de su existencia en este mundo. Fue cuando David recibió del
alcalde de la ciudad una medalla y una llave que el silencio del rito
ceremonial dejó paso a un jolgorio y celebración estridentes. Aquella ruidosa
celebración le traía recuerdos hermosos que habían sido enterrados siglos
atrás.
Después
de aquellos instantes de celebración, el joven arquitecto —ahora no tan joven—
agarró el micrófono y se dispuso a pronunciar unas palabras.
—La primera vez que
pasé por estas calles, en este sitio no había más que un solar vacío rodeado de
calles desiertas. —Estaba visiblemente borracho, y aún conquistado por aquel
jolgorio que le había invadido desde hacía unos momentos—. Sin embargo, donde
todos ven un solar vacío, yo puedo ver un infinito de posibilidades.
Su
tono sonaba más arrogante por momentos, espoleado por la desinhibición del
alcohol y por los ruidosos vítores con que el gentío parecía estar recibiendo
cada una de sus palabras.
—Este
es el producto de una de esas posibilidades infinitas —prosiguió—: un gran
teatro de arquitectura de vanguardia, con los últimos avances en lo que refiere
a la estructura arquitectónica y a las aleaciones que la componen. Damas y
caballeros, ¡dense ustedes por bienvenidos a Mulholland Square!
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