10
días en el infierno
El
día que te secuestraron saliste por la noche a buscar a Yasmín. Gerardo, su
novio, te pidió que lo acompañaras a recogerla al trabajo. Pasó por ti a casa
de la Madrina como a eso de las diez. Su coche, un Chevy gris claro del 94, era
demasiado pequeño y apenas si cabías en el asiento delantero. Las rodillas te
llegaban casi a la barbilla, pero ya estabas acostumbrado a nunca caber del
todo en los vehículos. Hablaron de tonterías durante un rato y luego le pediste
el cable para conectar tu teléfono al estéreo y poner algo de música. Pusiste en
Spotify la playlist de Reggaetón Viejito y cantaste todas las canciones
que salían mientras atravesaban las calles oscuras y llenas de baches de la
ciudad. De entre los cientos de problemas que tenía Poza Rica, el del alumbrado
era uno de los más graves. Había zonas enteras que quedaban en completa
oscuridad, salvo por los faros del coche, cosa que nunca es buena,
especialmente si vives en México…
Una
Suburban negra salió de la nada y les cortó el paso. Gerardo frenó de golpe y
apenas si logró evitar que se estrellaran contra el lateral de la camioneta.
—Este
pendejo… —dijo Gerardo.
Asentiste
para indicar que estabas de acuerdo. Por un momento pensaste en bajar la
ventana y gritarles unas cuantas mentadas de madre, pero entonces algo se encendió
dentro de ti. Un sexto sentido, el instinto de supervivencia o una señal de
alerta, daba igual. Pero sabías que algo no estaba bien. Sabías, de alguna
manera sabías, que algo iba mal. Antes de que pudieras gritarle a Gerardo que metiera
la reversa y se largaran a la chingada de ahí, las puertas de la Suburban se
abrieron. Sucedió en apenas unos cuantos segundos, pero tú lo viste todo como
en cámara lenta: tres hombres se bajaron de un salto y corrieron hacia ustedes.
Se acercaron a las ventanas y, apuntándoles con pistolas, les gritaron que se
bajaran del coche.
—¡ÓRALE
HIJO DE TU PUTA MADRE! —el hombre golpeó la ventana de lado de Gerardo. Traía
el rostro cubierto con un pasamontañas—. ¡BÁJATE CABRÓN!
A
la par, escuchaste el golpe en tu propia ventana. Te atreviste a voltear, pero
apenas si alcanzaste a distinguir la silueta de un segundo hombre, recortada
por la luz de la camioneta.
—¿Tas
sordo o qué, pendejo? —fue como si te hablara una sombra—. BÁ – JA – TE.
Miraste
a Gerardo, pero él ya estaba en proceso de salir del coche. Querías gritarle
que se detuviera, que hicieran lo posible por escapar. Sabías que no debían dejar
que los llevaran a otro sitio. Si los iban a matar, que lo hicieran ahí mismo,
pero bajo ninguna circunstancia debían permitir que los llevaran a otro lado.
Lo que les harían allá sería peor que la muerte. Pero las palabras no salieron
de tu boca. Tu corazón latía tan fuerte que silenció todo el ruido a tu
alrededor. Trataste de mover la mano, pero el cuerpo te pesaba demasiado.
Lograste reunir suficiente fuerza y quitaste el seguro. En un parpadeo, el
hombre abrió la puerta de un tirón tan fuerte que bien pudo haberla zafado. Te
apuntó con la pistola.
—En
chinga papito, en chinga —te hizo señas para que salieras del coche—. Y
cuidadito intentes algo, eh, porque de volada te mando con San Pedro.
Apenas
te bajaste, el hombre de la pistola y otro más te rodearon. Eras bastante más
alto que ambos, así que uno te obligó a agacharte y te tomó por el cuello.
Enseguida sentiste el frío y la dureza del arma contra tu cabeza. Avanzaste a
tropezones, con dificultad, hasta la camioneta. Alcanzaste a ver a un cuarto
hombre en el asiento del conductor antes de que todo se volviera negro, negro,
negro…
Despertaste
y todo seguía siendo negro. Cerraste los ojos y los volviste a abrir. Una vez.
Dos. Pero nada cambiaba. Lo único que veías era oscuridad. Intentaste moverte,
pero tus manos estaban inmovilizadas. Comenzaste a entrar en pánico. El miedo
se apoderó de ti. Miedo como nunca antes habías experimentado. Intentaste
liberarte de las ataduras que te aprisionaban las muñecas, pero estaban
demasiado apretadas y lo único que conseguiste fue lastimarte. Trataste de
respirar profundamente para tranquilizarte. Inhalar y exhalar. Pero cuando
querías jalar aire la tela del costal que te cubría la cabeza se te metía en la
nariz, impidiéndote respirar. Sentías que te ahogabas, y entre más aire te
faltaba, más hondo intentabas aspirar y menos lo conseguías.
A
través del pitido agudo que te taladraba los oídos y te atravesaba el cerebro,
alcanzaste a escuchar pasos que se acercaban. Voces que aumentaban en volumen y
se hacían más claras, hasta que por fin lograste identificar lo que decían.
—Sí,
buenas tardes. Con don Antonio, por favor —era uno de los hombres de la
Suburban, de eso estabas seguro. Aunque costaba creerlo con ese tono de voz que
no tenía nada que ver con el que habías escuchado antes—. Ah, él habla. Mire,
namas para informarle que tenemos a su pinche hijo secuestrado.
Gerardo.
Estaban hablando con el papá de Gerardo. De pronto te diste cuenta que no
sabías dónde estaba Gerardo. Sabías por lo menos que no estaba muerto, o no
estuvieran pidiendo un rescate por él. Intentaste moverte hacia un lado, hacia
el otro, tanteando, a ver si lograbas dar con él, pero fue inútil. Sentías la
necesidad de llamarlo, de susurrar su nombre, pero si los hombres estaban tan
cerca como para que tú los escucharas, seguramente ellos también te escucharían
a ti. Decidiste esperar.
—Queremos
doscientos mil pesos —hizo una pausa—. Aquí se lo vamos a cuidar mientras
tanto, pero le recomiendo que se apure. Y aguas con llamar a la policía, porque
entonces sí no lo vuelven a ver. No estamos jugando. Nosotros nos volvemos a
comunicar con usted. Que pase buena tarde.
Doscientos
mil pesos. Era más dinero del que jamás habías visto en tu vida, pero tal vez
entre las dos familias lograrían reunirlo. Entonces te diste cuenta que no te
habían mencionado a ti, sólo a él. ¿El rescate era sólo para él, o también para
ti? ¿Aquel hombre ya habría llamado a tu familia? ¿Cuánto dinero les exigieron?
Tu mente saltaba de un pensamiento a otro, tan rápido que apenas si lograbas
algo de claridad. De nuevo sentiste que no podías respirar, pero esta vez era
peor. No lograbas que el aire llegara a tus pulmones y en algún punto perdiste
la conciencia.
Resultó
que por ti iban a pedir un millón. Por algún motivo que no lograbas comprender,
valías más. Uno de ellos te dijo que era porque sabían que pertenecías a una familia
rica. Le dijiste que estaban equivocados, que tu familia tenía incluso menos
dinero que la de Gerardo. Mientras el hombre te daba agua, le explicaste que tu
papá era minero y ganaba apenas lo suficiente para mantenerlos; que el sueldo
de vendedora que recibía tu hermana era todavía más bajo; y que tu mamá no
trabajaba, se dedicaba sólo al hogar. Incluso te atreviste a contarle que lo
poco que tenían ahorrado se les había ido en pagar la clínica de rehabilitación
en la que habías estado internado antes de llegar a Poza Rica. Pensaste que a
lo mejor eso lo conmovía o algo, pero no resultó. El hombre soltó una carcajada
burlona y te golpeó, tan fuerte que tu labio se partió y en seguida notaste el
sabor de tu sangre en la boca. Te dijo que eras un mentiroso y, cuando trataste
de negarlo, una patada en el estómago te dejó sin aliento.
El
hombre continuó hablando sobre tu tía Selene y tu tío Manuel, sobre los negocios
que tenían en Ciudad de México: las tiendas de ropa, los estacionamientos, las
plazas, los edificios, que para ellos un millón no era nada… pero el dolor era
tan intenso que simplemente dejaste de escucharlo. No volviste a intentar
convencerlo de que se estaban equivocando. ¿Quiénes eran esas personas? ¿De
dónde te conocían? ¿Por qué sabían tantas cosas sobre ti y tu familia?
Horas
más tarde te dijeron que le iban a hablar a tu mamá. En realidad, no sabías cuánto
tiempo había pasado. Ya no tenías noción alguna del tiempo. El tiempo se
dilataba y se contraía a tu alrededor. A veces sentías que llevabas días enteros
y a veces parecía que todo había transcurrido en unos pocos minutos. No tenías
manera de saber cuánto tiempo llevabas ahí. Cada vez que intentabas preguntarle
a alguno de los hombres, obtenías por respuesta una risa, un grito y a veces un
golpe.
Te
explicaron lo que tenías que decir, amenazándote con matarte si decías algo que
no. Pensaste que te quitarían el costal de la cabeza, pero no lo hicieron. Escuchaste
el pitido de las teclas al marcar el número, y luego el tono de espera. El
teléfono sonó y sonó y nada. Temías que nadie contestara. Por fin, escuchaste
la voz de tu mamá. Fue peor que todo lo que te habían hecho hasta ese momento. Te
quebraste. Sabías que tenías que hablar, decirle lo que ellos querían, pero no
lograbas que las palabras salieran de tu boca. Entonces sentiste que algo te
presionaba en las costillas, algo duro y puntiagudo.
—Ma,
habla Miguel —dijiste con voz apenas audible—. No, no, no sé dónde estoy.
Escúchame. Quieren… quieren un millón para soltarme. Dicen que… que no le vayan
a hablar a la policía, que se van a dar cuenta si lo hacen y entonces... Y que…
que luego les vuelven a marcar para…
Te
arrebataron el teléfono. No pudiste decirle lo mucho que la amabas, no pudiste
decirle que estabas bien, aunque fuera mentira. Escuchaste su voz desesperada
gritando “¿BUENO?, ¿BUENO?”, y luego a uno de ellos decirle:
—Un
millón o lo regresamos en pedazos —el hombre te dio una palmada en la espalda y
se rio—. Aunque seguro nos va a tomar muuucho tiempo.
Escuchaste
más risas, y luego, fragmentos de una conversación que no hacía sentido.
—Sí,
ya nos reunimos con los papás y la novia —dijo uno.
—Les
dijimos que era un sustito para que dejaran de jugarle al narco —agregó otro.
—A
ver si así dejan de andarse metiendo en nuestro territorio —añadió un tercero.
Las
voces se alejaron y quedaste sumido nuevamente en el silencio. No entendías de
qué hablaban. Te hubiera gustado preguntarles, pero sabías que lo más probable
era que te respondieran con golpes. Así que no dijiste nada. Te quedaste ahí,
donde sea que fuera ahí, esperando, pensando en si saldrías de ahí.
O, más bien, en cómo saldrías de ahí. Entero o en pedazos.
El
frío abrazo del agua te despertó de tu sueño. Sin previo aviso, una lluvia de golpes
cayó sobre ti. Intentaste protegerte, pero no había manera de evitarlos. Llegaban
de todos lados. Rogaste que se detuvieran. O quizá sólo lo pensaste. Rezaste con
todas tus fuerzas que todo parara de una vez. Y antes de que cayeras
inconsciente de nuevo, se detuvieron. Entre dos hombres te tomaron de las
axilas y te levantaron. Te obligaron a arrodillarte.
—¡A
la madre! ¡Cómo pesa este cabrón! —dijo uno de ellos.
Una
vez de rodillas, te quitaron el costal de la cabeza. Salir de la oscuridad de
manera tan repentina te lastimó los ojos. No lograbas abrirlos del todo,
enfocar bien, aunque no sabías si era por la luz o por los golpes. Todo te
dolía. Apenas lograbas mantenerte erguido.
—A
ver, gordito —un tercer hombre apareció frente a ti, apuntándote con su
teléfono—. Sonríe.
—Diles
a tus papis que estás bien —dijo el hombre a tu derecha. Ambos te sostenían con
firmeza, evitando que cayeras de cara al piso—. Pero que, si no se apuran en
conseguir la lana, lo siguiente que les vamos a mandar no va a ser un video.
—Será
un dedo —dijo el de la izquierda—. Incluso te dejaremos elegir cuál. O mejor
una oreja.
Grabaron
el video. Te escuchaste decir las palabras con una voz que no era la tuya. Una
voz débil, rasposa por falta de agua. Apenas terminaste, te cubrieron de nuevo
la cabeza y te soltaron. Caíste, pero no hiciste ningún esfuerzo por moverte. Te
quedaste ahí tumbado, escuchándolos hablar con tu familia: los presionaban para
que consiguieran el dinero. Ya no exigían un millón. Lo habían bajado a
quinientos mil, pero seguía siendo demasiado. Te preguntaste quién habría contestado
aquella vez. Quién vería el video. Imaginaste lo que sentirían al verte ahí,
ensangrentado, pidiendo que por favor les den lo que quieren. Las voces se
fueron apagando poco a poco, hasta que de nuevo no hubo nada más que tú, la
oscuridad y el silencio.
Golpes,
quemaduras, cortadas. Te obligaron a comerte tu mierda, a beberte tus orines.
Te amarraron de un pie y te dejaron ahí colgando durante quién sabe cuánto
tiempo. Tenías sed, mucha sed. Estabas tan cansado... El tiempo se fundió a tu
alrededor. No sabías cuántos días o meses o años habían pasado. Cada vez que los
escuchabas acercarse, sabías que venían a hacerte algo. Intentabas mentalizarte,
pensar que esa vez sería la última vez. Era la única manera de aguantar, de no
quebrarte. Pensar que, si aguantabas esa última vez, todo terminaría pronto. Ya
sea que murieras o que te rescataran, pero todo terminaría pronto.
Durante
los breves lapsos en que tu mente estaba consciente, pensabas mucho en Chumy. En
cómo su cuerpo apareció repartido en bolsas junto con los restos de otras
personas en Celaya, hace 3 años. Te imaginabas que así te iban a encontrar a
ti, y te ponías triste al pensar en tu mamá, en tu papá, en Sara y en toda tu
familia yendo a reconocer lo que quedara de ti.
Pensabas
que lo que te estaba pasando era una especie de karma por todas las cosas malas
que habías hecho. Por no estudiar. Por haberle robado a tu propia familia. Por
drogarte y hacer sufrir a tu mamá, a pesar de que le habías prometido que jamás
te volverías un adicto porque no te gustaba verla llorar. Por pegarle a Brenda.
Por todo lo que hicieron Chumy y tú cuando vivían en Abasolo, por toda la gente
a la que lastimaron, directa o indirectamente. ¿Sería esto un ajuste de
cuentas?
Te
quisiste salir de ese mundo. Después de la muerte de Chumy, te prometiste dejar
todo atrás. No más drogas, ni para consumo ni para venta. Pero bien dicen que
del negocio sólo se sale hacia la cárcel o hacia la tumba. Imaginaste que
pronto lo volverías a ver. Imaginaste que Sofía escribiría un cuento sobre ti,
sobre tu muerte, igual que escribió uno sobre él.
Le
hablaron a tu papá para preguntarle si ya tenía lo acordado. Supusiste que les
dijo que sí, porque lo siguiente que escuchaste fue a ellos responder:
—Eso
es todo, mi don. Al rato le volvemos a marcar para decirle dónde nos vemos.
Te
entregaron y entonces te enteraste de que pasaron 10 días.
10
años.
10
vidas.
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