domingo, 23 de febrero de 2025

- Relato 6 Sofía Portilla

 

10 días en el infierno

El día que te secuestraron saliste por la noche a buscar a Yasmín. Gerardo, su novio, te pidió que lo acompañaras a recogerla al trabajo. Pasó por ti a casa de la Madrina como a eso de las diez. Su coche, un Chevy gris claro del 94, era demasiado pequeño y apenas si cabías en el asiento delantero. Las rodillas te llegaban casi a la barbilla, pero ya estabas acostumbrado a nunca caber del todo en los vehículos. Hablaron de tonterías durante un rato y luego le pediste el cable para conectar tu teléfono al estéreo y poner algo de música. Pusiste en Spotify la playlist de Reggaetón Viejito y cantaste todas las canciones que salían mientras atravesaban las calles oscuras y llenas de baches de la ciudad. De entre los cientos de problemas que tenía Poza Rica, el del alumbrado era uno de los más graves. Había zonas enteras que quedaban en completa oscuridad, salvo por los faros del coche, cosa que nunca es buena, especialmente si vives en México…

Una Suburban negra salió de la nada y les cortó el paso. Gerardo frenó de golpe y apenas si logró evitar que se estrellaran contra el lateral de la camioneta.

—Este pendejo… —dijo Gerardo.

Asentiste para indicar que estabas de acuerdo. Por un momento pensaste en bajar la ventana y gritarles unas cuantas mentadas de madre, pero entonces algo se encendió dentro de ti. Un sexto sentido, el instinto de supervivencia o una señal de alerta, daba igual. Pero sabías que algo no estaba bien. Sabías, de alguna manera sabías, que algo iba mal. Antes de que pudieras gritarle a Gerardo que metiera la reversa y se largaran a la chingada de ahí, las puertas de la Suburban se abrieron. Sucedió en apenas unos cuantos segundos, pero tú lo viste todo como en cámara lenta: tres hombres se bajaron de un salto y corrieron hacia ustedes. Se acercaron a las ventanas y, apuntándoles con pistolas, les gritaron que se bajaran del coche.

—¡ÓRALE HIJO DE TU PUTA MADRE! —el hombre golpeó la ventana de lado de Gerardo. Traía el rostro cubierto con un pasamontañas—. ¡BÁJATE CABRÓN!

A la par, escuchaste el golpe en tu propia ventana. Te atreviste a voltear, pero apenas si alcanzaste a distinguir la silueta de un segundo hombre, recortada por la luz de la camioneta.

—¿Tas sordo o qué, pendejo? —fue como si te hablara una sombra—. BÁ – JA – TE.

Miraste a Gerardo, pero él ya estaba en proceso de salir del coche. Querías gritarle que se detuviera, que hicieran lo posible por escapar. Sabías que no debían dejar que los llevaran a otro sitio. Si los iban a matar, que lo hicieran ahí mismo, pero bajo ninguna circunstancia debían permitir que los llevaran a otro lado. Lo que les harían allá sería peor que la muerte. Pero las palabras no salieron de tu boca. Tu corazón latía tan fuerte que silenció todo el ruido a tu alrededor. Trataste de mover la mano, pero el cuerpo te pesaba demasiado. Lograste reunir suficiente fuerza y quitaste el seguro. En un parpadeo, el hombre abrió la puerta de un tirón tan fuerte que bien pudo haberla zafado. Te apuntó con la pistola.

—En chinga papito, en chinga —te hizo señas para que salieras del coche—. Y cuidadito intentes algo, eh, porque de volada te mando con San Pedro.

Apenas te bajaste, el hombre de la pistola y otro más te rodearon. Eras bastante más alto que ambos, así que uno te obligó a agacharte y te tomó por el cuello. Enseguida sentiste el frío y la dureza del arma contra tu cabeza. Avanzaste a tropezones, con dificultad, hasta la camioneta. Alcanzaste a ver a un cuarto hombre en el asiento del conductor antes de que todo se volviera negro, negro, negro…

 

Despertaste y todo seguía siendo negro. Cerraste los ojos y los volviste a abrir. Una vez. Dos. Pero nada cambiaba. Lo único que veías era oscuridad. Intentaste moverte, pero tus manos estaban inmovilizadas. Comenzaste a entrar en pánico. El miedo se apoderó de ti. Miedo como nunca antes habías experimentado. Intentaste liberarte de las ataduras que te aprisionaban las muñecas, pero estaban demasiado apretadas y lo único que conseguiste fue lastimarte. Trataste de respirar profundamente para tranquilizarte. Inhalar y exhalar. Pero cuando querías jalar aire la tela del costal que te cubría la cabeza se te metía en la nariz, impidiéndote respirar. Sentías que te ahogabas, y entre más aire te faltaba, más hondo intentabas aspirar y menos lo conseguías.

A través del pitido agudo que te taladraba los oídos y te atravesaba el cerebro, alcanzaste a escuchar pasos que se acercaban. Voces que aumentaban en volumen y se hacían más claras, hasta que por fin lograste identificar lo que decían.

—Sí, buenas tardes. Con don Antonio, por favor —era uno de los hombres de la Suburban, de eso estabas seguro. Aunque costaba creerlo con ese tono de voz que no tenía nada que ver con el que habías escuchado antes—. Ah, él habla. Mire, namas para informarle que tenemos a su pinche hijo secuestrado.

Gerardo. Estaban hablando con el papá de Gerardo. De pronto te diste cuenta que no sabías dónde estaba Gerardo. Sabías por lo menos que no estaba muerto, o no estuvieran pidiendo un rescate por él. Intentaste moverte hacia un lado, hacia el otro, tanteando, a ver si lograbas dar con él, pero fue inútil. Sentías la necesidad de llamarlo, de susurrar su nombre, pero si los hombres estaban tan cerca como para que tú los escucharas, seguramente ellos también te escucharían a ti. Decidiste esperar.

—Queremos doscientos mil pesos —hizo una pausa—. Aquí se lo vamos a cuidar mientras tanto, pero le recomiendo que se apure. Y aguas con llamar a la policía, porque entonces sí no lo vuelven a ver. No estamos jugando. Nosotros nos volvemos a comunicar con usted. Que pase buena tarde.   

Doscientos mil pesos. Era más dinero del que jamás habías visto en tu vida, pero tal vez entre las dos familias lograrían reunirlo. Entonces te diste cuenta que no te habían mencionado a ti, sólo a él. ¿El rescate era sólo para él, o también para ti? ¿Aquel hombre ya habría llamado a tu familia? ¿Cuánto dinero les exigieron? Tu mente saltaba de un pensamiento a otro, tan rápido que apenas si lograbas algo de claridad. De nuevo sentiste que no podías respirar, pero esta vez era peor. No lograbas que el aire llegara a tus pulmones y en algún punto perdiste la conciencia.

 

Resultó que por ti iban a pedir un millón. Por algún motivo que no lograbas comprender, valías más. Uno de ellos te dijo que era porque sabían que pertenecías a una familia rica. Le dijiste que estaban equivocados, que tu familia tenía incluso menos dinero que la de Gerardo. Mientras el hombre te daba agua, le explicaste que tu papá era minero y ganaba apenas lo suficiente para mantenerlos; que el sueldo de vendedora que recibía tu hermana era todavía más bajo; y que tu mamá no trabajaba, se dedicaba sólo al hogar. Incluso te atreviste a contarle que lo poco que tenían ahorrado se les había ido en pagar la clínica de rehabilitación en la que habías estado internado antes de llegar a Poza Rica. Pensaste que a lo mejor eso lo conmovía o algo, pero no resultó. El hombre soltó una carcajada burlona y te golpeó, tan fuerte que tu labio se partió y en seguida notaste el sabor de tu sangre en la boca. Te dijo que eras un mentiroso y, cuando trataste de negarlo, una patada en el estómago te dejó sin aliento.

El hombre continuó hablando sobre tu tía Selene y tu tío Manuel, sobre los negocios que tenían en Ciudad de México: las tiendas de ropa, los estacionamientos, las plazas, los edificios, que para ellos un millón no era nada… pero el dolor era tan intenso que simplemente dejaste de escucharlo. No volviste a intentar convencerlo de que se estaban equivocando. ¿Quiénes eran esas personas? ¿De dónde te conocían? ¿Por qué sabían tantas cosas sobre ti y tu familia?

 

Horas más tarde te dijeron que le iban a hablar a tu mamá. En realidad, no sabías cuánto tiempo había pasado. Ya no tenías noción alguna del tiempo. El tiempo se dilataba y se contraía a tu alrededor. A veces sentías que llevabas días enteros y a veces parecía que todo había transcurrido en unos pocos minutos. No tenías manera de saber cuánto tiempo llevabas ahí. Cada vez que intentabas preguntarle a alguno de los hombres, obtenías por respuesta una risa, un grito y a veces un golpe.

Te explicaron lo que tenías que decir, amenazándote con matarte si decías algo que no. Pensaste que te quitarían el costal de la cabeza, pero no lo hicieron. Escuchaste el pitido de las teclas al marcar el número, y luego el tono de espera. El teléfono sonó y sonó y nada. Temías que nadie contestara. Por fin, escuchaste la voz de tu mamá. Fue peor que todo lo que te habían hecho hasta ese momento. Te quebraste. Sabías que tenías que hablar, decirle lo que ellos querían, pero no lograbas que las palabras salieran de tu boca. Entonces sentiste que algo te presionaba en las costillas, algo duro y puntiagudo.

—Ma, habla Miguel —dijiste con voz apenas audible—. No, no, no sé dónde estoy. Escúchame. Quieren… quieren un millón para soltarme. Dicen que… que no le vayan a hablar a la policía, que se van a dar cuenta si lo hacen y entonces... Y que… que luego les vuelven a marcar para…  

Te arrebataron el teléfono. No pudiste decirle lo mucho que la amabas, no pudiste decirle que estabas bien, aunque fuera mentira. Escuchaste su voz desesperada gritando “¿BUENO?, ¿BUENO?”, y luego a uno de ellos decirle:

—Un millón o lo regresamos en pedazos —el hombre te dio una palmada en la espalda y se rio—. Aunque seguro nos va a tomar muuucho tiempo.

Escuchaste más risas, y luego, fragmentos de una conversación que no hacía sentido.

—Sí, ya nos reunimos con los papás y la novia —dijo uno.

—Les dijimos que era un sustito para que dejaran de jugarle al narco —agregó otro.

—A ver si así dejan de andarse metiendo en nuestro territorio —añadió un tercero.

Las voces se alejaron y quedaste sumido nuevamente en el silencio. No entendías de qué hablaban. Te hubiera gustado preguntarles, pero sabías que lo más probable era que te respondieran con golpes. Así que no dijiste nada. Te quedaste ahí, donde sea que fuera ahí, esperando, pensando en si saldrías de ahí. O, más bien, en cómo saldrías de ahí. Entero o en pedazos.

   

El frío abrazo del agua te despertó de tu sueño. Sin previo aviso, una lluvia de golpes cayó sobre ti. Intentaste protegerte, pero no había manera de evitarlos. Llegaban de todos lados. Rogaste que se detuvieran. O quizá sólo lo pensaste. Rezaste con todas tus fuerzas que todo parara de una vez. Y antes de que cayeras inconsciente de nuevo, se detuvieron. Entre dos hombres te tomaron de las axilas y te levantaron. Te obligaron a arrodillarte.

—¡A la madre! ¡Cómo pesa este cabrón! —dijo uno de ellos.

Una vez de rodillas, te quitaron el costal de la cabeza. Salir de la oscuridad de manera tan repentina te lastimó los ojos. No lograbas abrirlos del todo, enfocar bien, aunque no sabías si era por la luz o por los golpes. Todo te dolía. Apenas lograbas mantenerte erguido.

—A ver, gordito —un tercer hombre apareció frente a ti, apuntándote con su teléfono—. Sonríe.

—Diles a tus papis que estás bien —dijo el hombre a tu derecha. Ambos te sostenían con firmeza, evitando que cayeras de cara al piso—. Pero que, si no se apuran en conseguir la lana, lo siguiente que les vamos a mandar no va a ser un video.

—Será un dedo —dijo el de la izquierda—. Incluso te dejaremos elegir cuál. O mejor una oreja.

Grabaron el video. Te escuchaste decir las palabras con una voz que no era la tuya. Una voz débil, rasposa por falta de agua. Apenas terminaste, te cubrieron de nuevo la cabeza y te soltaron. Caíste, pero no hiciste ningún esfuerzo por moverte. Te quedaste ahí tumbado, escuchándolos hablar con tu familia: los presionaban para que consiguieran el dinero. Ya no exigían un millón. Lo habían bajado a quinientos mil, pero seguía siendo demasiado. Te preguntaste quién habría contestado aquella vez. Quién vería el video. Imaginaste lo que sentirían al verte ahí, ensangrentado, pidiendo que por favor les den lo que quieren. Las voces se fueron apagando poco a poco, hasta que de nuevo no hubo nada más que tú, la oscuridad y el silencio.

 

Golpes, quemaduras, cortadas. Te obligaron a comerte tu mierda, a beberte tus orines. Te amarraron de un pie y te dejaron ahí colgando durante quién sabe cuánto tiempo. Tenías sed, mucha sed. Estabas tan cansado... El tiempo se fundió a tu alrededor. No sabías cuántos días o meses o años habían pasado. Cada vez que los escuchabas acercarse, sabías que venían a hacerte algo. Intentabas mentalizarte, pensar que esa vez sería la última vez. Era la única manera de aguantar, de no quebrarte. Pensar que, si aguantabas esa última vez, todo terminaría pronto. Ya sea que murieras o que te rescataran, pero todo terminaría pronto.

 

Durante los breves lapsos en que tu mente estaba consciente, pensabas mucho en Chumy. En cómo su cuerpo apareció repartido en bolsas junto con los restos de otras personas en Celaya, hace 3 años. Te imaginabas que así te iban a encontrar a ti, y te ponías triste al pensar en tu mamá, en tu papá, en Sara y en toda tu familia yendo a reconocer lo que quedara de ti.  

Pensabas que lo que te estaba pasando era una especie de karma por todas las cosas malas que habías hecho. Por no estudiar. Por haberle robado a tu propia familia. Por drogarte y hacer sufrir a tu mamá, a pesar de que le habías prometido que jamás te volverías un adicto porque no te gustaba verla llorar. Por pegarle a Brenda. Por todo lo que hicieron Chumy y tú cuando vivían en Abasolo, por toda la gente a la que lastimaron, directa o indirectamente. ¿Sería esto un ajuste de cuentas?

Te quisiste salir de ese mundo. Después de la muerte de Chumy, te prometiste dejar todo atrás. No más drogas, ni para consumo ni para venta. Pero bien dicen que del negocio sólo se sale hacia la cárcel o hacia la tumba. Imaginaste que pronto lo volverías a ver. Imaginaste que Sofía escribiría un cuento sobre ti, sobre tu muerte, igual que escribió uno sobre él.

 

Le hablaron a tu papá para preguntarle si ya tenía lo acordado. Supusiste que les dijo que sí, porque lo siguiente que escuchaste fue a ellos responder:

—Eso es todo, mi don. Al rato le volvemos a marcar para decirle dónde nos vemos.  

 

Te entregaron y entonces te enteraste de que pasaron 10 días.

10 años.

10 vidas.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.