Estoy en llamas
Martina no está enamorada de Gonzalo porque Martina nunca se enamora. Martina y Gonzalo son Martina y Gonzalo. Son un pack inseparable, como cuando quieres comprar pimiento amarillo en el supermercado y siempre viene envasado junto a un pimiento rojo y otro verde. No puedes conseguir al primero sin los otros y algo parecido pasa con ellos dos.
—Anoche te eché de menos —dice Gonzalo. Es su frase estrella cada vez que ha echado un buen polvo y piensa que Martina debía haber estado ahí. Es rubio y guapo, el tipo de chico con el que todas las adolescentes sueñan pero que no tiene tanto éxito como adulto porque las mujeres prefieren a los morenos. Está de pie en la puerta de la cocina, en el piso en el que viven juntos en Madrid desde hace varios años. Martina lo contempla desde una de las sillas en la mesa del centro, con unas gafas de sol oscurísimas y un cigarro entre los labios—. Deberías haber estado ahí.
—Haber llamado.
—Nena, lo hice. Tres veces. Pero parece que estabas ocupada.
—Ah, ya. —Ella también había pasado una noche entretenida. Había salido agotada después de cuatro horas de ensayo con el grupo, en las que no habían conseguido que nada sonara bien. Una de las veces, al terminar de cantar una de las canciones que siempre salía mejor, tiró el micrófono al suelo, frustrada. «¡Menuda mierda! ¡Nos puede comer la mierda!». Después de una tarde así, ¿quién no necesita desfogar? Llamó a un par de amigas que pasaron la noche con ella. Martina y Gonzalo tienen una relación que, emocionalmente, se equipara a la de dos hermanos; pero en lo físico, a la de dos amantes que no sienten ningún poder sobre el cuerpo del otro, y eso les da unas ventajas muy jugosas. Martina muestra una sonrisa pícara—. Tú también deberías haber estado ahí.
Mientras se sienta en una de las sillas junto a ella, el muchacho pregunta:
—¿Esta tarde conocerás a Uriel?
—Ajá. Tengo ganas, tiene un nombre interesante.
Aunque no puede ver los ojos de su amiga detrás de las gafas de sol, que lleva como en una película norteamericana porque tiene resaca, Gonzalo es capaz de imaginar el brillo travieso en ellos. Pues menuda decepción se va a llevar.
—Es el mejor productor que conozco, Mar. —Siempre la llama así, menos cuando se enfada—. Y también es el tío más tieso que te puedas encontrar. No se va a dejar tocar ni con un palo y desde lejos.
—Ya lo veremos.
Rosa, Damián y Mercedes están ya en el estudio cuando Martina llega con las mismas gafas de sol y el mismo aspecto pordiosero que tenía esa misma mañana. Mercedes la mira con evidente desaprobación cuando la ve entrar.
—No pongas esa cara, Dede. Me he duchado y todo.
Las carcajadas de Damián y Rosa rebotan contra las paredes de la sala mientras Martina se sienta en uno de los sillones despatarrada y con toda su poca gracia. Justo entonces, una voz masculina y desconocida irrumpe.
—Hola, soy Uriel. —Es alto, tiene el pelo oscuro rapado al uno y viste un estilo demasiado pijo para ese lugar. Observa al grupito que tiene delante con el ceño fruncido y queda claro, muy claro, lo que piensa de lo que ve—. ¿Sois Vesta?
—Tranquilo —dice Damián—. En realidad somos buenos.
Pero eso Uriel ya lo sabe, porque se han convertido en una banda conocida a nivel internacional y porque ha escuchado todos sus covers. Se los imaginaba un poco más presentables. Nunca los ha visto en concierto ni tampoco le ha dado por buscar imágenes de ellos en Instagram o Google. Es ese tipo de persona moderna, hippie, que alega contra la obsesión por los teléfonos móviles y defiende la conexión con la naturaleza.
Podría parecer soso, pero a Martina le llama la atención desde el momento en el que lo ve asomarse a la sala de grabación del estudio, con pantalones de pinza y mirada de superioridad.
—Lo sé.
Cuando cae la noche, han firmado un contrato, han comenzado con las primeras grabaciones, para tantear el terreno, se han despedido y han salido del edificio. Martina sabe que es su oportunidad cuando todos comienzan a alejarse.
—Oye —dice acercándose a Uriel—. Hola, soy Martina. Soy amiga de Gonzalo.
—Sí, lo sé. —Martina es guapa, lo sabe. También sabe el tipo de chica que es y sabe cuáles son sus intenciones. En otra situación, caería rendido a sus pies, como hacen todos, chicos y chicas—. Gonzalo me ha hablado de ti.
—¡Qué bien! ¿Quieres ir a tomar algo, entonces? ¿Una caña? —pregunta ella, ilusa y convencida de que lo tiene en la palma de la mano. En general, Martina suele ser más perceptiva.
—No, gracias. Tengo que irme.
Uriel da media vuelta y se marcha. Ella lo contempla anonadada. Nunca la han rechazado. Está acostumbrada a que la gente caiga rendida a sus pies, ha sido así desde el instituto. Y sus aires de grandeza han aumentado con Gonzalo, quien la trata como a una reina, una diosa, una auténtica deidad.
Una vez en casa, Gonzalo la recibe con la cena hecha y la mesa puesta. Está tan guapo como siempre y le promete tanto placer como siempre.
Martina se despierta con las manos de Gonzalo dentro de sus bragas y una sonrisa prometedora en la boca de él. Es así de empalagoso cada mañana, pero le gusta.
—Llegas tarde —le advierte Mercedes cuando la ve entrar en el estudio. Mercedes es la responsable, la bajista, pero también la representante del grupo; en fin, la estirada. Siempre se encarga de mantener el orden y de regañar a sus compañeros. «¡No volváis a subiros al escenario drogados! ¡Qué vergüenza de concierto!». Ellos nunca le hacen caso—. ¿Por qué llegas tarde esta vez?
—Lo siento Dede —lamenta Martina sin mucha convicción. Le da un sonoro beso en la mejilla a la aludida y luego se gira hacia Uriel, que la mira de pies a cabeza como quien mira un cigarro cuando está intentando dejar de fumar—. Es que Gonzalo se ha levantado juguetón.
Uriel esconde su repentino interés tras una máscara de indiferencia. Pero a Martina no se le escapa del todo el pequeño cambio en su mirada. Así que le gustan los retos. Las chicas ocupadas, las chicas que se resisten. Un poco misógino por su parte, pero ¿quién es ella para juzgar? A ella también le gusta el juego.
La mañana se pasa entretenida, sobre todo para Martina. En uno de los descansos, pasó por detrás de Uriel y aprovechó para posar la mano en su espalda, como quien no quiere la cosa. Él ni siquiera se molestó en mirarla, pero tampoco se apartó. Cuando se acerca la hora de comer, el grupo se despide y Martina decide probar suerte una vez más.
—¿Quieres ir a comer conmigo?
Es una muchacha determinada, eso tiene que reconocerlo Uriel, y en realidad no parece mala compañía. Le falta un tornillo, o unos cuantos, pero ¿a quién no? Además, quizás sí es interesante acercarse a ella.
—Vale.
A Martina no le gusta el sushi, pero es lo que propone Uriel, así que acepta sin rechistar. Todo el mundo sabe que a un hombre se le conquista por su estómago, incluso a los pijos modernos como él.
—¿De dónde eres? —pregunta Martina para sacar conversación. Están sentados bajo una intensa luz blanca en una mesa que a duras penas puede ser llamada así. Las mesas están tan pegadas unas a otras que apenas hay espacio para caminar cuando hay clientes comiendo. Eso de economizar el espacio parece que se lo han tomado muy en serio en ese restaurante. A Martina no le gustan los espacios cerrados y apretados—. No tienes un nombre muy común.
—Soy de Barcelona. ¿Tú vives aquí en Madrid?
—Sí. Nací en Toledo, pero me independicé en cuanto cumplí la mayoría de edad y la banda empezó a dar ingresos.
—¿Y vives con Gonzalo?
Estaba aguantándose, llevaba aguantándose toda la mañana y ya no podía más, tenía que preguntarlo. Porque cuando esta mañana Martina ha dicho que «Gonzalo se ha levantado juguetón», él se ha imaginado lo que es verdad: viven juntos. Cuando ella lo confirma, los ojos de él se cubren con un velo de interés aumentado.
—¿Sois pareja? —añade Uriel, porque de perdidos al río y él está dispuesto a lanzarse al mar.
Ella deja escapar una carcajada. En ese momento, un camarero se acerca para traer la comida que han pedido. Cuando se marcha, Martina se acomoda en su silla y estira las piernas por debajo de la mesa, rozando las de Uriel. Él no se aparta.
—Qué va, guapito. Somos amigos. —Guiñando el ojo, añade—: Solo lo pasamos bien alguna que otra vez.
—Joder, Martina. Te superas.
La muchacha gira la cabeza para mirar a su amigo.
—Gracias —Sonríe. Están tumbados boca arriba en la cama, desnudos y sudorosos. Apenas se han visto en los últimos días porque ella ha estado muy ocupada con el grupo y él trabaja en un restaurante, y en los restaurantes nunca hay tiempo libre, o al menos no te lo pagan—. Tú también te has superado esta vez.
—Yo siempre me supero, nena. ¿Qué tal estos días con el grupo?
La muchacha se incorpora para alcanzar un cigarrillo de la mesita junto a la cama. Lo enciende y se pega al cabecero para sentarse con la espalda apoyada. Gonzalo se deleita observándola y no pierde detalle de su cuerpo durante todo el proceso.
—Agotadores. Pero al menos tengo un entretenimiento.
—Ah, ¿sí? —Se incorpora y se sienta también junto a ella. Le gusta poder mirarla bien a los ojos—. ¿Y de qué se trata?
—De Uriel. Lo tengo casi comiendo de la palma de mi mano.
No es verdad. Comieron juntos un día, pero nada más. Él apenas le presta la atención justa para mantenerla enganchada. Pero algo le dice a Martina que el chico sí está interesado en ella, así que piensa seguir insistiendo. Tampoco tiene nada mejor que hacer.
—¿En serio? —pregunta su amigo sorprendido.
—¿Por qué suenas tan escéptico?
—Porque mi hermana lleva detrás de él años y nunca ha conseguido nada. Ahora que es el productor de Vesta, se ha planteado volver a intentarlo, pero no cree que lo vaya a conseguir.
—Es que Rosa es demasiado inocente, amor. Uriel esconde rebeldía detrás de esa fachada tan elegante.
Gonzalo no dice nada. La observa con una sonrisa un poco celosa y le quita el cigarro de la mano para darle un par de calos.
Esta vez han ido a una tienda de música en la que venden CDs, vinilos y merchandising de segunda mano. Es uno de los lugares favoritos de Martina en Madrid, y todos saben que a un productor se le conquista por su oído.
—La música que tocáis, los covers que hacéis, ¿es la música que sueles escuchar?
Uriel está frente a los vinilos que empiezan por la letra A y, aunque sostiene varios en sus manos, tiene los ojos clavados en ella.
—Al principio no tanto, ahora sí.
Martina se acerca y finge mirar unos vinilos tan cerca de él que sus brazos se rozan.
—¿Por qué? —pregunta Uriel.
—Antes solo hacíamos covers de música española. Ahora que somos internacionales, nos hemos lanzado con Amy o Bruce. Ellos me gustan más.
Esta vez es Uriel el que busca una excusa para tocarla. Pasa detrás de ella, acariciando su cintura con la mano. Se dirige hacia la zona con los vinilos que empiezan por la letra S y Martina lo sigue de cerca. Le gusta como lleva el pelo, rapado, y parece que le da un toque interesante a su estilo de pijo moderno.
—¿Cuál es tu canción favorita de Bruce Springsteen?
Martina lo mira a los ojos y parpadea con coquetería antes de responder.
—I’m on fire.
Uriel deja ver una media sonrisa que provoca un escalofrío en ella.
—No me sorprende.
—¿Y eso qué quiere decir?
Uriel acorta peligrosamente la distancia que los separa, por lo que ella se ve obligada a mirar hacia arriba para poder verle los ojos. Los tiene de ese color avellana que vuelve loca a la protagonista de los libros de romance juvenil y brillan como si supieran todos los secretos que Martina guarda.
—Eres el tipo de chica a la que le gusta I’m on fire.
Martina, por primera vez en su vida, se da cuenta de que necesita saberlo todo sobre alguien y sentir su cercanía, más allá del sexo.
—No abras los ojos.
—No los he abierto —asegura Martina. Odia las sorpresas, pero es lo que toca. Gonzalo lo hace de vez en cuando. Un año le regaló entradas para un concierto homenaje a Queen y ella tuvo la necesidad de agradecérselo con la piel. «Quítate los pantalones». No es su cumpleaños ni ha alcanzado un nuevo logro. No suele alcanzar logros. Después de un viaje en coche con los ojos cerrados, está nerviosa e impaciente—. ¿Queda mucho?
—No. Ya estamos. —Se detienen y, con las manos en su cintura, le susurra en el oído—: Abre los ojos.
Están en un hotel de lujo, con paredes blancas y decoración roja y dorada. En realidad es feo, pero reboza sofisticación.
—¿Qué estamos haciendo aquí? —pregunta Martina confusa.
—Pues… —Gonzalo saca una llave del bolsillo y comienza a tirar de ella para encaminarse al ascensor. Está muy guapo bajo la iluminación del hotel—. Tenemos una habitación para todo el fin de semana. Con piscina privada y servicio de habitaciones incluido.
No tardan en dar buena cuenta del servicio de habitaciones para pedir un par de botellas de vino y ponerse cómodos en la cama. Tampoco tardan mucho en descubrir que el colchón es mucho más cómodo que el que comparten en casa y que el sofá está diseñado para probar todo tipo de posiciones en él.
Tumbados en el suelo de la terraza, aún sudorosos y con las caras rojas, Gonzalo sorprende a su amiga cuando le pregunta:
—Nunca te has enamorado, ¿verdad, Mar?
Tienen un pacto no pactado. Lo saben todo el uno de otro, lo saben todo. Tienen confianza para todo. Pero nunca se habla de amor. Si lo hicieran, su relación podría volverse incómoda.
—No. ¿Por qué lo preguntas?
—Por nada. Por nada.
Uriel la ha invitado a su casa. No se lo esperaba, pensaba que tendría que arrastrarse un poco más y que, llegado el momento, tendría que echar a Gonzalo del piso para invitar a Uriel. Pero, aunque parezca raro, es él quien la ha invitado esta vez.
Más raro es que haya decorado el salón con velas y haya preparado una mesa elegante con copas de lujo y una botella de vino. Más raro es que suene I’m on fire de fondo. Más raro es que parezca tan cariñoso, que salude a Martina con un beso en la mejilla y posando la mano en su cintura. Más raro es que le acaricie la pierna por debajo de la mesa.
Cuando han acabado de cenar, se dirigen al sofá.
—Espérame aquí —dice Uriel antes de salir del salón y dirigirse al baño.
Martina aprovecha para respirar hondo y reconocerse a sí misma lo bien que lo ha hecho todo. Es una reina, una diosa, una auténtica deidad. Lo tiene comiendo de la palma de su mano, como cuando fue con su hermano a Portugal y los monos se le subían encima para robarle la comida.
El móvil de Uriel, sobre la mesita frente al sofá, se ilumina. No quiere mirarlo, no es una cotilla ni una controladora, pero no puede evitar ver el nombre de Gonzalo en la pantalla. No puede evitar tampoco acercarse y leer el mensaje.
Uriel, por favor. Estoy enamorada de ella.
Cuando Uriel vuelve y se sienta en el sofá frente a ella, con la copa en la mano, ella tiene claro lo que debe hacer. Le arranca la copa y la deja con poco cuidado en la mesita antes de pasar una pierna por encima de su regazo y quedar a horcajadas sobre él. A Uriel le brillan los ojos con malicia cuando posa las manos en sus caderas y la aprieta contra su cuerpo. Martina lo besa con impaciencia. Por fin. Ha conseguido lo que quería. Ella nunca se enamora.
Pero Uriel se separa cuando comienzan a tomar buen ritmo y le pregunta:
—¿Y si le decimos a Gonzalo que se una?
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