Escapes
Él creía que trataba de escapar de la soledad,
no de sí mismo. Pero la calle continuaba.
WILLIAM FAULKNER
–No puede ser, no puede ser. –Enciendo un cigarro, camino de un lado a otro por la habitación, aplasto el cigarro contra el cenicero. La miro–. Yo me cuidé. Tomé las precauciones. Siempre me cuidé. –Ema está delante de la cama, de pie, los ojos en el suelo–. No importa. –Reinicio la caminata en círculos por la habitación–. Todavía podemos hacer algo. Hay pastillas. Existen. Tengo un amigo. Él puede…
Ema me interrumpe. Un susurro, nada más:
–¿Me amas?
Me detengo, fumo, la miro.
–¿Qué?
–Que si me amas. –Ella sigue con la vista en el suelo, cruzados los brazos, su cuerpo recortado por la luz tenue de la lámpara–. Dímelo. Dímelo ya.
–Querida, no se trata de eso.
–Eres un cobarde. De eso se trata.
–Tengo una vida. Lo sabes. Siempre lo has sabido.
Me mira, por primera vez en toda la noche me mira.
–Tu vida es triste. O debe serlo. Por eso llegaste a mí.
Bajo la cabeza, fumo.
–Como sea. Debemos hacer algo.
–Tú haz lo que quieras. Yo tengo clara mi decisión.
–¿A qué te refieres?
Ema camina hacia la ventana y, de espaldas a mí, se queda contemplando las luces de la ciudad.
–Ya tengo 36. Y me siento sola.
Un grito estalla en mi garganta:
–¿Estás loca? Mi vida se irá a la mierda. Estoy con eso del libro, lo sabes. Y el dinero tampoco me sobra.
–La misma historia de siempre. –Ema sigue dándome la espalda, de pie ante la ciudad coronada de destellos–. La conozco bien. Y no me importa. No te pido billetes. Solo un poco de tiempo. –Su voz se quiebra–. Y un poco de amor.
Suspiro.
–Por favor, querida. No compliques las cosas. Todo es perfecto así como está. ¿Acaso no lo hemos pasado bien? Ya sabes, tú, yo, cariñitos de vez en cuando.
–Me cansé de ese juego. Lo siento, cariño. La decisión está tomada.
Un nuevo grito sale de mí:
–¡Eres egoísta, Ema! ¡Terriblemente egoísta!
–¿Ves que no somos tan distintos?
Le doy un puñetazo a la pared.
–Ahora lo entiendo todo –digo con una sonrisa que contrasta con mi cara roja–. Quisiste que esto pasara. ¿Cuándo dejaste de cuidarte?
–Para ti solo soy un pedazo de carne, ya lo sé. No olvides dejar cerrada la puerta.
Intento calmar mi jadeo con un nuevo cigarro. Miro su espalda un instante.
–Dime: ¿estás seguro de que es mío?
Ema se da la vuelta, camina rápidamente hacia mí y me responde con una cachetada.
La calle está desierta, la ciudad a medio dormir. Presiono el acelerador, mi coche retumba bajo la música de Deftones. En el bolsillo de mi pantalón vibra de pronto mi móvil. Lo saco y lo miro. Es un correo de mi editor: No lo olvides: solo te queda una semana para enviar el borrador de la nove…
Algo pasa. Suelto el móvil y alzo la vista. La calle sigue desierta, pero algo ha pasado. El parachoques ha recibido un golpe. Un golpe ligero, pero un golpe. Freno abruptamente, luego dirijo el auto hacia el arcén. Apago la radio y quedo acompañado nada más que por mi jadeo. Espero un rato. Luego levanto los ojos hacia el retrovisor. Hay algo. En la calle hay algo. Un bulto. Un saco de harina quizá. Aunque también parece un perro.
Me quedo largos minutos en el asiento, las manos pegajosas sobre el volante. Cada tanto espío por el retrovisor. No se mueve. El bulto no se mueve.
Un destello aparece de pronto por el retrovisor. Un auto se acerca. Con mano trémula enciendo el auto y arranco a toda velocidad.
Al llegar a mi apartamento paso directo al baño. El espejo me devuelve una cara de nieve. Pongo el pestillo. Inclinado sobre el lavamanos combato el sudor con un buen chorro de agua. Envuelvo mi cabeza en la toalla pero enseguida me saco la ropa y entro en la ducha. Lleno mi cuerpo con una generosa porción de jabón. Cierro los ojos y dejo que el agua haga lo que quiera conmigo.
Al rato la puerta se estremece bajo puñetazos.
–¡Maldita sea! ¡Llevas media hora! ¿Tú pagarás el gas?
–Ya-ya-ya-vo-voy-cariño.
Salgo del baño desnudo y corro hasta el dormitorio y me pongo ropa limpia. Luego voy a la cocina y me sirvo un vaso de whisky. Lavo el vaso pero enseguida me sirvo otro whisky. Y luego otro más. Entonces voy hasta el balcón. Ahí está Carla, observando la noche.
–¿Qué miras?
Carla no se voltea. Parece estar diciendo algo. De pie detrás de ella prendo un cigarro. Me quedo mirando las espirales de humo que se elevan ante mí durante un minuto o quizá veinte. Al rato Carla se da la vuelta y grita:
–¿Estás sordo?
–¿Perdón?
–Te digo que vino tu editor. Dice que no le contestas las llamadas.
–Ah…
–¿Es todo lo que tienes que decir?
–Digo… Sí, claro. Le voy a contestar.
Carla baja la cabeza y la mueve de un lado a otro.
–Envíale esa puta novela de una buena vez, ¿quieres? Necesitamos el dinero. –Carla entra al apartamento–. Me voy a dormir. –Al pasar a mi lado dice sin mirarme–: Tú lo necesitas, en realidad. Puedo seguir pagando este apartamento, pero ya no tus niñerías de escritor.
Salgo al balcón y prendo un nuevo cigarro mientras deslizo la mirada por la ciudad. Allá abajo, en la pequeña plaza arbolada, un vagabundo está tumbado de espaldas sobre una banca, con una libreta abierta sobre el rostro. Parece estar escribiendo o dibujando. Junto a la banca, acurrucado en el suelo, un perro algo mugriento lo acompaña. Los miro. De pronto, el vagabundo baja la libreta y parece dirigir sus ojos directamente hacia mí. Sí, me mira, definitivamente. Sostenemos las miradas unos segundos. Luego sube la libreta y con un lápiz en la mano vuelve a concentrarse en lo que sea que esté haciendo.
Dos o tres horas mirando el techo. Carla ronca dándome la espalda como lo ha hecho durante los diez años que llevamos casados. Estiro la mano hacia la mesita de noche y miro el móvil. Las 02:12. Me levanto de la cama, tomo mi ordenador y a través de la penumbra me voy hasta el living. Sentado en el sillón enciendo un cigarro y abro el documento de la novela. Nada más que veinte páginas. Me quedo un rato ahí, con los dedos muertos sobre el teclado. Suspiro. Cierro el ordenador de golpe, me levanto y agarro la chaqueta. También una pala y una bolsa negra.
Los brazos rígidos y a la vez temblorosos sobre el volante, sin música, aire helado emergiendo por las ranuras, el marcador de velocidad en el tablero no supera los 40 km/h. Me detengo en el arcén y ahí me quedo unos minutos, nada de música. Luego apago el auto y desciendo. La calle está vacía, una brisa helada corre susurrante por la acera. Camino. Bajo la negrura del cielo inspecciono ambos lados de la calle, pero nada. Me dirijo hasta los contenedores de basura de los alrededores, pero nada. Me subo al auto otra vez y recorro todas las esquinas contiguas, pero nada. Ni saco de harina ni cadáver de perro.
Conduzco sin rumbo. Me detengo en un paraje sombrío de las afueras de la ciudad, en una intersección entre la carretera y la vía del tren. Desciendo del auto y me apoyo contra el capó y con un cigarro entre los labios suelto varias nubecillas frondosas al cielo.
Tras varios minutos, un rugido creciente y un destello amarillo brotan juntos desde la negrura total que domina el horizonte. Tiro el cigarro y me subo al auto mientras el motor del tren retumba cada vez más fuerte en el aire quieto de la madrugada. Giro la llave, sin quitar el freno de mano y con el pie hundido en el acelerador hago que el auto se estremezca en gritos furiosos. El tren se acerca, corre a toda velocidad, horada la noche con su luz cegadora, y se acerca, y se acerca, y ya está aquí.
Entonces me abandono a una risa desafinada.
Entro de puntillas al apartamento. Carla está en el sillón, una pierna cruzada sobre la otra.
–No me importan tus aventuras nocturnas. –Se levanta y se acerca–. Pero la bencina no se paga sola. –De un manotazo me quita las llaves y se va al trabajo.
Abro el ordenador, le echo un vistazo a la novela, enseguida lo cierro. Con un cigarro encendido salgo al balcón. El sol empieza a derramar su luz blanquecina sobre los edificios, la ciudad se despereza poco a poco bajo el murmullo de los autobuses y taconeo de los zapatos sobre la acera. Me inclino sobre la baranda, a través del humo distingo al vagabundo en la plaza. Lo único que ha cambiado es la luz naciente de la mañana. El resto de la foto permanece intacta: sigue de espaldas sobre la banca, cubierto hasta el cuello por sus frazadas de cartón, la libreta sobre sus ojos, el perro mugriento echado a su lado. Lo estudio durante varios minutos a través de varias espirales de tabaco. Él, cada tanto, baja la libreta y también me mira, luego retoma su labor con el lápiz. Al rato voy a la cocina y armo tres sandwiches de jamón y queso fresco.
–Toma. –Sus ojos se expanden marrones bajo los rayos de sol que eluden las hojas húmedas de los árboles. Lentamente se incorpora en la banca y con mano temblorosa recibe el sándwich. Tras sentarme a su lado en la banca, me inclino hacia el perro y le acaricio la cabeza–. Para ti también, amigo. –El perro se levanta y con raudos colmillos devora el sandwich que le dejo en el piso.
Tras el improvisado desayuno estuvimos largo rato en silencio, el vagabundo chupándose los dedos, el perro lamiendo los restos de jamón en el piso, los tres iluminados bajo el fresco sol. Enciendo un cigarro y me quedo observando la masa ruidosa de transeúntes y vehículos que a nuestro alrededor se dirigen con determinación a quién sabe dónde.
–Lo envidio, señor –le digo al vagabundo, dirigiendo la vista hacia su rostro poblado por una barba rancia. Me mira con ojos brillantes. Luego baja la mirada. No responde. Al rato veo la libreta que tiene bajo el brazo–. ¿Escribe? –Asiente con la cabeza–. No quisiera ofenderlo, señor, pero ¿cómo aprendió? –Lentamente levanta su frazada de cartón y me muestra un marchito ejemplar de El Quijote–. Vaya, nada mal. ¿Me deja ver alguno de sus textos? –Parece no haberme oído. Alargo la mano y le arranco la libreta bajo el brazo.
El vagabundo se abalanza hacia mí.
–¡No! –grita con una voz opaca como si su garganta estuviera llena de polvo–. ¡No!
Con un movimiento ágil logro levantarme de la banca antes de que sus manos caigan sobre mí. El perro deja de lamer el piso y se queda mirándonos con la cabeza ladeada y la lengua afuera.
–Tranquilo –le digo–. Solo quiero echar un vistazo. Yo también escribo algunas cosas. –El vagabundo se queda jadeando en la banca. Parece no tener fuerzas para levantarse. Entonces abro la libreta. Leo. Cada vez más rápido. Las hojas restallan a medida que paso mi mano veloz sobre ellas–. ¿Qué es esto? ¿Cómo es posible que…? –Leo y leo hasta que arranco varias hojas de un tirón y las arrojo con fuerza al suelo–. ¿Quién mierda es usted? ¿Desde cuándo me espía?
El perro me ladra. El vagabundo, desde la banca, me mira.
–Yo… Yo solo… Yo lo envidio, señor.
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