La novia del encargado de guardarropa
Un par de semanas
después de la presentación de la revista universitaria —que ella seguía
llevando, aunque ya no tenía las mismas ganas que cuando era estudiante ni la
esperanza de que el proyecto tuviera algún impacto en el panorama literario de
Moscú— de repente le escribió Lexi. En realidad, se llamaba Olesia, pero
se presentaba siempre como Lexi y algún día dijo que no le gustaba nada su
nombre completo. Lexi no sonaba mucho mejor, pero tal vez podría parecer un
nombre más musical, de alguna cantante de un grupo de esos que hacen música
ruidosa y malsonante, con gritos y batería a lo loco. Y Lexi sí era cantante,
pero su grupo no duró más que dos primeros años de la carrera.
“Hola Asya! Qué tal”.
No era muy normal que Lexi le escribiera. Aunque en algunos momentos la podría
haber llamado su amiga —¿a quién no le gustaría tener una amiga cantante
de un grupo que hace música ruidosa y malsonante?— en realidad no lo era.
Cuando estudiaban en la misma universidad, se veían más a menudo, de vez en
cuando se chocaban en el patio en el recreo o Asya encontraba a Lexi con sus
numerosos compañeros en el supermercado enfrente de la facultad comprando
cervezas para bebérselas en el parque cercano en lugar de asistir a clases.
Pero las dos terminaron la carrera y solo se veían un par de veces al año, en
algún cumpleaños o en escasos eventos literarios que todavía las vinculaban a
la universidad. No eran amigas y en realidad nunca lo habían sido, por eso el
mensaje de Lexi la sorprendió bastante y suscitó en ella una leve preocupación,
como cuando recibes una carta de papel a tu nombre. “Hay una carta para ti,
hija, parece que es de la Universidad”.
“Hola! Bien, y tú?”.
Lexi tardó unos veinte minutos en contestarle. Seguramente no era
demasiado importante.
“Un amigo que estuvo en la presentación me pidió tu contacto. Se lo
doy?”.
Se quedó pensando un rato. ¿Qué amigo era? La presentación tuvo lugar en
una sala de un bar literario moscovita, llena de gente y de humo de
tabaco —a principios de los años 2010 todavía se podía fumar en los bares,
y los escritores se aprovechaban de ello—. Asya recordaba haber visto allí a
unos amigos de Lexi que ya conocía, pero si fuera uno de ellos, ella le habría
dicho el nombre, sería lo lógico. “Será otro rockero que se cree poeta, pero no
tiene ni idea del verso libre y tampoco sabe rimar”, supuso. Nunca estaba claro
—tal vez para ellos mismos tampoco— si este tipo de personas querían publicar o
ligar, y ninguna de las dos opciones era agradable.
Quedaron un
sábado por la tarde en la salida de una de las estaciones de metro en el centro
de Moscú. Hacía buen tiempo para mediados de octubre: el día era soleado y
agradable. Claro que ya había indicios de que pronto empezaría el interminable
invierno moscovita, casi nunca blanco y casi siempre negro y gris, con apenas
cuatro horas de sol y con una mezcla de nieve medio derretida y barro en las
calles. Pero todavía no era el momento, las lluvias no habían empezado y se
podía contemplar lo que se solía llamar con la melancólica expresión “otoño
dorado”.
“Estoy al lado del monumento de Griboyédov”, acababa de escribir
ella cuando casi le salta encima un chico bajito, de pelo rubio medio largo y
con la cara de una persona mediocre, demasiado mediocre, sin ningún rasgo que
se podría comunicar a la policía si en algún momento lo tendrían que buscar.
—Hola.
—Hola.
—¿Prefieres dar una vuelta o tomar un café por aquí? —Quería
acercarse más a ella, pero le daba algo de vergüenza.
—¿Y si damos una vuelta y luego tomamos un café?
En el primer momento, el chico, que se había presentado como
Seryozha —¿quién podría imaginarse un hipocorístico más banal de un nombre tan
banal?— estaba algo tímido, sobre todo porque le tocaba explicar el motivo de
esta inesperada cita. Empezó a hablar de cosas insignificantes —como
seguramente eran sus poemas, pensó Asya— y por alguna razón se detuvo más de lo
normal para explicarle qué le vinculaba a Lexi, como si esto tuviera
importancia.
“Ahora irá con sus poemas”, pensó Asya y se acordó de decenas de casos en
los que ella, redactora de la revista literaria de la universidad, tuvo que
lidiar con poetas jóvenes que en realidad no eran poetas porque lo que
escribían no podía llamarse poesía y en realidad tampoco eran jóvenes porque, a
pesar de su edad, la forma y el estilo de sus obras revelaban que no habían
leído nada escrito después del Siglo de Plata de la poesía rusa.
Con tanta experiencia, Asya ya tenía fórmulas preparadas que había
utilizado muchas veces como conjuros contra malos poetas. “Lo siento, no
publicamos a los que no sean participantes del festival”.
Mientras tanto, Seryozha ya le estaba contando su vida.
—Pues como te he dicho, no he terminado la carrera, he pedido un
año sabático, pero no creo que vuelva. Ahora estoy trabajando en el guardarropa
del teatro Sovreménnik. —Seryozha caminaba tan rápido que Asya, tampoco
demasiado lenta como cualquier persona con ansiedad, apenas podía mantener el
ritmo—. El jueves pasado te vi allí, pero no te saludé. Estabas con tus padres.
Asya lanzó una mirada a su figura totalmente gris y a la vez falta
de color, como arenque sumergido en la salmuera, y se imaginó saliendo con este
chico. “Soy novia de un encargado de guardarropa”. “Papá, este es Seryozha”, y
los vio estrechándose las manos. “Mamá, en julio Seryozha y yo nos vamos de
vacaciones a Sochi”. No, no se lo podía permitir. Era hija de un crítico
literario de renombre, ella misma aspirante a crítica y una poeta joven ya con
bastantes publicaciones, accésit del mejor premio para poetas jóvenes del año
pasado. Quizás por casualidad, pero accésit. Y no iba a salir con un encargado
de guardarropa gris como el arenque. No. No. No.
—Mira lo que tengo—. Seryozha sacó del bolsillo del pantalón —como
todos los hombres de todas las edades, tenía esa manía rara de meterse todo lo
importante en los bolsillos— un flyer de la cadena de
cafeterías Coffee House, en una de las cuales estaban sentados esperando que el
camarero les trajera la carta—. Dos por uno. Podemos pedir dos capuchinos, ¿qué
te parece?
Asya tenía decenas de estos flyers en su cartera.
Cuando salía del metro para ir a la universidad, casi siempre le daban uno. O
dos, si el promotor quería acabar con sus flyers lo antes
posible. Sintió un poco de vergüenza ajena por Seryozha, que quería ahorrar ya
en el primer café que tomaba con ella.
—Nada, que me gustaron tus poemas y quise conocerte más. Me alegro
de que hayas aceptado.
Habría preferido que él fuera uno más de esos rockeros de poemas
malos. En este tipo de situaciones sabía cómo defenderse. Pero Seryozha iba en
serio. Quería intentar ser su novio, ya estaba clarísimo. Y era horrible.
—Siempre está bien salir, dar un paseo…—. “Tengo que acabar con
esto ya”, pensaba ella—. Gracias por haberme invitado.
“Por cierto, ¿qué
tipo de música te gusta?”, escribió él pasados unos días.
Odiaba esta pregunta. Casi no escuchaba música.
“Flamenco y cosas así, españolas. Es que he estudiado español. Pero
cosas contemporáneas”.
“Pues yo soy más de rock ruso. Kino, Bi-2, Agatha Christie,
Acuarium, cosas por el estilo. A veces incluso voy a conciertos. ¿Has escuchado
algo de esto?”
“La
verdad es que no me gusta cuando cantan en ruso. Prefiero la música extranjera.
En idiomas que haya estudiado, para practicar”.
Cuando bajó del
tren en la estación de Púshkinskaya, Seryozha ya la estaba esperando. Resultaba
que Sovreménnik era parte de la misma entidad pública que el Teatro Chéjov, y
los empleados del primero podían pedir invitaciones gratuitas para el segundo.
Y eso fue lo que hizo Seryozha para su segunda cita con Asya.
Para manifestar el desprecio por la idea de estar saliendo con él,
Asya ni miró en Internet de qué iba el espectáculo. Le daba igual. No iba a
salir con este chico y no le importaba nada de lo que pasara entre ellos. La
intención de Seryozha nunca iba a cumplirse, les quedaban pocas citas, tal vez
esta sería la última. Ojalá lo fuera.
Cuando ella se acercó, él le dio un beso en la mejilla. Cuando Asya
estudiaba en el instituto, hubo un momento en el que todos empezaron a
saludarse con besos en la mejilla. En aquel entonces le hubiera gustado que un
chico la saludara así: estaba fuera de todos los grupos de amigos y rara vez
recibía estos besos de saludo. Los chicos no lo hacían nunca. Y las chicas,
solo si coincidían en el camino al instituto o en el guardarropa. Ay, el
guardarropa…
Justo estaban bajando al guardarropa del Teatro Chéjov. Seryozha le
estaba contando que una vez a él y a otros compañeros de Sovreménnik los
enviaron a trabajar a este mismo sitio, había un festival u otro evento
importante y mucha gente quería quitarse los abrigos antes de tomarse su
champán en el vestíbulo. Asya apenas lo escuchó. Intentaba que su desprecio
fuera total y completo.
Era evidente que Seryozha intentó prepararse para su cita. Llevaba
una camisa de color azul claro, mal planchaba y que quedaba fatal con los
vaqueros, que eran de un estilo mucho menos formal. Parecía un alumno que
intentó arreglarse para una fiesta en el colegio, de esos que siempre se
sientan en la última fila y a duras penas aprueban los exámenes.
Asya, al contrario, iba con ropa totalmente cotidiana, para
exagerar aún más su desprecio por la situación. Al principio no quería ni
pintarse los labios, pero al final sí lo hizo, y su boca de color rojo carmesí
hacía pensar en un cartel de alguna película de vampiros.
Después del espectáculo, Seryozha intentó dar un paso más e
invitarla a un bar. Tal vez creía que el alcohol le quitaría a ella este aire
indiferente y desdeñoso, o quizás él mismo necesitaba un dopaje para seguir con
sus intentos de acortar la distancia.
—Es que mañana trabajo. Ya sabes, desde las nueve de la mañana.
En realidad era desde las diez, pero una mentira tan insignificante
y con la buena intención de no convertirse en la novia del encargado de
guardarropa era completamente perdonable, ¿verdad? ¿O mentira?
—Por lo menos damos una vuelta, ¿no? —le preguntó cuando bajaban a
un túnel que los podría llevar tanto al metro como al otro lado de la plaza—.
¿Qué estación te viene mejor?
—La verdad es que Púshkinskaya. Pero bueno, Kuznetski Most o
Kitay-Górod también… —dijo ella con ganas de ir al metro ya.
—Kitay-Górod, perfecto. —La adelantó para sujetarle la puerta a la
salida del túnel, como un verdadero caballero—. Y luego si quieres te acompaño.
—No hace falta, gracias. Pero sí, vamos a dar una vuelta.
La puerta se cerró detrás de ella. No había vuelta atrás, iban a
dar una vuelta y luego el intentaría acompañarla a casa. ¿Será alguna costumbre
de los 90 cuando era peligroso ir sola por la calle de noche? ¿O alguna
manifestación de la cortesanía al viejo estilo? De todas formas, si lo
intentaba hacer este chico color gris arenque con su camisa impertinente,
quedaría en ridículo.
—Bueno, ¿qué te ha parecido el espectáculo?
—Me ha gustado, ha estado bien—. En realidad no le ha parecido ni
bien ni mal, no era el tipo de obras que le gustaba, prefería cosas más
clásicas, Chéjov, Ostrovski, Brecht, incluso Shakespeare o alguna
reinterpretación de las tragedias de la Antigua Grecia. Era hija de sus padres,
amantes de todo lo clásico y puro, y su rebeldía contra el canon se limitaba a
que iba de vez en cuando a recitales de poetas que escribían sobre el sexo y
usaban palabrotas, lo que a su madre le parecía abominable. “Para mí, cierto
tipo de léxico es inadmisible en la poesía”—. Sobre todo las canciones. Las
canciones han estado bien.
—¿Pero no dijiste que no te gustaba cuando se cantaba en ruso? —Seryozha
ya estaba bastante seguro de sí mismo para soltarle cosas así. Quizás fue el
hecho de haberle traído invitaciones gratuitas, la camisa formal o sus gestos
de caballero lo que le hizo sentirse más valiente. Incluso le gustó verla algo
confundida por su pregunta, aunque solo fuera medio segundo.
—Bueno, en este caso ha estado bien. Encajaban bien con la obra.
Como era de esperar, unos metros antes de la entrada a la estación
de Kitay-Górod, él volvió a sacar el tema de acompañarla a casa. Ella se
encogió por dentro y se preparó para la defensa.
—No hace falta, ya te he dicho. Además, no te pilla de camino. No
te preocupes.
—¿Y si te violan o te secuestran? —Intentó usar el humor como el
último recurso—. La policía descubrirá que fui yo la última persona que te vio…
¿Y cómo les explico por qué te dejé sola?
—No pasa nada, no me violarán. Adiós.
—Por lo menos escríbeme cuando llegues.
—Vale, te escribiré. Adiós.
—Nos vemos.
“¿Qué tal tu fin
de semana?”, leyó Asya el domingo siguiente.
Tardó en abrir el mensaje unos 15 minutos y otros 10 en contestar.
Quería mostrarse totalmente desinteresada.
“Bien, ¿tú?”.
“Pues estoy en la casa de campo, por Solnechnogorsk. Un sitio de
maravilla, con lagos y todo… ¿Has estado alguna vez por aquí?”.
Lo único que sabía de Solnechnogorsk era que estaba al noroeste de
Moscú, mientras que ella vivía en el este. Era lógico: la familia del chico
vivía en Stroguinó, un barrio en el noroeste, y la casa de campo también se la
compraron en el noroeste, para que fuera más cómodo ir y volver… Por un segundo
se imaginó yendo a Stroguinó cada semana, tal vez —no, por dios— que tendría
que trasladarse allí, en verano ir a Solnechnogorsk… Pero en seguida se acordó
de que no iba a salir con Seryozha. Claro que no. Un encargado de guardarropa
que no pensaba terminar la carrera. Un rubio ordinario, ni guapo ni feo,
mientras que a ella le gustaban los chicos de apariencia llamativa, y sobre
todo morenos. Un amante del rock ruso que le daría el coñazo con Víctor Tsoy.
No, claro que no.
“La verdad es que no”.
“Creo que te gustaría. Si algún día quieres venir, avísame”.
Tenía que actuar
ya para romper este círculo vicioso que cada vez se estrechaba más alrededor de
ella. La invitó a su casa de campo, y eso después de la segunda cita en la que
ni le permitió acompañarla a casa, ¿en serio? Pues sí, iba en serio. Y ella
tenía que hacer algo ya.
Su plan era
perfecto y no podía fallar. Por fin iba a acabar con ello. Mostrarle que no era
una mujer con la que él se sentiría a gusto. Romper sus ilusiones.
Decepcionarlo. Un plan digno de una colegiala que no sabe decir que no. ¿Qué
podía ir mal?
Como en algún sentido era su turno para proponer una actividad para
la cita, ella encontró el evento literario que más le chocaría a Seryozha.
El slam poético, evento celebrado en un bar decorado al estilo
BDSM, con una pared de peluche rosa y unas cadenas en las sillas. Pero lo peor
del evento eran los poetas que se emborrachaban y se portaban peor que una
horda de bárbaros.
Lo primero que hizo fue besar el aire en lugar de la mejilla de
Seryozha cuando se vieron en el metro. Tenía que marcar la diferencia. Estaba
segura de que a Dima, el organizador del evento que hace unos años intentó
acostarse con ella en un festival literario en la ciudad de Tver, no le
importaría e incluso le podría gustar si ella lo saludaba con un beso y un
abrazo mucho más cálidos de lo normal. Esperaba que así Seryozha vería que ella
era una mujer perdida que se lanzaba encima a todos los hombres.
Interpretó su escena con Dima con mucha dedicación, aunque este
último ya estaba algo borracho y casi no participó. No se lo presentó a
Seryozha, lo que, según ella, debería ser otra señal de que no lo trataba en
serio.
Al entrar en el lugar del evento, que era la sala más grande del
bar con mesas que rodeaban el escenario, se apresuró hacia una mesa en la que
vio a Zhenya, un excompañero de universidad y al mismo tiempo poeta joven
bastante conocido, que tomaba vodka con unos amigos. El problema era que Zhenya
estaba casado y su mujer estaba sentada a su lado. Pero Asya ya estaba bastante
desesperada para pensar en las apariencias. Se lanzó hacia él y le dio un beso
en la mejilla y un abrazo demasiado fuerte. Luego lo repitió, con menos
dedicación, con su mujer y otros compañeros que conocía.
—Hola, chicos, ¿qué tal? ¿Me puedo sentar aquí?
Zhenya se apartó dejándole sitio. Seryozha, algo confundido, fue a
buscar una silla.
—Zhenya… Marina… —sin muchas ganas empezó a presentarlos Asya
cuando él volvió con una pesadísima silla de hierro que apenas podía
arrastrar—. Y este es Seryozha, un amigo.
Enfatizó esto del “amigo” para que él supiera cuál era su sitio.
El siguiente paso del plan era mostrarle sus adicciones. Las dos
veces que habían quedado no llegaron a tomar nada más fuerte que el café, el
tema del alcohol nunca había salido (si no contamos aquella propuesta de ir al
bar que ella rechazó), y ella nunca había fumado en su presencia. En realidad,
solo fumaba en recitales de poesía. El mismo ambiente invitaba a hacerlo.
—Marina, ¿me das un cigarrillo? Es que se me ha olvidado comprar…
—Asya empezó con su plan. Mujer perdida, fumadora, borracha… Quería mostrarle a
Seryozha que no era una buena compañera para ir ni a Solnechnogorsk, ni al
teatro. Lo daría todo por decepcionarlo de verdad—. Y un mechero también, gracias—.
Inhaló el humo—. Hay que pedir más vasos al camarero, que también vamos a
tomar… Y más vodka, por supuesto. Que la noche solo está empezando…
A la mañana
siguiente, Asya se despertó en una habitación desconocida. Sin embargo, los
pósteres de Kino y Acuarium y una guitarra en el rincón hacían fácil la tarea
de adivinar quién era el dueño, incluso para el cerebro de Asya, nublado por la
resaca. Escuchó unos pasos y lo vio entrar, con un vaso de agua en la mano y
una sonrisa compasiva. Un rayo de sol caía sobre su pelo rubio, dándole un tono
dorado.
—¿Qué pasó anoche?
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