El hombre de la mesa dos
Era la cuarta vez que hacía lo
mismo. Llegaba al café y se sentaba en el mismo lugar, junto a la ventana. Pero
esta vez estábamos tranquilas.
—Este hombre es
peligroso, Olivia —fueron las palabras de Lina la primera vez que lo vio. Luego
añadió:
—Bueno, que sea lo que
Dios quiera. —Era una frase que repetía al menos cinco veces al día.
El hombre tenía
aproximadamente cuarenta y cinco años, era escuálido y tenía un aspecto
descuidado. Su piel era grisácea y arrugada, con ojeras marcadas. Se peinaba
con gel al estilo ochentero y vestía siempre de negro: polera, pantalones
estrechos y zapatillas. Llamaba la atención, pero también podía confundirse con
un santiaguino cualquiera.
Ese día repetimos la
rutina de siempre. Me acerqué y le pregunté qué quería servirse, mientras Lina
comenzaba a preparar un capuchino. Él no dejaba de mirar la casa de la esquina,
justo frente al local. Cuando me escuchó, respondió automáticamente:
—Capuchino.
Fui a buscar el café,
que mi compañera ya había preparado, y lo dejé en su mesa junto a dos sobres de
azúcar rubia. Luego, Lina y yo intercambiamos miradas y nos colocamos tras el
mostrador a vigilarlo.
Era nuestra segunda
semana recibiendo su visita. La semana anterior había venido dos veces, el
martes y el jueves. Esta semana ya había aparecido el martes y tal como
sabíamos, volvería hoy.
—Necesito una mesa que dé a la
calle. Esa. Esa está perfecta. ¿Puedo cargar mi celular? —fue nuestra primera
interacción. También, la única vez que me miró a los ojos mientras hablaba.
—Sí, debajo de la mesa
hay un enchufe —apenas alcancé a responder cuando dejó de mirarme para siempre.
Le dejé el menú sobre
la mesa. Él agitaba la pierna con fuerza.
—Un capuchino con dos
sobres de azúcar rubia —dijo sin apartar la vista de la casa.
Luego, comenzó a marcar
un número en su celular. Volvió a intentarlo una y otra vez, sin hablar con
nadie. Así pasó dos horas.
—¿Qué es lo que mira? —Lina
preparaba un pan con queso fresco y tomate para la mesa seis.
—Quizás espera a
alguien. No me mires así, también me da desconfianza, pero prefiero buscar una
explicación que nos deje tranquilas a las dos —Al terminar de susurrar, el
hombre se levantó de su silla de un solo movimiento, se puso el abrigo y dejó
un billete de diez mil pesos sobre la mesa. Corrí a entregarle la boleta y a
recibir el dinero para darle su vuelto, pero cuando llegué, ya estaba saliendo
por la puerta.
—¡Quédense con la
propina! —gritó antes de dar un portazo.
Lina y yo no alcanzamos
a ver qué había provocado su reacción. La calle seguía exactamente igual. El
hombre se detuvo frente a la casa que había estado observando y comenzó a tocar
la puerta. Permaneció allí por una hora, pero nadie le abrió. Finalmente, se
fue.
Lina siempre decía que
venía de una familia de brujos y que había heredado algo de su madre. Pocas
veces le pasaba, pero aseguraba que podía sentir cuando alguien cargaba con
algo oscuro y esta era la ocasión.
En la mañana del cuarto día,
hablamos con Paula y le contamos los diferentes eventos relacionados con el
hombre. Hicimos un listado de todas sus actitudes extrañas y Lina incluso
diseñó tres posibles planes para evitar que volviera al café.
Nuestra jefa se había
tomado tres semanas de vacaciones y había bloqueado su celular para
desconectarse por completo, por lo que no se había enterado de nada. Paula
fingió escucharnos con atención mientras contaba las boletas del día anterior y
cuadraba la caja con una calculadora, lo que en el café llamábamos “la forma
tradicional”. Finalmente, tras hablar extensamente, nos miró con seriedad y nos
advirtió:
—El viernes arreglan
las cámaras de seguridad. Llamen a la policía si es necesario, pero sin
escándalos. ¿Entendido? No puedo creer cómo se ha transformado este barrio. —Lina
puso los ojos en blanco. Nos preocupaba la seguridad de los clientes, pero
sabíamos que, legalmente, no podíamos negarle la entrada.
En su segunda visita,
el hombre eligió la misma mesa. Conectó su celular para cargarlo y nos gritó:
—¡Capuchino, por favor!
Sin ningún escrúpulo,
se acomodó y comenzó a mirar por la ventana. Con su celular, empezó a tomar
fotos de la casa. Cuando Lina le llevó el café, el hombre, de un salto, guardó
el aparato en su bolsillo.
—Está enviando esas
fotos por mensajes. Está obsesionado con la casa —susurró Lina cortando trozos
de torta y reponiendo la vitrina.
Esa misma tarde, el
camión de los proveedores de Paula se estacionó justo frente a nuestro puesto
de trabajo, bloqueando la vista del hombre. Enfurecido, golpeó la mesa con
fuerza y la taza de capuchino saltó, salpicando la mesa. Sin perder tiempo, se
levantó y cambió de asiento para intentar recuperar su punto de vigilancia, pero
una pareja de ancianos ocupaba el lugar que necesitaba. Sin dudarlo, se paró
justo detrás de ellos para seguir observando.
Los abuelos bajaron el
tono de su conversación, incómodos. El abdomen del hombre rozaba la cabeza del
anciano, que intentaba seguir hablando con su esposa. Me acerqué a retirar los
platos vacíos de la mesa mientras Lina ayudaba a Bruno, el proveedor, a bajar
las casatas de helado y llevarlas a nuestros frigoríficos.
—Disculpe, ¿puede dejar
de golpear con su panza a mi marido? Todo el local está vacío. ¿Es necesario
que se pegue a nosotros? —La mujer, cansada de la situación, lo enfrentó con
firmeza.
El hombre no respondió.
Yo seguí recogiendo
platos y tazas, pero sentí la mirada de la señora clavada en mí. Lina, atenta a
la escena, estaba lista para intervenir. Apreté los labios y suspiré.
—Señor, está
incomodando a los clientes. ¿Puede volver a su asiento?
No obtuve respuesta.
—Si no vuelve a su
mesa, me veré obligada a pedirle que abandone el local.
El hombre, que no
dejaba de morderse los labios, soltó un grito y lanzó un manotazo al aire,
golpeando el borde de mi bandeja. Todo se tambaleó. Las cinco personas que
estábamos allí —la pareja, Bruno, Lina y yo— lo miramos en silencio.
De repente, en un
arrebato, salió del café empujando a Bruno, haciendo que una casata volara por
el aire hasta reventarse contra el suelo.
Afuera, encendió un
cigarro y se escondió detrás de un árbol, desde donde seguía mirando la puerta
de la casa.
Nosotras, dentro del
café, limpiábamos cinco kilos de helado de vainilla derramado. Guardamos las
facturas que nos dejó Bruno sin dejar de vigilar al hombre, que seguía sin
moverse de la calle.
—¿Necesitan que me
quede un rato más? Ese tipo no está en su sano juicio — Bruno era un hombre amable y
protector, y eso había seducido a Lina desde que se conocieron.
—No somos el motivo de
su obsesión. No nos va a hacer nada. Es esa casa, lo que hay dentro de ella
—respondí instintivamente.
Cuando aparté la vista
del hombre oculto tras el árbol, noté que Lina me miraba molesta. Con un leve
movimiento del cuello, me señaló a Bruno.
—Bueno, si quieres,
quédate unos minutos para tu tranquilidad. Te servimos un café —con ese
comentario enmendé mi error y Lina me sonrió.
La tarde transcurrió
sin cambios: el hombre seguía tras el árbol, mientras Lina y Bruno tomaban café
y yo atendía a los pocos clientes que entraban.
—Bueno, debo seguir
trabajando o no alcanzaré a hacer todas mis entregas hoy —anunció Bruno, justo
cuando Lina lanzó un grito.
Desde la ventana vimos
a una mujer aparecer por la esquina. El hombre, al verla, corrió hacia ella. La
mujer se apresuró a abrir la puerta de la casa, pero él la alcanzó antes de que
pudiera entrar. Forcejearon con fuerza hasta que un transeúnte intervino,
distrayendo al hombre y dándole a la mujer la oportunidad de cerrar la puerta
de golpe.
El sujeto, como una
bestia, comenzó a golpear la puerta con furia.
El transeúnte,
aterrado, salió corriendo sin dejar de mirar hacia atrás. Todo sucedió en
cuestión de segundos y ninguno de nosotros alcanzó a hacer nada. Nos había
descolocado por completo la situación.
El café era un lugar especial. Se
encontraba en un barrio que, antiguamente, había tenido gran valor histórico,
por lo que conservaba la estructura de una casona colonial, aunque ahora
estuviera en pleno sector residencial. Nuestro perfil de clientes era variado:
desde norteamericanos exoticistas que huían de los grandes centros turísticos
en busca de una conexión más auténtica con la cultura local, hasta vecinos y
vecinas que bajaban en pijama a tomarse el primer café del día.
Lina llevaba más tiempo
que yo trabajando en el lugar. Era la mano derecha de Paula y su relación con
ella tenía todo el cariño y la tensión de un vínculo familiar. Llevaba siete
años allí y se había mudado a solo cinco cuadras del café. Yo, en cambio, había
llegado buscando un trabajo provisional, pero terminé quedándome más de lo
esperado. Estaba por cumplir seis meses en el local. Ya conocía a los vecinos
habituales y me había hecho buenas migas con casi todos los proveedores.
—Nunca había ocurrido
algo tan extraño como lo que está pasando. Y eso que, en el café, ya habían
pasado cosas raras. Después de tantos años piensas que lo has visto todo. Es que no tiene ni un poco de vergüenza —dijo
Lina el tercer día, cuando vio al hombre entrar nuevamente.
Habíamos pasado todo el
fin de semana sin noticias de él, y pensamos que no volvería al local. Lo cual
nos había dejado intrigadas, pero tranquilas.
Ignoró por completo el
incidente del día jueves y, como si nada hubiera pasado, gritó su pedido de
capuchino, igual que siempre. Lina tomó su celular y lo escondió detrás de los
frascos de galletas.
—Esta vez lo vamos a
grabar. Haré lo posible para que ese hombre no vuelva a entrar aquí. —Yo solo
asentí y seguí con la rutina.
Cuando me acerqué a
dejarle el café, alcancé a ver su celular: tenía una conversación en la que
solo él había enviado mensajes.
Cuando se lo comenté a
Lina, ella dejó salir el aire de golpe, acompañando la exhalación con una media
risa.
—Es que es sumar dos
más dos. Esto sólo confirma mi hipótesis. Pobre mujer. —Ese día el hombre se
quedó hasta tarde. La mujer no apareció, ya había oscurecido y nosotras
comenzamos a cerrar el café. El hombre estaba claramente molesto, ya no sólo
movía la pierna y se mordía los labios, sino que había comenzado a sudar.
Con Lina nos
organizábamos rápido. Ella se encargaba de la parte administrativa, mientras yo
hacía las labores de aseo. Apagábamos las máquinas, reponíamos los
servilleteros, guardábamos la comida en bolsas para conservarla por más tiempo
y bajábamos las cortinas.
Teníamos un pequeño
ritual que no compartíamos con nadie: sacábamos la borra del café, nos
lavábamos las manos y la cara con ella. Los aceites del café nos exfoliaban la
piel y nos la dejaban suave.
Pero esa noche, con el
hombre aun ahí, ninguna de las dos se sentía cómoda cerrando las cortinas, por
miedo a que eso lo hiciera reaccionar de mala manera. Así que decidimos hacer
nuestro ritual de todos modos, y comenzamos con nuestro momento de cuidado
personal. Teníamos la cara llena de café molido cuando sonó el portazo.
En menos de un minuto, otro ruido
nos hizo saltar. Fue el de un vidrio atravesado por una piedra a gran
velocidad.
—¡Puta! —gritó el
hombre a todo pulmón.
Sobre el mesón quedó un
billete de veinte mil pesos.
Su propina había
aumentado con el tiempo. Lina suponía que era su forma de comprar nuestro
silencio.
El hombre salió
corriendo. Nosotras nos lavamos la cara rápidamente, bajamos las cortinas ,
sacamos la basura y nos quedamos fumando un cigarro mientras repetíamos, una y
otra vez, lo que cada una había visto.
El celular de Lina se
había apagado. Se nos había olvidado revisarlo y se descargó después de haber
pasado todo el día grabando.
Estábamos a punto de
irnos cuando llegó una patrulla. De ella bajó la mujer.
La vecina de la casa de
al lado abrió la puerta y corrió a abrazarla.
Nos miramos en
silencio. Durante mucho tiempo nos preguntamos si debíamos acercarnos o no. Hasta
que, finalmente, decidimos hacerlo.
—Estuvo aquí, lo
escuché gritar —repetía la vecina. Los policías le preguntaron si había logrado
verlo o si tenía algún registro del momento. La señora negaba con la cabeza.
—Nosotras lo vimos. Ya
es la tercera vez que viene a nuestro local ese hombre. Siempre se sienta en la
mesa dos y desde ahí mira la casa toda la tarde. —Lina asintió a mis palabras y
le preguntó a la vecina si tenía un cargador.
—Nosotras lo grabamos
toda la tarde. Estamos sin cámaras de seguridad y ya habíamos tenido problemas
con él —dijimos mientras entrábamos todos a la casa de Clara, la vecina. Ella
nos sirvió té mientras esperábamos que el celular de Lina se cargara. La mujer
nos contó que se había quedado esa noche con una amiga, pero al saber que le
había roto la ventana, decidió ir a la comisaría y regresar con los policías.
El hombre tenía medidas de alejamiento y, como los martes y jueves los tenía
libres en su trabajo, aprovechaba para visitarla. Los demás días, le escribía o
daba vueltas por su lugar de trabajo.
El celular de Lina se
encendió y comenzamos a revisar el video. Aparecía el hombre tomándose un
capuchino durante cinco horas. La grabación terminaba pocos minutos antes de
que se fuera, justo cuando la luz comenzaba a retirarse. Solo teníamos la
prueba de que había estado vigilando la casa durante horas.
Al ver el video, la
mujer se levantó al baño. Sin ella, le preguntamos al policía qué iba a
suceder, y él levantó los hombros.
—La verdad es que, sin
video, no hay pruebas. Él tiene derecho a tomarse un café mirando por una
ventana. —Ante la respuesta del oficial, todas nos alteramos, preguntando sobre
nuestros testimonios. Nosotras lo habíamos visto. Él nos respondió que nuestros
testimonios no eran suficientes, pero que si queríamos, podíamos dejar nuestra
declaración. Si la mujer decidía tomar acciones legales, podría contar con esos
antecedentes.
Le contamos sobre el
incidente con el helado de vainilla, pero el oficial solo respondió con
sarcasmo:
—¿Quieren meter preso a
alguien por tirar helado de vainilla al suelo?
Luego le preguntamos sobre la orden
de alejamiento. Desde el café se cumplían los cien metros, pero como no
teníamos el registro de que él hubiese lanzado la piedra, no había mucho que
hacer.
Finalmente, preguntamos
por las cámaras de seguridad en la calle. El oficial nos explicó que no era tan
fácil acceder a ellas, que se necesitaba una razón más fuerte que una ventana
rota.
—Ya está. Está claro
que esto es un problema de falta de voluntad —dijo Lina, mirando fijamente al
oficial.
—Las cosas siempre son
más difíciles de lo que uno cree —respondió el uniformado, bebiendo su último
sorbo de té.
La mujer salió del baño
y le agradeció a la policía por su ayuda. La patrulla abandonó la cuadra.
—No sirven de nada.
Vamos a seguir todo como lo hemos hablado —dijo la mujer, mirando a su vecina.
Nos quedamos hasta las tres de la madrugada en la casa de ella, luego nos
fuimos a dormir a la casa de Lina.
Al día siguiente,
trabajamos de manera automática, bostezando todo el tiempo. Comenzamos a
escribir un listado de todo lo que había sucedido para contárselo a Paula
cuando regresara. Vimos por la ventana cómo la vecina ejecutaba todo el plan, y
la saludábamos de vez en cuando. El día transcurrió lentamente, tuvimos poco
público y cerramos antes de lo habitual.
—Mañana seguro vuelve.
Pero será la última, Olivia, estoy segura. —Lina y yo miramos la casa y su
ventana rota.
Llegué a mi casa a
dormir.
Ese cuarto día, después de
reorganizarnos toda la mañana con Paula, comenzamos a preparar nuestro set de
grabación. Lina había traído su celular y su cargador, y esta vez yo también
había traído el mío. Ambas escondimos nuestros aparatos y los enchufamos a la
corriente.
Aquella cuarta vez fue
igual, pero esta vez el hombre llevaba un bolso. El café estuvo vacío casi toda
la tarde y él, igual de ansioso, miraba por la ventana. Lina no dejaba de mirar
el reloj, hasta que a las cinco de la tarde con trece minutos apareció un
automóvil en la calle. De él se bajó un hombre con un cuadrado de cartón y un
taladro. Comenzó a instalar un anuncio afuera de la puerta de la casa y luego
se fue. Nos acercamos a nuestros celulares, listas para grabar. El hombre lanzó
veinticinco mil pesos en la mesa y salió con prisa, tomando su bolso. Al ver el
cartel de "Se arrienda", comenzó a golpear la puerta. Luego abrió su
bolso, sacó un martillo y destrozó la manilla. Entró a la casa vacía.
Los gritos del hombre se
escuchaban hasta el café. Luego abandonó la casa corriendo. A los minutos
llegaron los oficiales; Clara los había llamado, tal y como se había
comprometido. Nosotras le enviamos los videos a la mujer por mensajes y luego
se los entregamos a los oficiales mientras hacíamos turnos en el café.
—Ya no hay nada más por
hacer. —Lina volvió al local y Clara se quedó con los oficiales.
La tarde se nos hizo
larga. No hablamos mucho más, durante dos semanas el hombre había sido nuestro
tema de conversación y teníamos claro que, por lo menos para nosotras, esa
historia había acabado. Limpiamos como siempre, cerramos las cortinas y nos
lavamos las manos y la cara con la borra.
—Qué sensación más
extraña quedó aquí ¿no? — le dije cuando fumábamos el último cigarro del día. —
No parece justo que se haya tenido que ir. Ojalá que se encuentre mejor donde
esté. —Ambas nos quedamos fumando
mientras veíamos la casa con la puerta y la ventana destruidas.
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