Caja Negra
Aquella noche habíamos
vuelto a quedarnos más allá de la hora de cierre. Era la tercera ocasión en lo
que iba de semana, y a duras penas estábamos a jueves. Las caras de extenuación
y de condena de mis compañeros una vez que cayó aquel metálico telón de chapa —y de que, por ende, quedásemos exentos de toda obligación de preservar la pulcritud
de nuestro papel— parecían delatar un disgusto generalizado. El
reflejo rutilante de la luz cálida, precipitada desde el foco colgado como una
lluvia de estrellas, exhibía el sendero intransitado de agua de fregona que
Raúl, con laboriosidad abnegada, ya había abierto en su estela.
—Algún día tendremos
que quejarnos al jefe de esto. —Raúl movía los labios con abstracción, mientras
sus rodillas se plegaban hacia el caudal irregular con que su palo de fregona
parecía trazar un orden en aquel hermético cosmos de baldosas. Los trabajadores
que transitaban las postrimerías de aquellos meandros endiablados se
cercioraban de no imprimir sobre ellos su marca, como si se hubiesen tratado de
vivientes vestigios de un sagrado orden primigenio—. Ya es la tercera vez que
se me pinza la espalda este año por exceso de trabajo.
—No seas insensato —respondí,
con cortante sequedad—. Hoy en día un trabajo como este es lo mejor a lo
que se puede aspirar. Cobramos lo suficiente como para poder vivir y comer, y
tenemos tiempo para nosotros los fines de semana y algunos festivos. Es mucho
volumen de trabajo, es verdad. Pero las cosas nos podrían ir mucho peor.
Raúl pareció reír con
ironía, mientras sacudió ligeramente su cabeza de izquierda a derecha. Tras
ello, Margarita se acercó acelerada hacia nuestra posición, llevando en sus
manos con precariedad una torre de cajas negligentemente apiladas.
—Deja lo que estés
haciendo, Aurora, y ven conmigo. Te necesitamos dentro de almacén. —Ni era mi
superordinada ni exigía con severidad, pero siempre había un deje de firmeza resuelta
en su tono amable que hacía extraño ver a alguien discutir alguna de sus
órdenes.
—Ya voy, ya voy —comenté
neutralmente, mientras llevaba la mano derecha a mi boca, que había comenzado
furtiva y sigilosamente a abrirse con agitación. Pasaban ya de las diez y
media, y los rostros de mis compañeros cada vez parecían más trascendentes de
aquel lugar. Raúl no había vuelto a levantar la cabeza, y hundía sus hombros y
su cuello entre los pliegues de su media melena color negro carbón. Margarita,
a su vez, suspiraba visiblemente, mientras su cuerpo ligeramente voluminoso y
sus anchos hombros trataban de figurar irreflexivamente un medio de transporte
para aquellas cúbicas figuras de cartón tan negligentemente superpuestas. Iba
estremeciéndose lateralmente, y se desplazaba con manifiesta dificultad. El
resto de los trabajadores que estábamos allí nos encontrábamos, sin embargo,
demasiado ocupados como para siquiera poder prestarle atención a algo que no
fuese nuestra respectiva tarea.
Una vez que entré en el
almacén me fue asignado colocar productos en el interior de la cámara
frigorífica. Se trataba, principalmente, de mariscos y productos marinos, a los
que yo debía ir catalogando como pasados de fecha o suficientemente frescos
para aguantar otro día. Los supervisores —que son como una cómica extensión
trajeada de los altos jefes de la empresa que se dedican, anticlimáticamente, a
pasear entre pasillos de carnes, tubitos de plástico de especias y percebes
congelados; con, eso sí, aquel panóptico juzgar que a nosotros tan firme y
tensamente nos enderezaba— nos habían indicado que solo descartásemos los
ejemplares cuya podredumbre resultase evidente y discernible. Y eso hacía yo.
Todo verde que resultase tan solo ligeramente sospechoso lo agrupaba en la pila
de descuento por consumo inmediato, justificándome ante mí misma que no se
trataba de nada más que de algún liquen inocuo y poco relevante para el
producto en sí.
Cuando acabé con mi
tarea, eran pocos los limpiadores que aun quedaban dentro del edificio. La
mayoría habían ido saliendo por la pequeña puerta de atrás al ir acabando sus
tareas. Debían haber dado ya las doce menos algo, y yo movía los dedos de la
mano mirándome las palmas; mientras, a su vez, apagaba la luz y cerraba la
cámara frigorífica. Cuando cerré la gran puerta metálica de su frontispicio,
contemplé un instante a través de la pequeña ventanilla transparente de cristal
blindado. El interior estaba oscuro, pero se podía ver con claridad la ominosa
silueta de toda una cordillera de productos congelados en penumbra,
contrastantes con la luz que entraba a través de la puerta desde fuera de los
almacenes del supermercado.
Por unos segundos,
caminé de espaldas, manteniendo los dos ojos reposados sobre aquella imagen.
Seguía tratando de mover los dedos, y no era difícil notar que mi cuerpo estaba
temblando todavía. Exhalé un ápice de mi espíritu en vaho condensado mientras,
de una vez, me giré, me cambié el uniforme y, al fin, preparé mis cosas para
marcharme. Raúl estaba acabando aún. Tras preguntar cuánto tiempo le podía
quedar, miro su reloj y se resolvió a empacar sus cosas para marchar hacia su
casa. Anduvimos juntos hasta el cruce en que nuestros caminos se debían separar.
Yo había ido sonriendo hasta entonces; hasta que, cuando él agitó su mano
derecha y volvió su cuerpo hacia la calle izquierda del cruce, mi sonrisa finalmente
se desvaneció, dejando una inmaculada horizontalidad en la comisura de mis
labios tras de sí. Me acomodé los auriculares en mis oídos y caminé en línea
recta con la cabeza gacha, al fin hacia casa.
Cuando me encontré delante de
aquellos antiguos apartamentos residenciales, me quedé mirando su fachada por
unos segundos. Su irregular silueta de cemento trazaba una figura imponente en
la penumbra de la noche cerrada. Tras unos instantes, anduve revolviendo mi
bolso, buscando las llaves, y comencé a caminar hacia la puerta de entrada. El
silencio era sepulcral. Únicamente era interrumpido por el llanto intermitido por
algún pernoctante retoño, si no por el efímero zumbido de motor que, como una
centella, se deslizaba en ocasiones a través de la calzada con despreocupada
agitación. Suspiré otra vez antes de introducir la llave en el cerrojo y,
finalmente, terminé adentrándome en el interior de la estancia.
La
estancia se encontraba totalmente ungida en una densa pátina de la oscuridad
más absoluta, como si se tratase una figura sin forma en el seno de un bidón de
alquitrán. No tardé ni un segundo en extender mi brazo y depositar las llaves
encima de la mesita del recibidor, a mi derecha, en la que no me resultó necesario
siquiera reposar por un segundo la mirada. El interruptor se encontraba a menos
de dos pasos a mi izquierda. Sin embargo, yo seguí internándome a tientas, a
través de la espesa oscuridad de aquellos angostos pasillos y austeros
cuartuchos. Las figuras a mi alrededor se proyectaban como etéreas siluetas de
una sombra, como infames espectros acechantes del silencio de una altamar de
medianoche. Era ya de madrugada y, como siempre, una vez que se atravesaba la vetusta
fachada de mi hogar, a través de aquella desvaída puerta de madera, el silencio
era sepulcral e innegociable. No había siquiera ni llantos ni coches: en
aquellas primeras horas, solo cabía el silencio.
Caminé
a través de aquellos pasillos hasta llegar a mi dormitorio personal, cuya vergüenza
se ocultaba con pudor tras el fondo aislado de la estancia. Caminaba con tremor
en las piernas con la resolución de cada nuevo paso; pese a que, sin embargo,
no mostraba dificultad a la hora de sortear las diferentes ocurrencias del
mobiliario, junto a las figuras accidentales que se encontraban caóticamente revueltas
por el suelo de aquellos pasillos. La sutil luz perfilada por aquella madrugada
entrante aportaba la suficiente claridad para el movimiento de un ojo felino: de
un ojo cuyo hogar pertenezca enteramente a alguno de esos ingrávidos y caóticos
reinos de tiniebla.
Tras
unos instantes, alcancé mi cuarto. Una vez allí, dejé caer mi cuerpo con fuerte
vehemencia sobre el colchón y las sábanas descolocadas. La agresiva luz roja procedente
del despertador digital aclaraba una parte del habitáculo, de una forma en que
no se había podido hacer en los pasillos y cubículos anteriores. Tras
revolverme en la cama por unos momentos, proyecté mi mirada hacia la mesa del
escritorio. La silla de madera de abedul estaba despegada de sus aristas
afiladas, contra las que se suspendía un bolígrafo azul sin capirote y dos
libretas abiertas con anotaciones.
Cuando
me levanté de la cama, unos instantes después de haberme dejado caer en ella,
me acerqué a aquella mesa desgastada. Apoyé mi mano izquierda contra el punzante
gotelé de la pared, que yacía con indiferencia justo antes de la pequeña
ventana del cuarto, para finalmente ojear por un instante el libreto emborronado
que permanecía todavía a mi derecha. Estaba lleno de números y de anotaciones;
de tachaduras irregulares, con marcas y rayones en vívidos colores verdes y rojizos.
Giré mi cabeza un instante hacia la libreta de la derecha, pero inmediatamente
me encontré apartando la mirada. Era, a diferencia de la primera, una libreta
mucho más cuidada; con una presentación más pulcra y con mayor mimo y cuidado
en los detalles de la caligrafía. Sus renglones estaban medidos como en una
cuadrícula, y la proporción entre sus espacios parecería haber sido
geométricamente calculada. A pesar de todo aquello, sin embargo, a duras penas
sí mantuve la mirada un instante sobre la estela de aquella hermosa escritura.
Unos
momentos después de aquella indecisión, del profundo silencio prolongado por el
tácito acuerdo con aquella atmósfera, me quité finalmente el abrigo, y lo depuse
de modo desinteresado sobre el respaldo de la silla, a través de la totalidad transversal
de su larguero. Era una silla de madera elegante; tal vez fruto de algún antiguo
trabajo artesanal de carpintería. Sin embargo, bajo el velo fatal de forro negro
de aquel viejo abrigo de piel, toda silla habría parecido la réplica idéntica
de cualquier otra. Ese era el implícito anverso de haber dispuesto el abrigo de
tal modo.
Tras
haberme finalmente quitado la mayor parte de mis vestiduras, bajé la persiana y
me dejé caer rendida, de nuevo, sobre el viejo colchón. Esta vez sí que era una
rendición absoluta: pues ningún otro motivo irrumpiente parecía poder
interponerse ante la firmeza de mi decisión, aparentemente irrevocable. Me
revolví como una sanguijuela por el lodo de una ciénaga a través de mis sábanas
mientras, a su vez, comenzaba a cerrar mis ojos, apretando doblemente un
párpado contra el otro desde cada una de sus comisuras.
Eran
ya casi las tres de la mañana —así lo había podido corroborar hacía escasos instantes
en la pantalla carmesí del reloj—, y se comenzaron a escuchar al fin los
primeros crujidos en los muros. Las cucarachas comienzan a moverse muy entrada la
madrugada, y escarban complejos sistemas de túneles a través de las paredes y
rincones en que tienen la ocasión de operar. El crujido de sus patitas enanas
contra el interior de gravilla o yeso de una pared solía ser siempre la
formalidad que introducía inquietantemente su críptico rendezvous. En
aquel entonces se comenzaba a escuchar el tránsito infatigable de aquellas incólumes
patitas en el mural. Yo mantuve cerrados mis ojos, y seguí buscando posición, con
un indiferente movimiento, entre las frondosas enaguas de mi lecho desordenado.
Al cabo de un rato no demasiado largo, al fin logré conciliar el sueño.
Al día siguiente, la alarma del viejo despertador
en mi mesilla zumbó con estridencia. La pátina carmesí que proyectaban sus
cifras en la estancia doraba las violentas paredes con el relieve de sus
grietas y sarpullidos. Yo embestí violentamente con mi mano diestra a la fuente
de aquel maldito cantar, mientras giraba descoordinadamente mi tronco contra el
edredón para lograr tal objetivo. Escondí la cabeza bajo la almohada, como
queriendo no tener que mirar al mundo real a los ojos. Sin embargo, un par de
minutos más tarde, acabé sacudiendo aquella funda pobremente emplumada de mi
nuca; poniéndome en pie así, y arrastrándome hacia el cuarto de baño anexo a mi
dormitorio.
Una
vez allá, mantuve la mirada alzada ante el reflejo que me devolvía el cristal. No
debían haber dado aún las siete de la mañana. El halo de luz que entraba en el
baño a través del tragaluz empotrado en aquel angosto techo abuhardillado era
trémulo y frágil. Era, sin duda alguna, lo suficientemente intenso como para
poder observar los objetos de la estancia con un cierto grado de distinción,
pero no lo suficiente como para que, en caso de hacerlo durante un rato
prolongado, la vista no acabase por descubrirse extenuada. Y era con aquella
débil luz, con aquel natural y espontáneo reflejo de la verdad en el grado más
puro con que podría presentárseme en la naturaleza, con el que aquel
dolorosamente honesto cristal ofreció la imagen de un rostro macilento, ojeroso
y erosionado de modo visible. Ante aquella imagen permanecí quieta, en
silencio, antes de llevar el espacio entre mis palmas rejuntadas ante el caudal
corriente de agua del grifo que, posteriormente, traté de volcar violentamente sobre
mi rostro.
Eran
poco más de las ocho de la mañana cuando salí hacia el trabajo, a cubrir el
puesto que en el turno de mañana me había sido asignado aquella jornada. Durante
dicho intervalo, me correspondía atender en caja a los clientes hasta después
de haber pasado el mediodía, y eso fue lo que hice. Aquella era una actividad
mecánica, que no requería más esfuerzo que el de acercar la fuente irregular de
un rayo rojizo al código de barras de cada producto. Era una acción
monótonamente repetida, hasta la saciedad. Bip. Bip. Bip. Bip. Y entre “bip” y “bip”,
un «serán veinticuatro con noventa». No era difícil observar que cualquiera de
mis compañeros ubicado en otra de las cajas tenía la mirada absorta, como en un
plano de pensamiento paralelo a aquel que sus brazos ejecutaban incansablemente.
Determinar qué era lo que pensaba cada uno sí que habría resultado ya una
cuestión más complicada.
Habían
dado ya las cuatro de la tarde cuando finalmente terminé mi jornada por aquel
día. Eso quería decir que disponía libremente del resto de aquella tarde
enteramente para mí. Tras haber hecho el cambio de turno, me dirigí hacia el almacén
—en donde por rutina había comenzado a guardar mi ropa de calle— y me quité el
uniforme en el cuarto de baño facilitado a los empleados. Cuando pasé de vuelta
frente a la cámara frigorífica, no quedaba ya rastro alguno del montículo de
marisco que durante la noche previa en su suelo se había apilado. Me quedé
observándolo unos momentos hasta que una voz grave resonó a mis espaldas.
—Si quieres saber a
dónde ha ido el marisco de anoche, está ya todo colocado en la sección de
pescadería. —Era la voz de Raúl, que estaba ya vestido con la ropa de calle y sin
el uniforme reglamentario. Tenía un sutil reguero de sudor alrededor de su barba
tupida, y en sus ojos oscuros había bolsas de ojeras muy pobremente disimuladas—.
Yo mismo me he encargado esta mañana de colocarlo.
—Es extraño —repuse yo,
siguiendo el diálogo—: no recuerdo haber vendido ni un solo gambón a lo largo
de esta mañana. Pero ni marisco ni pescado, vaya. Algo que no termino de
comprender, teniendo en cuenta que gran parte de la mercancía de ayer estaba
muy rebajada de precio. Yo misma me encargué de asignar aquellos descuentos
ayer a la noche.
—¿Tú te comerías hoy al
llegar a casa unas ostras o unos percebes? —replicó él, con deje de causticidad
en su tono—. Me refiero a si pudieras, claro está: a si alguno de nosotros dos pudiéramos.
—Francamente, no tengo
el estómago para manjares. Y, además, ahora mismo no tengo más hambre que
sueño. —Mi voz sonaba, por algún motivo, extrañamente honesta: como si aquellas
palabras hubiesen sido una profunda confesión que había luchado por ser
expectorada de mi diafragma, dentro del cual, a su vez, se habían visto
milenariamente confinadas en algún incógnito momento de su gestación.
—¿Lo ves? Lo que yo
decía. No están estos tiempos como para andar comiendo marisco. —Se embuchaba
un desgastado abrigo negro de lana invernal, mientras seguía hablando sin
interrupciones—. En estos tiempos, no hay estómago ni bolsillo para poder comer
marisco.
Al oír aquellas
palabras, agaché la mirada hacia el suelo, mientras terminaba de arreglar los
últimos detalles en la postura de mi bolso. Me deshice la coleta reglamentaria,
agitando mi larga melena castaña con varios golpes secos de cabeza, mientras
Raúl se me acercó y se quedó en silencio a mi lado. Una vez que dejé de
acicalarme el pelo, engrasado y sucio por el peso de toda una jornada laboral,
él me hizo un gesto con la cabeza hacia la puerta trasera de salida. Yo, como
era ya habitual, comencé a seguirle hasta allá en el momento en que había terminado
finalmente de prepararme.
—¿Alguna vez te has planteado
que en estos días cada vez se piensa menos? Si es que acaso se piensa en absoluto
—me espetó súbitamente una vez que hubimos atravesado el umbral de la puerta de
salida.
—Lo que sí que me he
planteado —respondí, con una irónica sonrisa de desafío insinuada en mi rostro—
es que ese segundo máster te ha dejado un poco turulato de la cabeza. —Me
devolvió la sonrisa mientras yo, de nuevo, aparté la mirada hacia el suelo tupido
de hormigón. Caminamos unos segundos en silencio, con aquella expresión en las
facciones de nuestro semblante; lanzándonos de soslayo un intermitente flujo de
miradas de recíproco reconocimiento. En un momento, apunté con la mirada a mi
muñeca, con la que dejaba descubierto un antiguo reloj metálico de oxidadas
manecillas. Una vez que lo había comprobado adecuadamente, alcé con ímpetu la
mirada para, finalmente, asaltar a Raúl con una pregunta fulminante.
—Ya casi han dado las
cinco de la tarde. —Mis ojos le penetraban con intensidad, a través de las
llorosas comisuras de su mirar extenuado— ¿Te apetecería que fuésemos a
desayunar algo?
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