sábado, 22 de febrero de 2025

-Relato 5 de Jhon Giraldo

Historia de un civil

Un día, hubo una toma guerrillera en mi pueblo. Desde dentro de la casa se escuchaban los bombazos que provenían de la calle, las ametralladoras y el sonido de las hélices de los helicópteros. Yo tenía nueve años. 

Nos fuimos de ese pueblo a los meses de haber ocurrido la toma. Mi mamá decía que yo no hablaba, que no pronunciaba palabra. Ella decidió que debía cambiar de escuela. Me dijo que el cambio me iba servir para que yo hablara. “Si no hablás, van a pensar que sos bobo”, me decía. Nos fuimos a Marmato, un pueblo a unas dos horas de Rio Sucio. No recuerdo si en ese pueblo, en el colegio nuevo, volví a hablar. Sí recuerdo que en Marmato, a los diez meses, llegaron unos hombres con capuchas. Sacaron a todos los hombres de las casas del pueblo a altas horas de la noche. A los niños varones también. 

Nos llevaron a una finca apartada del pueblo, que era de don Adolfo. Nos desnudaron, nos amarraron las manos y los pies, nos mojaron con agua fría y nos agarraron a fuete durante horas. Los encapuchados nos decían “hijueputas”, “lambones hijueputas”, “para que les queden ganas de ayudarle a la guerrilla”. Uno de los tipos, que saltaba como si estuviera en un juego, pasaba de un prisionero a otro mientras le propinaba golpes con la cacha de la metralla. A mí me rompió los dedos de la mano derecha. 

Luego, cuando ya estábamos exhaustos, de a cuatro encapuchados –dos sujetando las manos y dos sujetando las piernas– nos estiraron el cuerpo, tomaron unos alfileres oxidados y nos clavaron los alfileres en los testículos. Después mataron a los cinco hombres más viejos.

Todavía tengo las marcas de los fuetazos de ese día porque me laceraron la piel. Muchos años después, cuando el Estado me hizo civil a la fuerza, tuvieron que hacerme una cirugía para arreglarme los testículos. El médico me dijo que era para que pudiera tener hijos. En esos días no había nadie con quien pudiera tener hijos.

A los días corrió un rumor por el pueblo. Los paracos no fueron los que sacaron a los hombres del pueblo esa noche. El rumor era que habían sido los militares vestidos de civil. 

A fin de año, en diciembre, cuando se me curaron los dedos, llegaron los guerrilleros a reclutar hombres. Los guerrilleros me llevaron al campamento. De primeras, cuando el comandante me vio, se negó a enlistarme en la guerrilla. Me dijo que estaba muy pequeño, que estaba muy esmirriado y ojeroso, que no iba a durar nada. Alguien le dijo que yo podía ser bueno, que por lo que me habían hecho hacía unos meses, seguro iba a ser bueno para matar soldados. 

 

El comandante me apuntó con el fusil y me dijo: “O lo mata o se mueren los dos”. Eso fue como a los dos años de entrenamiento en el monte. Yo nunca había matado a alguien. Cuando tuve a ese tipo en frente mío, arrodillado, chillando y sorbiendo mocos, suplicando, pidiendo cacao, pidiendo gabela, cuando ese tipo me miraba y se le notaba el pavor en la cara morada y la respiración alocada, cuando ese tipo me clavaba los ojos suplicando, cuando yo veía eso... Bueno, no era capaz de disparar.  Y ese man, el comandante, me dijo: “Voy a contar hasta cinco. Si no lo mata, le pego el pepazo a usté y después al otro lo ahorcamos, para no gastar balas”. Y empezó́: “Uno... dos... tres...”, y cuando iba a llegar al cuatro, disparé. Lo maté. Maté a ese tipo. Mi comandante me dijo que todo había salido muy bien, que todo era parte de una prueba y que yo la había pasado perfectamente, que la mayoría se arruga cuando llega a ese punto. Me dijo que el tipo que había matado era un sapo del ejército y por eso había que quiñarlo. Me felicitó. 

Ese había sido mi entrenamiento. Me obligaron a correr todos los días a altas horas de la madrugada, con un frío de mierda, en el monte, ladera abajo y ladera arriba, mientras cargaba mis espaldas una maleta llena de piedras y llevaba el fusil en las manos. Me agarraron a palazos para que me hiciera resistente a los golpes, me mantuvieron despierto una semana, me enseñaron a aguantar hambre, aprendí a seguir órdenes como si fuera un robot, un muñequito, me dijeron que todo eso era para hacerme valiente. Todas esas pruebas las pasé. También pasé la prueba más complicada: maté a alguien a sangre fría. 

 

Pasó hace unos diez años. Yo andaba en el monte varios meses. Había aguantado hambre. Hacía días que no me bañaba. Estaba flaco como una lombriz de tierra, pero muerta, que no se mueve. No sabía cómo tenía la cara ni el cabello. En la selva es raro que llevemos espejos, o dijes, o cosas que brillen. Todos saben que nos pueden bombardear en cualquier momento por andar con esas maricadas en el monte. Los aviones detectan todo. 

El ejército nos tenía asoleados a todos y no había podido volver al pueblo ni de infiltrado. Le dije a mi comandante que me sentía mal, que no iba a durar más días así. Que seguro ya se habían ido los del ejército. Le dije que me dejara bajar al pueblo a comprar vitaminas. Iba a ser cuidadoso, no me iban a pillar. 

Lo convencí.

Ese día iba de civil, por precaución. El ejército llevaba quince días de operativo en el pueblo. Ese día se iban a ir. 

Compré las vitaminas en la farmacia del pueblo. No sé si fue por el cansancio, porque llevaba varios meses en el monte y no pensaba bien. No sé, pero cometí un error. En todo lo que llevaba en la guerrilla no había cometido un error así. 

Me fui para la casa. Quería bañarme y verme en el espejo. No había nadie. Llené de agua la caneca, me metí́ en el baño, me desvestí́ y empecé a bañarme. Recuerdo que vi mi cara en el reflejo del agua, en la coquita con la que me estaba bañando. No me reconocí. Tenía bozo, los ojos rojos, la nariz puntiaguda y flaca, los cachetes chupaos y tremendas ojeras. 

De golpe escuché algo. Volteé a mirar... Nada. Luego sentí un crujido. Me asomé... Nada. Volvió a sonar algo y ahí sí alcancé a coger el pantalón y sacar el revólver. Ese día solo llevaba armas cortas. 

De un momento a otro... ¡Pum! Apareció un soldado que se asomaba por la puerta de la casa. “Quieto malparido que somos el ejército nacional. Entréguese o lo acribillamos aquí”. 

¿Entréguese?, ¿entréguese? Agarré el revólver y me puse a disparar. Se formó la balacera. Armé una balacera en la casa de mi mamá. 

En fin, que se me acabaron las municiones y me agarraron. Pensé que me iban a torturar, pensé que iban a hacer lo mismo que hacía años, cuando era un chinito. Pero no. Me iban a fusilar. Se había dado una confrontación con armas y eso era suficiente para que me mataran ahí. 

Pero llegó una llamada. Llegó una llamada telefónica, en un lugar con mala señal, cerca de un río. 

Que no lo maten, que no le den bala, que no le den de baja porque puede ser menor de edad y nos metemos en un problema con el ICBF. 

Yo me imagino qué pensaban esos manes. ¿Cómo iba a ser yo un pelao de quince años si tenía la cara y el cuerpo de un viejo de la calle? Pero no me mataron. Un soldado muy joven, después de que corroboraron que yo era menor de edad, me dijo que me salvé de milagro, que ya me tenía en la mira hacía rato, pero que algo le decía que tenía que esperarse, que no era el momento para disparar. 

 

Para no hacer el cuento más largo, contaré como llegué acá, a este hueco. Cuando salí del hogar para niños capturados en combate, un chuzo que queda allá en Cali, a donde van todos los huérfanos del conflicto, excombatientes de la guerrilla o ex paracos... Cuando me fui de allá́, cuando cumplí 18 años, el Gobierno me dio una plata dizque por ser víctima de la guerra. Como era menor de edad cuando entré a la guerrilla, contaba como víctima de reclutamiento forzoso. 

Y me indemnizaron. 

Yo era un muchacho de pueblo y de monte. A fin de cuentas un pelao ignorante. Y no porque quisiera, sino porque así es. Los muchachos que viven en el campo se desperdician todos los días, todos los años, siempre. Vivir en el campo es estar condenado a la miseria y la ignorancia. No hay comida porque sembrar y vivir de eso es casi imposible. No hay estudio porque para eso uno tendría que caminar tres o cuatro horas diarias, exponerse a pisar una mina quiebrapatas o que lo quiñen los paracos, o el ejército, o la guerrilla, o los narcos. Mi caso es un ejemplo. Yo me había ido pa’ Marmato a estudiar y no duré ni tres meses hasta que los militares me dieron chumbimba. Y eso que yo la tenía fácil porque el colegio quedaba en el pueblo. Ahora imagínese a esos chinos de las veredas. 

Lo único medio bueno era sembrar coca y amapola. Pero empezaron a fumigar con glifosato durante el gobierno de ese señor que habla como un capataz de finca y todo se fue al carajo. 

Le voy a decir una cosa... si usté quiere sembrar la muerte, exterminarlo todo, acabar con la vida, con la tierra, con el agua, con todo, si usté quiere que todo sea muerte, póngase a fumigar con glifosato. Eso mata todo. Las vacas, los cerdos, la tierra, las plantas, todo. Hasta la gente. Me acuerdo que un muchachito apareció muerto en una finca. Sin heridas de nada, sin señales de maltrato. Nosotros, los guerrillos, nos pusimos a investigar pa` saber quién era el culpable porque la idea era imponer orden. Y nos dimos cuenta de que el chino tomó agua contaminada con esa mierda. Cómo será esa porquería de fuerte que después de eso no quedaba nada pa’ sembrar. Ni droga, ni plátano, ni café... nada. La tierra, los animales, todo moría con esa mierda. 

Pero me estoy desviando del tema... La cuestión es que yo era un muchacho que no sabía manejar plata ni nada porque en la guerrilla nos daban de todo. 

Solo algunas veces el comandante nos daba platica pa` comprar cosas de aseo o medicamentos. Pero era raro que manejáramos plata. ¡Y pum!, de una van y me dan como 30 millones de pesos. 

Me volví borracho y putero y todo se salió de control. 

No quería quedarme en Cali y entonces me fui y alquilé un apartamento en Manizales, en el barrio Fátima, en tres esquinas. Y ahí me enloquecí. Todos los fines de semana armaba unas fiestas las hijueputas. Con putas, trago, perico, de todo. 

Así duré tres meses, haciéndome el bacán con todo el mundo. Gastándole a todos y pasando bueno, pasando de lo lindo con las putas. Así andaban las cosas hasta que en un fin de semana me quedaban 200 mil pesos de esos 30 millones. Llegaron las dos de la mañana y yo estaba pelado. Quedaba media botella y ya la gente me estaba retacando. Que qué pasó, que diga pues si es que se quedó pelao’ pa irnos, que qué pasó ahí, Luchito, que se nos quedó sin plata el muchacho. La verdad es que yo ni quería beber más, pero de la pena de quedar como un bobo me puse a buscar plata prestada. Le dije a todo el mundo que iba por la otra botella, que ya volvía. Y me fui pa’l Aguacate, pa’ la olla que queda ahí pegadita al barrio. 

Uno llega al aguacate bajando por unas escaleras que van a dar a un río, en lo profundo del Morro Sancancio. Entre más se va internando uno en el barrio, más se van clavando las miradas, como si la gente se fuera a alistar a hacerle algo a uno, como si uno no pudiera salirse de un protocolo porque ahí mismito lo quiñan. Las casas del Aguacate están hechas de guadua o de bareque. Aunque eso es mucho decir. En el Aguacate no hay casas sino cambuches más o menos decentes. Yo llevaba un arma debajo de la camiseta, pero no porque quisiera armar la balacera en el barrio. Quería hacer negocios. 

Entré en la casa de un conocido. En las paredes había afiches de Cremelado y de Bone Ice, como si fueran los adornos de la casa. Un amigo me había explicado, hacía tiempo, que la casas del Aguacate tienen esos afiches porque la gente cree que eso le da consistencia a la estructura del cambuche. Es para que no se caiga. Me imagino que hace que las casas sean un poquito más resistentes a la humedad. 

Mi amigo, el Mango, me dijo:
–Estoy pelao. ¿De dónde voy a sacar para prestarle? 

–Hágale hermanito que es por unos días. 

–Nada, papi. No hay. 

Entonces me metí la mano debajo de la camisa. Le mostré la guaya. 

–Se la alquilo. 

–Le doy 20 lukas. 

–Nooooo. Este marica me cree bobo. Papi, se la alquilo a 100 mil. 

–Pa’ eso me compro una. 

–¿Y dónde se va a conseguir una? 

–Le doy cincuenta. No hay más. 

–Deme pues esos cincuenta, pero con la condición de que no la vaya a usar por acá́ en el barrio. 

–Listo. 

Esa noche me emborraché como Dios manda. Esa fue la última borrachera. Hace tres años no me emborracho y no creo que lo vuelva a hacer. Esas borracheras me salieron muy caras. Y no lo digo por la plata. 

Pero bueno, la vaina es que ese negocito me salió mal mal mal. A los días apareció un muchacho muerto por allá en Pio XII. Apenas supe me di cuenta de lo que pasó de verdad. ¡Pero si le dije a ese malparido que fuera a hacer sus vueltas lejos y va y quiña a un tipo unas cuadras más abajo del barrio! O se tomó muy a pecho la idea de hacer sus vueltas en otro barrio. Pero Jueputa, ¡es que ir a matar a alguien en el barrio de unas cuadras abajo! 

Al Mango lo agarraron, lo interrogaron, lo engatusaron para que diera nombres, le dijeron que le bajaban la condena, que no fuera pendejo, que hablara, que si el arma no era de él entonces de quién, que no se embalara tontamente. Y me sapeó el perro ese. Me imputaron una vaina que no entendí́ bien. Dizque concurso heterogéneo. Una vaina así. 

Y ahora estoy encerrado, pagando un muerto que no es mío, aguantando el aburrimiento y las horas y horas y horas en las que no se hace nada. Muy parecido a cuando me internaba en el monte y duraba meses allá́ metido. 

Esa es mi vida. Y ahí se acaba. 

 

 

 

 

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