sábado, 15 de febrero de 2025

-Relato 5 de Laura Dib

 Siempre está sangrando


Casi todas las noches los vecinos se quedaban peleando hasta las tres de la madrugada, él gritaba a su esposa que era una bruja. Clara y yo nos despertábamos con tanto ruido de platos, porcelanas, vidrios quebrados, golpes contra el piso o contra la pared.

    —¿Hasta cuándo van a seguir así? No quiero ese escándalo para cuando nazca Saúl —se giraba entre las sábanas dirigiendo el ceño fruncido hacia las paredes que separan nuestro apartamento del de ellos.

    Hace algunos meses, ya no se escucha nada del vecino y su esposa, aunque yo todavía no duermo. Tengo la costumbre de asomarme a la ventana en la madrugada. Desde entonces, la mujer se me aparece. Siempre la veo de pie al frente del edificio. Lleva la ropa sucia, el pelo enredado, la piel gris, y siempre está sangrando.


La ventana de mi cocina da a la ventana de los vecinos, y un día, cuando estaba lavando los platos, los vi mientras se gritaban. Él estaba insultándola y ella le respondió tratando de golpearlo con algo que parecía una cafetera. Pero se le cayó de entre las manos y él apretó sus muñecas empujándola al rincón al lado de su nevera. Entonces ella me vio a través de la ventana. Sus ojos estaban acuosos, hinchados. Justo en ese momento, Clara me pidió un vaso con agua. Así que, simplemente me di la vuelta, se lo ofrecí, y no volví a mirar a mi vecina ni a su casa.
    —¿Crees que deberíamos hacer algo para ayudarla? —Clara agachó la cabeza después de tomar el agua y evitó mirar hacia la ventana. Llevaba un vestido verde holgado con flores y acariciaba su barriga con una mano mientras sostenía el vaso con la otra.
    —No creo que haya nada que podamos hacer, no es nuestro asunto. Mientras uno se involucre menos en esos temas, es mejor.
    Nunca volví a levantar la persiana de esa ventana. Pero seguíamos escuchándolos todas las madrugadas. Hasta que un día se detuvieron.


Unos días después, me encontré con el vecino en la puerta saliendo de su apartamento. Llevaba la ropa desarreglada, la camiseta arrugada tenía manchas marrones y sus ojos se estaban rojos. Además, llevaba una maleta. Sus movimientos eran desordenados.
    —Buenos días, Don Héctor. ¿Salen de viaje?
    —Buenos días, Luis. Sí. Pero me voy yo solo. Mi esposa se fue. La voy a buscar —no me miraba a la cara.
    —¿Está todo bien? ¿Ella está bien?
    —No se preocupe —movió sus manos con velocidad—. Seguro se fue con una amiga, ya la voy a encontrar y vamos a volver. O sino, estará con la familia, ella hace mucho eso. Por favor, no se preocupe —frunció el ceño mientras explicaba.
    Fue la última vez que lo vi. Apenas una semana después de esa conversación, empecé a encontrarla en los pasillos del condominio, y frente al edificio cuando me quedaba mirando por la ventana. La primera vez que la vi, iba a preguntarle cómo se encontraba, si había vuelto su marido del viaje, pero me quedé quieto. Empezó a sangrarle el cuello hasta mancharle toda la ropa y el pelo, y ella siguió caminando entre los niños en el parque. Nadie reaccionaba. Subí corriendo al apartamento. Tomé mi teléfono y presioné el número de la policía, pero no presioné la opción de marcar. Dejé el teléfono a un lado, di vueltas en la sala. Me quedé inmóvil mirando por la ventana. No pasé la noche con Clara, como de costumbre. Solamente bebí solo hasta dormirme en el sofá. Al día siguiente, las flores de los jardines amanecieron podridas.


Esa misma semana tuvimos que ir a seguimiento con el médico, porque Clara decía que estaba sintiendo unos dolores. Adelanté la consulta y la llevé al hospital. Nos explicaron que no era nada grave, sino patadas de Saúl que se estaba acomodando y eran parte del proceso. Cuando volvimos a casa, Clara puso uno de los discos de Natalia Lafourcade. Yo me levantaba y le bajaban el volumen. Pero ella lo subía, y yo volvía a bajarlo. Hasta que lo apagó.
    —¿Por qué estás así? Llevas raro toda la semana. ¿Qué te pasa?
    —Pueden ser los nervios —sonreí con la cabeza baja frotándome la cara. Ella se llevó las manos a su vientre. Suspiró.
    —No quiero que nos pase lo mismo. No quiero que acabemos como ellos —señaló con el mentón la pared que daba contra el apartamento de los vecinos, y yo cerré los ojos—. Lo único que necesitamos Saúl y yo es un ambiente tranquilo. Quiero que le demos dos padres felices, por favor. Dos padres que se centren en construir una casa en vez de destruirla.
    —Perdóname —le supliqué con su rostro entre las manos y dándole un beso—. No era mi intención hacerte sentir mal, es que no me concentro y me irrita en este momento la música. Estoy tratando de trabajar en un proyecto, mi vida. Pero estoy en esto. Tú y Saúl son todo para mí y te prometo que haré lo posible para darles lo mejor que pueda. Además, no vamos a terminar como ellos porque lo tenemos a él —acaricié su vientre y le sonreí.


El día en que las flores amanecieron podridas, Clara y yo salimos a caminar por el condominio. Algunos vecinos se detuvieron para felicitarnos o darnos un abrazo. Además de comentar o lamentarse por el estado triste de las flores, algunas más mayores se quedaban hablando un rato con ella dándole consejos de maternidad, de crianza.
    —Afortunadamente, no estoy sola —les decía y me daba la mano—. Tengo a este hombre espectacular que me ayuda —besaba mi mejilla.
    —¿Han sabido algo de Don Héctor y la esposa? —nos preguntó una de las vecinas que tenía un vestido morado sin estampar, de corte clásico—. Se fueron sin avisar y sin pagar el arriendo, y el dueño todavía no ha podido localizarlos.
    —Nada —Clara se sentó—. Eso explica por qué ya no los estamos escuchando pelearse. Es un alivio.
    —Ay, amén. Quién sabe a dónde estarán y a qué otro pobre edificio estarán atormentando. Qué lástima que las parejas de hoy en día sean así —le tocó el hombro a mi esposa y yo asentí bajando la cabeza.
    —Me pregunto si las cosas hubieran sido distintas si ella hubiera tenido hijos —Clara miró hacia la ventana del apartamento de los vecino.
    —No creo, Clarita.
    —Nunca se sabe, señora Fernández. A veces a uno estas cosas lo cambian mucho, lo hacen aterrizar más —acaricié la cabeza de Clara mirando al suelo.
     —Pero hay personas que nunca cambian. 


Unos días antes de encontrarme con Don Héctor, yo regresaba de hacer las compras y vi a la vecina sentada en una banca frente al condominio. Estaba despeinada. Con un moretón en el brazo derecho y en la mejilla. Tenía las manos juntas y los ojos cerrados con la cabeza hacia el cielo. Murmuraba un Avemaría, un Padrenuestro y otras cosas que no estaban claras. Me detuve un momento antes de entrar al condominio. Se veía delgada, aunque su barriga un poco abultada. Abrió los ojos y me vio.
    —Buenos días —agitó la mano en mi dirección.
    —Buenas —empecé a buscar mis llaves en el bolsillo.
    —Disculpe, antes de que se vaya… no sé cómo decirle. Me gustaría hablar con usted.
    —Que pena, señora, es que ahora no tengo tiempo, mi esposa me está esperando —me di la vuelta mientras ella seguía diciendo “por favor” y me repetía que era importante. Yo aceleré el paso. Ella corrió detrás de mí, pero no me alcanzó.


Una noche, ya varias semanas después de haber conversado con la señora Fernández, estábamos viendo televisión. Clara puso un programa de Investigation Discovery donde hablaban del caso de una mujer asesinada por su ex-amante. Explicaban con detalles minuciosos las coartadas del hombre, el tipo de cuchillo utilizado, los procesos fisiológicos en el cuerpo al recibir las puñaladas, la fuerza que debía de haber empleado el asesino, las deducciones del forense… Me puse de pie, le di un beso en la frente y salí de la habitación.
    —¿A dónde vas? —preguntó.
    —Voy a trotar un rato, necesito tomar aire —al salir, mi mirada esquivó la puerta de los vecinos.
    Y esa noche, me senté en la misma banca en la acera, frente al condominio, donde una vez la había visto, y volví a verla. La mujer caminaba despacio, tenía las piernas y las plantas de los pies manchadas de sangre seca, igual que el pelo y una herida abierta en la garganta. Tenía las manos en su vientre y se perdió en la esquina. Corrí detrás de ella pero cuando llegué a esa esquina, la calle estaba sola. Nada más había una paloma muerta en el andén. Más que una calle, era un callejón cerrado que daba contra una de las paredes del condominio donde había un basurero y parcela de tierra abandonada, llena de neumáticos, maleza y a veces gatos callejeros. Varios maullaron, pero no los vi, aunque di algunos pasos hacia la parcela. Al bajar la vista, noté unos trapos arrugados junto a mi pie. Los pateé y vi el cuchillo oxidado que estaban envolviendo. Me alejé rápidamente, y regresé a mi apartamento.


    —¡Estoy harto de tus mentiras! Siempre sales con una excusa nueva, con tu show —durante una de sus peleas, intentaba cubrirme la cabeza con la almohada para no escucharlos.
    —¿Show? ¿Cómo te atreves a venir a hablarme de show? ¡Es que no puedes bajar la voz! Eres un loco… —sonó el ruido de una mesa contra el piso y luego varios golpes.
    —¡A ver si algún día aprendes a respetarme! Estoy cansado de que me veas la cara de estúpido. Yo ya sé qué clase de mentirosa eres tú —ella tosía.
    —¡Cálmate, por favor! Empecemos de cero, mira que… —vidrios partidos interrumpían. Y la batalla seguía. Y así me quedaba dormido.


    —Cada día veo más delgada a la vecina cuando nos cruzamos —Clara y yo estábamos tomándonos una sopa de fideos mientras veíamos las noticias, la noche antes de encontrarme con ella en la banca—. Me preocupa, ¿no será que deberíamos hacer algo? Siento que Don Héctor a veces se pasa, y es horrible que…
    —Ay, mi vida, yo te entiendo. También quisiera que pudiéramos hacer algo, pero es que en estas cosas uno se mete y después uno es el que sale perjudicado. Además, si ella no quisiera estar con Don Héctor, seguramente ya lo hubiera dejado. Realmente solo un psicólogo o algo así puede intervenir en esas cosas.
    —Yo sé, pero es que ella está tan sola… no hay nadie que la apoye, ¿por qué nosotros no…
    —Eso es para problemas. Héctor después se pone en contra de nosotros y nos ganamos un enredo. Y no sabemos si ella quiera realmente que alguien se entrometa. A veces los agresores se ponen más violentos cuando alguien ayuda a la víctima. Y ahora, lo último que necesitamos nosotros es más estrés con Saúl en camino —. Clara suspiró.
    —Bueno, tienes razón. Ojalá las cosas se resuelvan solas.
    —Sí, muchas veces pasa así.
    Nos quedamos en silencio mientras en el televisor la presentadora declaraba la cifra de feminicidios que iban en el año. Cuerpos. Cadáveres en bolsas. Mujeres desmembradas. Mujeres desaparecidas. Gráficas y porcentajes. Informes policiales. Investigaciones a medias. Pausas comerciales, promociones de lavadoras, oferta especial para el día de la madre, propagandas de perfume y lencería, labios rojos, rímel, sombra, glitter  y cabelleras luminosas. 

   


Ya llevaba un mes entero sin dormir cuando falté a la última ecografía de Clara. Me quedé donde unos amigos que fui a visitar después del trabajo hasta pasada la hora de la cita. Le compré unos chocolates.

    —Clara, perdóname. No va a volver a pasar.

    —¿Por qué eres tan irresponsable? —llevaba un camisón azul que se solía poner para las consultas. Dejó la caja de chocolates sobre la mesa—. Ya casi es el día. En un mes y medio, ¿cómo sé que no me vas a dejar sola? ¿Y después? ¡No puedo creer que se te olvidara! Tienes que decirme qué es lo que te pasa, Luis —bajé la cabeza.

    —Nada. De verdad. Es mucho trabajo, son solo los nervios, de verdad, te lo juro. Es la última vez. Llevo ya un mes sin dormir bien —puse mi mano en mi cabeza. En el espejo vi que mi barba estaba asimétrica, poblada por un lado y mal afeitada por el otro. Además tenía varios cortes pequeños. Toqué su vientre para sentir el movimiento de Saúl y calmarme. Clara acarició mi rostro y se alejó varios pasos. 

    —Ay, Luis, yo estoy preocupada por ti. Te ves muy mal, necesito que te cuides, que duermas. ¡Por favor! No entiendo qué te pasa. ¿Hay algo que no me estés contando?

    —No, no, tranquila. Solo está tranquila. Me voy a poner mejor, te lo prometo. 

 

He buscado nuevas técnicas para dormir, he ensayado meditación, el ruido blanco, no mirar las pantallas por dos horas antes de dormir, y de todas formas me despierto siempre a la misma hora. Todavía veo a la vecina cada madrugada por la ventana. A veces, sujeta su vientre. A veces, está sentada en la misma banca donde la vi viva por última vez. A veces, se recuesta contra los postes. A veces, junta las manos rezando. A veces, lleva algo parecido a un cuchillo en una de las manos. Pero siempre, cada noche, está sangrando. Y hoy es lo mismo. Suena la lluvia, el alcantarillado se rebosa y la mujer está parada, rígida, con los pies en el agua, frente al edificio. Está muy delgada, sucia, los cabellos parecen jirones de hilo apelmazado, la ropa se ve arrugada, llena de manchas. De pronto levanta su rostro y me mira. Su cara gris tiene los ojos igual de hinchados, la frente, las mejillas y su mandíbula se ven violetas. Entonces grita. El sonido se parece al de los vidrios, porcelanas, cosas partiéndose. Me tambaleo y caigo contra el suelo. Clara se despierta.

    —¿Qué pasó? —se acerca y me ayuda a levantarme. Pero su voz se escucha muy lejos.

    —Me duelen los oídos ¿No la escuchaste?

    —¿A qué? Solo escuché que te caíste.

    —Fue un grito. Es como si se me hubiera enterrado algo en el pecho, en los pulmones —tengo la respiración agitada mientras hablo—. Me duelen los oídos. Nunca había escuchado algo tan horrible.

    —Ay, amor, es nada más una pesadilla —empieza a acariciarme. Me recuesto a su lado y veo el agua deslizarse contra la ventana, pero el sonido es más tenue —¡Dios, estás helado! —me cubre con la sábana. Pongo mi rostro junto a su vientre—. Tranquilo, amor. Descansa, ya pasó. Imagina sonidos bonitos —tararea algunas melodías tranquilas, aunque las escucho distorsionadas—. Imagina la risa de Saúl cuando nazca. Cuando te diga “papá” y lo cargues en los jardines.



Amanece y suena un silbido. Tengo vértigo al ponerme de pie y camino tambaleándome para llegar hasta la cocina. Clara termina de preparar el desayuno mientras canta la misma melodía de anoche, que está entrecortada. Me besa, me habla con una expresión preocupada, y tengo que pedirle que me repita la pregunta. Se lleva una mano a la espalda baja y camina un poco tambaleante hasta el sillón en la sala.

    Me apresuro con el desayuno. No escucho el sonido del aceite que normalmente me acompaña mientras frito los huevos, ni el microondas. Tengo que sostenerme bien a la barra de la cocina para no caerme, y estuve cerca de poner la mano en el fogón y quemarme.

    Cuando le llevo el desayuno a Clara en una bandeja, la encuentro casi acuclillada en el sofá, como si gritara, pero no la escucho claramente. Suelto la bandeja y corro donde ella. Los platos al quebrarse suenan distorsionados. Llevo las manos a mis orejas mientras Clara mueve los labios, llorando. Me veo las manos y hay sangre en mis dedos. El mismo grito de anoche suena más fuerte, intenso, y veo la sangre correr entre las piernas de Clara, sus manos manchadas de rojo. Corro a llevarla al hospital. Manejo mal, no coordino los movimientos y estamos a punto de chocarnos varias veces. Ella se retuerce en la silla, intentando sostener su barriga entre sus manos, pero la sangre corre e inunda los muebles del auto. Está sudando, gesticulando, pero no reconozco las palabras. Clara me mira los oídos. Y el grito de la mujer suena más intenso. Un vidrio se parte. Freno en seco. Un pájaro se estrella contra nosotros. 

    Corro con ella entre los brazos cubriéndome de sangre y a punto de caerme. Clara vomita y está pálida, más de lo que nunca vi a la vecina, con ojeras muy profundas.

    Los médicos intentan comunicarse, me la quitan de las manos. 

—...coopere… varias semanas… encargamos… —ella grita, yo intento correr detrás de ellos pero me tropiezo y pierdo la consciencia. 


Despierto en una cama blanca, en un cuarto blanco. La luz brilla intensa encima, y hace frío. Tengo un catéter clavado en el brazo. Hay enfermeras manipulando cosas, moviéndose con velocidad y yo me incorporo de forma abrupta y les pregunto por Clara. 

—¿Dónde…? 

—...calmado… quieto… 

Arranco el catéter, me pongo de pie y las esquivo. Corro por los pasillos del hospital hacia la sala de partos esquivando las manos enguantadas de médicos o enfermeros, las camillas y sillas de ruedas, o empujando al que se me atraviese. Recorro pasillos de urgencias, el área quirúrgica. Hay un montón de camillas, herramientas, lámparas y pinzas. Al final encuentro la sala, me asomo por la puerta. La sábana de Clara está toda manchada, y ella les habla a las enfermeras, pero no la miran. Manipulan una aguja con brusquedad. El médico tiene movimientos desordenados, se inclina sobre ella con los guantes sucios y presiona su vientre. Clara llora y se arquea. Golpeo la puerta, intento abrirla, pero el personal médico me aleja. No puedo escucharlos y no me dejan verla a ella ni a Saúl. Pero en todos los espejos está la vecina quieta, sin parar de sangrar, detrás de mí. 


   

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