Siempre está sangrando
Casi todas las noches los vecinos se quedaban peleando hasta las tres de la madrugada, él gritaba a su esposa que era una bruja. Clara y yo nos despertábamos con tanto ruido de platos, porcelanas, vidrios quebrados, golpes contra el piso o contra la pared.
—¿Hasta cuándo van a seguir así? No quiero ese escándalo para cuando nazca Saúl —se giraba entre las sábanas dirigiendo el ceño fruncido hacia las paredes que separan nuestro apartamento del de ellos.
Hace algunos meses, ya no se escucha nada del vecino y su esposa, aunque yo todavía no duermo. Tengo la costumbre de asomarme a la ventana en la madrugada. Desde entonces, la mujer se me aparece. Siempre la veo de pie al frente del edificio. Lleva la ropa sucia, el pelo enredado, la piel gris, y siempre está sangrando.
Ya llevaba un mes entero sin dormir cuando falté a la última ecografía de Clara. Me quedé donde unos amigos que fui a visitar después del trabajo hasta pasada la hora de la cita. Le compré unos chocolates.
—Clara, perdóname. No va a volver a pasar.
—¿Por qué eres tan irresponsable? —llevaba un camisón azul que se solía poner para las consultas. Dejó la caja de chocolates sobre la mesa—. Ya casi es el día. En un mes y medio, ¿cómo sé que no me vas a dejar sola? ¿Y después? ¡No puedo creer que se te olvidara! Tienes que decirme qué es lo que te pasa, Luis —bajé la cabeza.
—Nada. De verdad. Es mucho trabajo, son solo los nervios, de verdad, te lo juro. Es la última vez. Llevo ya un mes sin dormir bien —puse mi mano en mi cabeza. En el espejo vi que mi barba estaba asimétrica, poblada por un lado y mal afeitada por el otro. Además tenía varios cortes pequeños. Toqué su vientre para sentir el movimiento de Saúl y calmarme. Clara acarició mi rostro y se alejó varios pasos.
—Ay, Luis, yo estoy preocupada por ti. Te ves muy mal, necesito que te cuides, que duermas. ¡Por favor! No entiendo qué te pasa. ¿Hay algo que no me estés contando?
—No, no, tranquila. Solo está tranquila. Me voy a poner mejor, te lo prometo.
He buscado nuevas técnicas para dormir, he ensayado meditación, el ruido blanco, no mirar las pantallas por dos horas antes de dormir, y de todas formas me despierto siempre a la misma hora. Todavía veo a la vecina cada madrugada por la ventana. A veces, sujeta su vientre. A veces, está sentada en la misma banca donde la vi viva por última vez. A veces, se recuesta contra los postes. A veces, junta las manos rezando. A veces, lleva algo parecido a un cuchillo en una de las manos. Pero siempre, cada noche, está sangrando. Y hoy es lo mismo. Suena la lluvia, el alcantarillado se rebosa y la mujer está parada, rígida, con los pies en el agua, frente al edificio. Está muy delgada, sucia, los cabellos parecen jirones de hilo apelmazado, la ropa se ve arrugada, llena de manchas. De pronto levanta su rostro y me mira. Su cara gris tiene los ojos igual de hinchados, la frente, las mejillas y su mandíbula se ven violetas. Entonces grita. El sonido se parece al de los vidrios, porcelanas, cosas partiéndose. Me tambaleo y caigo contra el suelo. Clara se despierta.
—¿Qué pasó? —se acerca y me ayuda a levantarme. Pero su voz se escucha muy lejos.
—Me duelen los oídos ¿No la escuchaste?
—¿A qué? Solo escuché que te caíste.
—Fue un grito. Es como si se me hubiera enterrado algo en el pecho, en los pulmones —tengo la respiración agitada mientras hablo—. Me duelen los oídos. Nunca había escuchado algo tan horrible.
—Ay, amor, es nada más una pesadilla —empieza a acariciarme. Me recuesto a su lado y veo el agua deslizarse contra la ventana, pero el sonido es más tenue —¡Dios, estás helado! —me cubre con la sábana. Pongo mi rostro junto a su vientre—. Tranquilo, amor. Descansa, ya pasó. Imagina sonidos bonitos —tararea algunas melodías tranquilas, aunque las escucho distorsionadas—. Imagina la risa de Saúl cuando nazca. Cuando te diga “papá” y lo cargues en los jardines.
Amanece y suena un silbido. Tengo vértigo al ponerme de pie y camino tambaleándome para llegar hasta la cocina. Clara termina de preparar el desayuno mientras canta la misma melodía de anoche, que está entrecortada. Me besa, me habla con una expresión preocupada, y tengo que pedirle que me repita la pregunta. Se lleva una mano a la espalda baja y camina un poco tambaleante hasta el sillón en la sala.
Me apresuro con el desayuno. No escucho el sonido del aceite que normalmente me acompaña mientras frito los huevos, ni el microondas. Tengo que sostenerme bien a la barra de la cocina para no caerme, y estuve cerca de poner la mano en el fogón y quemarme.
Cuando le llevo el desayuno a Clara en una bandeja, la encuentro casi acuclillada en el sofá, como si gritara, pero no la escucho claramente. Suelto la bandeja y corro donde ella. Los platos al quebrarse suenan distorsionados. Llevo las manos a mis orejas mientras Clara mueve los labios, llorando. Me veo las manos y hay sangre en mis dedos. El mismo grito de anoche suena más fuerte, intenso, y veo la sangre correr entre las piernas de Clara, sus manos manchadas de rojo. Corro a llevarla al hospital. Manejo mal, no coordino los movimientos y estamos a punto de chocarnos varias veces. Ella se retuerce en la silla, intentando sostener su barriga entre sus manos, pero la sangre corre e inunda los muebles del auto. Está sudando, gesticulando, pero no reconozco las palabras. Clara me mira los oídos. Y el grito de la mujer suena más intenso. Un vidrio se parte. Freno en seco. Un pájaro se estrella contra nosotros.
Corro con ella entre los brazos cubriéndome de sangre y a punto de caerme. Clara vomita y está pálida, más de lo que nunca vi a la vecina, con ojeras muy profundas.
Los médicos intentan comunicarse, me la quitan de las manos.
—...coopere… varias semanas… encargamos… —ella grita, yo intento correr detrás de ellos pero me tropiezo y pierdo la consciencia.
Despierto en una cama blanca, en un cuarto blanco. La luz brilla intensa encima, y hace frío. Tengo un catéter clavado en el brazo. Hay enfermeras manipulando cosas, moviéndose con velocidad y yo me incorporo de forma abrupta y les pregunto por Clara.
—¿Dónde…?
—...calmado… quieto…
Arranco el catéter, me pongo de pie y las esquivo. Corro por los pasillos del hospital hacia la sala de partos esquivando las manos enguantadas de médicos o enfermeros, las camillas y sillas de ruedas, o empujando al que se me atraviese. Recorro pasillos de urgencias, el área quirúrgica. Hay un montón de camillas, herramientas, lámparas y pinzas. Al final encuentro la sala, me asomo por la puerta. La sábana de Clara está toda manchada, y ella les habla a las enfermeras, pero no la miran. Manipulan una aguja con brusquedad. El médico tiene movimientos desordenados, se inclina sobre ella con los guantes sucios y presiona su vientre. Clara llora y se arquea. Golpeo la puerta, intento abrirla, pero el personal médico me aleja. No puedo escucharlos y no me dejan verla a ella ni a Saúl. Pero en todos los espejos está la vecina quieta, sin parar de sangrar, detrás de mí.
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