domingo, 23 de febrero de 2025

-Relato 6 de Óscar García

 Enquiridión de una truncada inmortalidad (sobre cómo no vivir para siempre).

 

            En primer lugar, contempla de nuevo tus manos manchadas de sangre seca. Sigue sin dar crédito ante el cuerpo sin vida que ante ti se desvela, y comienza a estremecerte de modo ligero. Siente la gravidez insoportable de la atmósfera, y exhala varios hálitos intermitentes, entrecortados. Pregúntate qué es lo que ha podido salir mal, y cuestiónate cómo has sido capaz de hacer algo así. Asegúrate con una rápida secuencia de miradas de que no haya ningún testigo alrededor, y coge tu teléfono de la mesa para marcar el número de contacto de algún amigo que creas que te pueda dar consejo.

—Ryan… ¡Ryan! ¡Gracias a Dios, Ryan! —di, con un tono de visible esperanza en tu débil hilo de voz. —Escúchame, Ryan. Ha habido un problema, y ahora…

—El teléfono al que has llamado está apagado o fuera de cobertura —escucha de repente, con el clásico retraso en la incidencia y la difusión en el sonido propios de una compañía de telefonía móvil barata, de bajo presupuesto—. Por favor, inténtelo de nuevo más tarde.

Tras haber escuchado esto, arroja el móvil con violencia contra el suelo. Su pantalla de vidrio se astillará, y su sonido reverberará contra las amplias paredes blancas de la habitación; pero tú no debes dejar que eso distraiga tu atención del cadáver inmóvil que ante tus ojos se muestra. Camina alrededor de las mesas blancas de madera, sin reparar tu atención por un solo instante en sus encimeras de diorita o los objetos que sobre ellas descansan. Continúa preguntándote qué ha podido salir mal, en qué momento se han visto tus planes truncados de aquel modo. No escuches la pantalla quebrada del móvil sonar sobre el suelo al que ha sido arrojada —a Ryan, que ahora te devuelve la llamada; aunque tal vez sea ya demasiado tarde— y lleva tus manos con furor hacia tu frente anegada en sudor. Enreda tus dedos con fiereza sobre las comisuras de tu desasido flequillo castaño, retirándolo descuidadamente hacia tu parietal con dicho roce, y emite un profundo suspiro desde tus bermejas mejillas copiosamente transpiradas.

Tras ello, inspecciona el cuerpo. Sabe que no debería haber ninguna persona por los alrededores del lugar, así que céntrate en inspeccionarlo con tanta minuciosidad cómo te sea posible. Acércate hacia él, aún con visible agitación en tu pulso, y reclínate sobre tus rodillas para discernir claramente los relieves sutiles de su silencioso yacer. Escruta sus ojos de través y su boca ligeramente abierta, mientras reparas a bocajarro en la pátina de saliva que recubre aun sus dientes amarillentos y, en menor volumen, la superficie de sus labios desconchados. Siente la recencia de sus funciones vitales en el vestigio de sus constantes orgánicas. Siente todavía su piel aun templada, mientras examinas a su vez la tersura con que se conserva su tacto. Lleva tu oído derecho hacia la zona izquierda de su pecho, solo para asegurarte. Asegúrate de ello, efectivamente. Una vez asegurado, vuelve a ponerte en pie, y busca de nuevo tu castigado, milagrosamente aun funcional, teléfono móvil de bolsillo.

Una vez que te hayas acercado al dispositivo, comprueba las llamadas perdidas. Justo en ese momento, una nueva llamada entrante de Ryan volverá a asaltarlo de nuevo. Tú has de atenderla de inmediato, acercando con ímpetu el móvil a tu oreja derecha, como si la vida te fuese en ese movimiento. Lo pegarás contra tu oído ruborizado, sensibilizado por su estado de hiperexcitación a cualquier estímulo táctil que lo pueda estimular lo más mínimamente. Nota entonces el tacto rugoso de aquel vidrio astillado, como una constante punción sobre tu oreja dañada; pero no le prestes ni la mínima atención, pese a ello. Ten la conciencia en un estado suficiente de alteración como para poder prescindir de esta y de tus restantes urgencias fisiológicas. Concentra la totalidad del universo sobre la línea incipiente de una llamada que irrumpe.

—Ryan… ¡Ryan! ¡Joder, Ryan! —grita, sin ningún reparo sobre el eco con que tu voz agitada se proyecte en el habitáculo. Estremécete, entonces, ante el silencio letárgico que refleja la impresión que tus súbitas vociferaciones en él han debido causar. Repite su nombre de nuevo, mientras dejas caer el peso de tu cuerpo sobre tus rodillas doblegadas, ligeramente abiertas, formando un equidistante ángulo de noventa grados entre las dos.

—¿Qué ha pasado, Dylan? —te responderá, con un tono de visible preocupación tras sus palabras—. Es bastante tarde, y me preocupa cómo suenas. Pareces cansado… y desesperado, creo. ¿Es que has tenido últimamente algún problema en el trabajo o con tus padres? 

—Ryan… —responde, con tanta solemnidad y firmeza como seas capaz de hacer acopio—. Se trata de Dave. Dave… Dave está muerto… ¡ahora mismo estoy delante de su cuerpo sin vida, joder! ¡Dave está muerto, Ryan! —varía la intensidad en el tempo de tu voz, siempre creciente y hacia arriba, como in crescendo y accelerando. El énfasis con que se quiera ejecutar dicha transición recaerá, en este caso, a bene placito—.

Abraza el tenso silencio de la atmósfera. Los sonidos ambiente transmitidos desde el micrófono de tu interlocutor serán suficientes para insinuar su permanencia al otro lado de la línea. Debes permitir que se tome el tiempo que necesite, pues es importante que él sea el encargado de romper el silencio y retomar nuevamente el diálogo. Los instantes de transición entre tu confesión y su respuesta deberán permanecer normativamente bajo el abrigo de la pesada atmósfera de nebulosa incertidumbre. Acomódate, pues, en el seno de su omniabarcante pátina de gravidez.

—¿Qué? —romperá el silencio por fin, con un hálito de sorpresa y de temor en su voz. Vendrán otros instantes de mutismo, en los que tú habrás de saber mantener todavía el silencio de tu voto: puesto que en ese momento pertenece únicamente a tu interlocutor el derecho de definir la dirección del diálogo—. ¿Qué estás diciendo, Dylan? Si es una de esas bromas pesadas de las tuyas, que sepas que no tiene ni un puto ápice de gracia. ¡Joder, Dylan! ¡Di algo, joder!

Cuando hayas escuchado estas palabras provenientes de la pantalla de tu teléfono, piensa en tu tiempo pretérito en compañía de tu ahora imputador. Piensa en cómo los dos crecisteis y os criasteis juntos en Morecambe —un pequeño pueblito pesquero al norte de la humilde ciudad de Lancaster— y en cómo siempre fuisteis los mejores estudiantes en vuestra promoción. Piensa en cómo él siempre te había caído bien, a pesar de ser alguien tan callado y, en cierto sentido, tan aburrido; y recuerda, además, las bromas pesadas con que tú solías fustigarlo durante aquellos años. Recuerda como él nunca se enfadaba tras esconderle o apropiarte temporalmente del libro que en aquel momento se apostase en sus manos o, cuando querías llevar a cabo alguno de tus experimentus crucis, tras atarle los cordones a la mesa del aula o sellar las aperturas de su mochila con un candado con clave —esto último, recuerda, llevaba al pobre Ryan a quebrarse la cabeza por largos intervalos de tiempo; hasta que tú, frívolo preconcepto de demiurgo, decidieses dar por concluido tu experimento de aquel día. Recuerda que él, a pesar de su innegable inteligencia, nunca había sido tan resolutivo con los patrones de pensamiento numérico como tú—.

Piensa en cómo, a pesar de haber sido involuntariamente duro con él en ocasiones, y de haberte excedido en otras tantas en tus medios, en el fondo siempre le habías tenido un cariño y un aprecio especiales. Rememora cómo había sido el único de tus compañeros de clase que había logrado captar la atención de tu lúdica e infantil curiosidad, y al único al que tú te habías llegado a dirigir por voluntad, en alguna ocasión adicional a aquellas en las que, por razones académicas, hubiese sido estrictamente necesario haberlo hecho. Y recuerda como, además, él mismo parecía disfrutar asimismo de tu presencia, a pesar de las condiciones en que esta misma se daba —puedes tratar de convencerte, además, de que dicho disfrute estribaba en la majestuosa singularidad de tu persona, en tu innegable carisma, y no en la posible necesidad que un niño sensible de menos de diez años podría tener por algún amigo u otra persona a la que poder aferrarse. Esta posibilidad no implica, sin embargo, una necesidad con la que estos últimos pensamientos deban realizarse en tu conducta—.

Evoca, por último, el día de vuestra despedida; despedida que había ocurrido hacía más cerca una década que un lustro. Distingue con claridad de entre tus memorias el color pardo de aquella tupida tormenta de follaje caduco, amablemente mecida por unos suaves e intermitentes arrebatos de veleidosa ventosidad. Sé capaz de sentir el áspero sonido de aquel montón de hojas secas siendo crujientemente desintegrado por la recia suela de tus botines negros. Recuerda aun el peso del viejo macuto, diagonalmente atravesado por tu clavícula, mientras se ensartaba con violencia contra tu diafragma congestionado, todavía pugnante por poder al fin expectorar. Aprecia en tu memoria aquel sentenciante «Me han concedido la beca. Me voy a estudiar Medicina a Oxford» que finalmente se deslizó, con lamentable indecisión, por la superficie de tus trémulos labios. Piensa en cómo aquella fue la última vez en que hasta entonces lo habías llegado a ver en persona.

Todo ello es lo que has de recordar durante esos momentos de expectación al otro lado de la línea telefónica. Cada uno de los detalles relatados deberá recorrer y atravesar tu mente en durante fracción infinitesimal de segundo, con un orden y una claridad que te puedan permitir la reconstrucción del orden pulcro e inmaculado de aquella secuencia lineal de impresiones. Serán ellos los pensamientos que deberán atravesar tu conciencia antes de que retomes, de nuevo, el hilo del diálogo en vuestro orden de conversación.

—Hay que ver —responderás, con un deje de fingida serenidad en tu tono, y con un énfasis artificial en el adusto acento, casi escocés, procedente de las regiones norteñas de la geografía inglesa—, no hay quién te engañe. Has crecido y madurado bastante desde aquellos días, por lo que veo. Y yo que tan solo quería tomarle un poco el pelo a mi viejo amigo en esta larga y aburrida noche de viernes… —apostillarás, volviendo poco a poco a retomar una neutralidad dialéctica mucho más natural en tu acento.

—¡Joder, Dylan! —habrás de escuchar de su parte— ¡Que puto susto me has dado! Por un segundo, me había llegado a creer que te habías metido en una situación grave de verdad. Pero bueno, me alegra comprobar que aun tienes el ánimo como para ir gastando bromas de las tuyas. Oye, por cierto —repone él, cambiando hacia un modo de expresión mucho más serio en sus palabras—, ¿qué tal estáis llevando tú y Dave la investigación sobre esa teoría vuestra de la autopoiesis? ¿Habéis encontrado ya algún inversor dispuesto a asumir la financiación del proyecto?

Esa pregunta te pillará por sorpresa, pero no debes permitir que tu reacción delate tus pensamientos. Preserva una tonalidad neutral, homogénea respecto a ti mismo y a tus modos habituales de expresión. Evita que en tu voz se descubra siquiera un ínfimo ápice de agitación o desasosiego. Sé claro, pero evita resultar transparente al juicio ajeno.

 —No muy bien, a decir verdad —confiesa, con una desilusión moderada, según el tono requerido por los anteriores preceptos—. Varios de los inversores potenciales han manifestado su interés por el proyecto, pero, según nos han confirmado con posterioridad, todavía mantienen cierta reserva y escepticismo, dada nuestra falta de resultados tangibles o evidencias experimentales como aval.

—¡Vaya, qué mierda! —dice él, como si estuviese tratando de mostrarte desde una intransitada cortesía su conmiseración respecto a la mala nueva—. La ganancia potencial no conoce precedentes, pero, aun así… ¿Y cómo de positivo te sientes con la posibilidad de conseguir algún resultado experimental que les pudieses presentar como garantía?

—Por lo pronto nos movemos todavía en marcos de hipótesis. Es difícil poder dar un aporte con las pruebas necesarias sobre su posible aplicación en seres humanos. Pero no se trata de un proceso insólito o sin precedente alguno en la naturaleza. Por ejemplo, muchos zoólogos marinos han registrado cómo la medusa Turritopsis nutricula, después de haber alcanzado su completo desarrollo sexual, ha sido capaz de revertir los procesos de diferenciación y especialización en sus células —espeta este léxico especializado con una naturalidad pulcra y homogénea—. Es a lo que estos mismos observadores han dado el nombre de «proceso de transdiferenciación».

—Entonces —inquiere Ryan, con visible curiosidad—, esta medusa…

—Es capaz de rejuvenecerse a sí misma de manera natural, sí —interrumpe, como si el ímpetu de tu investigación te hubiese hecho olvidar el cadáver inerte que yace sobre el suelo, a escasos metros de tu posición actual—. Así que no resulta inverosímil pensar que un proceso análogo pueda ser artificialmente ejecutable en seres humanos.

—Suena estúpido, irrazonable e inverosímil —te ataca a través de sus palabras tu cáustico interlocutor, haciendo posteriormente una pausa antes de retomar nuevamente el peso del diálogo—. Dicho lo cual, si alguien puede conseguirlo, ese tienes que ser tú.

—Gracias, Ryan —responde, caracterizando una débil y efímera sonrisa sobre tus labios arqueados. Tras esto, intenta retornar a aquella neutralidad superlativa, manifiesta en la indiferencia de tu modo de expresión—. Oye, tengo que colgarte ya. Hay un par de cosas que tengo que dejar hechas esta misma noche. Perdón por haberte molestado, y me alegro de haber podido hablar contigo durante un rato otra vez.

Tras haber dicho esto, despídete como estimes oportuno, remarcando de nuevo tu juramento de volver a ponerte en contacto con él ante cualquier novedad reseñable. Sabe, descubre que le estás mintiendo, pero hazlo de todos modos. Tras ello, el será el primero en colgar el teléfono. Aprovecha la ocasión para exhalar el profundo y visceral bufido que cada vez se te hacía más difícil seguir conteniendo en tu pecho. Arroja el móvil dañado de cualquier forma por el aire a cualquier sitio, y vuélvete a acercar al frío cuerpo sin vida que a escasos metros de ti aún sigue yaciendo.

Una vez que te hayas estacionado ya a su izquierda, repasa de nuevo tus memorias con Dave. Recuerda lo emocionado que el se solía mostrar con el avance del proyecto e investigaciones, así como lo lejos que siempre se había mostrado dispuesto a llegar por el correcto progreso de ambos. Realiza, entonces, un fugaz y exhaustivo inventario sobre sus estudios acerca de las bacterias; los cuales le llevaron a concluir que estos organismos solamente encuentran muerte en la acción de agentes patógenos externos. Acuérdate de la plétora y el júbilo que supuso para él demostrar que las bacterias, con razón de su propia homeostasis y autorregulación orgánica, podrían categorizarse como unas formas de vida potencialmente inmortales.

Recuerda, por último, cómo fue él mismo el que sugirió la idea de utilizar células madre para corroborar el experimento sobre vuestra teoría de la autopoiesis. «Si queremos intervenir exitosamente un tejido orgánico desde su exterior para ocasionar su renovación constante, será necesario que utilicemos para ello células lo más desdiferenciadas que nos sea posible». Acércate de vuelta a aquel conjunto de frasquitos de vidrio grueso, ungidos en aquella pátina rosácea característica, mientras ocupas tu mente escuchando con nitidez aquellas sentenciantes palabras. No puedes evitar recordar aquel grueso libro, El moderno Prometeo, que una vez tomaste licenciosamente prestado de Ryan hace unos años, todavía en el colegio público de Morecambe. Te acuerdas aún con relativa claridad del contenido de aquellas primeras decenas de páginas, que tú habías devorado con interés antes de que su barroca redacción se hubiese comenzado a hacer insoportablemente pesada; y de que, por lo tanto, le hubieses terminado remitiendo de vuelta la novela a su propietario original. Tragas saliva con dificultad, a la vez que te lamentas ahora por no conocer la resolución del problema narrado en aquel escrito que recuerdas ahora con distancia.

Tras aquellos minutos silenciosos de cavilación, interrumpe ahora tu secuencia de pensamientos con un nuevo ataque violento de tos y de hemoptisis. Lleva tu mano derecha de vuelta a la boca, y contén de nuevo el cálido torrente carmesí que de ella mana con el muro improvisado que se forma por la firme conjunción de tus cuatro dedos más largos, en adición a la amplia palma que los reúne y los soporta. Observa de nuevo la sangre en tus manos —cobriza, reseca— y comprime irasciblemente tu puño opuesto. No sientas siquiera el vigor físico que te hiciese falta para considerar acudir a tu primera sesión de quimioterapia el lunes de la semana que entra. Simplemente aprieta con furor la externa trabazón de tus uñas amarillentas contra la flácida superficie carnosa de la palma de tu mano. La entera totalidad de tu mente y tu voluntad habrán de concentrarse únicamente en afinar con detalle los parámetros de ejecución de esa sencilla acción que realizas.

Toma, finalmente, uno de esos tubos de ensayo de rosáceo contenido con la otra mano que dispongas libremente todavía. Sabe ahora que las células madre son un material delicado, y que su trasplante en el cuerpo humano puede conllevar riesgos extremos. Sé consciente de que Dave murió por vuestra imprudencia: por la imprudencia de ambos. Y sabe también que, por muchas evidencias tangibles por las que hubiesen podido presionar los inversores interesados, un simple error de cálculo puede concluir en repercusiones tan aciagas como la que el adyacente cadáver sin vida de tu compañero de proyecto te insinúa. Tú habías sido siempre bueno con los números, pero ni siquiera así habías sido capaz de aproximar el número de nuevas células en el que aquellos rosáceos enigmas podrían haber llegado a ser capaces de dividirse meióticamente. Ambos habíais sabido desde el primer momento que dicha operación se trataba de una apuesta no menos que temeraria.

Tomando el experimento de Dave como caso clínico, podrías llegar a formular la conjetura de que se había debido producir un rechazo orgánico en el implante; lo cual, al tiempo, habría catalizado la apoptosis masiva de las células funcionales de su organismo. Dicha apoptosis habría podido causar, a su vez, una secuencia de reacciones masivas en sus tejidos y, por lo tanto, un colapso fatal en su cuerpo en cuestión de milésimas de segundo. Aun siendo como fuere, lo que sí resultaba claro era que con aquel acontecimiento había encontrado su desenlace definitivo vuestro sueño de encontrar la evidencia experimental que los inversores os habían requerido para respaldar económicamente vuestro proyecto. Adicionalmente, también halló su desenlace la vida de Dave. Tú sabes eso, y, en el fondo, te compunge ligeramente reparar en ello. Te consuelas, sin embargo, ligeramente con el examen de su memoria: puesto que, pensabas, ¿de qué le serviría la vida a un hombre de ciencia tan entregado como él si no fuese para ofrecerla totalmente, con aquella servil y rendida abnegación tan propiamente suya, al avance del conocimiento y al progreso de la técnica?

Todos estos pensamientos serán los que ocupan tu mente, mientras sostienes aun tu mirada hacia el frasco rosáceo que pinzas firme aun entre los dedos de tu mano izquierda. Creerás notar el avance metastático de las células cancerosas que crecen en tu estómago y, en un arrebato de trascendente lucidez, te parecerá llegar a la conclusión de que no te resta nada más por perder en este mundo. «El metabolismo de cada paciente puede reaccionar de maneras radicalmente diferentes», te arengarás por un instante. Pensarás, con un ímpetu renovado, que no puede haber ciencia sin audacia —esto mismo te lo habrá evocado la memoria de tu compañero de proyecto, al que tendrás en ese entonces diáfanamente presente—. De tal suerte, y sin ningún protocolo clínico adicional para realizar un trasplante o inserción, te resolverás al fin a extraer el tapón de corcho que cubra la frígida apertura de aquel tubo alargado de vidrio.

Finalmente, en un arrebato de resuelta tenacidad, te determinarás a verter sobre tu laringe abierta el incógnito contenido de aquel misterioso recipiente. Un acto temerario e irreflexivo, sin duda; en mayor grado acaso que los pretéritos de Dave. Pero, pensarás por un instante, ¿acaso podría existir la ciencia siquiera si no es por esta pasión tan propia y estúpidamente humana?

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