CÓMO RECUPERAR
LO QUE ES TUYO
Te despiertas una mañana
y, antes de abrir los ojos, te extrañas porque percibes que algo ha cambiado:
te sientes raro, diferente. Te revuelves y piensas que pronto tendrás que
cambiar el colchón porque tu cama está más dura que nunca y notas que tienes la
espalda destrozada. Estiras la mano para alcanzar tu teléfono móvil, que ayer dejaste
en silencio sobre la mesita como cada noche, pero no está ahí. En lugar de eso,
percibes el tacto frío del suelo de la calle y un olor insoportable a humedad y
a meados. Abre los ojos.
Te
incorporas rápidamente, agitado, y observas que, en lugar de sábanas, tu cuerpo
está cubierto por unos asquerosos trozos de cartón. Te miras las manos, pero no
reconoces la forma que se intuye bajo los guantes llenos de agujeros que las
envuelven. No esperes más: levántate. Desplázate con tu nueva forma renqueante
de andar en busca del espejo o la cristalera más cercana y colócate frente a ella.
Observa el rostro que te devuelve el reflejo. El corazón te late muy fuerte y
lo escuchas en tus oídos. Ese no eres tú.
Al
principio, no das crédito a lo que tus ojos te dicen. Recorre con tus dedos la
superficie de tu nueva frente, tus nuevas sienes, tu nueva nariz, tu nueva mandíbula,
tu nueva barbilla. Pellízcate la piel del antebrazo con los dedos para
comprobar que no estás soñando. Ahora está claro: no estás soñando. Mira a tu
alrededor y analiza lo que ves y lo que oyes. Reconoces la ciudad. Reconoces
esa calle. Reconoces el bloque de oficinas que se erige firme frente a ti: tu
habitual lugar de trabajo.
Comienzas
a preguntarte qué hora será. Intenta preguntárselo a cualquier persona que pase
caminando por la acera. Nadie te hace caso. La gente no se para. Todo el mundo
te evita. De pronto, ves a tu compañero aproximándose a la puerta del local
donde trabajáis juntos desde hace años. Abalánzate sobre él, agárralo fuerte
por los brazos y mírale a los ojos esperando que te reconozca. No sabe quién
eres. Te mira con asco y te aparta pegándote un empujón violento. Pídele que,
al menos, te diga qué hora es. Te quedan diez minutos para entrar a trabajar,
pero no pienses en eso. Tienes asuntos más importantes a los que enfrentarte
ahora mismo.
Cruza
de nuevo la calle y rebusca entre los cartones con los que antes te cubrías
para ver si puedes encontrar alguna información acerca de tu nueva identidad. Pronto
descubres que ahí no hay nada. Levanta, una vez más, tu vista hacia el bloque
de oficinas. Entre la multitud, ves aparecer a alguien con tu mismo aspecto,
una persona con tu misma cara y tu mismo cuerpo. Al menos, con la misma
apariencia que habías tenido hasta hoy. Sientes un nudo en la garganta y otro en
la boca del estómago, que te generan una sensación de malestar y te producen
náuseas. Quieres echar a correr hacia él y encontrar la respuesta a todas las
preguntas que ocupan tu nuevo cerebro, pero algo te impide hacerlo. La
expresión de su rostro y la seguridad en su actitud corporal te generan
confusión y desconcierto, como si, para él, todo estuviese bien.
Antes
de que puedas decidir qué vas a hacer después, sientes cómo alguien te agarra
por el brazo desde atrás. Gírate para ver quién te está sujetando. Entonces, descubres
ante ti a un desconocido, un extraño de mirada intensa, profunda y penetrante,
que aproxima su boca a tu oído y, en un susurro, te dice:
―No
tienes mucho tiempo. Si quieres volver a recuperar tu cuerpo tendrás que hacer
exactamente lo que yo te diga.
Estás
asustado. No entiendes nada. Tómate unos segundos. Intenta encontrar las
palabras adecuadas para responder a su sentencia. Recorre el interior de tu
nueva boca con tu nueva lengua y percibe los huecos que han dejado en tus
nuevas encías los dientes que faltan. Activa progresivamente la musculatura que
rodea tu boca y tu garganta y prepárate para hablar.
―¿De
qué coño me estás hablando?
Observa
detenidamente la expresión de ese hombre desconocido que parece saber más que
tú. Contente las ganas de partirle la cara a golpe de puño cuando empieza a
reírse aún sin darte una respuesta. Trata de intimidarlo con la mirada y espera
a que hable de nuevo.
―No
reconoces el cuerpo que estás habitando, ¿verdad? ―Cuando termina de hablar, su
rostro se vuelve, de forma súbita, serio de nuevo―. No es la primera vez que
veo algo así. Hay una cosa que debes saber: no se trata de una transformación
arbitraria, sino de un intercambio. Afortunadamente, aún estás a tiempo de
revertirlo si es tu deseo, pero deberás darte prisa. La única forma de que
puedas recuperar tu propio cuerpo, el verdadero, y volver a la normalidad es
que lo encuentres y consigas convencer a aquel que ahora lo controla para que
te reconozca y acepte que ha tomado algo que no le pertenece. ¿Lo has
entendido?
Asiente
y haz un esfuerzo por entenderlo todo. Tómate un tiempo para reflexionar acerca
de lo que aquel hombre desconocido te acaba de explicar. Luego, respira y hazle
una última pregunta:
―¿Y qué
pasa si el otro se niega a revertir el intercambio?
Mantén
la calma mientras el individuo se rompe de nuevo en carcajadas y trata de no
decir nada que pueda distraer su atención de la cuestión que acabas de
plantearle.
―Si eso
ocurre así, te deseo mucha suerte, amigo. La vas a necesitar.
Observa
cómo el enigmático individuo se vuelve y desaparece por el fondo de la calle,
aún muerto de la risa, mientras tú permaneces quieto y callado en el callejón
rodeado por charcos de pis y vómitos, apretando con fuerza los puños y la
mandíbula para reconducir de alguna forma poco violenta la impotencia que
inunda tu nuevo cuerpo derrengado y desnutrido. Tan pronto como sientas que
vuelves a la realidad, echa a correr calle abajo e intenta alcanzarlo para
exigirle ayuda o más explicaciones al respecto de tu nueva situación. Cuando
giras la esquina, ves que ha desaparecido sin dejar rastro.
Caminas
cojeando por la calle entre personas que te miran con expresión de desagrado y
que toman distancia cada vez que tú intentas acercarte. Trata de establecer de
nuevo contacto con alguien, con cualquiera que tú consideres que puede serte de
ayuda. No desistas en tu empeño de comunicarte con la gente, aunque todo el
mundo te rehúya. Insiste.
Resiste
hasta que no puedas más y, entonces, retírate a algún callón oscuro, lejos del
desprecio y la arrogancia de los ciudadanos de a pie. Busca entre las colillas
del suelo alguna que aún pueda servirte y pide fuego a un grupo de muchachos
dispuestos a prestarte su mechero unos instantes a cambio de que les permitas
humillarte y denigrarte con sus comentarios hirientes y vejatorios. Tienes
hambre, así que les pides dinero para un bocadillo. Ellos se ríen de ti en tu
cara, te arrebatan el mechero de las manos y te empujan, haciéndote caer al
suelo. Mira desde ahí abajo cómo ellos se colocan sobre ti. Uno de los jóvenes
saca una caña de chocolate de la mochila y, por turnos, van pegándole bocados. Luego,
te los escupen a la cara entre risas, insultos y demás ofensas, para terminar
marchándose y dejándote de nuevo a solas en la oscuridad del callejón. Recoge
los restos regurgitados por los adolescentes y llévatelos a la boca, pues esa
será tu comida de hoy. Antes de que sus siluetas desaparezcan al doblar la
esquina, grita suplicándoles que te digan, al menos, qué hora es.
Faltan
quince minutos para que termine la jornada laboral que te correspondería si
estuvieses aún dentro de tu cuerpo habitual. Incorpórate y ponte en marcha
hacia el bloque de oficinas donde viste por última vez a tu otro yo y espera en
la oscuridad del callejón de en frente a que dé la hora señalada. Cuando lo ves
aparecer por la puerta, te sorprende la soltura con la que parece haberse
adueñado de lo que hasta hace muy poco te pertenecía únicamente a ti. Ahí está
regodeándose con tus compañeros, con tus amigos, haciendo uso de tu cuerpo. Habla
con ellos. Se ríe con ellos y ellos se ríen con él. Parece más feliz y más
popular de lo que nunca jamás has sido tú.
Ármate
de valor y cruza la carretera directo hacia él. Nada más verte aparecer,
observas cómo cambia la expresión de su rostro y se pone completamente serio.
Te das cuenta de que parece preocupado. Entonces, se despide rápidamente de tu
grupo de amigos del trabajo y echa a caminar a paso acelerado en dirección a la
estación de metro más cercana. Acelera el paso para tratar de alcanzarlo antes
de que se escape. Él comienza a descender las escaleras y tú le pisas los
talones. Estás a punto de alcanzarlo, pero entonces ves cómo se saca del
bolsillo de la chaqueta tu cartera con la tarjeta de transporte y cruza al otro
lado de las puertas automáticas. Tú intentas seguirle pero no encuentras
ninguna forma de colarte. Sigue intentándolo. No dejas de probar hasta que, de
pronto, un guardia de seguridad te agarra por la espalda y te saca a rastras de
allí, mientras el nuevo ocupante de tu cuerpo habitual te observa con una
sonrisa en la cara desde el otro lado.
De
nuevo en la calle, tómate un tiempo para pensar cuál será tu siguiente paso.
Ante la imposibilidad de asumir el gasto de cualquier medio de transporte
urbano, dada tu situación actual, empieza a caminar en dirección a tu antigua
casa, donde esperas encontrarte a tu otro yo tratando de ocupar tu lugar dentro
de tu antigua familia. Te planteas si el impostor habrá sido capaz de engañar
incluso a aquellas personas más cercanas a ti, a tus seres más queridos. Te
cuesta valorar esa posibilidad, pero no debes dar nada por hecho.
En el
camino hacia tu antiguo hogar sientes cómo, dentro de tu nuevo cuerpo, va
creciendo un sentimiento de angustia y de preocupación. Necesitas solucionar toda
esta situación cuanto antes. Intenta
acelerar el paso en la medida de lo posible, a pesar de la cojera y el dolor
que recorre tus piernas y tu espalda. Trata de convencerte a ti mismo de la posibilidad
de que tu familia descubra rápidamente la verdad. Crees que, a pesar de todo,
tu mujer y tus hijos te reconocerán, pues lo que os une es mucho mayor y más
fuerte que la mera apariencia física de los cuerpos. Sin embargo, no puedes
evitar que exista un atisbo de duda que te hace sentir, a cada paso, más y más ansioso.
Después
de un largo camino, consigues, al fin, llegar a la calle donde se encuentra tu
antiguo hogar, tu vivienda habitual, en un barrio tranquilo a las afueras. Colócate
en la acera de en frente a tu casa, ocúltate entre los arbustos del jardín de
tus vecinos de toda la vida y observa desde allí, con detenimiento, lo que
ocurre dentro, a través de la ventana de tu sala de estar. Lo que ves te
desconcierta y te invaden, progresivamente, la desesperación y la rabia. Observas
cómo el impostor juega con tus hijos en el centro del salón entre risas y
muestras de cariño, mientras tu mujer pone la mesa. Luego, se sientan a cenar
en familia. Todos parecen felices, más felices que nunca. Plantéate qué puede
estar pasando para que todo el mundo parezca mucho más alegre en tu compañía
cuando es otro quien habita tu cuerpo. Plantéate qué puede tener ese otro tú
que tú no tengas.
Quédate
quieto y en silencio, oculto tras los matorrales, mientras ves a tu familia
compartiendo momentos de gran alegría con alguien que se parece a ti, pero que
no eres tú. Espera a que la mesa esté recogida y tu mujer suba a la planta de
arriba a acostar a tus hijos y, entonces, rodeando el garaje, acércate con
mucho sigilo a la puerta trasera. Coge la llave del escondite secreto, bajo la
segunda maceta de la izquierda, y abre la puerta tratando de no hacer ningún
ruido. Deslízate al interior de la cocina y recorre silenciosamente los pasillos
en penumbra. Te sientes como un fantasma, un intruso dentro de tu propio hogar.
Al
fondo del corredor principal, observas una luz que se asoma desde el interior
de la puerta semiabierta del sótano. Acércate hasta allá con el mayor sigilo
que tu movilidad renqueante te permita y asoma la cabeza dentro con mucho
cuidado. Bajas las escaleras hasta llegar al cuarto subterráneo donde tu mujer
y tú soléis hacer la colada y allí, justo en el centro de la estancia, mirándote
fijamente a los ojos con una enorme e inquietante sonrisa en su rostro, está
él. Estás tú. Tu otro yo, como si supiera que ibas a aparecer justamente en este
preciso momento. Sabes que te estaba esperando y no puedes evitar que se te
hiele la sangre solo de pensar en lo que podría suceder ahora.
―Has
tardado un poco más de lo que esperaba ―El impostor cruza los brazos y te mira
de arriba abajo como si te estuviese analizando―. Eres bastante predecible,
¿sabes? Dime, ¿para qué has venido?
Sientes
un escalofrío que te recorre la columna vertebral. Respira, traga saliva y reclama,
sin miedo, lo que has venido a exigirle:
―Sabes
exactamente por qué estoy aquí. Devuélveme mi vida ahora mismo.
Aprietas,
una vez más, los puños y la mandíbula hasta hacerte sangre en las encías. No
dejes que los nervios y la rabia se apoderen de ti. De nuevo, respira y no
apartes los ojos del vil usurpador.
―Sabía
que dirías eso mismo. ―El impostor suspira y comienza a rodearte. Sigue
recorriendo tu figura con la mirada―. Verás: me sabe realmente mal tener que
decirte esto, pero… la verdad es que me gusta mucho más mi vida ahora.
―No es
tu vida la que estás viviendo ahora, sino la mía. ―Gira trescientos sesenta
grados sobre ti mismo para mirar a la cara a tu enemigo―. Y ha llegado el
momento de que me devuelvas lo que me pertenece, así que…
Antes
de que puedas terminar de hablar, el reloj de cuco de la pared emite un canto
estridente anunciando que quedan quince minutos para la media noche, el
fatídico momento en que el intercambio se hará irreversible. Vuelves la mirada
hacia el sonido y, en ese momento, el otro aprovecha tu distracción para
abalanzarse sobre ti, haciéndote caer al suelo sobre tu espalda dolorida. Tú
gritas y te revuelves de dolor mientras él trata de inmovilizarte. Forcejea,
sigue luchando, no debes dejarle vencer.
―Acabaré
contigo si es necesario. ―Él coloca sus manos, que antes fueron las tuyas, alrededor
de tu nuevo cuello y comienza a ejercer una presión casi insoportable―. Nadie
te buscará. Nadie preguntará por ti porque no tienes a nadie. No le importas a nadie.
En ese
momento, justo cuando estás a punto de perder el conocimiento, aparece por la
puerta del sótano tu mujer y os mira a los dos con una expresión de horror en
su rostro.
―¿Qué
está pasando aquí? ¡Cariño! ¿Quién es este hombre?
El impostor
deja, entonces, de apretar sus manos alrededor de tu cuello y se gira para
mirar a tu mujer. Aprovecha la situación para agarrar el jarrón que hay sobre
la mesilla de centro y reviéntasela en la cabeza. Él cae al suelo acompañado
por los trozos de cerámica y permanece ahí tendido, con la respiración agitada
y un hilo de sangre que le brota desde la coronilla y le cae hacia abajo por
detrás de la oreja hasta el cuello.
―Cariño…
―Tu mujer tartamudea. Mira al impostor en el suelo y, luego, sus ojos se posan
sobre ti.
Intentas
acercarte lentamente y explicarle lo que está ocurriendo. Ella, entonces, sale
corriendo y pide ayuda a gritos. Sube las escaleras hacia la habitación de los
niños. Está aterrada porque cree que quieres hacerle daño. Date cuenta de que
nunca podrás recuperarla si no vuelves a tu antiguo cuerpo. Abalánzate sobre el
impostor aprovechando su estado de confusión y desvanecimiento e inmovilízalo
valiéndote del peso de tu cuerpo actual. Agarra con la mano uno de los trozos
de cerámica del jarrón que yacen en suelo y colócalo a la altura de su yugular.
―Es tu
última oportunidad. ―Atraviesas ligeramente la superficie de su piel con el
extremo afilado del pedazo de jarrón―. Acepta que este cuerpo no te pertenece.
Mi vida no te pertenece. Si no puedo recuperar mi cuerpo, nunca podré recuperar
mi vida y, si no puedo recuperar mi vida, no me importa perderla y te aseguro
que te llevaré conmigo. No queda casi tiempo. Tú decides. Intercambio o muerte.
El impostor,
resignado, te agarra la cara con las dos manos y te mira intensamente a los
ojos. El reloj da las doce y un destello de luz te ciega de golpe. Después,
todo se oscurece.
El sol entra por la
ventana y te da directamente en la cara. Te despiertas y sientes que te duele todo
el cuerpo. Estás aturdido, desorientado. De pronto, recuerdas lo que ha
ocurrido y te incorporas rápidamente. Miras a tu alrededor y compruebas que
estás en tu cama, la de siempre. A tu lado, tu esposa duerme, tranquila. Llévate
las manos a la cara y recorre con tus dedos la superficie de tu frente, tus sienes,
tu nariz, tu mandíbula, tu barbilla. Mírate las manos y comprueba que son las mismas,
las de siempre. Desliza tu cuerpo hasta el borde de la cama y sal corriendo a
mirarte en el espejo. Respira tranquilo. Has vuelto. Eres tú. Te giras para
mirar a tu esposa, que sigue plácidamente dormida.
Entonces,
miras de nuevo al espejo y sientes cómo un escalofrío recorre tu espina dorsal porque ahí, justamente detrás de tu reflejo, está él, que te observa fijamente, sonriendo.
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