domingo, 23 de febrero de 2025

-Relato 6 de Martín González

 

CÓMO RECUPERAR LO QUE ES TUYO

 

Te despiertas una mañana y, antes de abrir los ojos, te extrañas porque percibes que algo ha cambiado: te sientes raro, diferente. Te revuelves y piensas que pronto tendrás que cambiar el colchón porque tu cama está más dura que nunca y notas que tienes la espalda destrozada. Estiras la mano para alcanzar tu teléfono móvil, que ayer dejaste en silencio sobre la mesita como cada noche, pero no está ahí. En lugar de eso, percibes el tacto frío del suelo de la calle y un olor insoportable a humedad y a meados. Abre los ojos.

Te incorporas rápidamente, agitado, y observas que, en lugar de sábanas, tu cuerpo está cubierto por unos asquerosos trozos de cartón. Te miras las manos, pero no reconoces la forma que se intuye bajo los guantes llenos de agujeros que las envuelven. No esperes más: levántate. Desplázate con tu nueva forma renqueante de andar en busca del espejo o la cristalera más cercana y colócate frente a ella. Observa el rostro que te devuelve el reflejo. El corazón te late muy fuerte y lo escuchas en tus oídos. Ese no eres tú.

Al principio, no das crédito a lo que tus ojos te dicen. Recorre con tus dedos la superficie de tu nueva frente, tus nuevas sienes, tu nueva nariz, tu nueva mandíbula, tu nueva barbilla. Pellízcate la piel del antebrazo con los dedos para comprobar que no estás soñando. Ahora está claro: no estás soñando. Mira a tu alrededor y analiza lo que ves y lo que oyes. Reconoces la ciudad. Reconoces esa calle. Reconoces el bloque de oficinas que se erige firme frente a ti: tu habitual lugar de trabajo.

Comienzas a preguntarte qué hora será. Intenta preguntárselo a cualquier persona que pase caminando por la acera. Nadie te hace caso. La gente no se para. Todo el mundo te evita. De pronto, ves a tu compañero aproximándose a la puerta del local donde trabajáis juntos desde hace años. Abalánzate sobre él, agárralo fuerte por los brazos y mírale a los ojos esperando que te reconozca. No sabe quién eres. Te mira con asco y te aparta pegándote un empujón violento. Pídele que, al menos, te diga qué hora es. Te quedan diez minutos para entrar a trabajar, pero no pienses en eso. Tienes asuntos más importantes a los que enfrentarte ahora mismo.

Cruza de nuevo la calle y rebusca entre los cartones con los que antes te cubrías para ver si puedes encontrar alguna información acerca de tu nueva identidad. Pronto descubres que ahí no hay nada. Levanta, una vez más, tu vista hacia el bloque de oficinas. Entre la multitud, ves aparecer a alguien con tu mismo aspecto, una persona con tu misma cara y tu mismo cuerpo. Al menos, con la misma apariencia que habías tenido hasta hoy. Sientes un nudo en la garganta y otro en la boca del estómago, que te generan una sensación de malestar y te producen náuseas. Quieres echar a correr hacia él y encontrar la respuesta a todas las preguntas que ocupan tu nuevo cerebro, pero algo te impide hacerlo. La expresión de su rostro y la seguridad en su actitud corporal te generan confusión y desconcierto, como si, para él, todo estuviese bien.

Antes de que puedas decidir qué vas a hacer después, sientes cómo alguien te agarra por el brazo desde atrás. Gírate para ver quién te está sujetando. Entonces, descubres ante ti a un desconocido, un extraño de mirada intensa, profunda y penetrante, que aproxima su boca a tu oído y, en un susurro, te dice:

―No tienes mucho tiempo. Si quieres volver a recuperar tu cuerpo tendrás que hacer exactamente lo que yo te diga.

Estás asustado. No entiendes nada. Tómate unos segundos. Intenta encontrar las palabras adecuadas para responder a su sentencia. Recorre el interior de tu nueva boca con tu nueva lengua y percibe los huecos que han dejado en tus nuevas encías los dientes que faltan. Activa progresivamente la musculatura que rodea tu boca y tu garganta y prepárate para hablar.

―¿De qué coño me estás hablando?

Observa detenidamente la expresión de ese hombre desconocido que parece saber más que tú. Contente las ganas de partirle la cara a golpe de puño cuando empieza a reírse aún sin darte una respuesta. Trata de intimidarlo con la mirada y espera a que hable de nuevo.

―No reconoces el cuerpo que estás habitando, ¿verdad? ―Cuando termina de hablar, su rostro se vuelve, de forma súbita, serio de nuevo―. No es la primera vez que veo algo así. Hay una cosa que debes saber: no se trata de una transformación arbitraria, sino de un intercambio. Afortunadamente, aún estás a tiempo de revertirlo si es tu deseo, pero deberás darte prisa. La única forma de que puedas recuperar tu propio cuerpo, el verdadero, y volver a la normalidad es que lo encuentres y consigas convencer a aquel que ahora lo controla para que te reconozca y acepte que ha tomado algo que no le pertenece. ¿Lo has entendido?

Asiente y haz un esfuerzo por entenderlo todo. Tómate un tiempo para reflexionar acerca de lo que aquel hombre desconocido te acaba de explicar. Luego, respira y hazle una última pregunta:

―¿Y qué pasa si el otro se niega a revertir el intercambio?

Mantén la calma mientras el individuo se rompe de nuevo en carcajadas y trata de no decir nada que pueda distraer su atención de la cuestión que acabas de plantearle.

―Si eso ocurre así, te deseo mucha suerte, amigo. La vas a necesitar.

Observa cómo el enigmático individuo se vuelve y desaparece por el fondo de la calle, aún muerto de la risa, mientras tú permaneces quieto y callado en el callejón rodeado por charcos de pis y vómitos, apretando con fuerza los puños y la mandíbula para reconducir de alguna forma poco violenta la impotencia que inunda tu nuevo cuerpo derrengado y desnutrido. Tan pronto como sientas que vuelves a la realidad, echa a correr calle abajo e intenta alcanzarlo para exigirle ayuda o más explicaciones al respecto de tu nueva situación. Cuando giras la esquina, ves que ha desaparecido sin dejar rastro.

Caminas cojeando por la calle entre personas que te miran con expresión de desagrado y que toman distancia cada vez que tú intentas acercarte. Trata de establecer de nuevo contacto con alguien, con cualquiera que tú consideres que puede serte de ayuda. No desistas en tu empeño de comunicarte con la gente, aunque todo el mundo te rehúya. Insiste.

Resiste hasta que no puedas más y, entonces, retírate a algún callón oscuro, lejos del desprecio y la arrogancia de los ciudadanos de a pie. Busca entre las colillas del suelo alguna que aún pueda servirte y pide fuego a un grupo de muchachos dispuestos a prestarte su mechero unos instantes a cambio de que les permitas humillarte y denigrarte con sus comentarios hirientes y vejatorios. Tienes hambre, así que les pides dinero para un bocadillo. Ellos se ríen de ti en tu cara, te arrebatan el mechero de las manos y te empujan, haciéndote caer al suelo. Mira desde ahí abajo cómo ellos se colocan sobre ti. Uno de los jóvenes saca una caña de chocolate de la mochila y, por turnos, van pegándole bocados. Luego, te los escupen a la cara entre risas, insultos y demás ofensas, para terminar marchándose y dejándote de nuevo a solas en la oscuridad del callejón. Recoge los restos regurgitados por los adolescentes y llévatelos a la boca, pues esa será tu comida de hoy. Antes de que sus siluetas desaparezcan al doblar la esquina, grita suplicándoles que te digan, al menos, qué hora es.

Faltan quince minutos para que termine la jornada laboral que te correspondería si estuvieses aún dentro de tu cuerpo habitual. Incorpórate y ponte en marcha hacia el bloque de oficinas donde viste por última vez a tu otro yo y espera en la oscuridad del callejón de en frente a que dé la hora señalada. Cuando lo ves aparecer por la puerta, te sorprende la soltura con la que parece haberse adueñado de lo que hasta hace muy poco te pertenecía únicamente a ti. Ahí está regodeándose con tus compañeros, con tus amigos, haciendo uso de tu cuerpo. Habla con ellos. Se ríe con ellos y ellos se ríen con él. Parece más feliz y más popular de lo que nunca jamás has sido tú.

Ármate de valor y cruza la carretera directo hacia él. Nada más verte aparecer, observas cómo cambia la expresión de su rostro y se pone completamente serio. Te das cuenta de que parece preocupado. Entonces, se despide rápidamente de tu grupo de amigos del trabajo y echa a caminar a paso acelerado en dirección a la estación de metro más cercana. Acelera el paso para tratar de alcanzarlo antes de que se escape. Él comienza a descender las escaleras y tú le pisas los talones. Estás a punto de alcanzarlo, pero entonces ves cómo se saca del bolsillo de la chaqueta tu cartera con la tarjeta de transporte y cruza al otro lado de las puertas automáticas. Tú intentas seguirle pero no encuentras ninguna forma de colarte. Sigue intentándolo. No dejas de probar hasta que, de pronto, un guardia de seguridad te agarra por la espalda y te saca a rastras de allí, mientras el nuevo ocupante de tu cuerpo habitual te observa con una sonrisa en la cara desde el otro lado.

De nuevo en la calle, tómate un tiempo para pensar cuál será tu siguiente paso. Ante la imposibilidad de asumir el gasto de cualquier medio de transporte urbano, dada tu situación actual, empieza a caminar en dirección a tu antigua casa, donde esperas encontrarte a tu otro yo tratando de ocupar tu lugar dentro de tu antigua familia. Te planteas si el impostor habrá sido capaz de engañar incluso a aquellas personas más cercanas a ti, a tus seres más queridos. Te cuesta valorar esa posibilidad, pero no debes dar nada por hecho.

En el camino hacia tu antiguo hogar sientes cómo, dentro de tu nuevo cuerpo, va creciendo un sentimiento de angustia y de preocupación. Necesitas solucionar toda esta situación cuanto antes.  Intenta acelerar el paso en la medida de lo posible, a pesar de la cojera y el dolor que recorre tus piernas y tu espalda. Trata de convencerte a ti mismo de la posibilidad de que tu familia descubra rápidamente la verdad. Crees que, a pesar de todo, tu mujer y tus hijos te reconocerán, pues lo que os une es mucho mayor y más fuerte que la mera apariencia física de los cuerpos. Sin embargo, no puedes evitar que exista un atisbo de duda que te hace sentir, a cada paso, más y más ansioso.

Después de un largo camino, consigues, al fin, llegar a la calle donde se encuentra tu antiguo hogar, tu vivienda habitual, en un barrio tranquilo a las afueras. Colócate en la acera de en frente a tu casa, ocúltate entre los arbustos del jardín de tus vecinos de toda la vida y observa desde allí, con detenimiento, lo que ocurre dentro, a través de la ventana de tu sala de estar. Lo que ves te desconcierta y te invaden, progresivamente, la desesperación y la rabia. Observas cómo el impostor juega con tus hijos en el centro del salón entre risas y muestras de cariño, mientras tu mujer pone la mesa. Luego, se sientan a cenar en familia. Todos parecen felices, más felices que nunca. Plantéate qué puede estar pasando para que todo el mundo parezca mucho más alegre en tu compañía cuando es otro quien habita tu cuerpo. Plantéate qué puede tener ese otro tú que tú no tengas.

Quédate quieto y en silencio, oculto tras los matorrales, mientras ves a tu familia compartiendo momentos de gran alegría con alguien que se parece a ti, pero que no eres tú. Espera a que la mesa esté recogida y tu mujer suba a la planta de arriba a acostar a tus hijos y, entonces, rodeando el garaje, acércate con mucho sigilo a la puerta trasera. Coge la llave del escondite secreto, bajo la segunda maceta de la izquierda, y abre la puerta tratando de no hacer ningún ruido. Deslízate al interior de la cocina y recorre silenciosamente los pasillos en penumbra. Te sientes como un fantasma, un intruso dentro de tu propio hogar.

Al fondo del corredor principal, observas una luz que se asoma desde el interior de la puerta semiabierta del sótano. Acércate hasta allá con el mayor sigilo que tu movilidad renqueante te permita y asoma la cabeza dentro con mucho cuidado. Bajas las escaleras hasta llegar al cuarto subterráneo donde tu mujer y tú soléis hacer la colada y allí, justo en el centro de la estancia, mirándote fijamente a los ojos con una enorme e inquietante sonrisa en su rostro, está él. Estás tú. Tu otro yo, como si supiera que ibas a aparecer justamente en este preciso momento. Sabes que te estaba esperando y no puedes evitar que se te hiele la sangre solo de pensar en lo que podría suceder ahora.

―Has tardado un poco más de lo que esperaba ―El impostor cruza los brazos y te mira de arriba abajo como si te estuviese analizando―. Eres bastante predecible, ¿sabes? Dime, ¿para qué has venido?

Sientes un escalofrío que te recorre la columna vertebral. Respira, traga saliva y reclama, sin miedo, lo que has venido a exigirle:

―Sabes exactamente por qué estoy aquí. Devuélveme mi vida ahora mismo.

Aprietas, una vez más, los puños y la mandíbula hasta hacerte sangre en las encías. No dejes que los nervios y la rabia se apoderen de ti. De nuevo, respira y no apartes los ojos del vil usurpador.

―Sabía que dirías eso mismo. ―El impostor suspira y comienza a rodearte. Sigue recorriendo tu figura con la mirada―. Verás: me sabe realmente mal tener que decirte esto, pero… la verdad es que me gusta mucho más mi vida ahora.

―No es tu vida la que estás viviendo ahora, sino la mía. ―Gira trescientos sesenta grados sobre ti mismo para mirar a la cara a tu enemigo―. Y ha llegado el momento de que me devuelvas lo que me pertenece, así que…

Antes de que puedas terminar de hablar, el reloj de cuco de la pared emite un canto estridente anunciando que quedan quince minutos para la media noche, el fatídico momento en que el intercambio se hará irreversible. Vuelves la mirada hacia el sonido y, en ese momento, el otro aprovecha tu distracción para abalanzarse sobre ti, haciéndote caer al suelo sobre tu espalda dolorida. Tú gritas y te revuelves de dolor mientras él trata de inmovilizarte. Forcejea, sigue luchando, no debes dejarle vencer.

―Acabaré contigo si es necesario. ―Él coloca sus manos, que antes fueron las tuyas, alrededor de tu nuevo cuello y comienza a ejercer una presión casi insoportable―. Nadie te buscará. Nadie preguntará por ti porque no tienes a nadie. No le importas a nadie.

En ese momento, justo cuando estás a punto de perder el conocimiento, aparece por la puerta del sótano tu mujer y os mira a los dos con una expresión de horror en su rostro.

―¿Qué está pasando aquí? ¡Cariño! ¿Quién es este hombre?

El impostor deja, entonces, de apretar sus manos alrededor de tu cuello y se gira para mirar a tu mujer. Aprovecha la situación para agarrar el jarrón que hay sobre la mesilla de centro y reviéntasela en la cabeza. Él cae al suelo acompañado por los trozos de cerámica y permanece ahí tendido, con la respiración agitada y un hilo de sangre que le brota desde la coronilla y le cae hacia abajo por detrás de la oreja hasta el cuello.

―Cariño… ―Tu mujer tartamudea. Mira al impostor en el suelo y, luego, sus ojos se posan sobre ti.

Intentas acercarte lentamente y explicarle lo que está ocurriendo. Ella, entonces, sale corriendo y pide ayuda a gritos. Sube las escaleras hacia la habitación de los niños. Está aterrada porque cree que quieres hacerle daño. Date cuenta de que nunca podrás recuperarla si no vuelves a tu antiguo cuerpo. Abalánzate sobre el impostor aprovechando su estado de confusión y desvanecimiento e inmovilízalo valiéndote del peso de tu cuerpo actual. Agarra con la mano uno de los trozos de cerámica del jarrón que yacen en suelo y colócalo a la altura de su yugular.

―Es tu última oportunidad. ―Atraviesas ligeramente la superficie de su piel con el extremo afilado del pedazo de jarrón―. Acepta que este cuerpo no te pertenece. Mi vida no te pertenece. Si no puedo recuperar mi cuerpo, nunca podré recuperar mi vida y, si no puedo recuperar mi vida, no me importa perderla y te aseguro que te llevaré conmigo. No queda casi tiempo. Tú decides. Intercambio o muerte.

El impostor, resignado, te agarra la cara con las dos manos y te mira intensamente a los ojos. El reloj da las doce y un destello de luz te ciega de golpe. Después, todo se oscurece.

 

El sol entra por la ventana y te da directamente en la cara. Te despiertas y sientes que te duele todo el cuerpo. Estás aturdido, desorientado. De pronto, recuerdas lo que ha ocurrido y te incorporas rápidamente. Miras a tu alrededor y compruebas que estás en tu cama, la de siempre. A tu lado, tu esposa duerme, tranquila. Llévate las manos a la cara y recorre con tus dedos la superficie de tu frente, tus sienes, tu nariz, tu mandíbula, tu barbilla. Mírate las manos y comprueba que son las mismas, las de siempre. Desliza tu cuerpo hasta el borde de la cama y sal corriendo a mirarte en el espejo. Respira tranquilo. Has vuelto. Eres tú. Te giras para mirar a tu esposa, que sigue plácidamente dormida.

Entonces, miras de nuevo al espejo y sientes cómo un escalofrío recorre tu espina dorsal porque ahí, justamente detrás de tu reflejo, está él, que te observa fijamente, sonriendo.

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