domingo, 23 de febrero de 2025

-Relato 6 de Camila Perdomo

RESPIRA, QUE NADIE LLORARÁ POR TI


Abre los ojos. Vamos, hazlo. No finjas que duermes. Sabes que no es descanso, sino miedo. Miedo a despertar y encontrarte en el mismo lugar: una cama de hospital que no es tuya, bajo una sábana que huele a lejía y muerte. Mira a tu alrededor. Nadie ha venido a verte. Ni tu primera esposa, la que sollozaba en la cocina cada vez que llegabas oliendo a cerveza rancia. Ni la segunda, la que aprendió a dejar de llorar cuando entendió que las súplicas no te conmovían. Tampoco tus hijos, esos que nunca aprendiste a querer porque estabas demasiado ocupado hundiéndote en el fondo de un vaso. Así que aquí estás, viejo, solo. Como un perro sarnoso al que dejaron morir en la calle, pero con el consuelo de cuatro paredes blancas y una enfermera que te llama "señor" sin saber que nunca fuiste uno.

Respira. Vamos. Siente el peso de tu cuerpo, la punzada en los pulmones, el ardor en la garganta. Es el único rastro que te queda de todo lo que hiciste. No hay manos que sujeten las tuyas. No hay lágrimas esperándote. Solo tú, la enfermedad y yo, que te hablo porque nadie más lo hará.

Respira hondo. Te has quedado demasiado tiempo atrapado en los recuerdos, pero ahora vuelve. El presente te aprieta, y ya no puedes escapar. Sabes que hay cosas que nunca querrías recordar. Y sin embargo, es inevitable. Como aquella vez en la que tu hijo trató de defender a su madre, cuando apenas era un niño, de nuevo borracho, de nuevo con la mano levantada. Un niño que sólo quería que lo miraras, que te llamara “papá” sin miedo.

Pero tú estabas en tu mundo, con tus excusas, creyendo que no había nada más que un trago para hacerte olvidar lo que no querías ver. Y entonces lo hiciste. ¿Recuerdas? Le diste una bofetada. Y esa fue la última vez que tu hijo intentó hablarte.

El corazón se te acelera, te arde el pecho. Todo el veneno que has dejado correr por tus venas, se acumula en este instante, aquí, en tu memoria, en tu cuerpo ya marchito.

Ahora, viaja a unos años después, cuando tu hijastra tenía apenas quince. Estaba creciendo, lo sabías, pero preferiste no ver el cambio. En su mirada había algo de miedo, pero no entendías por qué. Aquella noche, ella te miró, con los ojos llorosos, con la esperanza tonta de que fueras alguien diferente. ¿Qué hiciste? ¿Qué hiciste con esa niña que te miraba como si tú fueras el único al que podía recurrir, a pesar de todo? La misma niña que ya no te habla, que ahora sólo ve en ti a un hombre arrastrado por el alcohol y el egoísmo. Porque tú no sabes lo que es arrepentirse. Y si lo supieras, ya no estarías aquí. Estarías en otro lugar, quizás buscando a tus hijos, intentando hacer las paces con los fantasmas que tú mismo creaste. Pero no. Aquí estás. Solo.

Recuerdas aquella noche cuando la luz cálida del baño se filtraba por la rendija de la puerta, y la escuchaste moverse dentro, el chapoteo del agua, el sonido del jabón resbalando contra la piel. Y entonces tuviste un pensamiento que debías desterrar de inmediato, uno que hizo que la mano te temblara cuando la apoyaste en la puerta.

No, no llamaste. Solo empujaste la madera con suavidad. La cerradura estaba rota. Ella debía saberlo. No había cerrojo que la protegiera.

La puerta se abrió apenas unos centímetros antes de que el sonido del agua se interrumpiera.

—¡¿Qué haces?! —su voz no era de susto, sino de rabia.

La cortina de baño se movió bruscamente y viste el destello de su piel antes de que se cubriera con la toalla, apretándola contra su cuerpo con una ferocidad que no le habías visto nunca. Sus ojos, abiertos de par en par, ardían de una furia incrédula.

—No vi que estabas aquí —mentiste.

Ella no respondió. Te fulminó con la mirada, respirando fuerte, la piel aún mojada y el cabello pegado a la frente. La mandíbula apretada, los nudillos blancos sobre la toalla.

—Sal —ordenó.

—No exageres —dijiste, tratando de sonar tranquilo, de restablecerle importancia al temblor en tu propia voz. Levantaste las manos, como si fueras el ofendido—. ¿Ahora no puedo entrar a mi propio baño?

—Me estoy duchando—su voz temblaba, pero no de miedo, sino de furia contenida—. Sal ya mismo.

—Mira cómo hablas. Te estás poniendo histérica —reíste nervioso, sin saber qué hacer con las manos. No querías mirarla directamente, pero tampoco podías apartar la vista. Sentías su rabia como un golpe en el pecho—. No hice nada.

—¡¿Nada?! —su grito rebotó contra los azulejos—. ¡Me estabas mirando! ¡Intentaste entrar cuando pensabas que estaba desnuda! ¡Eres un asqueroso!

La sangre se te subió a la cabeza de inmediato.

—¡Baja la voz! —dijiste, dando un paso adelante. Ella dio un paso atrás, hasta quedar pegada a la pared.

—¿Qué? ¿Te da miedo que nos escuchen? —Su boca tembló al hablar, pero sus ojos no dejaron de retarte—. ¡Dile a mi mamá que escuche! ¡Dile lo que estabas haciendo! ¡A ver qué dice!

Y por primera vez, sentiste miedo. No miedo de lo que ella pudiera hacerte, sino de lo que acababas de hacer.

Pero no ibas a reconocerlo.

—Deja de inventar cosas —te apresuraste a decir—. Estás exagerando todo, como siempre.

—No. —Su voz baja, volviéndose más fría, más firme—. Ya no soy esa niña estúpida de 7 años. Sé lo que estás haciendo.

Y entonces lo entendiste. Ella nunca volvería a verte con los mismos ojos. Pasaron los años, y todo siguió igual. El dolor de esa mujer, las huellas de sus días grises, quedaban lejos, en el fondo de la casa vacía. Y tú, en tu mundo, continuaste siendo lo que siempre fuiste: un miserable que pensaba que todo le pertenecía. Pero ella se fue, como todos lo hacen. Nadie pudo soportar lo que tú haces.

Y ahora, mira cómo llegaste aquí. Mira cómo el cuerpo ya no responde. Los huesos te crujen como la casa que destrozaste, como las vidas que arruinaste.

Recuerdas la última vez que viste a tu hijo, hace unos cinco años. El niño ya no era un niño. Te miró con repudio, sin el cariño que tú esperabas, te llamó por tu nombre. No "papá". No "viejo". Solo tu nombre, pronunciado con una frialdad que te atravesó como una hoja afilada.

—¿Así me hablas ahora? —preguntaste, intentando sonreír, como si todavía tuvieras derecho a jugar el papel del padre ofendido.

Él te sostuvo la mirada sin parpadear.

—Así es como se les habla a los desconocidos.

Te quedaste en silencio. No supiste qué responderle.

Lo viste cerrar los puños a los costados, los labios apretados, la respiración contenida, como si luchara contra las palabras que en verdad quería decirte. Pero no las dijo.

Tampoco te golpeó, aunque en ese momento, pensaste que quizás lo haría.

Y lo habrías preferido. Habrías preferido un golpe, un empujón, cualquier cosa, y no el desprecio absoluto con el que te miró antes de darse la vuelta y alejarse, sin molestarse en despedirse. No lo volviste a ver.

Ahora, cuando caminas por la calle y ves a jóvenes de su edad, te preguntas si alguno de ellos es él. Pero no lo buscarías. No tendrías el valor. Porque sabes que si lo encontraras, si te atrevieras a decirle algo, a intentar recuperar lo que perdiste, él solo volvería a mirarte con esos ojos fríos, llenos de algo que ya ni siquiera es odio. Sino indiferencia. Y eso te mataría más rápido que cualquier otra cosa.

Recuerdas aquella noche, que volviste tarde, como siempre. Con el paso torpe, el aliento espeso de cerveza y el mal humor acumulado en la garganta. La casa estaba en penumbra, salvo por la luz amarillenta de la cocina, donde ella te esperaba con los brazos cruzados.

— ¿Dónde está el dinero? —preguntó, sin preámbulos.

Frunciste el ceño, irritado por la manera en que su voz te atravesaba la piel.

—No me jodas ahora.

Ella no se movió. No te dejó pasar.

— ¿Dónde está el dinero? —repitió, con un tono más duro.

—Me lo gasté —dijiste, encogiéndote de hombros, como si no tuviera importancia.

Según tú el dinero iba y venía, aunque a tus hijos y a tu esposa les falta de comer casi todos los días. Pero la sed, esa que se te clavaba en la lengua, que te raspaba la garganta, esa no se iba con excusas.

—Eras un maldito borracho cuando te conocí, pero por lo menos antes traías algo a esta casa —su voz se quebró, pero no bajó el volumen—. ¡Nos ha dejado sin nada! ¿Con qué quieres que compre la comida? ¿Quieres que tu hijo pase hambre?

El mal humor se convirtió en ira.

—¡Déjame en paz! —gruñiste, avanzando hacia ella, y cuando intentó apartarse, le sujetaste el brazo.

No tenías intención de pegarle. O al menos eso te decías a ti mismo. Solo querías que dejara de gritar, que se callara de una vez.

Pero entonces lo sentiste.

El tirón en la camisa. El golpe seco en el pecho.

Te tambaleaste hacia atrás, sin entender al principio. Y cuando bajaste la vista, ahí estaba él.

Tu hijo.

No el niño que solíamos cargar en los hombros. No el pequeño que corría a abrazarte cuando llegabas a casa.

Este era un muchacho con el rostro encendido de furia, con los ojos hinchados de rabia contenida, con los puños cerrados y firmes.

—No la toques —dijo.

Y su voz era grave, definitiva.

Te reíste, porque era lo único que podías hacer en ese momento.

—¿Y tú quién te crees?

Pero él no se río. No se inmutó.

—Pégame a mí si quieres —desafió, dando un paso adelante—. Hazlo. Pero no los toques.

Y ahí estaba el dilema. Porque parte de ti quería hacerlo, quería demostrarle que seguías siendo el hombre de la casa, que él no tenía derecho a mirarte así. Pero otra parte, una que no querías escuchar, te decía que no podías. Que él ya no era un niño. Que ya no podíamos controlarlo. Que, por primera vez, alguien en esa casa te estaba desafiando de verdad.

Soltaste a su madre con brusquedad y diste un paso atrás.

—¿Te crees muy hombre? —gruñiste, avanzando hacia él.

No respondió. No se movió. Tuviste que empujarlo. No un golpe. No aún. Solo un empujón brusco contra el pecho. Pero él no se tambaleó. Y eso fue peor que cualquier insulto.

—No eres nadie para hablarme así —escupiste, la furia empapándote la lengua—. No te olvides de quién manda aquí.

Él aprietó los dientes.

— ¿Quién manda aquí? —repitió con una risa amarga—. ¿Tú? ¿Un borracho que ni siquiera es capaz de traer comida a la casa?

El golpe fue instantáneo. No lo pensaste. No lo calculaste. Simplemente lo sentiste explotar en tus nudillos cuando su rostro giró con el impacto.

Se llevó una mano a la mejilla y te miró, sorprendido. Pero no asustado. Y entonces fue él quien se lanzó sobre ti. No lo viste venir, no esperabas que supiera cómo golpear.

El primer puñetazo te dobló la cabeza hacia atrás, el segundo te sacudió el pecho. Te tambaleaste, tropezaste con una silla, sentiste el borde de la mesa clavarse en tu espalda.

—¡Basta! —gritó su madre, interponiéndose entre ustedes.

Pero ya era tarde. Te lanzaste hacia él, agarrándolo por el cuello de la camiseta, estampándolo contra la pared.

—¡Maldito mocoso! ¡Voy a enseñarte a respetar!

Él forcejeó, te empujó, pero no con la desesperación de quien quiere huir, sino con la furia de quien está dispuesto a devolverte cada maldita palabra, cada golpe.

—¡Suéltame! —gruñó, los dientes apretados, los músculos tensos.

El ruido de los muebles arrastrándose, los gritos, los golpes sordos contra las paredes, hicieron que los vecinos se movieran rápido.

No era la primera vez. Ya conocían el sonido de tu voz borracho, ya sabían reconocer el pánico en los gritos de tu mujer.

La sirena sonó en la distancia, pero tú apenas la registraste.

Para cuando la policía entró, todo era un caos: la cocina patas arriba, el olor a alcohol mezclado con sudor y rabia, tu hijo con el labio partido, tu mejilla palpitante por un golpe que ni siquiera recordabas haber recibido.

—¡Qué es lo que sucede! —ladró uno de los agentes.

Por un momento, un solo y breve momento, te imaginaste esposado, metido en el carro policial, rodeado de desconocidos que te mirarían como el hombre que eras y no como el que pretendías ser. Pero eso no pasó. Nunca pasaba.

El policía te miró, luego miró a tu hijo, luego a la mujer con los ojos hinchados de tanto llorar.

—Otra vez aquí, ¿eh? —suspendido, con el fastidio de quien ha repetido el mismo trámite demasiadas veces.

Tú bajaste la cabeza, respirando fuerte.

—Alguien va a presentar cargos? —preguntó el otro agente.

Silencio absoluto.

Tu mujer miró al suelo. Tu hijo miró la puerta, como si quisiera salir corriendo. Nadie habló.

El policía resopló y sacó su libreta.

—Deme su identificación —te ordenó, y tú obedeciste sin discutir.

Un control rutinario. Una advertencia breve.

Cuando los policías se fueron, el silencio que dejaron fue peor que la sirena, peor que los golpes, peor que todo.

Tiemblan tus manos, ¿verdad? Estás sudando, porque ahora, cuando el tiempo te aprieta y te devora, esos momentos vuelven como fantasmas. Vuelven para decirte lo que fuiste, lo que hiciste, lo que jamás entenderás. Eres un viejo arrugado, con el estómago hecho trizas por el alcohol y el dolor, porque nunca pensaste que el daño también se hace hacia uno mismo. Nadie te lamenta. Nadie te recuerda. Y si lo hicieran, ¿qué te importaría? Es tarde para eso. La muerte toca la puerta. Ya no hay tiempo para los arrepentimientos. Pero el eco de lo que fuiste resuena fuerte, mucho más fuerte que el silencio que ahora te rodea.

El sonido del monitor cardiaco se vuelve más irregular, como si dudara entre seguir con su trabajo o rendirse de una vez. La habitación huele a desinfectante barato y a orines envejecidos en la tela del colchón. La ventana está cerrada, pero el frío se cuela por alguna rendija invisible, clavándote agujas heladas en la piel reseca. Cada bocanada de aire te cuesta más. Sientes los pulmones como dos esponjas empapadas en lodo. Tu estómago es un hueco insaciable que ruge de hambre, pero la boca te sabe a óxido y a un veneno invisible que te quema la garganta. Quieres hablar, llamar a alguien. Pero no hay nadie.

La última vez que viste a tu hijo fue hace años. Tu voz, si es que aún la tienes, se perdió en un grito que nunca encontró eco. La mujer a la que llamabas esposa murió sin dedicarte una última mirada. La hijastra, aquella niña a la que tú mismo convertiste en sombra, desapareció en la niebla del tiempo sin dejar rastro. La cama es un ataúd sin tapa donde te han dejado a esperar.

Parpadeas y el techo se desdobla en formas extrañas. Sabes que estás alucinando, que la fiebre te está cociendo el cerebro en su propio jugo. Tratas de mover los dedos, pero apenas consigues un leve temblor. Tu cuerpo te está abandonando poco a poco, como lo hicieron todos los demás.

La puerta se abre y tu pecho se llena de una esperanza absurda. Alguien ha venido. Alguien ha recordado que existes. La figura entra sin prisa, revisa una carpeta de expedientes y se acerca a la cama. Es la enfermera de turno. Ni siquiera te mira a los ojos. Ajusta la vía del suero, te pasa un trapo húmedo por la frente con la misma ternura que usaría para limpiar una mesa, y sin decir una palabra, da media vuelta y sale.

Quieres gritar, suplicar que se quede, que te hable, que te diga cualquier cosa, pero tu lengua es un trozo de carne seca pegada al paladar. Quieres llorar, pero tus ojos están tan secos como tu boca. Quieres respirar, pero los pulmones se contraen y el aire se niega a entrar.

El pitido del monitor se vuelve un sonido constante. Tu pecho se sacude en un espasmo. Un último esfuerzo. Un último sonido. Pero no hay testigos. No hay manos que se aferren a las tuyas. Nadie escucha. Nadie ve. Nadie llora.

Tu cuerpo se queda inmóvil, con los ojos abiertos y la boca entreabierta en un gesto que podría ser un grito ahogado o una súplica silenciosa. La puerta sigue cerrada. Nadie se dará cuenta hasta que el olor te delate.

 

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