UN SUEÑO CUMPLIDO
Después de un largo camino para aprobar las oposiciones de policía local, superando todos los obstáculos burocráticos que conlleva conseguir este puesto, incluido la prueba psicotécnica. Aquella que te somete a cuestiones donde tienes que elegir entre hacer lo correcto o hacer lo que consideras justo, y tras alcanzar el objetivo de obtener un puesto en los cuerpos del estado, me destinan a un pueblo pequeño del norte de Jaén, concretamente en Andújar. El día antes de mi marcha, mi familia y mis amigos me organizaron una pequeña fiesta de despedida, deseándome suerte los dos años que tendría que pasar en este pueblo alejado de mi casa, hasta que pudiera solicitar un puesto en alguna comisaría cerca de mis amigos y familiares.
Una vez en el pueblo, el recibimiento fue el habitual en un vecindario pequeño, gente observando a la cara nueva de la zona, susurrando mientras comenzaba a meter cajas en mi nuevo apartamento, uno pequeño y minimalista, que poco a poco se irá convirtiendo en mi primer piso como agente. Sin mucho tiempo para pensar, preparo mi ropa para comenzar mi primer día de trabajo, que será esta misma noche.
Mi primer turno no comienza con una ceremonia de bienvenida ni palabras alentadoras. En su lugar, mi nuevo compañero, el veterano Agustín López, se acerca a mi mesa y me tira un juego de llaves encima del escritorio.
—Eres el nuevo. Así que espero que sepas cómo hacer café —me dijo sin mirarme.
Sin presentarse, sin darme la mano, sin preguntar siquiera mi nombre, así fue la primera toma de contacto con mi nuevo compañero. Me dirijo a la pequeña cocina de la comisaría y comienzo a preparar el café, esta cafetera no es la tradicional de los italianos, se trataba de una de esas cafeteras de goteo que utilizan filtros, y con la que no estoy muy familiarizado, así que la preparo mientras sigo el paso a paso de un tutorial que hay en internet. Quería comenzar con buen pie, para encajar en la comisaría, siendo consciente del trabajo que me ha costado llegar hasta aquí, las horas que he pasado encerrado estudiando las oposiciones, las dietas estrictas a las que me he sometido para llegar al volumen necesario para superar los entrenamientos de fuerza.
Al volver con la cafetera preparada, López se sirve en su taza y le da un sorbo largo, sin azúcar ni leche, y sin quemarse ante un café recién hecho.
—Sabe a husillo, como imaginaba, estás muy verde, novato —expresó mi compañero, sin mirarme a la cara, otra vez.
El comisario jefe, Luís García, entra en la sala con su presencia imponente. Un hombre corpulento, de barba frondosa y un corte de pelo recto, como el de un antiguo militar. Su uniforme está perfectamente planchado, y las botas sin manchas y brillantes, no llevaba unas pintas desaliñadas, a diferencia de mi compañero López, que aparte de oler a whisky desde lejos, tiene un bigote cuya longitud escondía el labio superior, una barba de varios días descuidada, y un uniforme con algunas manchas que el uniforme no podía ocultar.
—López, llévate al novato. Es su primer día, así que ya sabes lo que hay que hacer, y no seas demasiado duro con él —le indica a mi compañero mientras se acercaba para presentarse y estrecharme la mano con firmeza.
López en ese momento sonríe de medio lado, divertido.
—A sus órdenes jefe —López coge las llaves y sale de la comisaría, sin mirarme ni indicarme nada, pero decido seguirle mientras recojo mis credenciales de la mesa.
La patrulla transcurre en silencio. López, sin mediar palabra, decide ponerse al volante. Conduce con una sola mano, con la otra se rasca el bigote y saca un cigarro, que se enciende sin soltar la otra mano del volante, y aunque no fumo, no me ofrece un cigarrillo. Me aferro al cinturón de seguridad, con algo de tensión en las manos.
—Novato, ¿Crees en los fantasmas? —pregunta mi compañero.
—Pues no... —respondo sin comprender muy bien la situación.
—Pues después de esta noche, creerás —expresó en mitad de una carcajada.
López conduce hasta las afueras del pueblo, y detiene el coche frente a un colegio abandonado. Los ventanales están rotos, las paredes están cubiertas de grafitis, el viento silba entre las grietas del edificio. El edificio probablemente lleva abandonado varios años, mi compañero apaga el motor y se enciende otro cigarro.
—Baja —indica.
Me bajo del coche, siguiendo sus indicaciones.
—El comisario tiene una costumbre con los nuevos. Deben entrar en este colegio y traer algo de dentro. Digamos que es una prueba para demostrar si tienes lo necesario para encajar en esta comisaría.
—¿Y qué es lo que tengo que traer? —pregunto.
—Te he traído hasta aquí, así que no voy a dártelo todo hecho. ¡Entra de una vez! —grita mi supuesto compañero.
Me acerco a la entrada principal del colegio. La puerta está entreabierta. El aire huele a humedad y polvo. Por suerte, he traído la linterna y el teléfono móvil por si necesito algo de luz, afortunadamente, el cielo está abierto esta noche y la luna permite que pueda ver en los pasillos cuyas ventanas están rotas.
—Vamos, échale cojones al asunto —me dije a mí mismo en mitad de un pasillo.
En una de las habitaciones encuentro una placa de identificación encima de un pupitre. Decido acercarme, y el nombre que aparece en la placa no me resulta familiar, decido coger la placa y cuando me dispongo a salir de la sala, una silueta se encuentra delante de la puerta.
—No deberías estar aquí —expresa aquella silueta, que, sin dudarlo, decide cerrar la puerta y atrancarla con algún objeto, se escuchan pisadas y una risa comienza a resonar en la oscuridad mientras se va alejando.
Estaba allí, en mitad de aquella sala del segundo piso, dentro de un colegio abandonado con mi uniforme recién estrenado de policía local, recogiendo una placa de identificación que no sé ni de quien cojones es, y encerrado por algún imbécil que pretende gastarme una novatada. Si me pongo en contacto con mi compañero por radio, seguro que no obtengo respuesta, tampoco de la comisaría, ya que esto se trata de una prueba más, está claro que el psicotécnico no te prepara para estas situaciones, pero no pienso rendirme ni venirme abajo. Las opciones eran, intentar tirar la puerta abajo, o saltar por la ventana, cuya altura es de dos pisos. La puerta no era realmente una opción, porque tirarla abajo era reventar las bisagras con la pistola y la bala podría rebotar, además, las balas están contadas y si en mi primer día, utilizo varias justificando la causa a una novatada, puede conllevar la apertura de un expediente.
Decido asomarme por la ventana, y observo, que encima de la ventana, hay un reborde de unos diez centímetros de ancho, donde podría intentar sostenerme para subir a la azotea, en ese momento, recuerdo las palabras de mi monitor personal cada vez que nos subíamos a la barra para hacer dominadas, “tenéis que utilizar magnesio chavales, está permitido en las oposiciones y os ayuda con el agarre”, así que comienzo a buscar tizas en la mesa del profesor y en la pizarra, ya que la tiza contiene magnesio que favorece el agarre y quita el sudor de las manos, por suerte, encuentro un par de tizas blancas en el suelo y decido frotármelas entre las manos, y guardándolas en uno de mis bolsillos.
Me sujeto a la cornisa de la ventana, y con el cuerpo colgando de los dedos de mis manos que se aferraban gracias al magnesio, recuerdo el mote que me pusieron mis compañeros del colegio cuando jugábamos al futbol, “el niño mono”, porque siempre me subía a cualquier sitio donde se embarcaba la pelota. Me impulsé con la pierna izquierda sobre la cornisa, y haciendo fuerza con una de las manos, subí el torso hasta la cornisa, arañándome el uniforme por el camino.
Una vez en el tejado, observé que había una trampilla que conectaba con el segundo piso, y decidí asomarme mientras caminaba por la azotea, acompañado por el sonido de las piedrecitas que pisaba, antes de saltar al segundo piso, donde ya no se encontraba aquel desconocido que atrancó la puerta donde había encontrado la placa, pero si había una silla que impedía abrir el aula donde me habían encerrado. Ignoré esa situación y comencé a bajar las escaleras para salir de aquel colegio abandonado. En el vehículo oficial, está mi compañero, sentado en el asiento del piloto, esta vez con algo que no era un cigarro, empolvándose la nariz, me siento en el asiento del copiloto, y sin decir palabra, dejo la placa en la guantera del coche. Mi compañero comienza a reírse, arranca el coche y comienza a conducir sin parar de reírse.
De vuelta en la comisaría, el comisario jefe García observa mis pintas.
—¿Todo bien, agente?
Asiento. García vuelve a sus papeles, como si no hubiera pasado nada, aunque consciente de donde he ido y para qué. Me siento en mi escritorio y se acerca López, que me tira en la mesa la placa que había encontrado en el colegio abandonado, se sienta en su mesa y me guiña un ojo.
—Bienvenido a Andújar, novato.
Pasaron las semanas. El trato con mi compañero era algo mejor, pero sin excederse en confianzas, me sigue llamando novato, y sigue tratándome como a alguien de segunda clase, pero no hubo más novatadas aparte de aquel colegio abandonado. Decido centrarme en hacer mi trabajo lo mejor posible, aceptando los peores turnos y sin tener días de descanso seguidos para poder visitar a mi familia.
—Comisario, me gustaría visitar a mi familia —le expreso a mi superior.
—No quieras correr tanto chaval, lo tuyo es la escalada, ya tendrás tus días libres para visitar a la familia, ¿de dónde eras? —cuestiona.
—De Cádiz. Y me gustaría visitar a mis padres.
—Y a mí me gustaría cobrar más, pero cada uno tiene que aguantarse con lo que le ha tocado en esta vida novato.
—Solo le estoy pidiendo un par de… — interrumpí mi discurso cuando el comisario se puso en pie, y se hizo un solemne silencio en la comisaria.
—Si no te gusta, puedes marcharte. Pero si quieres seguir siendo policía, asume quién manda aquí, y ahora vuelve a tu sitio.
Bajo la mirada y salgo de allí bajo la atenta mirada y los cuchicheos de mis compañeros de trabajo.
Mientras van pasando los días, todo se va complicando. Esta comisaría de mala muerte no va a ponerme las cosas fáciles, así que tendré que apretar los dientes y aguantar si quiero conseguir mi sueño, ese sueño que anhelaba el día que aprobé las oposiciones en Ávila. Cuando voy a cambiarme después de uno de los turnos, encuentro una nota dentro de mi taquilla, no tenía firma, pero en ella estaba escrito: “No eres bienvenido en esta comisaría, lárgate”. Arrugué aquella nota y la tiré en la papelera, no iba a dejarme intimidar por aquellas amenazas.
En el siguiente turno de noche, patrullando con López, regresamos al colegio abandonado. Esta vez, al bajar del coche, saca su arma.
—Es hora de tu prueba final, novato —expresa mientras sonríe con un cigarro entre los labios—. Si quieres encajar en esta comisaria, tienes que ayudarme con una cosa, un asunto que hace tiempo que me está amargando la existencia, y si colaboras, me encargaré de que consigas esos días que anhelas para visitar a tu familia, incluso dejaré de llamarte novato.
López me observa, pero yo no me muevo, analizando la situación, y pensando en las consecuencias de rechazar aquella propuesta, así que decido asentir con la cabeza, sin mediar palabra, y comienza a andar en dirección a la entrada principal de la escuela.
El colegio abandonado se alza como una sombra negra contra el cielo. López se acerca, empuja la puerta. Dentro, el aire es aún más denso. Camino detrás de él. El sonido de un objeto metálico siendo arrastrado por el suelo irrumpía en mitad de aquel silencio.
—Muévete, novato.
No respondo. López sigue avanzando por un pasillo largo, lleno de papeles por el suelo y cristales rotos, la primera vez que entré, no pude observar estos detalles porque los nervios y la adrenalina me invadían, y lo sorprendente fue localizar aquella placa con tanta ansiedad, nos detenemos frente a una puerta abierta de par en par, una vez dentro, se escucha una voz.
—No deberías estar aquí.
López se detiene. Mira a su alrededor mientras saca su linterna, intentando apuntar en alguna dirección con la pistola.
—¿Quién está ahí? —grita mi compañero.
Silencio.
Avanzamos. No estaba seguro de si era otra broma, o realmente López no esperaba encontrar a nadie aquí dentro, en cualquier caso, intenté mantener la calma, vigilando a mi compañero por si decidía apuntarme con el arma, bloquearle en el acto.
Una sombra cruza una de las puertas del pasillo, y López apunta en aquella dirección con el arma.
—¡Muéstrate!
No obtuvo respuesta.
Se escucha un grito lejano que retumba en los pasillos. López en ese momento retrocede un paso. Mira en el suelo, y encuentra la placa de identificación. La misma de aquella noche.
López me mira.
—Nos vamos —expresa titubeando.
Mi compañero comienza a correr hacia la salida, y decido seguirle. Al cruzar la puerta principal, el aire frío nos golpea. No nos detuvimos hasta que llegamos al coche. López saca las llaves, pero el motor no arranca y comienza a golpear mientras grita el volante.
—Joder.
Desde el colegio abandonado, una luz ilumina una ventana del segundo piso. López, al ver esa luz, saca una papelina que tenía en el bolsillo y sin pensárselo, decide esnifar el contenido. Alza la mirada al cielo y guarda el arma.
—Hay que averiguar quién me está gastando una broma.
—¿Qué quieres decir, que todo esto que está pasando no es una broma tuya?
Se hizo el silencio, el motor de la patrulla sigue muerto. López aprieta la mandíbula y vuelve a girar la llave. Nada. Solo el sonido del viento colándose por las grietas del colegio y el eco de nuestra propia respiración contenida, mi compañero estaba ignorándome, como en shock.
—Esto no es normal —murmura, más para sí mismo que para mí.
Miro la hora en el móvil. Son las tres de la madrugada. Tengo la sensación de que el tiempo no avanza.
—¿Qué hacemos? —pregunto.
López suelta una maldición y baja del auto. Yo dudo antes de seguirlo. Él rodea la patrulla, revisando el motor con la linterna. La luz parpadea y se apaga. Golpea la linterna un par de veces, pero no vuelve a encenderse.
—No deberías estar aquí —susurra una voz que no reconocemos.
Ambos nos congelamos. La voz no viene del interior del colegio esta vez. Viene de la radio de la patrulla. Miro a mi compañero. Por primera vez, veo el miedo en sus ojos. Él se acerca a la radio, pero antes de que pueda responder, un estruendo desde el colegio nos hace girarnos de golpe. En el segundo piso, la luz que iluminaba el aula ahora brilla con intensidad. Y en la ventana, una silueta inmóvil. Observándonos.
—¡Hijo de puta! —López desenfunda su arma.
La silueta desaparece. La puerta principal del hospital se abre de golpe, como si nos invitara a entrar.
—Tenemos que entrar —indiqué, tratando de mantener la calma.
—No pienso hacerlo —responde López.
El viento se intensifica. Algo golpea el coche con fuerza. Nos giramos a tiempo para ver el maletero sacudirse, como si alguien estuviera atrapado dentro, intentando salir.
—Bájate ahora mismo, hostia —grita López mientras se baja del vehículo y apunta al maletero, y mientras estoy saliendo mi compañero dispara sin dudar en el maletero de nuestro vehículo.
Se hace el silencio, y de repente, otra sacudida, esta vez más fuerte. La puerta trasera se abre de golpe y un frío antinatural me envuelve. La temperatura desciende de golpe, miro a mi compañero, que está bloqueado.
—¡López, entremos, ahora! —grité.
Finalmente, mi compañero me hizo caso al verme correr en dirección al colegio abandonado, que cerró sus puertas con robustez al entrar en su interior.
—Esto no está pasando —murmura López, con el rostro pálido.
Un crujido nos interrumpe. Algo se mueve en el piso superior. No nos atrevemos a subir. La radio del cinturón de mi compañero se activa otra vez.
—Estoy arriba —indicaron con una voz desgarradora, irreconocible.
Respiro profundamente durante unos segundos, mi compañero sigue bloqueado, hasta que decide sacar otra papelina que contiene una sustancia que inhala, y los restos, los frota entre sus encías con el dedo índice.
—Me estás esperando desde hace tiempo, ¿verdad?, pues se acabó la espera.
En ese momento, mi compañero hace alarde de una valentía hasta ahora inexistente en él, y comienza a caminar en dirección a las escaleras que subían hasta el segundo piso. Le sigo el ritmo, sin saber muy bien lo que hago y lo que puede suceder, hasta que llegamos a una de las aulas que estaba cerrada, y cuya iluminación se veía desde fuerza por debajo de la puerta. Mi compañero se detiene un segundo, agarra el pomo de la puerta, y consigue abrirla, me mira durante un momento y decide entrar con energía, apuntando hacia el frente de la sala, donde no había nada, solamente un pupitre en mitad de la clase, y la luz que se podía observar desde fuera y desde debajo de la puerta había desaparecido como si de una ilusión se tratara.
Mi compañero se acercó hasta el pupitre, en él estaba escrito, como si hubiesen rasgado la madera del pupitre, un nombre, Isabel, mi compañero, al ver ese nombre, comienza a gritar y apunta con el arma en todas las direcciones. Decido esconderme fuera del aula, al lado de la puerta, por si comenzaba a disparar el arma sin control alguno, y así hizo, durante dos disparos, hasta que se detuvo en seco, y solo se escuchaba un grito ahogado muy leve.
Me asomé para ver que sucedía, y en mitad del aula, donde ya no estaba el pupitre, había en su lugar una silueta negra, demasiado alta para ser humana, que estaba levantando del suelo a mi compañero por el cuello y estrangulándolo con tanta fuerza, que estaba aplastando su garganta. Levanto mi arma y apunto a la silueta, cuyo rostro no me miraba a mí, sino a mi compañero López, al que intentaba asesinar.
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