domingo, 2 de febrero de 2025

-Relato 3 de Miguel Fabia

 Resignación 



La habitación está en penumbras, iluminada por el tenue resplandor de dos móviles. Con la nuca en la almohada, Ana mira un video de TikTok donde una chica joven de ajustados leggings rojos enseña a hacer sentadillas. Tumbado a un brazo de distancia, tosiendo cada tanto, Pedro mira videos de fútbol. Es miércoles, aunque podría ser cualquier noche. 

El sonido de una notificación interrumpe de pronto la disputa por la pelota. Pedro se mueve ligeramente en la cama. Luego desliza el dedo para bajarle el brillo al móvil. 

–¿Quién es? 

–Nadie. –Pedro tose–. Los del trabajo. Ya sabes cómo son. 

Ana mira de reojo a su marido. 

–Ya casi es medianoche… 

–Están hablando de la reunión. 

–¿Qué reunión?

–Una reunión. Mañana. 

Ana no insiste. Pedro estira la mano y deja el móvil boca abajo en la mesita de noche. Enseguida se tumba de lado, de espaldas a su esposa, y cierra los ojos. Ella continúa con el móvil en la mano, pero ya no lo mira. Sus ojos están dirigidos ahora hacia la mesita de noche de su marido. 

Al rato, el móvil de Pedro vibra una, dos y tres veces. Lo toma y se incorpora rápidamente en la cama. Sus generosas entradas de cincuentón semicalvo lucen aceitosas a la luz del mensaje recibido. 

–Otra vez tus compañeritos, ¿ah? –Ana ha vuelto a situar la mirada en la chica de los leggings. 

Pedro la mira. No lo había hecho en toda la noche. 

–¿Qué quieres decir? 

–Nada. 

–¿Cómo nada? 

–He dicho nada. 

Ambos permanecen en silencio, con el móvil inclinado sobre sus caras. Ana empieza a arrastrar el dedo sobre la pantalla, sin detenerse en ninguna de las innumerables chicas en leggings que le muestra TikTok. Pedro estira la mano, temblorosa debido a la tos que cada tanto lo asalta, y coge un cigarro de la mesita de noche. Tras encenderlo y reducirlo a la mitad, empieza a teclear en su móvil. A su lado, Ana se encuentra estirando los labios hacia la cámara frontal. 

–¿No estás un poco vieja para eso?

–¿Perdón? 

–Eso de sacarse fotitos es cosa de niñas. 

–No te preocupes por mí, bebé. Tú sigue enviándole mensajitos a esa. 

–¿Qué dices, mujer? 

–Nada. 

–¡Dios! ¡Eres increíble! 

–Eso. Grita más fuerte, para que te oiga todo el edificio. 

–¡Basta! ¡Qué mierda quieres de mí!

Ana vuelve a arrastrar el dedo por TikTok. 

–No sé. 

Pedro alarga el brazo hacia la mesita de noche y aplasta el cigarro contra el cenicero. 

Minutos más tarde, sudoroso y agobiado por la tos, Pedro se ve obligado a detener su tieso movimiento de caderas encima de Ana. Ella, sin embargo, continúa gimiendo intensamente. Solo deja de gemir cuando su móvil, perdido bajo las almohadas, anuncia entre vibraciones una serie de mensajes.  

Ana prepara el desayuno en la cocina, mientras Pedro está sentado en la mesa del comedor. 

–¿Ya? Estoy un poco atrasado, cariño. 

–Allá voy, jefe –grita Ana arrastrando las palabras. 

Cuando ella aparece con la cafetera, Pedro, con mano ágil, guarda el móvil en su bolsillo. Mientras le echa varias cucharadas de azúcar a la tasa, le comenta que esta noche recibirán visitas. 

–Alfonso. Vendrá a cenar. 

–¿Alfonso?

–Sí. 

–Ah… 

Ana se levanta de la mesa y vuelve a la cocina. Desde allá grita: 

–¿Viene solo?

–Con Rosa, claro. 

Ana no responde. Tarda unos minutos en volver al comedor. Pedro le pregunta por qué se levantó. 

–Qué estúpida –dice con una amplia sonrisa–. Olvidé otra vez el jamón. 

Enseguida reaparece con un plato de jamón serrano y queso camembert.

–¿Queso camembert? ¿Para el desayuno?

–Pues… A mí me gusta. –Ana se sienta otra vez, sin mirar a su marido. 

Permanecen un rato en silencio. 

–Pensé que te agradaba –dice Pedro. 

–¿Quién? 

–Rosa. Por el arte y todo eso. 

–¿Por qué lo dices? 

–No sé. Cuando te dije que venía, no dijiste nada. 

–No sé de qué hablas. Me cae bien. Solo que no tenemos mucho tema. Yo no sé nada de pintura. 

–Pero en aquel colegio enseñabas pintura, ¿no?

–Literatura, cariño –Ana mantiene la vista hacia abajo–. Literatura. 

Otra vez se quedan en silencio. Pedro come y come, aunque cada tanto le agarra la tos. Ana solo toma café, sin tocar en ningún momento el camembert. De pronto, el móvil de Pedro se estremece sonoramente en su bolsillo. Sin dejar de masticar, se levanta de la mesa, abandona el comedor y se mete en el baño. Tarda unos minutos en volver.  

–Ya sabes –dice con una amplia sonrisa mientras se sienta otra vez a la mesa–. Queso y café. Mala combinación. 

Ana no responde. Su cara se refleja rígida en la superficie del café. Al rato mueve los labios: 

–Dime una cosa. 

–Claro, cariño. 

–¿Aún la sigues viendo? 

–¿A quién? 

–Duermo contigo hace veinticinco años. Lo de actor no te queda. 

Pedro se ríe, aunque enseguida se ahoga con su tos. Ana vuelve a la carga: 

–Eso. Ríete de mí. Siempre lo has hecho. 

–¿Qué me rio de ti? ¡Por favor! Mira a tu alrededor. 

–¿Qué?

–¿Cómo qué? Me la paso todo el día trabajando para que vivas en este puto apartamento de lujo. ¿Y dices que me rio de ti? 

–Maldito canalla, no te hagas la víctima. ¿Olvidaste ya por qué renuncié al colegio? 

–Eso fue como hace diez años. 

–Años de mierda. 

–¡Por favor! –Pedro golpea la mesa. Un chorrito de café se escapa de la taza y tiñe el mantel–. ¡Eres una mal agradecida! Gracias a mi bolsillo es que puedes escribir esa interminable novelita tuya a la que prestas más atención que a mí. Así es fácil ser escritora, ¿no?

–Qué sabes tú de libros. Solo eres un simio que se emociona con fútbol. 

–¡Ahí está! ¡Ya decía yo que no llegaba! ¡El eterno ego de los pseudo artistas!

–No cambies el tema. 

–Lo que pasa, mi amor, es que yo soy demasiado ignorante. No como tú, la más culta del universo. 

–Eso, sigue lloriqueando. 

–¡Estás completamente loca! 

–Muéstrame tu teléfono y veamos si estoy tan loca. 

–¿Ahora eres policía? Qué mierda te pasa. 

–Vamos, dime que has vuelto a hablar con Clara. 

Pedro se sacude bajo el rigor de una nueva tos. 

–¿Clara? ¡Hace años que no sé nada de Clara!

–Pues deberías. Esa puta te hacía bien. 

Pedro vuelve a reír. 

–Por lo menos ella no se tocaba mientras lo hacíamos. 

Ana le da un sorbo al café. 

–Será que se conformaba con poco. 

–Quizá. Aunque tenía otros atributos. 

–¿Te lavaba la ropa? ¿Te cocinaba? ¿Te hacía el aseo? Así es como te gustan las mujeres, ¿no? –Pedro niega con la cabeza–. ¿Entonces qué? Vamos, cuéntame. Tomo nota. 

–Era trabajadora. Y podía tener hijos. 


En vez de escribir como de costumbre, Ana se pasa la mañana bebiendo vino y releyendo pasajes de Madame Bovary. Su móvil vibra de pronto junto a su muslo. Es Pedro: Perdóname. Ana apaga el móvil y lo deja bajo un cojín. Entonces golpean la puerta. Bajo el umbral está su madre. Ana baja la vista, pero no lo suficiente. 

–¿Y esos ojos? –Ana no responde– Otra vez ese imbécil, ¿no? 

La madre entra y se acomoda en el living. Ana va al baño y se lava la cara. Enseguida vuelve con una taza de café.  

–Te faltó vivir, querida. –La madre se lleva la taza a la boca–. Casarse con dieciocho años. Qué cosa tan ridícula. 

–No empieces, mamá… 

–Te viniste abajo cuando renunciaste a ese colegio. Te veías feliz enseñando literatura. 

–Pintura, mamá. Enseñaba pintura. 

Ana responde sin mirarla. Sus ojos están desparramados sobre la prosa de Flaubert: Le parecía que ciertos lugares de la tierra debían favorecer la felicidad, como una planta propia de un suelo determinado que no prospera en cualquier parte… 

–Lo que sea. –La madre sorbetea el café–. El punto es que renunciaste por él. Maldito machista. Te encarceló en este apartamento. Tu padre quiso hacer lo mismo conmigo. Por suerte el viejo murió pronto. ¡Dios, qué bueno está este café! Tiene algo acaramelado, ¿no?

–Ni idea. Lo compra él. Todo lo compra él. –Ana no alza la vista: En su deseo se confundían las sensualidades del lujo con las alegrías del corazón, la elegancia de las costumbres con las delicadezas del sentimiento… 

–No importa. Lo que trato de decirte es que aún eres joven. Cuarenta, ¿no? 

–Cuarenta y tres. 

–La misma cosa. Aún no es demasiado tarde para que lo mandes a la mierda. 

De pronto, la madre se calla. Ante ella, Ana está mojando silenciosamente las hojas del libro. 

–Vamos, cachorra. –La madre cruza una pierna sobre la rodilla–. No pierdas lágrimas por un tarado. 

Hundida en el sillón, Ana se ahoga en su propio sollozo. Y así pasa varios minutos. 

Sentada al frente, la madre se rasca el cabello, se mira las uñas, se ajusta las medias bajo la falda. Al fin se levanta y dice que ya es hora de marcharse. Antes de caminar hacia la puerta, se queda mirando a la hija, que permanece inclinada hacia adelante, con los codos en las rodillas y la cara oculta bajo las palmas. 

–Si de verdad quieres seguir con ese payaso, oye esto, cachorra. No hay mejor remedio para un matrimonio decaído que unas vacaciones. Yo no tengo idea, la verdad. Es lo que dicen mis amigas. Aunque esas bobas sumisas apenas conocen el río de la ciudad. Yo sí que conozco lugares. Ya sabes, ventajas de la viudez. Tu padre sirvió al menos para dejarme un buen botín. –La madre acaricia la cabeza de Ana–. En fin, cachorra. Sudamérica tiene lo suyo. Río de Janeiro, con sus playas. Buenos Aires, con su elegancia. 

Ana alza los ojos por un momento. Luego baja la cabeza y sigue llorando. 


Pedro recoge los platos de la mesa del comedor y los lleva a la cocina. Ana, con un vestido rojo ceñido a su figura curvilínea, está inclinada en el lavaplatos. La cena con Alfonso y Rosa terminó hace unos minutos. No hubo muchas risas. 

–¿Tenías que ser tan desagradable? –Pedro se mantiene en silencio, tosiendo cada tanto–. Te encanta ser el florerito de mesa, ¿no? Bastardo. ¡Eres un bastardo!

–Hey, cállate ya. No sé de qué hablas. 

La mano de Ana presiona fuerte la esponja sobre el plato grasiento. 

–Ya te lo dije, te habrías muerto de hambre como actor. Pero sí que actuaste bien en la mesa, ¿eh? No perdiste la oportunidad de interrumpirme cada vez que hablaba. Solo te burlaste de mí. 

–¿Y qué me dices tú? Hace años que no te veía ese vestido. 

–Bueno ¿y qué?

–Es claro, cariño. No parabas de hacerle ojitos a Alfonso. Dime: ¿cuándo fue la última vez que te pintaste los labios?

Ana suelta una risotada. 

–Eres un estúpido. Tanto móvil te ha vuelto ciego. 

–No lo creo, cariño. Vi perfectamente cómo te reías de todas sus historias sobre ese gato de mierda. ¡Tú odias a los gatos! ¡Y te reías con escándalo! Luego vas como si nada y te despides de Rosa con un largo abrazo. ¡Sí que eres caradura!  

Una notificación hace sonar su móvil. Bajo el marco de la puerta de la cocina, Pedro lo saca del bolsillo y, tosiendo, lo mira atentamente. 

–Eso, adelante –dice Ana–. No hay problema. Después seguimos discutiendo. Primero contéstale a esa puta. 

Pedro se mantiene en silencio. Está con el ceño fruncido sobre la pantalla, los labios ligeramente abiertos. Ana lo mira de reojo. 

–Eso. Así se hace, bastardo. Tómate tu tiempo. Pero te vas a arrepentir. Ya lo verás. ¡Pronto te vas a arrepentir!

Él parece estar sordo. Temblando, Ana expulsa un grito en dirección al techo, aprieta la esponja y la arroja con toda su fuerza al piso. Enseguida se lanza sobre Pedro y, sin encontrar resistencia, le quita el móvil de un manotazo. Respirando ásperamente, Ana entorna los ojos, como si estuviera leyendo otro idioma. Al cabo de varios minutos, vuelve a levantar la vista hacia Pedro. 

–¿Cómo? ¿Cuándo pensabas…?

Él mira al suelo. 

–No sé… No sabía cómo… 

Con una mano trémula, Ana le devuelve el móvil. Luego camina hacia el lavaplatos, recoge la esponja y reanuda en silencio su lucha contra la grasa. 


Es jueves y no es como cualquier noche. Ana entra a la ducha y ahí se queda durante media hora. Cuando al fin emerge del baño y vuelve a la habitación, se encuentra con Pedro, quien la mira fijamente. En sus manos tiene el ordenador de ella. El ordenador está abierto. 

–¿Qué es esto? 

–¿Qué cosa?

–No sabía que querías conocer Buenos Aires. –De pie, inmóvil, envuelta en la toalla, Ana lo mira en silencio. De pronto, él sonríe. Es una sonrisa tierna–. Prefiero el Caribe. Tú sabes que siempre he querido conocer esas playas. 

–Sorpresa –dice Ana con una sonrisa que parece tambalearse sobre un hilo, y antes de que Pedro pueda añadir algo más, deja caer la toalla. Enseguida lo abraza, lo besa en el cuello y lo empuja al colchón. 

Minutos más tarde, Pedro detiene su tieso movimiento de caderas encima de Ana: ella, de repente, se ha puesto a llorar. 


Apenas charlan durante el desayuno. Esta vez, ninguno de los dos está con el móvil. 

–No soy fan del café con leche –dice Pedro–. Pero está mañana está buenísimo.

–Sí –dice Ana. 

Continúan en silencio. 

–En Punta Cana hay delfines –dice Pedro–. Tenemos que nadar con ellos. 

Ana le da un sorbo al café. 

–Sí. 

Continúan en silencio. 

–Escucha –dice Pedro–, sobre lo que pasó anoche… Sé que es difícil, pero… 

–No sigas –dice Ana en voz baja–. No sigas… 

Al rato, Pedro enfila hasta la puerta para irse al trabajo. Ana corre hasta él y lo intercepta. Lo mira por unos segundos, acariciándole la mejilla. Luego le da un abrazo fuerte. 

–Dime que dejarás el cigarro. 


Al igual que todos los viernes de los últimos dos meses, Pedro pasa la tarde en el hospital. Tras despedirse del doctor y abandonar el recinto, recibe un llamado en su móvil. 

–¿Alfonso? ¿Pasó algo? 

Al otro lado de la línea, las palabras brotan a través de una respiración convulsa: 

–Es Rosa. 

–¿Rosa? ¿Qué le pasó?

–Se ha marchado. 

–¿Cómo? 

–He llegado a la casa y no está. Su armario está completamente vacío. Solo encontré a mi gato negro y… una carta de despedida sobre la cama. 

Pedro tartamudea: 

–No sé qué decir, Alfonso… Ustedes se veían tan… 

–Te equivocas. Las cosas entre ella y yo no estaban bien. Es solo que jamás pensé… 

–Escucha. Vente para mi casa y no tomamos unas cervezas. O no, mejor unos manhattan. A Ana le quedan increíbles. 


El cielo ya está negro cuando Pedro llega al edificio. Sin embargo, no entra. Por alguna razón, decide quedarse en la acera unos minutos. Se pone a mirar un árbol, luego una estrella que nace a través de las ramas desnudas. Del bolsillo del pantalón saca la cajetilla. La mira un rato y la vuelve a guardar. Luego se lleva la mano a la boca y empieza a toser con espasmos. Recuperada la calma, vuelve a posar los ojos sobre el árbol, sobre la estrella, sobre la negrura insondable, aunque tal vez no ve nada. De pronto tiene un cigarro entre la boca. Y luego otro. Deja las colillas en el piso y al fin decide entrar. 

En los espejos del ascensor, sus generosas entradas de hombre cada vez más calvo lucen aceitosas. Camina hasta su puerta y durante unos segundos, con la vista hacia el suelo, deja la mano quieta sobre la manilla. Por fin, como en cámara lenta, abre la puerta. 

El apartamento está a oscuras, pero un ruido agudo emerge de la habitación. Pedro camina hasta allí y enciende la luz. 

–Ana… 

Ella está de espaldas, observando la insondable negrura a través de la ventana. Pese a que el apartamento está caluroso, ella está con una chaqueta y una gorra. De pronto, un gato blanco salta a la cama y se acurruca entre las almohadas. 

–¿Y este gato? –Ella no responde. Pedro se acerca por detrás y suavemente le toma los hombros–. ¿Estás bien? 

Ana no gira la cabeza, permanece de espaldas a su marido. 

–No sé… –susurra–. Te juro que no sé.  


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