Los vendedores
Quieres interrumpir la reunión, pero
Francisca, tu jefa de departamento, te detiene con una mirada. Te parece que el
nuevo jefe de tu área sabe de informática; en la reunión no dejan de elogiar
sus habilidades en programación, pero te intriga si sabrá más que tú de ventas.
Francisca te presenta como “la vendedora con más experiencia”. Aclaras, con una
broma, que llevas mucho tiempo en la empresa, pero aún eres joven. Nadie ríe.
Francisca te deja a cargo de presentarle el teatro al nuevo jefe y tu sigues
sin entender por qué no te da el puesto a ti.
Llevas al nuevo a conocer
las instalaciones y le presentas a todo el personal, desde contabilidad hasta
los tramoyas. Te dice que lo tutees, pero remarcas que prefieres llamarlo
"don Héctor". De regreso en la oficina, te preparas un café en la
sala de colaciones, Cristina se acerca, chismosa y te dice que no le da
confianza Héctor. Cristina nunca confía. Llega Julia, opina y dice que lo
encuentra extraño, aunque ella siempre piensa lo mejor de la gente. Te
preguntas si deberías alarmarte.
Suena tu teléfono. Todas te
miran con ligera envidia; siempre suena tu teléfono. Eres la mejor vendedora
según el ranking del teatro y también lo crees. Le has dado mucho a tu trabajo,
incluso horas que pertenecían a tu profunda intimidad.
—¿Qué te parece si hoy
cenamos? Quiero comprar abonos para ópera y ballet, necesito que me aconsejes
sobre los mejores.
Todos tus clientes son
antiguos y te hablan con la voz seductora de quien aprendió el cortejo en
películas de los noventa. No te molesta; ese tono de voz siempre implica
grandes comisiones. Vas donde tu nuevo jefe y le informas que debes ausentarte
en la tarde para salir con un cliente. Don Héctor, claramente quince años menor
que tú, te mira impactado. Le explicas cómo trabajas, que todo el teatro lo
sabe, que es una de las tantas maneras de retener clientes. Rematas:
—La cultura va en caída.
Héctor en tu cabeza, don
Héctor en tu boca, te dice que traerá nuevas formas de funcionamiento. Tomas su
teléfono y llamas a Francisca. Luego se lo pasas y, por la tarde, estás sentada
frente a un cirujano plástico jubilado con un plato de ostras. Hablan de ópera,
de los nuevos números y cantantes internacionales, mientras él te acaricia con
el pie bajo la mesa. El cliché te da risa, a veces pena, pero la mayoría del
tiempo disfrutas de las garantías que te ofrece.
Le comentas las innovaciones
en las puestas en escena mientras pruebas frutas exóticas con mousse de mango. Tu
cliente, Julián, te trae regalos, esta vez un conjunto de joyas costoso y de
mal gusto. Van juntos de compras: él pasa por su sastre y tú por algunas
tiendas de diseñador. Entre bolsas y bolsas llegan a su casa. Es la quinta vez
que estás ahí y tienen sexo o, más bien, tú le haces algo parecido al sexo.
Cuando te vas, ves una fotografía de su madre con joyas muy parecidas a las
tuyas. Podrías sentir asco, pero por ti ya no pasan esas sensaciones. Eres una
vendedora.
Vuelves a la oficina con todas tus
bolsas y las escondes en la oficina de la niña de servicio al cliente. Le dices
niña porque es la más joven del equipo.
—Te
estábamos esperando para una reunión.
Todas movieron
sus escritorios e hicieron un círculo alrededor del jefe. Héctor explica que
implementará un nuevo sistema: cada una tendrá clientes fijos y una cartera
propia. Ya no compartirán la misma base de datos ni podrán atender a los
clientes de las demás. Quiere terminar con el monopolio, te sientes interpelada.
En principio, estás de acuerdo, pero no solo odias la idea, también te
desagrada Héctor.
Cristina
y Julia están felices; llevan menos tiempo en el teatro y no tienen tantos
clientes. Tú, en cambio, miras tu nuevo collar para tranquilizarte. Tal vez tus
comisiones nunca vuelvan a ser las de antes, pero aún tienes esas adquisiciones
extras a tu labor, o mejor dicho, añadidas por tu labor.
Trabajas
tres horas sin moverte de tu asiento. Luego vas a la oficina de Héctor y
cierras la puerta. Él está tenso, crees que te teme. Si no fueras vendedora,
eso te daría pena, pero esta conversación es estrictamente laboral. Le entregas
un listado con tus próximas salidas.
—No
sé si puedo permitirte esto en horario laboral.
Le
propones llamar a Francisca.
—Yo
soy tu jefe directo y te informo que no puedo autorizarte estas salidas.
Le
explicas quiénes son esas personas. No compran abonos solo para ellas, sino
para toda su familia, familias grandes y conservadoras. Tomas la calculadora,
ingresas un par de números y le pides que haga unos cálculos. Luego concluyes:
—En
tres semanas, con estas salidas, vendo el quince por ciento de las ventas
anuales. Sumando las ventas de mis compañeras, este primer mes podemos alcanzar
el veinte por ciento. ¿Me comprende, don Héctor?
Te
devuelve la calculadora y concede:
—Puedes
seguir trabajando así, solo por este mes.
Luego
añade:
—El
mundo está cambiando. Quizás esas formas tengan sentido para nuestro público
más antiguo, pero quiero que trabajemos en equipo y modernicemos la audiencia
de la ópera.
La
palabra “antiguo” te golpea fuerte. Por un segundo, dejas de ser vendedora y
sientes la muerte afuera de la oficina. Pero te repones. Le explicas que esas
salidas son solo una estrategia de fidelización y que su comentario te pareció,
cuando menos, ofensivo.
—Parece que me estuviera
haciendo un juicio personal cuando dice “esas formas”, pero estas estrategias
existían mucho antes de que usted llegara.
Héctor suspira y, tras una
breve pausa, te pide disculpas. Te dice que le preocupa que estas prácticas
expongan demasiado a las vendedoras.
—Solo quiero que se sientan
seguras y probar otras estrategias.
—Buscamos lo mismo entonces,
don Héctor.
Te devuelve la calculadora
y, en el movimiento, sus dedos rozan los tuyos. No hiciste nada, pero él evita
mirarte a los ojos. No sabes si fue un accidente o si, como siempre, todo esto
será un enredo de poder.
Durante la semana sigues asistiendo a
tus citas. Marzo siempre llega con regalos, eventos y, sobre todo, ventas. Y
con más ventas vienen más bonos. El dinero fluye en marzo como en ningún otro
mes. Sabes que será la última vez, por lo menos por un tiempo, en que recibirás
ese dinero extra.
Junto a Cristina y Julia,
participas en jornadas de bienestar y salud laboral. Héctor tiene planes de
implementar un sistema de cooperación en ventas a partir de abril, donde todas
trabajarán por metas conjuntas con un bono estandarizado. Sabes que es una
medida más justa para tus compañeras, pero también estás convencida de que no
funcionará.
Tú y Julia, la segunda con
más antigüedad en el equipo, han visto pasar tres métodos distintos para
aumentar las ventas, pero ninguno ha dado resultado. Finalmente, las pusieron a
competir entre sí, con una caja de chocolates finos como premio y las ventas se
duplicaron. Desde hace cuatro años, mes tras mes, siempre has ocupado el primer
lugar. Algunas se desmotivaron y fueron despedidas, pero dejaron a las que te
pisaban los talones y contrataron a nuevas.
Así fue como te convertiste
en una vendedora. Aunque siempre abogaste por la cooperación e incluso
presidiste el sindicato, en el fondo sabes que no quieres arriesgar nada.
En una de las
intervenciones, te sientan junto a la niña de atención al cliente. Héctor dice:
—Quiero que el equipo se
conozca mejor.
La pequeña te da pena. Es
actriz, pero terminó en el mundo del retail. Para ella, haber sido contratada
en el escalafón más bajo de un teatro es lo más alto que pudo aspirar.
Estas dinámicas siempre te
deprimen. Al final, todas terminan con un papel fosforescente lleno de palabras
genéricas y amables: "simpática", "colaboradora",
"entusiasta".
Una vez que sales de allí,
vas a tomar un café. Cristina, Julia y la niña de atención al cliente, que te
enteras se llama Ema, ríen y hablan de Héctor. La oficina está cambiando, y eso
te preocupa. Eres adaptable; ya has pasado por estos sistemas antes y has
sobrevivido, pero no te gusta que te muevan las cosas de lugar.
A final de mes, te entregan tu último
bono personal bajo el antiguo sistema. En abril, instalan un aparato que
redirecciona las llamadas y las distribuye de manera equitativa entre las
ventas. Pierdes contacto con los que anteriormente eran tus clientes,
con mayúscula. Empiezan a llamarte menos, y tu trabajo comienza a perder su
vibra. Cristina, la más nueva en ventas, comienza a tener reuniones con
antiguos clientes tuyos. Y tú haces todo lo posible por mejorar tus ventas,
porque eres una vendedora, pero el sistema está arreglado. Las bases de datos
cambian, también las plataformas y su interfaz. Piensas en la palabra
“interfaz” y te das cuenta de que nunca habría salido de tu boca si no fuera
por Héctor.
Realizas tus cuadraturas y
se las entregas a tu jefe en la oficina. Sales y te encuentras con tus
compañeras sonriendo. Baja Francisca a buscar los documentos y aprovecha para
felicitar al equipo de ventas por su trabajo. Todas comparten sus colaciones. Llega
la niña de atención al cliente, todos ríen. Te asusta la forma en que todo está
funcionando.
Tienen su primera reunión mensual bajo
el mandato de Héctor. Las llevan a un lugar del edificio que no conocías. Te
sorprendes de estar allí.
—Intentamos ser una empresa
más horizontal— dice Héctor. Sientes que has escuchado esas intenciones en
mandatos anteriores. Aprecias el intento.
Las metas no se logran, y no
hay comisión grupal. Las caras de todas caen al suelo. Estuvieron cerca, y eso
te llena de adrenalina. Sabes que sola, podrías haberlo logrado bajo el otro
sistema. Los jefes dan discursos esperanzadores.
Mayo se convierte en un mes vertiginoso;
todas se desvelan por la meta, venden a todas horas y en todo lugar. Te
sorprendes, por un momento piensas que tus compañeras podrían llegar a ser
vendedoras. Son vendedoras, piensas, pero sabes a lo que te refieres.
Te encuentras fuera del
horario laboral, trabajando con clientes: ex jueces, políticos, abogados, sin
parar. Pones a tu hijo mayor a contestar los correos de venta para no perder el
tiempo con preguntas estúpidas:
¿El espectáculo de ópera infantil es
para adultos?
¿Qué quiere decir con "sinfónica en
vivo"?
¿Hay entradas gratis?
Vendes hasta el último
momento, justo antes de que comiencen las funciones. En el teatro, todos hablan
de cómo se han llenado las salas de la ópera. Los cantantes salen a la calle
como si fueran rockstars. A todos les gusta Héctor, lo llaman el "pequeño
genio" en los departamentos artísticos.
Es así, como llegas con tus compañeras: agotadas,
intrigadas y satisfechas con el trabajo, a la sala de reuniones. Francisca ya
no asiste, prefiere sus reuniones con marketing y confía lo suficiente en
Héctor. Todas tienen ojeras, sabes que eso te hace ver más vieja de lo que
eres. Finalmente, Héctor dice que llegaron a la meta, pero por poco. Cristina y
Julia saltan de sus sillas, tu celebras, pero cuando Héctor da el monto de la
comisión, te hundes en el asiento. Sabes que no es ni el diez por ciento de lo
que solías ganar. Esperabas, al menos, que el monto que antes obtenías se
dividiera en tres.
La comisión es miserable,
pero tus compañeras, que nunca la habían tenido, están felices.
Vas a la oficina de tu jefe.
Él está hablando por teléfono con tesorería, nunca lo has visto así. No es
simpático, todo lo contrario, parece algo petulante. Te hace un gesto con la
mano para que esperes. Te das cuenta de que en su escritorio hay una foto de
una niña con una mujer; piensas lo obvio. Cuelga.
—El sistema de eficiencia
que hemos logrado en ventas todavía les queda grande a los sistemas más
antiguos de arriba. Hay personas flojas que no hacen su trabajo.
En ese momento, deseas
decirle:
—Justo de eso te quería
hablar. ¿Qué es esa miseria de comisión?
Pero no puedes. En su lugar,
dices:
—Me parece que este sistema
no le acomoda a todos por igual.
Le comentas que, con el
valor de la comisión, podrías haber hecho más ventas bajo el sistema anterior.
Él responde con un argumento sucio:
—Es más justo para todas.
Sabes que tiene razón, pero
no puedes evitar sentir la amenaza detrás de sus palabras.
—El ritmo que logramos fue
desgastante; con la miseria de comisión que nos dieron, pronto las vendedoras
perderán el interés en llegar a la meta y todo caerá. Perdón por ser tan dura,
pero ya he visto estos intentos antes. Son muy buenas intenciones, pero nunca
han salido bien, don Héctor.
Él se ríe, diciendo que
claramente no hay gente dispuesta a que las cosas cambien, que eso lo sabía
desde que entró al teatro.
—Yo fui la primera en
impulsar la justicia en este lugar, y sí, es más difícil de lo que usted cree.
Y agradezco su intento, de verdad. Pero ahora me siento en la obligación de
decírselo, no solo por mi trayectoria aquí, sino porque soy vendedora.
Sabes que quizás te
excediste al destacar la última palabra, pero te sorprende la tranquilidad con
la que don Héctor recibe tus comentarios.
—Sé cómo funciona, yo
también fui vendedor.
En ti algo se remueve.
Encontraste en él no solo nobleza, sino a uno de los tuyos, un vendedor. Tu
perspectiva de Héctor que venía cambiando a lo largo del tiempo, se transforma radicalmente
con esa palabra.
Al despedirte de tu jefe, él
se acerca rápidamente y te da un beso en la comisura de los labios. No sabes si
fue un error o intencional. Sales de la sala nerviosa y llamas a tus clientes.
Te acuestas con ellos todo el mes pensando en Héctor.
Las metas se siguen logrando
con dificultad, pero en la oficina todos parecen felices. Las mujeres de
vestuario y escenografía te preguntan por tu jefe, y sabes que ha empezado a
causar entre los funcionarios lo mismo que causó en ti. Piensas que entre las
jóvenes ya estás algo pasada, y luego te castigas por tener esos pensamientos.
Te quedas hasta más tarde esperando a
que un cliente pase a buscarte. Mientras tanto, adelantas trabajo, programas
correos, revisas tu cartera de ventas. Llevas un año así, ganando la misma
comisión simbólica. Has invitado a Héctor a salir con fines laborales tres
veces, y las tres te ha rechazado. Julia te ha preguntado dos veces si hay algo
entre él y tú, porque te notas más distraída y tranquila, menos eufórica. Tú
sabes que no eres así. Has reducido tus citas con clientes, le dices a
Francisca que ya no tienen sentido con las nuevas formas de funcionamiento del
teatro. Te contradices, pero intentas recuperarte.
Sales a fumar un cigarro
antes de seguir trabajando y escuchas cómo se da el espectáculo adentro.
Piensas que la función de Rigoletto de este año fue peor que la de años
anteriores. Muchos de los clientes que están viendo la obra deben estar
decepcionados por tu recomendación. Vuelves al trabajo y pasas por los
bodegones de escenografía. Un tramoya se acerca a ti y te dice:
—Ha cambiado el teatro. Ya
nada funciona como antes.
Le das la razón. Te asomas
entre los palcos, por las puertas, y no reconoces al público.
—Casi toda es gente nueva
—le dices al acomodador, quien no te entiende porque trabaja en una empresa
subcontratada y es la primera vez que te ve.
Vuelves a la oficina, estás
sola. Entras a la oficina de Héctor y ves la fotografía de su esposa y su hija.
Te sientas en su lugar y te reflejas en la pantalla de su computador. El cuero
de su asiento te hace sudar, y sales corriendo de lo que llamas: trampa. No ha
pasado ninguna otra situación extraña, nada que puedas interpretar de otro
modo. La relación entre tu jefe y tú ha sido más diplomática que nunca. Cierras
su puerta, dispuesta a cambiar.
Regresas a tu lugar de
trabajo y no reconoces nada de lo que te rodea. Cambiaron la distribución del
lugar de ventas, y ahora la gente debe sacar un ticket para pasar a un módulo
de atención.
Juegas con tu collar, el que
te regaló aquel cliente en su momento. Piensas en esos tiempos, en los que te
rodeaba lo que ahora las jóvenes llaman “abundancia”. Miras tus ventas, son
altas. Piensas: soy una vendedora. Y te preguntas cómo es que ahora tus pagos
se han vuelto tan miserables. Te detienes ahí, algo no te hace sentido, sigues
siendo la misma y tus compañeras son mejores ahora ¿por qué no funciona?
Terminas unas ventas
pendientes que habías dejado reservadas y las colocas en las cuadraturas del
día siguiente. Como nunca antes, vuelves sobre tus pasos y revisas la
cuadratura del día anterior. Tomas la calculadora y tecleas con calma, pero ahí
está, frente a ti, el error, el gran error. Vuelves a hacer las cuentas una y
otra vez. Accedes a tu archivo, tanto virtual como físico, y revisas tus
registros. Ahora tecleas más rápido. Error. No calzan.
Llamas a Julia y le pides
ayuda con tus dudas. Julia saca sus cuadraturas y las revisan. Otra vez ahí. Error.
No calzan.
—¿Estás lista? —entra uno de
tus clientes más antiguos. Está vestido como él entiende la ópera: con su mejor
traje.
Tú no lo escuchas. Solo
piensas en tu jefe.
—Tenemos que salir antes de
que todos salgan y nos quedemos atorados afuera del teatro.
Le asientes. Le dices que
saque el auto, que vas en seguida, que solo te falta hacer una llamada. Él se
va. Te quedas sola en la oficina. Piensas: soy una vendedora y llamas.
—¿Aló, Francisca? Disculpa
que te moleste a esta hora, pero es importante. Con su nuevo sistema, Héctor
está robando.
No le dices don Héctor.
No lo merece. Piensas que los cambios y las buenas intenciones eran distracciones.
Te desorientaron. Entiendes todo: tu jefe es un vendedor.
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