sábado, 15 de febrero de 2025

- Relato 4 Sofía Portilla

 

La isla

Pupuya había sido hasta hace muy poco una comunidad prácticamente aislada. Ubicada en el litoral chileno, a unos 180 kilómetros de Santiago, su nombre en mapudungún significa “lugar entre puyas”. La única escuela elemental que hay es apenas lo suficientemente grande para albergar a todos los niños en edad escolar. Los afortunados que logran terminar deben decidir entre recorrer un trayecto de 12 kilómetros diarios para asistir a la secundaria en la comunidad vecina de Navidad o renunciar de una vez por todas a su educación y dedicarse a trabajar en las granjas familiares. Nada complicado.

Vicente se había enfrentado a esa decisión a su debido tiempo y, como el resto de sus amigos, optó por la secundaria. “Lo que sea con tal de no escuchar a papá cantar mientras aramos”, le había dicho a su hermano. Lamentablemente para él, no pasó ni medio año antes de que su padre decidiera que lo mejor para todos era que Vicente dejara de perder tiempo y dinero que no tenían y comenzara a trabajar con ellos en la granja. Así fue. Desde los 13 años se dedicó a cuidar de los cultivos y los animales, los cuales en realidad no eran suficientes para auto sustentarse, así que conservaban una parte y lo demás lo vendían en el pequeño mercado del pueblo o lo intercambiaban con vecinos por cosas que necesitaran.

El turismo era prácticamente inexistente, aunque no por falta de atractivos. Más bien se debía a que la zona estaba apenas desarrollada. Contaba con los servicios más básicos, como agua potable y electricidad, pero la mayoría de los caminos eran de terracería y la vida en general era austera. Sin embargo, de un tiempo para acá, la popularidad de este pequeño rincón del mundo aumentó significativamente y comenzó a atraer a gran cantidad de amantes de los deportes extremos.

Muy de vez en cuando, la pequeña infraestructura de Pupuya no lograba albergar a todos los turistas que llegaban para participar en las competiciones de surf, buceo o ciclismo. Los únicos dos hostales se llenaban a tope y, aunque muchos cargaban con sus casas de campaña y preferían dormir en las inmediaciones del Parque Urbano, algunos no estaban dispuestos a renunciar a ciertas comodidades. La familia de Vicente, y otras pocas que contaban con espacio de sobra en sus casas, aprovecharon esta oportunidad y decidieron alquilar cuartos a los extranjeros para granjearse un dinerito más.

Vicente nunca se sintió cómodo con esto, pero no podía negar que se trataba de un ingreso extra muy útil. Aún recordaba la primera vez que vio a un extranjero. Un europeo. Su pequeño yo de seis años quedó sorprendido ante la vista de aquel hombre que, a sus ojos, parecía un gigante de tres metros de alto, con la piel tan blanca como la yuca que a veces le ponía su madre al caldo, y los ojos tan azules como el mar en verano.

Desde entonces había visto más de los que le gustaría y, en su casa, con el que llegaba aquel día, habían hospedado a cuatro. Ninguno de los que se habían quedado antes hablaba español, así que lo único que hacía Vicente era observarlos a la distancia. Ponía atención en cómo se veían, en las ropas que vestían, lo que cargaban en sus mochilas, entre otras cosas.

 

El recién llegado sí hablaba español. Saludó a Vicente como a un viejo amigo y enseguida comenzó a contarle su vida.

—Mira chaval, yo vengo de Málaga —dijo al entrar al cuarto donde se iba a quedar.

—¿Mágala? ¿Y eso dónde queda? —Vicente intentó recordar sus clases de geografía e historia. “¡Eh! ¡Los de atrás! Más vale que estén poniendo atención, que esto va a venir en el examen”. La profesora terminó por separarlos, sentándolo a él y a sus amigos en lados opuestos del salón, pero ni así logró mejorar. La geografía no era lo suyo.

—¿Cómo que dónde queda, tío? Pues en el sur de España, en Andalucía —empezó a sacar la ropa que traía en su maleta y la fue colocando con cuidado en los cajones vacíos del armario sin parar de hablar—. Si me lo preguntas a mí, te diría que es la capital de Andalucía. Quiero decir, debería serlo, ¿no crees? Es una ciudad más desarrollada, con mejor infraestructura…

Vicente intentaba ubicar, en el mapa que se estaba formando en su cabeza, dónde estarían estos lugares de los que le hablaba el hombre. En su imaginación veía enormes ciudades repletas de coches, con edificios tan altos que se perdían en las nubes. Luego recordó que en Europa había muchos castillos viejos de la era medieval y la imagen se hizo muy confusa. Pestañeó y regresó al presente, dándose cuenta de que el hombre seguía y seguí con su historia.

—… entonces, apenas terminé el instituto, ahorré lo más que pude para tomarme un año sabático y recorrer el mundo. Primero estuve en Colombia, después en Venezuela, en el Perú y apenas ahora acabó de terminar una estancia de dos meses en la Amazonia brasileña.

—¿Dos meses? —Vicente estaba sorprendido. Eso explicaba porque el hombre parecía un camarón andante, con la piel roja y reseca por el sol. También explicaba el estado tan deplorable de su cabello y barba, enredados a tal punto que Vicente dudaba que fuera posible pasar un peine por ellos sin que se quebrara—. ¿Y qué hiciste tanto tiempo en la selva, si no hay nada?

—Exacto. Ese era el punto —el hombre se rio al ver la expresión confundida de Vicente—. Fui para encontrarme a mí mismo y reconectar con mis ancestros y con la Pachamama.

Vicente estaba a punto de preguntarle cómo era eso posible. Por lo que él sabía, la Pachamama era una deidad andina. Además, ¿qué ancestros podía tener aquel hombre en una selva al otro lado del océano? Pero antes de que pudiera decir nada, el español agarró la toalla que la madre de Vicente le había dejado en el armario y se dirigió al baño, alegando que necesitaba urgentemente una ducha. Vicente no podía estar más de acuerdo con él.

 

El español se llamaba Antonio, pero desde que llegó dejó en claro que prefería que le dijeran Bambú. “Me siento más identificado con ese nombre, evoca fuerza, estabilidad… me representa mejor”. Era un hombre muy extraño, de eso nunca quedó duda. Hacía y decía cosas muy raras. Rezaba todos los días, en un idioma desconocido para Vicente, a una estatuilla dorada que representaba a un hombre gordo sentado, tocándose la panza.

Por las mañanas se levantaba muy temprano para hacer lo que llamaba el saludo al sol. Salía poco antes del amanecer, con un tapete bajo el brazo, y se acomodaba bajo un gran árbol, cerca del granero, siempre mirando hacia el este. Vicente lo veía cuando iba de regreso a la casa, después de ordeñar a las vacas. A veces estaba parado de manos, o en alguna postura extraña que resultaba muy incómoda a la vista, o simplemente sentado con las piernas cruzadas, sin moverse, y ahí se quedaba largo, largo rato.

Un día comía, al siguiente sólo bebía agua y al otro sólo fumaba unos cigarrillos de olor extraño. Varias veces preguntó a Vicente cosas para las que el pobre no tenía una respuesta, como si sabía dónde organizaban ceremonias de ayahuasca o de cacao. Pero con lo que más insistía era con lo de la isla.

A un par de kilómetros de la costa estaba Isla Pupuya, un montón de piedras sin nada en particular donde anidaban gran cantidad de pelícanos y lobos marinos. Nada más. Aunque no estaba lejos, era complicado llegar por las fuertes corrientes y la gran cantidad de afiladas rocas que la rodeaban.

—Nadie va ahí —Vicente se lo explicó tal cual al español, pero este insistía en que tenía que visitarla para completar su ruta de templos y lugares sagrados de Sudamérica.

—Venga, tío. Si ya somos casi como hermanos, ¿no? —Bambú le ofreció uno de sus cigarrillos de olor raro. Vicente lo tomó y se lo guardó en la bolsa del pantalón—. ¿Qué te cuesta decirme?

Una y otra vez Vicente le aseguró que no había ningún templo ni nada de nada, pero el hombre estaba convencido de que en ese lugar alguna vez se levantó orgulloso un templo picunche, que ahora yacía cubierto por la vegetación.

—No hay vegetación en la isla —dijo Vicente, bastante harto ya—, sólo es una roca estéril en medio del mar.

El español pareció no escucharlo y continuó hablando sobre la red interconectada de templos de América del Sur, de cómo todos se habían construido con ayuda de alguna civilización ultra avanzada y que por eso eran similares entre sí o se encontraban en lugares de difícil acceso. Vicente dejó de escucharlo cuando la palabra aliens salió por séptima vez de su boca. En algún punto creyó entender que el hombre se proponía nadar hasta la isla, pero no estuvo seguro hasta tres días después, cuando empezó a correr el rumor del muerto que habían encontrado en la playa. Un extranjero, decían.   

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