La
isla
Pupuya
había sido hasta hace muy poco una comunidad prácticamente aislada. Ubicada en
el litoral chileno, a unos 180 kilómetros de Santiago, su nombre en mapudungún
significa “lugar entre puyas”. La única escuela elemental que hay es apenas lo suficientemente
grande para albergar a todos los niños en edad escolar. Los afortunados que
logran terminar deben decidir entre recorrer un trayecto de 12 kilómetros
diarios para asistir a la secundaria en la comunidad vecina de Navidad o
renunciar de una vez por todas a su educación y dedicarse a trabajar en las
granjas familiares. Nada complicado.
Vicente
se había enfrentado a esa decisión a su debido tiempo y, como el resto de sus
amigos, optó por la secundaria. “Lo que sea con tal de no escuchar a papá
cantar mientras aramos”, le había dicho a su hermano. Lamentablemente para él,
no pasó ni medio año antes de que su padre decidiera que lo mejor para todos
era que Vicente dejara de perder tiempo y dinero que no tenían y comenzara a
trabajar con ellos en la granja. Así fue. Desde los 13 años se dedicó a cuidar
de los cultivos y los animales, los cuales en realidad no eran suficientes para
auto sustentarse, así que conservaban una parte y lo demás lo vendían en el
pequeño mercado del pueblo o lo intercambiaban con vecinos por cosas que
necesitaran.
El
turismo era prácticamente inexistente, aunque no por falta de atractivos. Más
bien se debía a que la zona estaba apenas desarrollada. Contaba con los
servicios más básicos, como agua potable y electricidad, pero la mayoría de los
caminos eran de terracería y la vida en general era austera. Sin embargo, de un
tiempo para acá, la popularidad de este pequeño rincón del mundo aumentó
significativamente y comenzó a atraer a gran cantidad de amantes de los
deportes extremos.
Muy
de vez en cuando, la pequeña infraestructura de Pupuya no lograba albergar a
todos los turistas que llegaban para participar en las competiciones de surf,
buceo o ciclismo. Los únicos dos hostales se llenaban a tope y, aunque muchos
cargaban con sus casas de campaña y preferían dormir en las inmediaciones del
Parque Urbano, algunos no estaban dispuestos a renunciar a ciertas comodidades.
La familia de Vicente, y otras pocas que contaban con espacio de sobra en sus
casas, aprovecharon esta oportunidad y decidieron alquilar cuartos a los
extranjeros para granjearse un dinerito más.
Vicente
nunca se sintió cómodo con esto, pero no podía negar que se trataba de un
ingreso extra muy útil. Aún recordaba la primera vez que vio a un extranjero. Un
europeo. Su pequeño yo de seis años quedó sorprendido ante la vista de aquel
hombre que, a sus ojos, parecía un gigante de tres metros de alto, con la piel tan
blanca como la yuca que a veces le ponía su madre al caldo, y los ojos tan azules
como el mar en verano.
Desde
entonces había visto más de los que le gustaría y, en su casa, con el que
llegaba aquel día, habían hospedado a cuatro. Ninguno de los que se habían
quedado antes hablaba español, así que lo único que hacía Vicente era
observarlos a la distancia. Ponía atención en cómo se veían, en las ropas que
vestían, lo que cargaban en sus mochilas, entre otras cosas.
El
recién llegado sí hablaba español. Saludó a Vicente como a un viejo amigo y
enseguida comenzó a contarle su vida.
—Mira
chaval, yo vengo de Málaga —dijo al entrar al cuarto donde se iba a quedar.
—¿Mágala?
¿Y eso dónde queda? —Vicente intentó recordar sus clases de geografía e
historia. “¡Eh! ¡Los de atrás! Más vale que estén poniendo atención, que esto
va a venir en el examen”. La profesora terminó por separarlos, sentándolo a él
y a sus amigos en lados opuestos del salón, pero ni así logró mejorar. La geografía
no era lo suyo.
—¿Cómo
que dónde queda, tío? Pues en el sur de España, en Andalucía —empezó a sacar la
ropa que traía en su maleta y la fue colocando con cuidado en los cajones
vacíos del armario sin parar de hablar—. Si me lo preguntas a mí, te diría que
es la capital de Andalucía. Quiero decir, debería serlo, ¿no crees? Es una
ciudad más desarrollada, con mejor infraestructura…
Vicente
intentaba ubicar, en el mapa que se estaba formando en su cabeza, dónde
estarían estos lugares de los que le hablaba el hombre. En su imaginación veía enormes
ciudades repletas de coches, con edificios tan altos que se perdían en las nubes.
Luego recordó que en Europa había muchos castillos viejos de la era medieval y
la imagen se hizo muy confusa. Pestañeó y regresó al presente, dándose cuenta
de que el hombre seguía y seguí con su historia.
—…
entonces, apenas terminé el instituto, ahorré lo más que pude para tomarme un
año sabático y recorrer el mundo. Primero estuve en Colombia, después en
Venezuela, en el Perú y apenas ahora acabó de terminar una estancia de dos
meses en la Amazonia brasileña.
—¿Dos
meses? —Vicente estaba sorprendido. Eso explicaba porque el hombre parecía un
camarón andante, con la piel roja y reseca por el sol. También explicaba el
estado tan deplorable de su cabello y barba, enredados a tal punto que Vicente dudaba
que fuera posible pasar un peine por ellos sin que se quebrara—. ¿Y qué hiciste
tanto tiempo en la selva, si no hay nada?
—Exacto.
Ese era el punto —el hombre se rio al ver la expresión confundida de Vicente—.
Fui para encontrarme a mí mismo y reconectar con mis ancestros y con la
Pachamama.
Vicente
estaba a punto de preguntarle cómo era eso posible. Por lo que él sabía, la
Pachamama era una deidad andina. Además, ¿qué ancestros podía tener aquel
hombre en una selva al otro lado del océano? Pero antes de que pudiera decir
nada, el español agarró la toalla que la madre de Vicente le había dejado en el
armario y se dirigió al baño, alegando que necesitaba urgentemente una ducha.
Vicente no podía estar más de acuerdo con él.
El
español se llamaba Antonio, pero desde que llegó dejó en claro que prefería que
le dijeran Bambú. “Me siento más identificado con ese nombre, evoca
fuerza, estabilidad… me representa mejor”. Era un hombre muy extraño, de eso
nunca quedó duda. Hacía y decía cosas muy raras. Rezaba todos los días, en un
idioma desconocido para Vicente, a una estatuilla dorada que representaba a un
hombre gordo sentado, tocándose la panza.
Por
las mañanas se levantaba muy temprano para hacer lo que llamaba el saludo al
sol. Salía poco antes del amanecer, con un tapete bajo el brazo, y se
acomodaba bajo un gran árbol, cerca del granero, siempre mirando hacia el este.
Vicente lo veía cuando iba de regreso a la casa, después de ordeñar a las vacas.
A veces estaba parado de manos, o en alguna postura extraña que resultaba muy
incómoda a la vista, o simplemente sentado con las piernas cruzadas, sin moverse,
y ahí se quedaba largo, largo rato.
Un
día comía, al siguiente sólo bebía agua y al otro sólo fumaba unos cigarrillos
de olor extraño. Varias veces preguntó a Vicente cosas para las que el pobre no
tenía una respuesta, como si sabía dónde organizaban ceremonias de ayahuasca o
de cacao. Pero con lo que más insistía era con lo de la isla.
A
un par de kilómetros de la costa estaba Isla Pupuya, un montón de piedras sin
nada en particular donde anidaban gran cantidad de pelícanos y lobos marinos.
Nada más. Aunque no estaba lejos, era complicado llegar por las fuertes
corrientes y la gran cantidad de afiladas rocas que la rodeaban.
—Nadie
va ahí —Vicente se lo explicó tal cual al español, pero este insistía en que
tenía que visitarla para completar su ruta de templos y lugares sagrados de
Sudamérica.
—Venga,
tío. Si ya somos casi como hermanos, ¿no? —Bambú le ofreció uno de sus
cigarrillos de olor raro. Vicente lo tomó y se lo guardó en la bolsa del pantalón—.
¿Qué te cuesta decirme?
Una
y otra vez Vicente le aseguró que no había ningún templo ni nada de nada, pero el
hombre estaba convencido de que en ese lugar alguna vez se levantó orgulloso un
templo picunche, que ahora yacía cubierto por la vegetación.
—No
hay vegetación en la isla —dijo Vicente, bastante harto ya—, sólo es una roca
estéril en medio del mar.
El
español pareció no escucharlo y continuó hablando sobre la red interconectada de
templos de América del Sur, de cómo todos se habían construido con ayuda de
alguna civilización ultra avanzada y que por eso eran similares entre sí o se
encontraban en lugares de difícil acceso. Vicente dejó de escucharlo cuando la
palabra aliens salió por séptima vez de su boca. En algún punto creyó
entender que el hombre se proponía nadar hasta la isla, pero no estuvo seguro
hasta tres días después, cuando empezó a correr el rumor del muerto que habían
encontrado en la playa. Un extranjero, decían.
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