domingo, 16 de febrero de 2025

-Relato 5B de Martín González

ESCAPADA ROMÁNTICA

 

Termino de vaciar la vejiga a un lado de la carretera y me subo la cremallera. Vuelvo al coche y entro por el asiento del copiloto. Mi novia Ruth sigue mirando la pantalla de su teléfono móvil, deslizando continuamente a un lado y al otro con el dedo, sin decir nada.

—Ya estoy. —Cierro la puerta del coche y me abrocho el cinturón.

—¿Qué? —pregunta ella sin levantar siquiera la mirada de su acción.

—Que digo que ya estoy, que podemos seguir si quieres. —Intento mirar de reojo la pantalla de su móvil—. ¿Qué estás haciendo?

—Nada. —Sale de la aplicación, coloca el teléfono en el soporte, sobre el respiradero, y pone de nuevo el GPS a funcionar—. Vamos a seguir, que se nos va a hacer de noche.

Es nuestro aniversario y este año hemos decidido pasarlo aislados del mundo en una cabaña perdida en medio de un monte. Según la página de internet donde hicimos la reserva, se trata de un ambiente tranquilo y relajado en un paraje de ensueño, perfecto para parejas y pequeños grupos. El resto del trayecto lo hacemos en silencio hasta que el plano de carreteras desaparece de la pantalla.

—¿Qué pasa? —Intento coger su teléfono y ella me arrea un golpe en la mano.

—¿A dónde vas?

—Solo quería ver por qué se había perdido el GPS. —Aparto la mano y me recoloco en el asiento, cojo aire y suspiro.

—Se habrá quedado sin conexión. —Ruth bloquea la pantalla de su móvil, lo quita del soporte y se lo mete en el bolsillo sin dejar de mirar a la carretera—. No sé si te has dado cuenta, pero estamos en medio de la nada. La montaña no suele ser el mejor sitio para coger cobertura.

—¿Estás bien? —le pregunto—. Te noto rara.

—¿Rara? ¿Yo? —responde—. No sé por qué lo dices.

—Pareces nerviosa.

—Para nada. —Ruth mantiene la mirada fija en la carretera y las dos manos sobre el volante.

—Te recuerdo que todo esto fue idea tuya. Eras tú la que decía que necesitábamos hacer algo distinto para salir de la rutina. —Me quedo mirándola durante unos segundos. Ella no responde. Se pone la mano sobre la frente y resopla. Cambio de tema:

—¿Y cómo vamos a llegar al sitio sin el GPS? —le pregunto.

—Mira a ver si por ahí hay una libretita con unas indicaciones que me anoté, por si acaso, antes de salir de casa. —Señala con la mano sin apuntar hacia ningún lugar en concreto.

Abro la guantera y rebusco entre cajas de casetes y paquetes de pañuelos. Cuando encuentro la libreta, la abro y leo sus apuntes en voz alta.

—Me estás liando. —Con una mano se retira un mechón de pelo que le cae delante de los ojos y se lo coloca por detrás de la oreja.

—Yo solo estoy leyendo lo que pone aquí. —Le enseño lo que aparece escrito sobre la hoja de papel, pero ella no lo mira.

—Da igual. Déjalo. —Hace un gesto con la cabeza, indicando con la barbilla hacia el frente—. Creo que es ahí.

Ruth estaciona el coche en un aparcamiento de tierra con solo tres plazas. Antes de bajarse, saca del bolsillo su teléfono móvil y se pone a toquetear la pantalla.

  —¿Ya vuelves a tener conexión? —De nuevo, miro de reojo lo que hace con su móvil.

—Parece que no. —Bloquea el aparato y se lo guarda otra vez en el bolsillo—. Habrá que preguntar en la recepción. Espero que tengan wifi.

Salimos del coche y caminamos hacia una pequeña cabaña de madera con un cartel sobre la puerta que pone «Recepción». Entramos y, al abrir la puerta, una campanita anuncia nuestra llegada. Sobre el mostrador, otro cartel con la palabra «Bienvenidos».

—Aquí no hay nadie. —Me asomo al mostrador y miro a mi alrededor.

—¿Ves? Te dije que tendríamos que haber salido antes. —Ruth se retira la manga y mira la hora en su reloj—. Y encima hemos tenido que parar tres o cuatro veces para que hicieses pis porque tienes la vejiga de un niño pequeño. ¿No podías haberte aguantado? Nos hemos retrasado un montón. Seguro que ahora nos llamarán la atención. Y eso si aparece alguien. ¿Ves por algún sitio el horario de recepción?

—¿Qué quieres que le haga? Ya sabes que meo mucho. De hecho, me estoy meando ahora mismo. —Cruzo el recibidor y me asomo al pasillo—. ¿Dónde estará el baño?

—¿Otra vez? ¿En serio? —Ruth se aparta el pelo de la cara y se lo coloca por detrás de la oreja. Se lleva una mano a la frente y resopla—. Deja de fisgar por las esquinas. Hazme el favor.

Al momento, se abre la puerta y aparece un hombre cargando con un montón de leña. Lo deja en el suelo, a un lado de la entrada, y nos hace un gesto con la cabeza. Se acerca hacia mí caminando y, cuando llega a mi lado, me coloca una mano en el hombro y me ofrece la otra.

—Buenas. ¿Venís a alojaros en la cabaña del pico? —Me estrecha la mano y, luego, gira la cabeza hacia mi mujer—. Escapada romántica, ¿eh?

—Sí. Bueno... —Intento hablar, pero Ruth me corta enseguida.

—Lo sentimos mucho. ¿Es usted el encargado del check-in? Nos hemos retrasado un poquito porque nos ha costado llegar hasta aquí. —Ruth se acerca y le ofrece la mano al hombre de la leña.

—Tranquila. No hay ningún problema. —Él ignora su gesto y, en vez de estrecharle la mano, le toca el hombro y le da un beso a cada lado de la cara—. No hace falta que me tratéis de usted. Yo me ocupo del mantenimiento, no de la recepción. Eso lo lleva mi mujer. Habrá tenido que entrar un momento. —Va hacia el mostrador y se coloca al otro lado—. Esta también es nuestra casa. Vivimos en la parte de atrás. Dadme un momento, que la busco y os la traigo. —Va a descorrer la cortina que separa la recepción de la trastienda, pero, antes de salir, se detiene y se gira, una vez más, hacia nosotros—. Por cierto, me llamo Gabriel. Un placer.

Ruth y yo nos quedamos solos y en silencio, sin decir nada. Nos paseamos por la estancia cada uno por su lado, sin cruzar palabra, hasta que, de detrás de la cortina, aparece Gabriel, esta vez acompañado por una joven mujer.

—Os presento a mi mujer, Marian. —El hombre le pasa un brazo por encima de los hombros y le besa la mejilla—. Ella es la que se encarga de la recepción y todas esas historias.

—Hola, ¿qué tal? —Ruth se acerca corriendo al mostrador—. Lo sentimos muchísimo por el retraso, de verdad. Nos ha costado un poco encontrar el sitio y hemos tenido que hacer un par de paradas técnicas por el camino.

—¡No pasa nada! —responde la recepcionista—. ¿Habéis visto ya la cabañita donde os vais a quedar? ¡Es monísima! Si os asomáis por esa ventana podéis verla, justo en lo alto de la colina. Si queréis, dejadme vuestros carnés de identidad y voy arreglando los papeles mientras le echáis un ojo, ¿sí?

Ruth me pide el DNI y se lo entrega a la mujer junto con el suyo. Luego se va hacia la ventana y se pone a mirar al exterior, en dirección a donde nos han dicho que está nuestra cabaña. Yo me quedo un momento en el sitio sin decir nada. Me acerco al mostrador y pregunto:

—Perdón, ¿podría utilizar el baño un momento? Es que me estoy meando. —Miro a de reojo a Ruth. Ella se lleva la mano a la cara y mueve la cabeza hacia los lados.

—Por supuesto. —La recepcionista deja el bolígrafo y sus papeles a un lado y levanta la cabeza hacia mí—. Está al final de ese pasillo. Deja que te acompañe, por si no lo encuentras.

La mujer sale de detrás del mostrador y me hace un gesto con la mano. Nos adentramos en el pasillo.

—Está oscuro esto —le digo mientras caminamos.

—Sí. Pero no te preocupes, no te haré nada —responde ella entre risitas—. Es por aquí. Pasa.

Al fondo a la derecha hay una puerta que da a otro pasillo. Me invita a entrar y, seguidamente, pasa ella.

—Anda, este es bastante más estrecho. —Me pego a la pared y miro hacia el fondo del nuevo pasillo.

—Sí, lo es, pero tiene sus ventajas. —Me mira y coloca su mano sobre mi brazo. Con la otra señala una puerta de madera con un ventanuco de vidrio texturizado—. Ahí está el baño. Esperaré aquí a que termines, no vaya a ser que te pierdas para encontrar el camino de vuelta.

Entro en el servicio, me bajo la cremallera y vacío, una vez más, la vejiga. Al terminar, tiro de la cisterna y me enjuago las manos en el lavabo, frente al espejo.

—¡Qué bien educado estás! —dice la mujer desde el otro lado de la puerta—. La mayoría de los hombres no se lavan las manos cuando terminan de hacer pis. Tu novia ha tenido suerte de dar con uno bueno.

No digo nada. Me seco las manos en la parte de atrás del pantalón, abro la puerta y le sonrío.

—¿Listo? —Ella me sonríe de vuelta y me hace un gesto con la mano.

Volvemos a la recepción, donde Gabriel y Ruth hablan frente a una estantería llena de folletos de rutas de senderismo y otras actividades de montaña.

—¿De qué habláis? —digo, acercándome a ellos.

—Gabriel me estaba recomendando una ruta de senderismo muy cerca de aquí.  —Ruth extiende su mano y me enseña el folleto: «Ruta do Muiñeiro Namorado»—. Podríamos hacerla mañana mismo. Gabriel dice que hará muy buen tiempo.

—Es una ruta circular, sencilla pero muy llamativa. —El hombre coge el folleto de la mano de mi mujer y lo agita en el aire—. El camino transcurre en paralelo a un arroyo y pasa cerca de un antiguo molino. Hay algún tramo que puede resultar un poco confuso, por lo que os recomiendo que os llevéis el folleto con el plano y las directrices, aunque lo más recomendable sería ir siempre acompañado por alguien que ya conozca la senda.

—¿Por qué no os venís tu mujer y tú con nosotros mañana y así os aseguráis de que no nos perdemos por el bosque? —Mientras hace la pregunta, Ruth apoya su mano sobre el hombro de Gabriel. Cuando termina de hablar, me mira.

—Ruth, supongo que este hombre y su mujer tendrán otros asuntos de los que ocuparse mañana —le digo—. Además, son los responsables de atender el alojamiento, no son tus guías turísticos personales.

—Creo que es una gran idea —responde Gabriel—. Mañana no tenemos mucho que hacer por aquí, ¿verdad, cielo? Iremos con vosotros. Nos vendrá bien salir un rato y fundirnos con la naturaleza.

Marian, la recepcionista, asiente y sonríe ante lo que dice su marido. Gabriel me da unos golpes con la mano en la espalda y se va con ella, tras el mostrador. La mujer nos devuelve nuestros carnés de identidad y nos da una llave. Ruth la recoge y se la guarda en el bolsillo. Nos despedimos de nuestros anfitriones y, en silencio, nos dirigimos a nuestra cabaña en el pico de la colina. Al entrar y cerrar la puerta, retomamos nuestra conversación pendiente:

—¿Se puede saber qué te pasa? —pregunto.

—¿A mí? —Ruth deja su abrigo en el perchero, junto a la entrada, y se sienta en el sofá—. No sé a qué te refieres.

—¿No sabes de qué te estoy hablando? ¿Seguro?

—No, no sé de qué me hablas. —Ruth saca su teléfono móvil del bolsillo y desbloquea la pantalla—. Joder, se me había olvidado que seguimos incomunicados.

—¿Qué pasa? ¿No va el wifi? —Me acerco a la ventana y señalo hacia el puesto de recepción—. ¿Por qué no llamas a Gabriel para que te lo solucione?

—Ya se lo he preguntado. —Vuelve a guardarse el aparato en el bolso—. Dice que está estropeado, pero que pronto vendrán a arreglarlo.

—Vaya, veo que os ha dado tiempo a hablar de muchas cosas a ti y a Gabriel. —Me acerco al sofá y tomo asiento a su lado.

—¿Puedes dejarlo ya? —Se pone de pie y echa a andar hacia la habitación—. Me agotas cuando te pones así, en plan celoso.

—¿A dónde crees que vas? —Me levanto y le hablo desde el centro de la sala de estar—. ¿No irás a dejarme otra vez con la palabra en la boca? ¿Cómo quieres que reaccione si apenas hablas ya conmigo y te pasas el día con el móvil? No te voy a consentir que me hagas quedar de loco como siempre. No es como si nunca me hubieses dado motivos para desconfiar de ti. ¿Con quién hablas tanto últimamente? ¿A quién le envías tantos mensajes? ¿Qué pasa, que me la estás pegando otra vez? ¿Es eso? Porque si es eso prefiero que me lo digas ya y dejemos de perder el tiempo como imbéciles.

—¿Crees que si te estuviera engañando habría decidido venirme a pasar nuestro aniversario a un lugar remoto, apartado del mundo, solo contigo? —Ruth se aparta el pelo de la cara, respira y se agarra la cabeza entre las manos—. Estoy agotada, Isaac. Me voy a dormir. Puedes venir a la cama conmigo o quedarte a pasar la noche en el sofá. Haz lo que quieras. A mí me da igual. —Antes de cerrar la puerta del cuarto, se vuelve y me mira a los ojos—. Buenas noches.

Me quedo en silencio en medio del salón. Busco una manta y un cojín, me saco las botas de los pies sin usar las manos y me acuesto a la larga en el sofá. Apago la lámpara y cierro los ojos. Fuera, en el bosque, aúllan los lobos.

 

Es casi mediodía. Hemos madrugado mucho y llevamos horas caminando, entre árboles y matorrales, montaña arriba. Termino de vaciar mi vejiga detrás de un árbol y me subo la cremallera del pantalón. A mi lado, Gabriel repite las mismas acciones. Luego, me da unas palmaditas con la mano en la espalda y me hace un gesto con la cabeza hacia el camino, donde nos esperan nuestras mujeres, Ruth y Marian.

—¿Qué? ¿Ya habéis terminado? —dice Ruth—. Cómo sois los hombres, ¿eh? No os podéis aguantar ni cinco minutos cuando os entran las ganas de hacer pis.

—Llevamos horas sin parar de caminar y, además, el sonidito constante del agua del arroyo no ayuda —respondo—. Podemos seguir.

—Sí, sigamos. —Gabriel le pasa a Marian la mano por encima de los hombros y con la otra señala hacia la senda, frente a nosotros—. ¿Sabéis qué? Un poco más adelante hay un pequeño pozo natural donde la gente a veces se baña y cae una cascada preciosa. ¿Verdad que sí, cielito?

Marian asiente y sonríe mirándome de arriba a abajo. Ruth vuelve la cara hacia mí, pero a los pocos segundos se gira de nuevo hacia la ruta y echa a caminar al lado de nuestros acompañantes. Yo les sigo, en silencio, durante un rato más. Gabriel habla con Marian sobre las leyendas y los mitos que la gente de la zona asocia con el bosque y con este sendero en concreto. Marian se vuelve hacia mí y se queda esperando a que la alcance.

—¿Vas bien? —me pregunta con una sonrisa—. Pareces cansado. ¿No has dormido bien esta noche?

—Estoy bien —respondo—. Oye, ¿no es peligroso caminar por el medio del bosque? Por los animales y eso, digo. Ayer por la noche se escuchaba aullar a los lobos.

—¿Lobos? ¿Aquí? —Marian se ríe—. No sé, me parece raro. Nosotros hemos venido muchas veces y nunca hemos tenido ningún problema. Los lobos, si es que queda alguno por la zona, no suelen acercarse por el día a los lugares por donde pasa la gente. De todas formas, hace tiempo que no se escuchan ni se aparecen lobos por aquí. A lo mejor solo estabas soñando.

—Será eso… —Me detengo un momento en el camino. Me quito la mochila de la espalda y la coloco en el suelo, entre mis pies—. ¿Falta mucho para llegar a la dichosa cascada?

—Estamos muy cerca. —Marian se coloca detrás de mi espalda—. ¿Qué pasa? ¿Te pesa mucho?

La recepcionista pone sus manos sobre mis hombros y empieza a masajearlos. Me frota también el cuello e introduce sus dedos por debajo de mi camiseta. Gabriel y Ruth siguen caminando y conversando más adelante. Entonces, mi mujer se gira hacia nosotros y yo doy un bote, alejándome de las manos de Marian.

—¿Estás bien? —pregunta la recepcionista—. ¿Te he hecho daño? ¿O es que tengo las manos frías?

—No pasa nada, tranquila. —Recojo mi mochila del suelo y me la coloco, de nuevo, en la espalda—.  Vamos a seguir, a ver si llegamos de una vez a la cascada, ¿no? Muchas gracias por el masaje.

Seguimos caminando por la senda del bosque durante unos minutos hasta que llegamos a un viejo molino de piedra, justo al lado de la cascada y el pozo a los que Gabriel se había referido antes.

—Podríamos hacer una paradita aquí para descansar y comer algo a la sombra. ¿Qué os parece? —Gabriel deja su mochila en el suelo, la abre y saca del interior un mantel. Luego, mira a su mujer—. ¿Has traído algo de comida, cielo?

—¡Claro! —Marian ayuda a su marido a colocar el mantel sobre la tierra, se sienta y saca una bolsa térmica de su mochila—. He traído algo de fruta. Espero que aún esté fresquita. Tengo plátanos, melocotones y, por supuesto, uvas. También tengo una manzana que podemos compartir, si os apetece.

—A mi mujer y a mí nos encanta comer la fruta bien fresca. Sobre todo en días calurosos, como este. —Gabriel introduce la mano en la bolsa, saca de dentro la manzana y se nos queda mirando fijamente mientras le da un mordisco—. Está deliciosa. ¿Queréis un poco?

Yo digo que no con la cabeza. Ruth se queda mirando la fruta sin decir nada durante unos segundos. Finalmente, termina también rechazando la oferta. Gabriel le pasa, entonces, la manzana a Marian y esta la muerde, igual que había hecho su marido antes, sin apartar la vista de nosotros. Luego, mete la mano en la bolsa y le ofrece a Ruth un melocotón. Ella lo acepta, muerde un bocado y empieza a masticar. Ni Marian ni Gabriel le quitan los ojos de encima. Ruth me mira y me ofrece un bocado de su pieza. Yo lo rechazo con un gesto de mi mano. Entonces, Gabriel vuelve a introducir su mano en la bolsa de su esposa y saca del interior un plátano. Me lo ofrece con la mirada fija en mis ojos y yo asiento con la cabeza. Él empieza a apartar la piel que lo cubre y me lo pone en la boca. Lo agarro con la mano y me lo como sin poder apartar la mirada de él ni de su mujer. Los cuatro sudamos mucho por culpa del calor. Gabriel se quita la camiseta y se retira el sudor de la frente y el torso con ella. Saca de su mochila una botella de agua y bebe. Luego, se levanta, sale del mantel y se vierte unas gotas por el cuello y la cabeza. Me ofrece un trago. Yo asiento. Me incorporo y me coloco de pie a su lado. Él me ayuda, con sus manos, a despojarme de mi camiseta y me quita con ella el sudor de la cara y el cuello. Bebo de su botella. Ruth y Marian nos observan sin decir nada. Mi mujer coge entonces la manzana que antes había rechazado y la muerde. Luego, extiende su mano hacia mí, ofreciéndome un mordisco. Miro a Gabriel, a Marian y a mi esposa. Agarro la fruta y me la llevo a la boca. Gabriel se agacha y saca de la bolsa de su mujer un racimo de uvas. Se incorpora de nuevo y lo eleva por encima de mi cabeza. Yo las miro y arranco una con los dientes. Él repite la misma acción primero con Marian y justo después con Ruth. Luego, les ofrece la mano y las ayuda a ponerse en pie junto a nosotros.

—Hace calor —dice mientras se retira el sudor de la frente—. ¿Y si nos damos un baño?

—¿Un baño? —Ruth me mira con los ojos muy abiertos. Se aparta de la cara un mechón de pelo y se lo coloca por detrás de la oreja—. Pero nosotros no sabíamos que había que traer bañador.

—Estamos en medio de la naturaleza. —Gabriel se desabrocha el botón, la cremallera y se baja, lentamente, los pantalones—. ¿Quién necesita bañador?

Marian se quita también la ropa con ayuda de su marido. Ruth y yo nos miramos en silencio. Ellos se dan la mano y caminan hasta la orilla del pozo donde rompe la cascada. Se meten en el agua y, cuando ya casi les llega hasta la rodilla, nos miran por encima del hombro.

—¿Venís o qué?

Ruth y yo asentimos con la cabeza. Nos quitamos la ropa, la dejamos en el suelo, junto a la de ellos, y nos sumergimos por completo en las oscuras aguas del pozo.

 

Al día siguiente, Ruth y yo nos despertamos muy temprano. Estamos tumbados en la cama, uno al lado del otro, mirando al techo sin hablar. La miro de reojo y ella me devuelve la mirada. Luego se gira, dándome la espalda. Yo me vuelvo hacia ella y la abrazo por detrás. Permanecemos en esta posición durante unos segundos, hasta que ella se levanta y cruza de un brinco la habitación.

—Deberíamos ducharnos y vestirnos para ir a desayunar. —Se recoge el pelo en una coleta mientras habla—. Quizá nos dé tiempo a hacer algo con Gabriel y Marian antes de marcharnos definitivamente de aquí.

—¿Te apetece que nos duchemos juntos? —pregunto acercándome a mi mujer y acariciándole el cuello con la mano.

—Mejor ve duchándote tú y, mientras, yo voy recogiendo la habitación y terminando las maletas, ¿vale?

Asiento con la cabeza, me alejo de mi mujer y entro solo en el baño. Vacío la vejiga en el wáter antes de meterme en la ducha. Me tomo mi tiempo para frotarme bien el cuerpo mientras el agua caliente corre. Cuando ya estoy limpio, salgo de la ducha, me seco con la toalla y le doy el relevo a Ruth, que sale después de una media hora larga.

—Has tardado —le digo mientras termino de atarme las botas sentado en el borde de la cama—. ¿Estás bien? Tienes la cara muy roja.

—Estoy perfectamente. —Apenas me mira cuando habla—. Voy a terminar de vestirme y bajamos a ver qué hacen Marian y Gabriel.

Cuando llegamos a la recepción, nos encontramos a Marian detrás del mostrador tecleando en su ordenador y revisando unos papeles. Levanta la vista hacia nosotros y Ruth la saluda con la mano. Ella nos sonríe brevemente y vuelve a su labor. Gabriel está delante de la estantería, ordenando los folletos de espaldas a la puerta. Me acerco para saludarle y él me responde sin girarse.

 —¿Cómo estáis? —Ruth camina hacia el mostrador y se dirige a Marian—. Veníamos para ver si os apetece desayunar con nosotros o hacer algo juntos antes de que nos marchemos.

—Me encantaría. —Marian responde sin dejar de teclear—. El problema es que tengo que terminar un papeleo bastante urgente y no creo que me dé tiempo… Y lo cierto es que Gabriel está también un poco liado esta mañana. ¿Verdad, cariño?

—Efectivamente. —Gabriel se vuelve, me arrea un par de palmaditas en el brazo y habla mirando a su mujer—. Tengo que terminar de reorganizar esto y, luego, tengo que atender unos trabajillos de mantenimiento.

—Nosotros saldremos en un rato —digo acercándome a donde está mi mujer—. Podríais tomaros un pequeño descanso de una media horita, más o menos, y luego ya seguís con lo que tengáis que hacer.

—Lo siento, amigo. —Gabriel camina y se coloca detrás del mostrador, junto a su mujer—. Esta vez no va a poder ser.

—¿Seguro? —insiste Ruth—. Será solo un ratito de nada.

—No podemos, Ruth. —Marian deja de teclear y mira a su marido. Unos instantes después, gira su cabeza hacia nosotros—. De hecho, os pediría que despejéis lo antes posible vuestras cosas de la cabaña. Tenemos una reserva y estamos a punto de recibir a unos nuevos huéspedes.

—Ah… claro. —Ruth me mira y titubea—. Claro. No hay problema. Ahora mismo sacamos nuestras cosas y las cargamos en el coche. Ya pararemos a desayunar en algún sitio de camino a casa. Muchas gracias por…

—Gracias a vosotros. —Marian la interrumpe—. Que tengáis un buen viaje de regreso y que os sea leve la vuelta a la rutina.

Gabriel asiente sin decir una palabra más. Yo lo miro y hago lo mismo. Ruth tira de mi brazo hacia la salida y nos vamos en silencio, dejando atrás a la pareja de anfitriones. Trasladamos nuestro equipaje de la cabaña al maletero. Mientras guardo mis cosas al lado de las de mi mujer, aparece otro coche que se detiene junto al nuestro en el aparcamiento de tierra. Dentro, otra pareja que discute. Luego, se quedan en silencio. Nos saludan al salir del vehículo y se dirigen hacia la puerta de la recepción. Ruth se sienta al volante y yo abro la puerta y me coloco en el asiento del copiloto. Ante nuestra mirada, los anfitriones reciben a los nuevos inquilinos entre sonrisas, besos y palmaditas en la espalda. Gabriel le entrega a la nueva huésped un folleto y luego señala a lo lejos, en la misma dirección en que se encuentra la ruta que ayer hicimos los cuatro. Marian les hace un gesto con la mano a los recién llegados, señalando hacia el interior de la recepción. Antes de entrar, ella y Gabriel vuelven la cabeza hacia el punto donde nosotros nos encontramos dentro del coche. Ruth y yo sacamos la mano por la ventanilla, pero ellos no responden. Se vuelven, entran al interior de la estancia y cierran la puerta. Miro a mi mujer y ella me mira sin decir nada. Ambos suspiramos al unísono. Luego, ella se aparta el pelo de la cara, introduce la llave en el contacto y, en silencio, nos marchamos definitivamente del lugar. Juntos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.