ESCAPADA ROMÁNTICA
Termino de vaciar la vejiga a un lado de la carretera y me subo la
cremallera. Vuelvo al coche y entro por el asiento del copiloto. Mi novia Ruth
sigue mirando la pantalla de su teléfono móvil, deslizando continuamente a un
lado y al otro con el dedo, sin decir nada.
—Ya estoy. —Cierro la puerta del coche y me abrocho el
cinturón.
—¿Qué? —pregunta ella sin levantar siquiera la mirada de
su acción.
—Que digo que ya estoy, que podemos seguir si quieres. —Intento
mirar de reojo la pantalla de su móvil—. ¿Qué estás haciendo?
—Nada. —Sale de la aplicación, coloca el teléfono en el
soporte, sobre el respiradero, y pone de nuevo el GPS a funcionar—. Vamos a
seguir, que se nos va a hacer de noche.
Es nuestro aniversario y este año hemos decidido pasarlo
aislados del mundo en una cabaña perdida en medio de un monte. Según la página
de internet donde hicimos la reserva, se trata de un ambiente tranquilo y
relajado en un paraje de ensueño, perfecto para parejas y pequeños grupos. El
resto del trayecto lo hacemos en silencio hasta que el plano de carreteras
desaparece de la pantalla.
—¿Qué pasa? —Intento coger su teléfono y ella me arrea un
golpe en la mano.
—¿A dónde vas?
—Solo quería ver por qué se había perdido el GPS. —Aparto
la mano y me recoloco en el asiento, cojo aire y suspiro.
—Se habrá quedado sin conexión. —Ruth bloquea la pantalla
de su móvil, lo quita del soporte y se lo mete en el bolsillo sin dejar de
mirar a la carretera—. No sé si te has dado cuenta, pero estamos en medio de la
nada. La montaña no suele ser el mejor sitio para coger cobertura.
—¿Estás bien? —le pregunto—. Te noto rara.
—¿Rara? ¿Yo? —responde—. No sé por qué lo dices.
—Pareces nerviosa.
—Para nada. —Ruth mantiene la mirada fija en la carretera
y las dos manos sobre el volante.
—Te recuerdo que todo esto fue idea tuya. Eras tú la que
decía que necesitábamos hacer algo distinto para salir de la rutina. —Me quedo
mirándola durante unos segundos. Ella no responde. Se pone la mano sobre la
frente y resopla. Cambio de tema:
—¿Y cómo vamos a llegar al sitio sin el GPS? —le
pregunto.
—Mira a ver si por ahí hay una libretita con unas
indicaciones que me anoté, por si acaso, antes de salir de casa. —Señala con la
mano sin apuntar hacia ningún lugar en concreto.
Abro la guantera y rebusco entre cajas de casetes y
paquetes de pañuelos. Cuando encuentro la libreta, la abro y leo sus apuntes en
voz alta.
—Me estás liando. —Con una mano se retira un mechón de
pelo que le cae delante de los ojos y se lo coloca por detrás de la oreja.
—Yo solo estoy leyendo lo que pone aquí. —Le enseño lo
que aparece escrito sobre la hoja de papel, pero ella no lo mira.
—Da igual. Déjalo. —Hace un gesto con la cabeza,
indicando con la barbilla hacia el frente—. Creo que es ahí.
Ruth estaciona el coche en un aparcamiento de tierra con
solo tres plazas. Antes de bajarse, saca del bolsillo su teléfono móvil y se
pone a toquetear la pantalla.
—¿Ya vuelves a tener conexión? —De nuevo, miro de reojo lo que hace con su móvil.
—Parece que no. —Bloquea el aparato y se lo guarda otra
vez en el bolsillo—. Habrá que preguntar en la recepción. Espero que tengan
wifi.
Salimos del coche y caminamos hacia una pequeña cabaña de madera con un
cartel sobre la puerta que pone «Recepción». Entramos y, al abrir la
puerta, una campanita anuncia nuestra llegada. Sobre el mostrador, otro cartel con
la palabra «Bienvenidos».
—Aquí no hay nadie. —Me asomo al mostrador y miro a mi
alrededor.
—¿Ves? Te dije que tendríamos que haber salido antes. —Ruth
se retira la manga y mira la hora en su reloj—. Y encima hemos tenido que parar
tres o cuatro veces para que hicieses pis porque tienes la vejiga de un niño
pequeño. ¿No podías haberte aguantado? Nos hemos retrasado un montón. Seguro
que ahora nos llamarán la atención. Y eso si aparece alguien. ¿Ves por algún
sitio el horario de recepción?
—¿Qué quieres que le haga? Ya sabes que meo mucho. De
hecho, me estoy meando ahora mismo. —Cruzo el recibidor y me asomo al pasillo—.
¿Dónde estará el baño?
—¿Otra vez? ¿En serio? —Ruth se aparta el pelo de la cara
y se lo coloca por detrás de la oreja. Se lleva una mano a la frente y resopla—.
Deja de fisgar por las esquinas. Hazme el favor.
Al momento, se abre la puerta y aparece un hombre
cargando con un montón de leña. Lo deja en el suelo, a un lado de la entrada, y
nos hace un gesto con la cabeza. Se acerca hacia mí caminando y, cuando llega a
mi lado, me coloca una mano en el hombro y me ofrece la otra.
—Buenas. ¿Venís a alojaros en la cabaña del pico? —Me
estrecha la mano y, luego, gira la cabeza hacia mi mujer—. Escapada romántica,
¿eh?
—Sí. Bueno... —Intento hablar, pero Ruth me corta
enseguida.
—Lo sentimos mucho. ¿Es usted el encargado del check-in?
Nos hemos retrasado un poquito porque nos ha costado llegar hasta aquí. —Ruth
se acerca y le ofrece la mano al hombre de la leña.
—Tranquila. No hay ningún problema. —Él ignora su gesto
y, en vez de estrecharle la mano, le toca el hombro y le da un beso a cada lado
de la cara—. No hace falta que me tratéis de usted. Yo me ocupo del
mantenimiento, no de la recepción. Eso lo lleva mi mujer. Habrá tenido que
entrar un momento. —Va hacia el mostrador y se coloca al otro lado—. Esta
también es nuestra casa. Vivimos en la parte de atrás. Dadme un momento, que la
busco y os la traigo. —Va a descorrer la cortina que separa la recepción de la
trastienda, pero, antes de salir, se detiene y se gira, una vez más, hacia
nosotros—. Por cierto, me llamo Gabriel. Un placer.
Ruth y yo nos quedamos solos y en silencio, sin decir
nada. Nos paseamos por la estancia cada uno por su lado, sin cruzar palabra,
hasta que, de detrás de la cortina, aparece Gabriel, esta vez acompañado por
una joven mujer.
—Os presento a mi mujer, Marian. —El hombre le pasa un
brazo por encima de los hombros y le besa la mejilla—. Ella es la que se
encarga de la recepción y todas esas historias.
—Hola, ¿qué tal? —Ruth se acerca corriendo al mostrador—.
Lo sentimos muchísimo por el retraso, de verdad. Nos ha costado un poco
encontrar el sitio y hemos tenido que hacer un par de paradas técnicas por el
camino.
—¡No pasa nada! —responde la recepcionista—. ¿Habéis
visto ya la cabañita donde os vais a quedar? ¡Es monísima! Si os asomáis por
esa ventana podéis verla, justo en lo alto de la colina. Si queréis, dejadme
vuestros carnés de identidad y voy arreglando los papeles mientras le echáis un
ojo, ¿sí?
Ruth me pide el DNI y se lo entrega a la mujer junto con
el suyo. Luego se va hacia la ventana y se pone a mirar al exterior, en
dirección a donde nos han dicho que está nuestra cabaña. Yo me quedo un momento
en el sitio sin decir nada. Me acerco al mostrador y pregunto:
—Perdón, ¿podría utilizar el baño un momento? Es que me
estoy meando. —Miro a de reojo a Ruth. Ella se lleva la mano a la cara y mueve
la cabeza hacia los lados.
—Por supuesto. —La recepcionista deja el bolígrafo y sus
papeles a un lado y levanta la cabeza hacia mí—. Está al final de ese pasillo.
Deja que te acompañe, por si no lo encuentras.
La mujer sale de detrás del mostrador y me hace un gesto
con la mano. Nos adentramos en el pasillo.
—Está oscuro esto —le digo mientras caminamos.
—Sí. Pero no te preocupes, no te haré nada —responde ella
entre risitas—. Es por aquí. Pasa.
Al fondo a la derecha hay una puerta que da a otro
pasillo. Me invita a entrar y, seguidamente, pasa ella.
—Anda, este es bastante más estrecho. —Me pego a la pared
y miro hacia el fondo del nuevo pasillo.
—Sí, lo es, pero tiene sus ventajas. —Me mira y coloca su
mano sobre mi brazo. Con la otra señala una puerta de madera con un ventanuco
de vidrio texturizado—. Ahí está el baño. Esperaré aquí a que termines, no vaya
a ser que te pierdas para encontrar el camino de vuelta.
Entro en el servicio, me bajo la cremallera y vacío, una
vez más, la vejiga. Al terminar, tiro de la cisterna y me enjuago las manos en
el lavabo, frente al espejo.
—¡Qué bien educado estás! —dice la mujer desde el otro
lado de la puerta—. La mayoría de los hombres no se lavan las manos cuando
terminan de hacer pis. Tu novia ha tenido suerte de dar con uno bueno.
No digo nada. Me seco las manos en la parte de atrás del
pantalón, abro la puerta y le sonrío.
—¿Listo? —Ella me sonríe de vuelta y me hace un gesto con
la mano.
Volvemos a la recepción, donde Gabriel y Ruth hablan
frente a una estantería llena de folletos de rutas de senderismo y otras
actividades de montaña.
—¿De qué habláis? —digo, acercándome a ellos.
—Gabriel me estaba recomendando una ruta de senderismo
muy cerca de aquí. —Ruth extiende su
mano y me enseña el folleto: «Ruta do Muiñeiro Namorado»—. Podríamos hacerla mañana mismo.
Gabriel dice que hará muy buen tiempo.
—Es una ruta circular, sencilla pero muy llamativa. —El
hombre coge el folleto de la mano de mi mujer y lo agita en el aire—. El camino
transcurre en paralelo a un arroyo y pasa cerca de un antiguo molino. Hay algún
tramo que puede resultar un poco confuso, por lo que os recomiendo que os
llevéis el folleto con el plano y las directrices, aunque lo más recomendable
sería ir siempre acompañado por alguien que ya conozca la senda.
—¿Por qué no os venís tu mujer y tú con nosotros mañana y
así os aseguráis de que no nos perdemos por el bosque? —Mientras hace la
pregunta, Ruth apoya su mano sobre el hombro de Gabriel. Cuando termina de
hablar, me mira.
—Ruth, supongo que este hombre y su mujer tendrán otros
asuntos de los que ocuparse mañana —le digo—. Además, son los responsables de
atender el alojamiento, no son tus guías turísticos personales.
—Creo que es una gran idea —responde Gabriel—. Mañana no
tenemos mucho que hacer por aquí, ¿verdad, cielo? Iremos con vosotros. Nos
vendrá bien salir un rato y fundirnos con la naturaleza.
Marian, la recepcionista, asiente y sonríe ante lo que
dice su marido. Gabriel me da unos golpes con la mano en la espalda y se va con
ella, tras el mostrador. La mujer nos devuelve nuestros carnés de identidad y
nos da una llave. Ruth la recoge y se la guarda en el bolsillo. Nos despedimos
de nuestros anfitriones y, en silencio, nos dirigimos a nuestra cabaña en el
pico de la colina. Al entrar y cerrar la puerta, retomamos nuestra conversación
pendiente:
—¿Se puede saber qué te pasa? —pregunto.
—¿A mí? —Ruth deja su abrigo en el perchero, junto a la
entrada, y se sienta en el sofá—. No sé a qué te refieres.
—¿No sabes de qué te estoy hablando? ¿Seguro?
—No, no sé de qué me hablas. —Ruth saca su teléfono móvil
del bolsillo y desbloquea la pantalla—. Joder, se me había olvidado que seguimos incomunicados.
—¿Qué pasa? ¿No va el wifi? —Me acerco a la ventana y
señalo hacia el puesto de recepción—. ¿Por qué no llamas a Gabriel para que te
lo solucione?
—Ya se lo he preguntado. —Vuelve a guardarse el aparato
en el bolso—. Dice que está estropeado, pero que pronto vendrán a arreglarlo.
—Vaya, veo que os ha dado tiempo a hablar de muchas cosas
a ti y a Gabriel. —Me acerco al sofá y tomo asiento a su lado.
—¿Puedes dejarlo ya? —Se pone de pie y echa a andar hacia
la habitación—. Me agotas cuando te pones así, en plan celoso.
—¿A dónde crees que vas? —Me levanto y le hablo desde el
centro de la sala de estar—. ¿No irás a dejarme otra vez con la palabra en la
boca? ¿Cómo quieres que reaccione si apenas hablas ya conmigo y te pasas el día
con el móvil? No te voy a consentir que me hagas quedar de loco como siempre.
No es como si nunca me hubieses dado motivos para desconfiar de ti. ¿Con quién
hablas tanto últimamente? ¿A quién le envías tantos mensajes? ¿Qué pasa, que me
la estás pegando otra vez? ¿Es eso? Porque si es eso prefiero que me lo digas
ya y dejemos de perder el tiempo como imbéciles.
—¿Crees que si te estuviera engañando habría decidido
venirme a pasar nuestro aniversario a un lugar remoto, apartado del mundo, solo
contigo? —Ruth se aparta el pelo de la cara, respira y se agarra la cabeza
entre las manos—. Estoy agotada, Isaac. Me voy a dormir. Puedes venir a la cama
conmigo o quedarte a pasar la noche en el sofá. Haz lo que quieras. A mí me da
igual. —Antes de cerrar la puerta del cuarto, se vuelve y me mira a los ojos—.
Buenas noches.
Me quedo en silencio en medio del salón. Busco una manta
y un cojín, me saco las botas de los pies sin usar las manos y me acuesto a la
larga en el sofá. Apago la lámpara y cierro los ojos. Fuera, en el bosque,
aúllan los lobos.
Es casi mediodía. Hemos madrugado mucho y llevamos horas caminando,
entre árboles y matorrales, montaña arriba. Termino de vaciar mi vejiga detrás
de un árbol y me subo la cremallera del pantalón. A mi lado, Gabriel repite las
mismas acciones. Luego, me da unas palmaditas con la mano en la espalda y me
hace un gesto con la cabeza hacia el camino, donde nos esperan nuestras
mujeres, Ruth y Marian.
—¿Qué? ¿Ya habéis terminado? —dice Ruth—. Cómo sois los
hombres, ¿eh? No os podéis aguantar ni cinco minutos cuando os entran las ganas
de hacer pis.
—Llevamos horas sin parar de caminar y, además, el
sonidito constante del agua del arroyo no ayuda —respondo—. Podemos seguir.
—Sí, sigamos. —Gabriel le pasa a Marian la mano por
encima de los hombros y con la otra señala hacia la senda, frente a nosotros—.
¿Sabéis qué? Un poco más adelante hay un pequeño pozo natural donde la gente a
veces se baña y cae una cascada preciosa. ¿Verdad que sí, cielito?
Marian asiente y sonríe mirándome de arriba a abajo. Ruth
vuelve la cara hacia mí, pero a los pocos segundos se gira de nuevo hacia la
ruta y echa a caminar al lado de nuestros acompañantes. Yo les sigo, en
silencio, durante un rato más. Gabriel habla con Marian sobre las leyendas y
los mitos que la gente de la zona asocia con el bosque y con este sendero en
concreto. Marian se vuelve hacia mí y se queda esperando a que la alcance.
—¿Vas bien? —me pregunta con una sonrisa—. Pareces
cansado. ¿No has dormido bien esta noche?
—Estoy bien —respondo—. Oye, ¿no es peligroso caminar por
el medio del bosque? Por los animales y eso, digo. Ayer por la noche se
escuchaba aullar a los lobos.
—¿Lobos? ¿Aquí? —Marian se ríe—. No sé, me parece raro.
Nosotros hemos venido muchas veces y nunca hemos tenido ningún problema. Los
lobos, si es que queda alguno por la zona, no suelen acercarse por el día a los
lugares por donde pasa la gente. De todas formas, hace tiempo que no se
escuchan ni se aparecen lobos por aquí. A lo mejor solo estabas soñando.
—Será eso… —Me detengo un momento en el camino. Me quito
la mochila de la espalda y la coloco en el suelo, entre mis pies—. ¿Falta mucho
para llegar a la dichosa cascada?
—Estamos muy cerca. —Marian se coloca detrás de mi
espalda—. ¿Qué pasa? ¿Te pesa mucho?
La recepcionista pone sus manos sobre mis hombros y
empieza a masajearlos. Me frota también el cuello e introduce sus dedos por
debajo de mi camiseta. Gabriel y Ruth siguen caminando y conversando más
adelante. Entonces, mi mujer se gira hacia nosotros y yo doy un bote,
alejándome de las manos de Marian.
—¿Estás bien? —pregunta la recepcionista—. ¿Te he hecho
daño? ¿O es que tengo las manos frías?
—No pasa nada, tranquila. —Recojo mi mochila del suelo y
me la coloco, de nuevo, en la espalda—. Vamos
a seguir, a ver si llegamos de una vez a la cascada, ¿no? Muchas gracias por el
masaje.
Seguimos caminando por la senda del bosque durante unos
minutos hasta que llegamos a un viejo molino de piedra, justo al lado de la
cascada y el pozo a los que Gabriel se había referido antes.
—Podríamos hacer una paradita aquí para descansar y comer
algo a la sombra. ¿Qué os parece? —Gabriel deja su mochila en el suelo, la abre
y saca del interior un mantel. Luego, mira a su mujer—. ¿Has traído algo de
comida, cielo?
—¡Claro! —Marian ayuda a su marido a colocar el mantel sobre
la tierra, se sienta y saca una bolsa térmica de su mochila—. He traído algo de
fruta. Espero que aún esté fresquita. Tengo plátanos, melocotones y, por
supuesto, uvas. También tengo una manzana que podemos compartir, si os apetece.
—A mi mujer y a mí nos encanta comer la fruta bien fresca.
Sobre todo en días calurosos, como este. —Gabriel introduce la mano en la bolsa,
saca de dentro la manzana y se nos queda mirando fijamente mientras le da un
mordisco—. Está deliciosa. ¿Queréis un poco?
Yo digo que no con la cabeza. Ruth se queda mirando la
fruta sin decir nada durante unos segundos. Finalmente, termina también
rechazando la oferta. Gabriel le pasa, entonces, la manzana a Marian y esta la
muerde, igual que había hecho su marido antes, sin apartar la vista de
nosotros. Luego, mete la mano en la bolsa y le ofrece a Ruth un melocotón. Ella
lo acepta, muerde un bocado y empieza a masticar. Ni Marian ni Gabriel le
quitan los ojos de encima. Ruth me mira y me ofrece un bocado de su pieza. Yo lo
rechazo con un gesto de mi mano. Entonces, Gabriel vuelve a introducir su mano
en la bolsa de su esposa y saca del interior un plátano. Me lo ofrece con la
mirada fija en mis ojos y yo asiento con la cabeza. Él empieza a apartar la
piel que lo cubre y me lo pone en la boca. Lo agarro con la mano y me lo como
sin poder apartar la mirada de él ni de su mujer. Los cuatro sudamos mucho por
culpa del calor. Gabriel se quita la camiseta y se retira el sudor de la frente
y el torso con ella. Saca de su mochila una botella de agua y bebe. Luego, se levanta,
sale del mantel y se vierte unas gotas por el cuello y la cabeza. Me ofrece un
trago. Yo asiento. Me incorporo y me coloco de pie a su lado. Él me ayuda, con
sus manos, a despojarme de mi camiseta y me quita con ella el sudor de la cara
y el cuello. Bebo de su botella. Ruth y Marian nos observan sin decir nada. Mi
mujer coge entonces la manzana que antes había rechazado y la muerde. Luego,
extiende su mano hacia mí, ofreciéndome un mordisco. Miro a Gabriel, a Marian y
a mi esposa. Agarro la fruta y me la llevo a la boca. Gabriel se agacha y saca
de la bolsa de su mujer un racimo de uvas. Se incorpora de nuevo y lo eleva por
encima de mi cabeza. Yo las miro y arranco una con los dientes. Él repite la
misma acción primero con Marian y justo después con Ruth. Luego, les ofrece la
mano y las ayuda a ponerse en pie junto a nosotros.
—Hace calor —dice mientras se retira el sudor de la
frente—. ¿Y si nos damos un baño?
—¿Un baño? —Ruth me mira con los ojos muy abiertos. Se
aparta de la cara un mechón de pelo y se lo coloca por detrás de la oreja—.
Pero nosotros no sabíamos que había que traer bañador.
—Estamos en medio de la naturaleza. —Gabriel se
desabrocha el botón, la cremallera y se baja, lentamente, los pantalones—.
¿Quién necesita bañador?
Marian se quita también la ropa con ayuda de su marido.
Ruth y yo nos miramos en silencio. Ellos se dan la mano y caminan hasta la
orilla del pozo donde rompe la cascada. Se meten en el agua y, cuando ya casi
les llega hasta la rodilla, nos miran por encima del hombro.
—¿Venís o qué?
Ruth y yo asentimos con la cabeza. Nos quitamos la ropa,
la dejamos en el suelo, junto a la de ellos, y nos sumergimos por completo en
las oscuras aguas del pozo.
Al día siguiente, Ruth y yo nos despertamos muy temprano. Estamos
tumbados en la cama, uno al lado del otro, mirando al techo sin hablar. La miro
de reojo y ella me devuelve la mirada. Luego se gira, dándome la espalda. Yo me
vuelvo hacia ella y la abrazo por detrás. Permanecemos en esta posición durante
unos segundos, hasta que ella se levanta y cruza de un brinco la habitación.
—Deberíamos ducharnos y vestirnos para ir a desayunar. —Se
recoge el pelo en una coleta mientras habla—. Quizá nos dé tiempo a hacer algo
con Gabriel y Marian antes de marcharnos definitivamente de aquí.
—¿Te apetece que nos duchemos juntos? —pregunto
acercándome a mi mujer y acariciándole el cuello con la mano.
—Mejor ve duchándote tú y, mientras, yo voy recogiendo la
habitación y terminando las maletas, ¿vale?
Asiento con la cabeza, me alejo de mi mujer y entro solo en
el baño. Vacío la vejiga en el wáter antes de meterme en la ducha. Me tomo mi
tiempo para frotarme bien el cuerpo mientras el agua caliente corre. Cuando ya
estoy limpio, salgo de la ducha, me seco con la toalla y le doy el relevo a
Ruth, que sale después de una media hora larga.
—Has tardado —le digo mientras termino de atarme las
botas sentado en el borde de la cama—. ¿Estás bien? Tienes la cara muy roja.
—Estoy perfectamente. —Apenas me mira cuando habla—. Voy
a terminar de vestirme y bajamos a ver qué hacen Marian y Gabriel.
Cuando llegamos a la recepción, nos encontramos a Marian
detrás del mostrador tecleando en su ordenador y revisando unos papeles.
Levanta la vista hacia nosotros y Ruth la saluda con la mano. Ella nos sonríe
brevemente y vuelve a su labor. Gabriel está delante de la estantería,
ordenando los folletos de espaldas a la puerta. Me acerco para saludarle y él
me responde sin girarse.
—¿Cómo estáis? —Ruth
camina hacia el mostrador y se dirige a Marian—. Veníamos para ver si os apetece
desayunar con nosotros o hacer algo juntos antes de que nos marchemos.
—Me encantaría. —Marian responde sin dejar de teclear—.
El problema es que tengo que terminar un papeleo bastante urgente y no creo que
me dé tiempo… Y lo cierto es que Gabriel está también un poco liado esta mañana.
¿Verdad, cariño?
—Efectivamente. —Gabriel se vuelve, me arrea un par de
palmaditas en el brazo y habla mirando a su mujer—. Tengo que terminar de
reorganizar esto y, luego, tengo que atender unos trabajillos de mantenimiento.
—Nosotros saldremos en un rato —digo acercándome a donde
está mi mujer—. Podríais tomaros un pequeño descanso de una media horita, más o
menos, y luego ya seguís con lo que tengáis que hacer.
—Lo siento, amigo. —Gabriel camina y se coloca detrás del
mostrador, junto a su mujer—. Esta vez no va a poder ser.
—¿Seguro? —insiste Ruth—. Será solo un ratito de nada.
—No podemos, Ruth. —Marian deja de teclear y mira a su
marido. Unos instantes después, gira su cabeza hacia nosotros—. De hecho, os
pediría que despejéis lo antes posible vuestras cosas de la cabaña. Tenemos una
reserva y estamos a punto de recibir a unos nuevos huéspedes.
—Ah… claro. —Ruth me mira y titubea—. Claro. No hay
problema. Ahora mismo sacamos nuestras cosas y las cargamos en el coche. Ya
pararemos a desayunar en algún sitio de camino a casa. Muchas gracias por…
—Gracias a vosotros. —Marian la interrumpe—. Que tengáis
un buen viaje de regreso y que os sea leve la vuelta a la rutina.
Gabriel asiente sin decir una palabra más. Yo lo miro y hago lo mismo. Ruth tira de mi brazo hacia la salida y nos vamos en silencio, dejando atrás a la pareja de anfitriones. Trasladamos nuestro equipaje de la cabaña al maletero. Mientras guardo mis cosas al lado de las de mi mujer, aparece otro coche que se detiene junto al nuestro en el aparcamiento de tierra. Dentro, otra pareja que discute. Luego, se quedan en silencio. Nos saludan al salir del vehículo y se dirigen hacia la puerta de la recepción. Ruth se sienta al volante y yo abro la puerta y me coloco en el asiento del copiloto. Ante nuestra mirada, los anfitriones reciben a los nuevos inquilinos entre sonrisas, besos y palmaditas en la espalda. Gabriel le entrega a la nueva huésped un folleto y luego señala a lo lejos, en la misma dirección en que se encuentra la ruta que ayer hicimos los cuatro. Marian les hace un gesto con la mano a los recién llegados, señalando hacia el interior de la recepción. Antes de entrar, ella y Gabriel vuelven la cabeza hacia el punto donde nosotros nos encontramos dentro del coche. Ruth y yo sacamos la mano por la ventanilla, pero ellos no responden. Se vuelven, entran al interior de la estancia y cierran la puerta. Miro a mi mujer y ella me mira sin decir nada. Ambos suspiramos al unísono. Luego, ella se aparta el pelo de la cara, introduce la llave en el contacto y, en silencio, nos marchamos definitivamente del lugar. Juntos.
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