domingo, 16 de febrero de 2025

-Relato 5 de Octavi Chordà

Un encuentro en el Seabird: Parte II


Debra, Francine, Sarah, Penelope, Jackie. Me habían encargado varios trabajos así, pero no fue hasta principios de verano que uno acabó de la peor manera posible para uno de los maridos que espiaba. Su esposa, Lorraine, me había contactado por correo electrónico diciéndome que tenía la sospecha de que su marido Tom la engañaba y que quería encontrar una respuesta cuanto antes. Yo le dije que necesitaba un tiempo para recabar información acerca de su marido, así que le pedí que mientras tanto ella me mantuviese informada de su comportamiento en casa. Eso fue durante las semanas anteriores al encuentro del Seabird.

La mañana de dos días antes del incidente pasé a recogerla pronto, a las nueve. Hacía fresco y aparqué el coche al sol, ya que la sombra de los chalés del otro lado de la calle aún se proyectaba en la carretera. Lorraine me recibió en albornoz y me invitó a tomar un café en la cocina mientras se vestía. La mesa aún estaba parada con dos tazas de café, una de ellas a medias, un plato lleno de migas de pan y un periódico doblado. Me senté en la silla enfrente del plato vacío. En el fregadero había una sartén y la cafetera de cristal estaba vacía. Al rato Lorraine bajó las escaleras y nos fuimos. Iba vestida con un conjunto rosa como de misa de domingo, con bolso de mano negro y guantes blancos incluidos. Salió de la casa y me dejó cerrar la puerta a mí. No habló hasta que puse el coche en marcha.

—¿Haces esto a menudo? —dijo. 

—Digamos que no es la primera vez. —Encendí la radio.

Giró la pequeña rueda del salpicadero para bajar el volumen y dijo:

—¿Qué sueles encontrar?

—¿Tienes calor? Puedo bajar la capota —dije.

—Estoy bien. En todo caso tengo un poco de frío. Últimamente siempre tengo frío. —Lorraine giró la cabeza hacia su derecha y apoyó la frente en el cristal de la ventanilla.

—No tardará en hacer calor. —Yo conducía con el brazo izquierdo apoyado en la puerta del coche. Con el brazo derecho sujetaba la palanca de cambios. Mi coche, un Ford Mustang rojo del 83, aún conservaba el cambio manual. Mi tía me lo regaló cuando cumplí los dieciséis. “Es el coche que toda mujer desea”, me dijo. 

—Ya lo sé. Ni estando en junio siento nada. —Lorraine tenía las manos sobre las rodillas y el pequeño bolso en el regazo. 

—Suelen ser sobretodo engaños. Infidelidades. —Miré a Lorraine. Ella estaba mirándome también. Giré la cabeza hacia delante. Enfrente, la autopista recta se encogía hacia un punto del horizonte. Después de unos minutos en silencio dije—: Algunas veces simplemente es una adicción al juego latente camino de la ruina económica, ya sabes, maridos que se pasan días enteros en el casino y que se arruinan y acaban arruinando a sus familias. O en el peor de los casos, ya se han arruinado.

—¿Eso es lo peor? —preguntó ella. No respondí—. ¿Cómo te llamo? —dijo volviéndome a mirar. 

—¿Cómo te llamas tú? —dije. La canción que sonaba en la radio se había terminado y el locutor estaba introduciendo la siguiente. 

—Lorraine —dijo ella. 

—Llámame así. 

—Já. Apuesto a que ellos siempre caen en la trampa. Seguro que dicen algo así como: “Mi mujer se llama igual”.

La miré, pero se había girado nuevamente hacia la ventanilla. Subí el volumen de la radio. 


La primera parada de nuestra pequeña gira fue el hotel Seabird. Aparqué el coche bajo el porche de la entrada. En cuanto bajé del coche, Lorraine me siguió adentro. En el vestíbulo, el mármol blanco del suelo hacía que nuestros pasos sonasen por toda la sala. Nos acercamos al mostrador de recepción. 

—Buenos días, Stu. —Apoyé la mano en el mostrador de piedra—. Ya sabes qué quiero. 

—Buenas, señora… —dijo mirándome a mí y de reojo a Lorraine (la verdadera) a mi lado. 

—Lorraine —dije.

—Ajá. Lorraine. Marchando dos habitaciones. ¿A nombre de quién las quieres? —Escribió algo en un papel. 

—Una para mí. La otra… —Le di un pequeño codazo a Lorraine para que hablase, acompañado de un gesto con la cabeza. 

—Ah, Tom —dijo Lorraine.

—Thomas, entonces —dije.

—¿Apellido? —dijo Stu.

—Beavers —dijo Lorraine, rápida esta vez.

—No dirá ese apellido —le dije—. Dime qué diría Tom si tuviese que dar un nombre falso.

—No sé. —Se acercó el bolso al pecho y se abrazó a él mientras miraba el mostrador—. Sí. Ya sé. Smith. No es nada original. Siempre que jugamos al veo veo, piensa algo con la letra A —dijo riendo. 

Cuando Stu nos dio las llaves, dos para cada habitación, cogí las mías y una de las de Tom.  La otra la dejé para que Stu se la diese a la persona que llegase preguntando por una reserva a nombre de Thomas Smith. 


Llegamos a la oficina de Tom poco antes de la hora del almuerzo. Entré en el aparcamiento por el acceso de la calle que daba a la parte trasera del gran edificio de cristal azul. El mismo de las últimas dos semanas, cuando había estado espiando a Tom. Aparqué en el mismo sitio de las otras veces: al final de la explanada, al lado de unos contenedores de basura resguardados bajo la sombra de un árbol. Casi era el parking del supermercado colindante. A nuestro alrededor todo eran hileras de coches blancos, negros y grises. Desde nuestra posición teníamos visión completa de la entrada del edificio en el otro lado del aparcamiento. A unos diez metros de la puerta estaba el Cadillac gris de Tom. 

—Quédate aquí. —Abrí la guantera y la puertecita casi golpea las rodillas de Lorraine. En el interior había dos teléfonos de prepago, unos guantes de cuero negros, unas gafas de sol y un modulador de voz. Había además un taco de papeles: folletos de una publicidad falsa de un hotel con un teléfono, una dirección y una frase: “¿Cansado de la rutina? Llama ahora y vive una experiencia amorosa natural y estimulante”. Cogí los panfletos, me puse las gafas de sol y salí al exterior. Me acerqué hasta el coche de Tom y le coloqué uno en el parabrisas. Cuando hube vuelto con Lorraine, dejé los folletos restantes en la guantera y dije: —Ahora, esperamos.

Nos quedamos un rato sentadas mirando al frente en silencio. Bajé la ventanilla. Era principios de verano y ya empezaba a hacer calor a esas horas de la mañana. Se oía un ruido de puertas automáticas y carritos de la compra y las hojas moviéndose del árbol que nos resguardaba. Lorraine observaba los objetos de la guantera, aún abierta. Se movía apoyada en su asiento y hacía estiramientos de cuello. Al hacerlo, sonaba el cuero de la tapicería. 

—No me has dicho qué quieres que haga con él —dije al rato.

—No quiero volver a verlo. No después de ver las imágenes que me enseñaste —dijo ella—. Necesito estirar las piernas. —Abrió la puerta de repente y salió del coche dando un portazo. A través del retrovisor central vi a Lorraine recorrer el lateral del coche hasta apoyarse en el maletero de espaldas a mí. Se puso las manos enfrente de la cabeza y sus hombros empezaron a palpitar. 

Esperé un rato y salí del coche también, no sin antes echar un vistazo más hacia la puerta del edificio. Seguía sin abrirse. Me dirigí al maletero del coche y me apoyé en él, al lado de Lorraine. Encendí un cigarrillo y miré al aparcamiento del supermercado. Un niño empujaba un carrito de la compra. Reía, corría un trozo y luego se subía en los hierros encima de las ruedas, dejándose llevar por el movimiento del carrito; luego volvía a reír. Varios pasos detrás de él andaba una mujer cargada con un bebé al brazo. 

—Mira —dijo Lorraine haciendo un movimiento con la cabeza—, eso es lo que Tom quería para mí. Lo que siempre me dijo que deseaba. Y ahora mírame. Mi marido me engaña. —Hizo un gesto con los brazos que no entendí—. Todos los maridos engañan de un modo u otro. 

Le ofrecí el cigarrillo y lo aceptó. Dio una calada y dijo:

—¿Me juzgas? ¿Por que quiera hacerlo desaparecer? —Me ofreció el cigarrillo.  

—Yo me dedico a esto —dije aceptando de nuevo el tabaco. 

—Pero yo te contacté. Sin esposas como yo no tendrías que hacer lo que haces. 

—Y si los esposos respetasen a sus esposas, ellas no se verían obligadas a contactarme por respuestas. —Le devolví el cilindro blanco tras dar una calada.

—¿Qué es lo más raro que has visto? —dijo ella antes de acercarse el pitillo a la boca.

—No lo creerías. —Eché el humo y tiré el cigarrillo. Me giré hacia la puerta del edificio y vi salir a un hombre vestido con un traje gris y un maletín que parecía de cuero marrón. Se dirigía hacia el coche gris, el de Tom—. Mira, ahí está. —Nos agachamos y miramos a través del cristal trasero de mi coche. 

—Es Tom. ¿Qué hace? —preguntó Lorraine.

Tom se acercó a su coche. No vio el papel del parabrisas hasta que no estuvo con la puerta abierta a punto de subir en el vehículo. Entonces cogió el folleto y miró a su alrededor. Lorraine y yo tuvimos que escondernos detrás de mi coche. Cuando volvimos a asomarnos, vimos que Tom observaba el papel atentamente y, después de unos segundos en los que parecía estar pensando algo, negó con la cabeza. Después hizo una bola con el papel y la tiró, se subió al coche y acto seguido se fue. Su coche gris pasó por delante del mío en su camino a la salida del aparcamiento. 

A los pocos minutos volvió a aparecer un Cadillac gris. El mismo de antes. Llegó muy rápido y aparcó de mala manera en el mismo sitio que había ocupado hacía unos instantes. El conductor salió rápidamente del coche, dejándose la puerta abierta. Vimos que era Tom nuevamente. Se arrodilló y empezó a moverse por el suelo, como un perro buscando algo con el olfato. Cuando lo encontró, vimos que era una bola de papel. La deshizo y la alisó contra la ventanilla de su coche. Miró a su alrededor otra vez y, después de cerrar la puerta de su coche, se fue dejándolo mal aparcado hacia una cabina telefónica próxima al aparcamiento.

Empezó a sonar una musiquita que venía del interior de mi coche y entramos de nuevo en el vehículo. Era uno de los teléfonos de mi guantera. Antes de responder, enganché el modulador de voz al micrófono del aparato. Dejé que quien fuera que estaba al otro lado hablase primero.

—¿Hola? —era la voz de un hombre. Parecía nervioso. 

—¿Quién es? —dije. 

—Llamo por un folleto que me han dejado en el parabrisas. —Hablaba muy rápidamente.

—Le escucho… —respondí.

—Quería saber si es real. —Escuchábamos su respiración.

—Está usted hablando conmigo —dije lentamente. Mi voz sonaba eléctrica al interferir el aparato modulador.

—¿Y se puede saber quién eres? —insistía el hombre. 

—¿Está interesado en la experiencia? —dije.

—¿Y eso que más da? ¿Por qué estaba en mi parabrisas? ¿Esto es cosa de Chad Andrews? ¿Eres tú, Coleman? No tiene gracia. —Subió el tono de voz.

—¿Está interesado en la experiencia? —repetí.

—¿Quién eres? —insistió.

—Veo que no está interesado en la experiencia. Adiós. —Me separé el teléfono de la oreja como si fuera a colgar. Lorraine me miraba con los ojos muy abiertos. De repente, del teléfono sonó una voz aguda, como un grito:

—¡Espere! —dijo. 

—Está interesado en la experiencia? —Me puse el teléfono de nuevo en la oreja.

Oímos un resoplido: —Sí. 

—De acuerdo. Acuda a la dirección en el folleto. Hay una reserva a su nombre. Una vez allí encontrará un teléfono en su habitación. Traiga ropa para varios días y un ejemplar del siguiente libro: “Bailar la Música del Ruido: Cómo Vivir Tu Vida Sin Remordimientos” de Piótor Gura. Le hará falta. 

—Remordimientos… de Piotor… Gura… —hablaba repitiendo lentamente cada palabra—. Pero, ¿quién es usted?

—Un último requisito: diga expresamente “ya no amo a mi mujer” —dije sin mirar a Lorraine. 

—¿Y eso porqué? —volvió a subir el tono de voz. 

—Ha dicho que está interesado en la experiencia, ¿no? 

—Sí —dijo. 

—Entonces dígalo —insistí.

No respondía. Por un instante no se escuchaba ni la respiración acelerada de unos segundos antes. Hablé de nuevo:

—Adiós.

—Espere… —Hizo una pausa—. Ya no amo a mi mujer. ¿Y ahora qué?

—Acuda a la dirección. En su habitación, busque la palabra de Dios. 

—¿Qué? ¡Que quién eres!

—Hasta pronto. —Colgué y guardé el teléfono en la guantera. 

Vimos volver a Tom hasta su coche mal aparcado, dar marcha atrás a toda velocidad para encararlo hacia la salida e irse más rápido de lo que había venido. Nos quedamos un momento sentadas en el coche con la vista en el hueco que había dejado el coche de Tom. Cogí el volante con la mano izquierda; con la derecha bajé el freno de mano, giré la llave para encender el motor y, después de poner primera y soltar el embrague con el pie izquierdo, el coche empezó a moverse. Giré hacia la derecha y salimos del parking por la misma puerta que el coche gris hacía escasos segundos. Dejamos atrás el supermercado y el edificio de oficinas de cristales azules para volver a la autopista. 

—¿A qué ha venido lo del libro? —dijo Lorraine.

—Lo llevo ahí detrás —dije.

—¿Está bien? —Se giró para mirar el asiento trasero. 

—Es una completa bazofia.

—¿Entonces? —me preguntó ella mirándome.

—Me costó veintitrés dólares. —La miré rápidamente—. Necesito tiempo para llegar al Seabird antes que él. —Di un golpecito en el volante con la mano derecha—. Además, no está mal hacer que se gaste un poco de dinero. Seguro que es el tipo de libro que le gusta. 

—Ja. Así es —rió. Después de un rato mirando la carretera volvió a hablar—: No puedo creer que me vaya a engañar. No sé porqué hace esto. En el fondo pensaba que todo esto iban a ser ilusiones mías. —Me miró—. Sabes, cuando ha arrugado el papel la primera vez me he alegrado. Una pequeña parte de mí ha pensado que todavía había esperanza. 

Miré por el retrovisor y a la guantera antes de hablar:

—Puedo bajar la capota si quieres.

Tardó en responder: —está bien. 

Pulsé un botón en el salpicadero y empezó a sonar un ruido mecánico. También empezó a entrar el aire de la costa por la rendija cada vez más grande que se abría entre el parabrisas y el techo retráctil. Cuando la capota terminó de plegarse en la parte trasera del automóvil, Lorraine subió las manos por encima del parabrisas y cerró los ojos. La miré y la vi sonreír un poco. Una lágrima le caía por la mejilla, pero se fue volando al instante. 


Al volver a la rampa de la carretera de entrada al Seabird, nos encontramos con una pequeña cola de vehículos. El coche gris de Tom no estaba entre ellos. Antes de salir del coche, cogí mi maleta del asiento trasero junto con el libro; abrí la guantera y puse los dos móviles, los guantes y las gafas de sol dentro de la bolsa. Una vez fuera del automóvil, me asomé a la ventanilla de Lorraine y le dije:

—Coge el coche y nos vemos dentro de dos días. Vuelve aquí a este mismo sitio, a las diez. Nos vemos.


Dos días después bajé al vestíbulo del hotel a las diez de la mañana. Había varios grupos de personas cerca del comedor, unos de uniforme y otros vestidos con bermudas, sombreros y camisas florales. Cerca del mostrador, en la parte de fuera de las cristaleras que daban a la piscina, unas lonas blancas impedían la entrada de luz en la recepción. Próximos a la puerta había unos policías. Stu hablaba con uno de ellos, y aparcados en la puerta había un vehículo policial y una ambulancia. 

Después de dejar la llave en recepción, salí rápidamente del edificio antes de que uno de los agentes pudiera pararme y, al cabo de un momento, vi al inicio de la rampa de acceso mi coche rojo. Lorraine me saludaba agitando un brazo en alto. De camino al coche tiré a la basura, sin mirar, el libro que llevaba. Dejé la maleta en el asiento de atrás y me subí en el asiento del copiloto sin quitarme las gafas y los guantes. Le dije a Lorraine que arrancase y arrancó. Salimos de la carretera del Seabird evitando el atasco cerca de la puerta. Una vez fuera del acceso al hotel, miré hacia atrás. El edificio se encogía poco a poco en la distancia. Lorraine me tocó el hombro.

—Gracias. 

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