domingo, 9 de febrero de 2025

-Relato 4 de Valentina Tapia

 

Dios le pague


Manejaba de vuelta a casa. La luz del sol golpeaba el suelo y la encandilaba, haciéndole ver manchas de colores. El calor, sumado al agotamiento de una extensa jornada laboral, acentuaba su sopor. Había subido el volumen de la radio al máximo; padecía de apnea y, en otras ocasiones, se había quedado dormida al volante.

Santiago de Chile extendía amplias nubes anaranjadas, y los edificios eran siluetas azabaches a contraluz. El automóvil que tenía enfrente comenzó a reducir la velocidad hasta detenerse por completo.

Se mojó la cara con el agua de una botella. Para mantenerse despierta, se distrajo contando edificios y ventanas, calculando cuántos residentes albergaba el centro de la ciudad. Luego estimó la cantidad de oficinas, el número de empleados que trabajaban en ellas y se preguntó cuántas personas viajarían diariamente desde las afueras hasta allí. Finalmente, su atención se detuvo en los edificios en construcción. Contó las vigas, imaginó cuántas oficinas nuevas se sumarían a ese universo de cajas flotantes, cuántos fierros se necesitaban para levantarlas y cómo debían arder en ese momento, sobre todo los de más arriba, los que nunca descansaban del sol.

Y fue en medio de esa actividad, de ese juego absurdo cuando, desde la última viga, ardiente y ordinaria, vio un bulto. Un punto negro, una sombra cualquiera. Y, sin esperarlo, aquella masa cayó desde lo más alto. Pensó que, si había logrado verla a la distancia, debía tener al menos su estatura, quizá incluso ser más grande. También reflexionó que, desde semejante altura, el impacto podía ser peligroso, incluso letal.

Su corazón latió con fuerza por unos segundos, pero la falta de oxígeno en el automóvil convirtió la imagen en una ligera pesadilla. El tráfico seguía sin avanzar, y sus ojos comenzaron a cerrarse. Abrió las ventanas y el olor a combustible impregnó el auto. Optó por desviarse ligeramente y aparcar en un estacionamiento que solía usar en estos casos. Se bajó sudando y decidió caminar hasta su casa.

Las sirenas de ambulancias y bomberos comenzaron a sonar, mientras las bocinas en el tráfico aumentaban su frecuencia. Avanzó a buen paso, dejando atrás una larga fila de vehículos inmóviles. Caminó seis cuadras hasta dar con el origen del caos: una escena que había visto incontables veces. Una ambulancia atrapada en un mar de vehículos, con la baliza encendida.

Al girarse, comprendió que estaba a solo dos cuadras del edificio del que había visto caer aquel punto negro. Guiada por el instinto animal hacia la catástrofe, se acercó al tumulto de gente retenida por la policía local.

Dentro de la barrera, vio a cientos de obreros de cuerpos robustos y pieles erosionadas por el sol. Sus ojos, embotados de cemento y lágrimas. Lloraban sin consuelo, golpeaban los materiales de construcción y pisoteaban la tierra con la rudeza frustrada de un niño.

Uno de ellos salió del cordón policial y se acercó a un almacén a comprar cigarrillos.

—¿Qué pasó? — La mujer habló sin escrúpulo, sin temor a ser impertinente. El hombre parecía más compuesto que sus compañeros.

—Un accidente, reina —respondió, esquivo, sin mirarla a los ojos.

—Lo vi caer desde lejos. Fue eso, ¿no?

El obrero la tomó del brazo sin responder y se abrió paso entre la multitud. Llegaron hasta la barrera de policías.

—Lo vio caer. Desde lejos lo vio caer. – EL hombre hablaba sin entonaciones, como una máquina. La entregó al oficial como si fuera una prueba. Este la sujetó del brazo y la hizo entrar en la construcción.

Dentro del esqueleto del futuro rascacielos, había una zona clausurada con plásticos y diversas señales que impedían el paso de las personas. El oficial la guió entre muros de concreto, alejándola de la entrada y del ruido de la calle.

El suelo estaba cubierto de herramientas: taladros, lijadoras eléctricas, serruchos, huinchas y objetos que ella no sabría nombrar. Cables y alargadores se extendían por el suelo como las venas expuestas en la piel de un anciano.

Escuchaba en el edificio suavemente el eco de los sollozos, y alcanzó a decodificar dos de frases sueltas que murmuraban con la voz de quien recuerda con cariño:

“Había alzado en el balcón cuatro paredes mágicas."
"Se había sentado a descansar como si fuera un príncipe."

—La ambulancia está atrapada en el tráfico. —Pensó que su comentario podría disuadir la evidente incomodidad y, quizás, obtener alguna explicación sobre el procedimiento en el que se había visto forzada a participar.

—Ya se lo han llevado. Esa ambulancia es para ellos. Para el shock, los ataques de pánico y esas cosas. —El oficial hablaba con la claridad de quien ha pasado años forjándose en noticias tristes.

—¿Qué necesitan de mí? Disculpe, pero no creo poder aportar mucho —dijo justo antes de entrar en una habitación sin suelo, llena de hoyos donde algún día habría puertas y ventanas.

En la sala, una banca larga, con capacidad para al menos quince personas, estaba ocupada por hombres devastados. A través de una de las ventanas, vio el patio interior de la construcción, repleto de máquinas mezcladoras y de carga.

—Nadie más vio la caída desde lejos. Tuvo una vista privilegiada de todo el evento. Solo tomará un par de minutos su declaración, diga exactamente lo que vio. —El oficial se marchó. Y ella pensó: ¿Dónde estaba el privilegio en ver caer un objeto de una viga? Uno de los obreros se levantó y le hizo un espacio en la banca.

Frente a todos, un plástico improvisado separaba la sala de otra habitación, desde donde se escuchaban las declaraciones.

Los obreros se sonaban la nariz con frecuencia y remataban con un escupitajo al suelo. Tenían los ojos rojos. Algunos oraban en susurros. Casi todos llevaban rosarios o cadenas con la Virgen María al cuello. Otros enrolaban tabacos sin apartar la vista de sus manos. Sus ropas estaban salpicadas de pintura. Nadie hablaba. Nadie se tocaba.

El ambiente la llenó de ansiedad. Se sintió intimidada, sin posibilidad de preguntar nada. Se levantó y comenzó a caminar en círculos, repitiendo en su cabeza todo lo que había oído al entrar. A veces, intentaba espiar los mensajes que algunos tecleaban en sus celulares.

Alcanzó a leer solo tres:

"Agonizó en el medio del paseo público."
"Comió su pobre arroz como si fuese lo máximo."
"Dios le pague."

Volvió a sentarse. La espera se le había convertido en un temblor incontrolable en las piernas.

El hombre a su lado se limpiaba las uñas con un trozo de cartón doblado, afilando una punta para sacar la tierra acumulada en sus manos.

—¿Cómo se llamaba? —preguntó ella en un susurro, interrumpiendo su labor. Le pareció una pregunta inofensiva, pero aun así sintió que todos la miraban de reojo.

—Juan Pérez. —Estaba limpiando su pulgar cuando sus ojos se empañaron. Se cubrió el rostro con su mano de uñas limpias.

El estómago de la mujer se contrajo en una punzada aguda y le sobrevino una arcada. Ahora ese nombre no dejaría de resonar en su cabeza. Peor aún, supo que no podría irse de allí.

—¿Usted lo vio saltar? —preguntó el obrero sin mirarla. Sacó un pañuelo de género de su bolsillo húmedo y se sonó.

—¿Saltar? No. Lo que vi fue algo que caía desde el último piso. —Le ofreció una bolsa de pañuelos desechables.

—Alguien, reina. No algo. Alguien que terminó en el suelo como un bulto flácido. —La mujer sintió otra arcada. No entendió la crudeza innecesaria con la que aquel hombre había mencionado a su compañero como un bulto flácido. Luego, un calor pegajoso le recorrió el cuerpo. Le costó respirar con normalidad.

Ahora todo era diferente. Había visto caer a Juan Pérez. El bulto flácido.

Le surgió la necesidad incontrolable de preguntarle por su aspecto, de saber quién era realmente. Pero no fue capaz. Las voces en la otra sala se hacían cada vez más fuertes.  Ella repetía en voz baja, como un mantra: Juan Pérez, Juan Pérez, Juan Pérez.

Hasta que una declaración la sacó de su trance:

"Subió a la construcción como si fuese sólida."

La frase la perturbó. ¿Qué significaba cómo si fuese sólida? Intentó imaginar a ese hombre y su rutina, pero cada intento le aceleraba las pulsaciones.

Hasta que, de repente, sin previo aviso, como todo aquella tarde, una voz antigua se estrelló en su cabeza:

"No puedo más. ¿Cómo hago para comenzar otra vez? Convertirme en Juan Pérez y trabajar en el anonimato."

Lo que sentía ahora era horror.

Pidió un cigarro a uno de los hombres, un encendedor, y salió de la sala de concreto hacia otra exactamente igual. Detrás de ella fue el más joven de los obreros.

Se apoyó en el borde de una de las ventanas y fumó.

—¿Qué vio? —preguntó el joven con determinación. Se sacaba pedazos de concreto del brazo, despegándolos de sus vellos.

—Lo vi tropezar en el cielo, como si hubiese música. —No entendió por qué dijo eso. Ella solo había visto un punto. Un punto a contraluz. Pero supuso que era lo que todos querían escuchar, incluso ella.

Logró que el chico la mirara a los ojos.

—No me atrevo a llamarla. Hoy la besó como si fuera la última vez. Ya le dieron el aviso. Uno de los policías. Pero yo sigo sin saber qué decirle. —Lo dijo como si estuviera confesándose. Como si, de alguna forma extraña, le estuviera pidiendo perdón.

Ella estuvo a punto de preguntarle cómo era físicamente. Necesitaba salir de sus dudas.

Pero estaba claro que la conversación había terminado. Él se fue.

 

El hormigón aún estaba tibio y en el cielo había luz, pero ya no quedaba sol. Los primeros obreros que salían de las declaraciones golpeaban los hombros de sus colegas y caminaban en procesión, en completo silencio. Ella estaba mareada por la polifonía de voces en su cabeza. Llevaba una hora allí y no había logrado averiguar cómo era ese hombre por el que todos se reunían.

Quedaban tres trabajadores antes que ella para declarar. Un policía entró junto a un hombre vestido con traje y corbata. El hombre saludó a los constructores con un gesto moviendo su mano, a lo lejos.

De la sala de declaraciones salió uno de los trabajadores que había finalizado su entrevista. Al ver al hombre de traje, no se acercó a saludarlo. Se apoyó en uno de los muros, lo besó, se persignó y caminó por el pasillo hasta perderse en la salida hacia la vía pública.

El hombre de traje entró en la sala de entrevistas. Los hombres apretaron los labios, y la mujer hizo un sonido de protesta, a medio camino, ante la fila que había estado esperando toda la tarde. El policía la aplacó poniendo su el índice en la muñeca, indicando que el hombre tenía prisa.

Con el eco producido por la construcción vacía, las palabras del hombre se multiplicaban en los oídos de los trabajadores y de la mujer.

—En la madrugada lo vi atravesar la calle con paso, ya sabe, bebido. Le dije que regresara a su casa. Conozco la ley. Todo lo que alzaba eran balcones de paredes flácidas. Nunca se espera que pase algo así, pero en el fondo todos sabíamos que terminaría en el suelo como el bulto alcohólico que era. —Los hombres se miraban entre sí, conversando sin palabras, y la mujer, a pesar de haberlos conocido hacía apenas una hora, entendía lo que decían.

Luego, se escucharon una serie de preguntas sobre los protocolos de seguridad dentro de la obra y si contaba con artefactos que resguardaran la integridad de los trabajadores. Las respuestas del hombre provocaron ligeras risas sarcásticas entre los obreros. Cuando salió, hizo un gesto con la mano y se fue. Nadie respondió.

Después, los constructores le dijeron a la mujer que pasara primero.

—Gracias —dijo, y se introdujo en la sala de declaraciones, que era igual a cada una de las salas de la planta baja. Los policías encendieron un par de alógenos con alargadores para iluminar el cubo de hormigón que comenzaba a enfriarse. Frente a ella estaba el policía, con una carpeta llena de papeles manchados de polvo, al igual que su rostro. Tecleaba en un ordenador y bostezaba, demostrando desinterés por su labor. Comenzó haciéndole una serie de preguntas formales: quién era, de dónde venía y una serie de números de identificación y datos que todo ciudadano tiene. Luego, le solicitó que describiera lo que vio.

—Vi caer algo, como si fuera un saco de cemento desde lo alto del edificio. —Después de comparar al hombre con un saco de cemento, se escucharon unos sollozos desde afuera. Quiso salir corriendo. El oficial comenzó a hacer una serie de preguntas: qué hacía allí en ese momento, por dónde caminaba, incluso si solía usar anteojos.

—¿Usted definiría lo que vio como un suicidio? —concluyó. La frialdad de su rostro al preguntar la impactó.

—Flotó en el aire unos segundos, como si... —Las voces dentro de su cabeza se amontonaron, todas al mismo tiempo. Todas las preguntas que le había escuchado hacer a ese hombre esa tarde, todas las respuestas.

—¿Cómo sí? —El oficial comenzaba a perder la paciencia.

—Como si fuera sábado. Ya sabe, esa sensación. —Ni ella misma sabía qué quería decir, pero intentaba ser lo más clara posible.

—¿Qué me está tratando de decir, señora? ¿Que lo vio saltar? ¿Había alguien más con él? —repitió el policía, esta vez con mayor seriedad. La mujer comenzó a sentirse molesta por responder preguntas que no comprendía del todo. Ella solo había visto un punto negro caer desde un edificio, un punto llamado Juan Pérez, y no podía dejar de repetir ese nombre en su cabeza.

—No saltó. Tampoco había nadie más ahí. Y ahora dígame cómo era, necesito verlo —respondió, bruscamente. Las preguntas del policía la habían irritado. Se sintió aliviada al poder finalmente liberar esa pregunta que la tenía obsesionada, una pregunta que no había hecho antes para no abrir la herida de nadie, pero estaba claro que para el oficial no había herida alguna.

—Mi compañero afuera tiene una fotografía. Muchas gracias por su declaración. —El oficial suspiró molesto. Se levantó con ella y la dejó junto a un agujero en la pared que simulaba una puerta. Luego, continuó adelante. Les dijo a los hombres que harían un cambio de turno y seguirían trabajando. La sudoración en las manos de la mujer aumentó, y seguía sin ver a Juan Pérez. Tomó su celular y comenzó a hurgar entre sus antiguos mensajes hasta que finalmente se decidió a teclear: "Tanto tiempo sin saber de ti. Necesito saber ¿estás bien?"

Levantó la mirada y vio a los tres hombres destrozados, descansando, apoyados sobre sus rodillas. Uno de ellos sacó una caja de plástico de una mochila y una cuchara. La abrió y comenzó a comer arroz blanco. Miró a sus compañeros y les pasó la caja con el servicio. Se la turnaban después de cada cucharada.

Ella se despidió abrazando a cada uno de ellos.

 

El hormigón ya estaba frío. Afuera ya estaba completamente oscuro. Afuera, habían retirado las bandas de seguridad y el tráfico se reducía a un par de automóviles. La calle, ahora húmeda, había sido limpiada, borrando cada rastro del hombre, cada rastro de Juan Pérez.

Al salir, la mujer se acercó a la patrulla que estaba estacionada frente a la construcción, con la esperanza de ponerle fin a su tormento, y poder ponerle un rostro al difunto antes de irse.

—Juan Pérez es el nombre más común que puede haber, ¿no le parece? Es como decir fulano, es como decir persona. Como cuando uno cuenta una historia y dice y bueno pongamos que se llamaba Juanito Pérez—comentó al policía, mirando los automóviles pasar, pensando que ninguna de esas personas sabía que alguien se había estrellado contra sus pies. El policía asintió con la cabeza en silencio.

—Su colega adentro me dijo que usted tiene una imagen de él, ¿puedo verla? —El policía la miró, apretó los labios, salió del coche y sacó una computadora portátil del asiento trasero. Hizo un par de clics y finalmente le mostró la foto de un hombre, de Juan Pérez. La mujer suspiró profundamente. Juan Pérez era hermoso, pensó. Parecía un príncipe náufrago. Sin poder evitarlo, comenzó a llorar. El policía cerró la computadora y le tendió la mano.

—Estoy bien. Que tenga una buena noche —dijo, alejándose del hombre y caminando hacia el estacionamiento. Dios le pague, pensó. El edificio ya no era visible en la oscuridad de la noche; su esqueleto negro se camuflaba entre los rascacielos iluminados por las oficinas.

Se subió a su automóvil, sintonizó la radio y, al poco rato, su celular vibró: Sí, estoy bien, espero que tú también lo estés. Reclinó su asiento, cerró los ojos y se quedó dormida. A la mañana siguiente, partió hacia el trabajo desde el estacionamiento. Al salir, miró hacia atrás. La luz de la mañana la dejaba ver, la construcción seguía en marcha.

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