domingo, 2 de febrero de 2025

- Relato 3 Malena Fernández

Próxima estación


Llovizna, es un verano inusual, pálido. Hay humedad y las pieles de las personas lucen brillantes. 

Los cinco hijos de Miguel están sentados en la sala de espera del área de oncología. Los tres mayores llevan ropa holgada y de color pastel. El más grande tiene lentes de sol. Están por anunciarles el parte médico de su padre. Al lado de ellos, hay otras familias también esperando y un niño luchando para sacar un alfajor de una máquina expendedora. Los dos hijos más jóvenes de Miguel llevan ambo. Trabajan en el hospital y se tomaron un momento para escuchar el informe del Doctor Gutierrez.

Hace cincuenta y dos años atrás, Miguel y sus tres hijos, estaban en la puerta de la iglesia del barrio Villa Rivera Indarte. El más grande y el más pequeño llevaban una camisa blanca. Antes de morir, su madre, se las había dejado lavada y planchada arriba de sus camas. La del medio, en cambio, llevaba dos trenzas y un vestido azul con volados blancos. Los vecinos que pasaban, se acercaban a Miguel y le daban el pésame. Miraban a los niños con cara de pena y le acariciaban sus cabezas. Hace cincuenta y dos años atrás, tres hombres vestidos de traje estaban enterrando a su primera esposa que había muerto de cáncer. 

– Familia Díaz.

– Sí aquí, aquí, somos nosotros – responde la única hija mujer.

– Me imagino que los hermanos Bruno ya les comentaron algo. Los resultados no fueron buenos, el tumor hizo metástasis en los pulmones y la situación es irreversible. Podemos intentar con algún tratamiento pero por la edad, es probable que no sobreviva. 

Los cinco hermanos se quedan callados por un momento mirando el suelo. 

Cuando murió su primera esposa, madre de Sebastian, Dolores y Marcos, estaba terminando la primavera. El día del entierro y de la misa, los lapachos que estaban justo en la vereda de la iglesia rebosaban de flores amarillas. 

– ¿Papá puedo volver a casa? Me estoy haciendo caca –, le dijo el más pequeño agarrándose de la panza. 

– ¿Justo ahora Marcos? Pedile a tu hermano o a tu abuela que te acompañen.

Mientras todos se persignaban, los dos niños se escaparon y atrás corriendo los siguió la del medio. 

– ¡Esperenme!. 

Iban por una calle cubierta de sombras de algarrobos y moras. Era un domingo a la tarde y sólo se escuchaba el cantar de los pájaros y el sonido de sus pasos crujiendo sobre el camino de tierra.  

– Mira Sebas, moras – le dijo el más pequeño al mayor señalando un árbol que estaba en la esquina antes de llegar a su casa.

– ¿Me podes alcanzar algunas? 

– Pero Marcos, ¿Vos no te estabas cagando? – Le dijo la niña del medio. 

– No, era mentira, sólo quería irme de ahí. 

Sebastian sin decir nada, se trepó entre las ramas y comenzó a agitarlas para que sus hermanos agarren las moras que iban cayendo. Marcos se sacó la camisa blanca de adentro del pantalón e hizo una especie de bolsa para atrapar los frutos. Dolores, la del medio, repitió la misma acción con su vestido.  

– ¡Ahí va! –, les gritó el mayor. Los otros dos se prepararon y comenzaron a correr debajo del árbol. 

– Mirá Sebas, todas las que junté – El cuerpo del niño estaba exultante, tenía la camisa y las manos manchadas. 

La casa estaba abierta pero no había nadie. Entraron a la cocina y buscaron un recipiente para poner las moras. El parque estaba verde y olía a césped recién cortado. Las orquídeas que había plantado su madre ya tenían flores. Se sentaron al lado de la piscina y se pusieron a comer las moras que habían recolectado. El más grande y el más pequeño se desprendieron la camisa y se quedaron con sus pequeños torsos al descubierto. Los tres se quitaron los zapatos y se quedaron unas horas ahí, bajo el rayo del sol, jugaban a tirarse las moras y envocarselas en la boca.

– Ahora me cago de verdad – gritó Marcos mientras corría con la mano en el culo. El más grande y la del medio, se rieron y se quedaron tendidos sobre el césped tratando de encontrarle formas a las nubes. 

–  Mira allá, parece una ballena. – Sebastian señalaba con el dedo.

– Sii es verdad y esa parece un corazón.

– ¿Cuál?.

– Esa –, gritaba Dolores.

– Ahora parece una hormiga, mejor dicho dos hormigas besándose. 

– Esa de allá parece una moto. 

– Mm yo veo una serpiente enrollada, o una rosa, sí, definitivamente una rosa.

Continuaron buscándole formas a las nubes hasta que oyeron un ruido de cristales rompiendo contra el suelo. Sebastian y Dolores salieron corriendo hacia adentro de la casa a ver qué sucedía. El más pequeño tenía un tajo en el dedo meñique del pie y el piso estaba lleno de cristales. 

– ¿Pero qué hiciste? –, le preguntaron al unísono.

– Quería poner las flores que corté en el jarrón y se me resbaló de las manos. Creo que me duele un poco la panza.

– No te preocupes, yo lo limpio. – Dolores había agarrado la escoba y con la pala había juntado los cristales mientras el mayor, le cubría el tajo del dedo al menor, con una servilleta. 

– Acá están. Su padre los estaba buscando. ¿Pero qué pasó acá? 

– Nada, a Marcos le duele un poco la panza, por eso nos demoramos. 

– ¿Ya terminó eso abu?.

– Si, ya termino.

– ¿Y papá dónde está?

– Tu padre se fue a dar una vuelta. Necesita despejarse. 

El sol comenzó a caer y la casa se llenó de gente: primos, vecinos, amigos de la familia, tíos y abuelos. Miguel se había marchado. Toda la familia de él y de su difunta esposa, estaban en la galería acompañando por un rato más a esos niños que se acaban de quedar huérfanos de madre.

Mientras los grandes soltaban algunas palabras, los niños jugaban a las escondidas en el parque. La abuela puso los jazmines que había cortado el menor en otro jarrón y los dejó en el centro de la mesa. 

El aroma era dulce y una brisa lo extendía hasta las narices de los invitados.

– ¿Y cuánto tiempo le queda de vida? –, pregunta Marcos.

– Eso no es tan fácil de responder. Depende de varios factores, pero honestamente, no creo que pase este año. 

Miguel está internado en una de las mejores habitaciones del hospital. Tiene televisión y un enorme sofá para los familiares. Cuando entran, las persianas están cerradas y encuentran a Miguel leyendo el diario con un velador que le llevó Diego, uno de sus hijos más chicos, la noche anterior. Él, no los oye entrar. 

– ¡Hola papi! – Dolores le da un beso en la frente.

– Hola hija, uhh Sebas, Marcos, vinieron a verme–, en sus gestos se nota sorprendido.

– ¿Cómo estás pa?.

– Bien, ya me siento mejor, me quiero ir a casa. 

– Bueno, ya te vas. Mañana, nos dijo el doc, que te dan el alta. 

– ¿Ah sí? No me dijo nada. Que bueno.

– Sí, esta noche Diego tiene guardia así que se queda con vos y mañana el Sebas te busca por la mañana. 

– Ah bueno, qué bueno ¿Y qué más les dijeron?.

– No mucho más. Seguramente ya vendrá el doctor a explicarte los medicamentos que tenes que tomar. 

Después de ese intercambio de palabras, se quedaron los tres sentados en el sillón viendo en silencio las pantallas de sus celulares. Su padre, mientras tanto, seguía leyendo.

Un mes después de la muerte de su primera mujer, Miguel y sus tres hijos estaban otra vez en la puerta de la iglesia del barrio Villa Rivera Indarte, pero al lado de ellos había otros dos niños. Los cuatro varones llevaban una camisa blanca y Dolores, esta vez, llevaba un rodete y un vestido rosa con detalles naranjas. Los vecinos que pasaban, se acercaban a Miguel y lo felicitaban. Miraban a los niños con una sonrisa y le acariciaban sus cabezas. Estaba por empezar el otoño y los lapachos habían dejado atrás sus flores. Hacía unas horas había sido el civil y el cura, estaba esperando a que entre la novia para darle inicio a la boda.

– ¿Se comprometen a amarse y respetarse durante toda la vida?

–  Si, nos comprometemos.

– ¿Se comprometen también a colaborar en la obra creadora de Dios, asumiendo su responsabilidad en la comunicación de la vida y en la educación de los hijos de acuerdo con la ley de Cristo y de la Iglesia?

– Si, nos comprometemos.

La niña había eructado con sonido en el medio de la misma y la abuela le tiró de la oreja. Los cinco niños rieron a carcajadas. En el parque de la casa, había carpas con mesas y manteles de encaje blanco. Los invitados comían y bebían sin parar. Los niños, excepto Sebastian, el mayor, correteaban por el jardín con sus amigos del barrio y de la escuela. Miguel también comía y bebía desaforadamente. Cada tanto contaba algún chiste sobre mujeres o alguna anécdota de sus años de militancia y generaba la risa de su reciente esposa, familia y compañeros.

Bebieron, bailaron y cantaron. La luz desapareció y entre las familias de los novios comenzaron a desarmar las carpas y quitar los adornos. Era tarde, los niños se despidieron de los niños y los grandes de los grandes. Sebastian, Dolores y Marcos, volvieron a su casa y Diego y Nicolas, con timidez, los siguieron por detrás.

La casa que había construido Miguel con su primera esposa, ahora era de todos pero no había tantas camas. Algún niño tendría que irse. 

– Necesito despejarme – le dice Miguel a Dolores que está tendida en el sofá de la habitación haciendo zapping en la tele. 

– ¿Querés que caminemos un poco por los pasillos?.

– Si, podemos ir a verlo a Diego o Nico, seguro alguno está en su consultorio. 

– Dale vamos, y después de eso, nos tomamos un café en el piso de abajo. 

Dolores ayuda a Miguel a levantarse, le acomoda la bata y el portasuero y salen a estirar las piernas por los pasillos del hospital. El tiene las piernas flacas y viejas y una panza que la disimula con la bata. Ella va vestida deportivamente y lleva el pelo suelto, largo y jovial. Miguel va a saludando a los médicos más viejos que en algún momento de su vida, fueron sus residentes. 

–  Ahora puedo entender mejor a tu madre –, dice Miguel con una voz quebrada.

– ¿Qué decís papá? –. Soledad lo agarra fuerte del brazo.

–  Se que no tiene comparación. Yo ya tengo 85 años y ella murió a los 32, pero cuando la parca llega, llega.

– Papá, no hablemos de eso ahora.

– ¿Te conté alguna vez la anécdota del jazmín?.

– No que yo recuerde.

– ¿Querés que te la cuente?.

– Si vos querés…

– El día que por fin terminé la casa y estabamos por mudarnos, a tu madre le agarró la loca de empezar a plantar jazmines en todo el predio. Ella siempre había tenido muy buena mano con las plantas, y sabía perfectamente dónde poner cada una para que florezca. La cuestión es que quería plantar un jazmín al lado de la ventana de nuestra habitación para todas las mañanas sentir el olor, pero por la ubicación, era muy probable que no floreciera. Estuvo todo el día dando vueltas al parque para encontrar la manera de plantarlo lo más cerca de la ventana así le llegaba el aroma, pero no había forma, en ese rincón no daba nunca el sol. Enojada conmigo porque no me había dado cuenta de ese detalle, me hizo modificar todo el plano de la casa, ¿Podes creer? – Miguel sonríe. Tiene los ojos llenos de lágrimas.

– Me hizo tirar abajo el pasillo y extender la habitación para hacer otra ventana por la que sí entrase el sol. Tuvimos que esperar un mes más para mudarnos. Sebastian ya había nacido. 

Dolores ríe bajito.

– Creo que ya me la habías contado. La verdad no me acuerdo mucho de ella. A veces sueño con su cara, pero su voz la olvidé hace tiempo. 

Miguel y Dolores se toman un café y vuelven a la habitación. Miguel agarra un libro y ella se pone de nuevo a hacer zapping hasta que llega Diego. 

– ¿Y, cómo estamos?

– Bien, yo ya me voy. Es tarde y tengo que ir a hacer la cena. Mañana viene Sebastian por la mañana a buscarte. 

– Chau pa – Dolores agarra sus cosas y lo besa en la frente.

– Chau hijita. 

Cuando Miguel se enamoró por segunda vez, fue de una joven quince años menor que él. Ella tenía dos hijos que apenas nacidos habían sido abandonados por su padre. Tres meses después de la muerte de su primera esposa, Miguel le propuso casamiento a Alicia y junto con sus dos pequeños, Diego y Nicolas, los invitó a vivir con él y sus tres hijos a su casa.

– Hola Pá, ¿Cómo te sentís? – Diego se sienta en el sofá. 

– Mejor mejor – Miguel no puede despegar la atención de las páginas que está leyendo.

– Vos vieras lo que es este libro. Tenes que leerlo y dejar esas cosas de autoayuda que lees. 

– Bueno, cuando lo termines pasamelo. ¿Ya comiste?

– Todavía no me trajeron la comida de enfermos, pero ya tengo un poco de hambre. 

– ¿Querés que pida unas milanesas con papas fritas por delivery?

– Uhhh, ¿Podés hacer eso? – Miguel sorprendido apoya el libro en la mesa de luz que tiene al lado de la cama y se quita los anteojos. 

– Si gordo –, le dice riendo hacia adentro.

– Lo pido por una aplicación del celular. 

– Bueno bueno, entonces le digo a la enfermera que no me traiga la comida. 

– Dejá, ya le digo yo. 

Miguel y Diego comen las milanesas viendo la televisión. Hablan de cuales médicos tienen un talento notable y Diego le cuenta algunos casos sobre sus pacientes. Después de algunas horas, la enfermera le coloca la medicación mediante el suero, Diego apaga la luz y Miguel se duerme. Él se queda un rato más haciendo cosas en el celular y a las dos de la mañana se marcha. 

– ¡Buen día! Señor Miguel. Vamos a prepararnos porque viene su hijo mayor a buscarlo y llevarlo a su casa –. La enfermera le saca el suero y le deja el desayuno. 

Sebastian y Miguel están en el auto yendo a la casa del barrio Villa Rivera Indarte. Sebastian no ha vuelto a entrar desde los 14 años. La radio está prendida y no intercambian muchas palabras. 

– ¿Cómo te sentís?

– Bien, bien, ya me siento mejor. ¿Vos, cómo estás?. 

– Bien.

Sebastian lo ayuda a bajar sus cosas, espera que atraviese el portón y se marcha. Miguel ingresa al jardín, busca la llave debajo de una maceta y entra. Saca la alarma, deja el bolso en la mesa y va a la cocina. Abre la heladera, que solo tiene leches, saca una y se prepara una chocolatada. Después de beberla de un tirón, se da una ducha, se pone un slip limpio y se acuesta en su cama. Allí termina de leer el libro que había empezado en el hospital y llora hasta que cae rendido. La siesta es larga y profunda. 

A las seis de la tarde se levanta, va al baño y mea toda la tabla. No la limpia y vuelve a su habitación que está llena de libros y retratos de sus nietos. 

Abre las persianas, coloca una silla frente a la ventana que estaba abierta cuando llegó y se apoya en el marco para respirar un poco de aire. 

El aroma del jazmín le llega hasta sus narices. Cierra los ojos e inhala profundamente tres veces. A los lejos, del otro lado del río, se escuchan gritos de niños jugando. El canto de las chicharras se enuncia. El calor ya está acá. Ahora sí, el verano se extiende como un manto de musgo verde y pesado. Ahora sí, los lapachos de la iglesia dieron sus primeras flores.



2 comentarios:

  1. "– ¡Esperenme!." Los guiones deben ir pegados a la palabra o al signo de admiración, como en este caso; esta palabra requiere tilde; después del signo de admiración no hay que poner punto, se puede poner coma, pero no se puede poner punto.

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  2. "– Si, ya termino." Falta tilde en el "sí" afirmativo. Es una falta de ortografía grave. Y se repite varias veces
    !¿Ah sí?". Falta coma en medio.
    "Mira Sebas, moras ". Falta coma después de "Mira".
    "– ¿Me podes alcanzar algunas? ". Falta tilde en "podes", es "podés".

    El relato comienza en presente: "Los cinco hijos de Miguel están sentados"; luego pasa a pasado: " le dijo el más pequeño agarrándose de la panza."; y después vuelve a presente: "le dice Miguel a Dolores que está tendida".

    Falta tilde en "Sebastian".

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