INPUT LAG
Miras el teléfono y lees el grupo de las chicas: todas estáis emocionadas, todas os animáis a salir. Revisas el bolso mientras llega el taxi: llevas el teléfono, bolso, llaves. Todo está en su lugar. Respiras hondo y sales de casa. El taxi llega puntual. El conductor dice tu nombre, asientes, subes y le indicas el destino: la discoteca Input, una de las mejores de Barcelona.
El
portero te ve en la fila y se acerca.
—¿Estás
sola? —pregunta.
Mientras te sirve la copa, el teléfono vibra. Una de las chicas escribe: no puede venir, ha tenido que llevar a su perro de urgencia al veterinario. Pagas con tarjeta y, con la copa en mano, te diriges a la pista de baile.
Bailas.
Disfrutas. Te dejas llevar por el ritmo. Luego te haces una foto, la envías al
grupo. Otra de las chicas contesta: le ha dado una migraña, tampoco irá. Te
desea que disfrutes la noche. Le contestas que se recupere, pero empiezas a
asumir que nadie más vendrá.
Pasa
una hora. Nada nuevo en el chat. Decides marcharte. Caminas hacia la barra para
dejar la copa, pero notas algo extraño: tus pasos se sienten inseguros, todo
parece más lejos de lo que está. Intentas mirar el teléfono, pero no puedes
enfocar bien. En ese momento, un chico se te acerca.
—¿Estás bien?
No
logras responder. Solo sigues avanzando hacia la barra. El chico te acompaña.
Dejas la copa y, mareada, llamas a una amiga. No responde. Le dices al chico,
con voz balbuceante:
—No
me encuentro bien. ¿Puedes acompañarme a la calle?
Él
acepta y te acompaña hasta la entrada. El portero te ve y pregunta si estás
bien. El chico responde por ti, diciendo que estás mareada. Intentas recuperar
el control de tu cuerpo, pero no puedes. Solo quieres sentarte y ver con
claridad, desorientada intentas comprender que ha pasado, solo has tomado una copa y no es la primera vez, y tampoco te había afectado nunca de esa manera.
El
portero le da una botella de agua al chico, que te la ofrece. Tus manos
tiemblan al sujetarla. No puedes abrirla. Él la abre por ti, pero al intentar
beber, el tapón te moja la cara. Te sientes torpe. Humillada.
Pasan
los minutos. Sigues mareada. El chico —Luis, dice llamarse— intenta darte
conversación. Te pregunta dónde vives y si quieres que te pida un taxi.
Intentas responder, pero tu boca no coopera. Las palabras no salen.
Intentas
levantarte. Caminas sin rumbo. Luis te sigue. Buscas el teléfono. No está en
tus bolsillos, ni en el bolso.
—¿Estás buscando tu teléfono? Lo
tengo yo —dice Luis—. Se te cayó cuando empezaste a andar.
—Dámelo
—le pides con un tono apenas entendible.
—¿Para
qué lo quieres?
—Para llamar a mis padres.
Luis comienza a reírse.
—No estás en condiciones para hablar con nadie, mira, si quieres podemos ir a mi piso, que está cerca de aquí, te tumbas un rato y cuando estés mejor te lo devuelvo —expresó.
Niegas con la cabeza, y con el cuerpo encorvado, le das un empujón a Luis, gritándole:
—¡Te he dicho que me lo des!
Luis apenas pierde el equilibrio con ese empujón, te agarra del brazo con fuerza, y comienza a caminar con paso firme mientras te sujeta con firmeza, impidiendo que puedas resistirte a seguir sus pasos. Y con el rostro serio te dice:
—Solo intento ayudarte… así que no entiendo tu actitud Lucía.
En ese momento te das cuenta de que no le habías dicho tu nombre, y la cartera la tienes en el bolso que agarras con fuerza:
—No te he dicho como me llamo.
Luis siguió caminando y respondió:
—Me lo has dicho, ¿o es que ya no te acuerdas?
Estás segura de que no, porque recuerdas todo lo que ha sucedido desde que empezaste a encontrarte mal. Decides darle un puñetazo en sus partes, Luis se revuelve y te suelta el brazo a la par que detiene el paso, y en ese momento en el que Luis se despista por el dolor, empiezas a correr.
No miras atrás. No ahora. Tus pies golpean el suelo con fuerza, y cada paso resuena en el callejón vacío. La noche parece haberse vuelto más oscura, más fría, como si también ella conspirara en tu contra. Respiras hondo, aunque el aire se te atora en la garganta. Sigue corriendo. Tienes que hacerlo.
No pienses en Luis. No dejes que su sombra te alcance, aunque sientas su presencia detrás de ti, intentando cazarte. Tienes que escapar, y para hacerlo, debes mantenerte enfocada, debes centrarte en dominar tus pasos y no caerte o resbalarte, y tampoco hay tiempo para el miedo.
Gira a la derecha en el siguiente cruce. No sigas la ruta obvia. Confúndelo. El pavimento está húmedo y resbaladizo, y casi pierdes el equilibrio. Pero te recuperas. Tu cuerpo arde, tus pulmones suplican una pausa, pero no puedes detenerte. Luis no se detendrá.
El sonido de sus pasos retumba. Se está acercando. Puedes escuchar sus gritos, su risa impaciente. Él disfruta con esto. Para Luis, es un juego. Para ti, es una cuestión de vida o muerte, porque no sabes las cosas que será capaz de hacerte si te atrapa. Debes encontrar un lugar para esconderte. Un portal oscuro aparece a tu izquierda. Te lanzas hacia él, pegándote a la pared, conteniendo la respiración. Tus latidos son tan fuertes que temes que puedan oírlos. Te mantienes inmóvil. No te atreves ni a moverte.
Luis pasa corriendo, su sombra deforme se estira por el callejón. Se detiene, maldice, y golpea un contenedor de basura. Lo escuchas respirar, pesado, frustrado. No respiras. No parpadeas. Eres invisible.
Cuando finalmente se va, tus piernas están temblando, y te deslizas hasta el suelo. Pero no estás a salvo aún. Este es solo un respiro. Debes seguir adelante, encontrar ayuda. La noche sigue acechando, y Luis te sigue buscando.
Te levantas. Caminas lentamente al principio, recuperando el aliento. Luego corres otra vez. No te detengas hasta ver luces, hasta oír voces de otros, hasta sentirte segura. Todavía puedes hacerlo. Todavía puedes escapar.
El camino se vuelve un laberinto de callejones angostos, de sombras que parecen moverse cuando las miras de reojo. No puedes confiar en tus ojos, ni en tus oídos. Cada crujido te hace saltar el corazón, cada ráfaga de viento parece un susurro que te llama por tu nombre. Pero debes mantener la calma. Si cedes al pánico, te encontrará.
Piensa. ¿Dónde podrías estar a salvo? No hay nadie en las calles a esta hora. Pero recuerdas un parque, uno con árboles gruesos y altos que podrían esconderte. Es peligroso, pero es tu mejor opción. Cambia de dirección.
El asfalto da paso a tierra suelta, y las luces de la ciudad se desvanecen. La oscuridad aquí es más densa, más antigua. La vegetación te envuelve, las ramas secas arañan tu piel, pero no te detienes. Tienes que llegar al corazón del parque, donde las sombras son más profundas y el chico no podrá encontrarte. Entonces escuchas su voz de nuevo. Se ha dado cuenta de que cambiaste de rumbo. Se ríe, te llama con un tono burlón. Se está acercando, y esta vez suena más decidido.
Tírate al suelo y arrástrate bajo un seto espeso. El barro empapa tu ropa, pero no importa. Estás inmóvil, apenas respirando. Pasa corriendo, maldiciendo, rompiendo ramas a su paso. Mientras te busca, se detiene tan cerca de ti, que contienes el aliento hasta que el dolor en el pecho se vuelve insoportable, pero aguantas la respiración más de lo que podías imaginar, el chico no se mueve, no hace ruido, ahora no habla.
Después de un momento que parece eterno, continúa su camino. Te quedas allí, sin moverte, hasta que el frío cala tus huesos. Luego, lentamente, te arrastras hacia atrás, saliendo del parque por otro lado. No puedes arriesgarte a usar el mismo camino.
Sigues avanzando, sin saber exactamente hacia dónde te diriges, no sabes que hora es, ni donde estás, intentas mirar los carteles con los nombres de las calles pero no reconoces ninguno. Sigues avanzando desorientada hasta que a lo lejos, unas luces rompen la monotonía de la oscuridad que invade esta barriada de Barcelona. Parpadeas, intentando enfocar la vista, y te das cuenta de que es una tienda abierta, uno de esos establecimientos que abren las veinticuatro horas, siempre iluminados, ajenos al tiempo y al mundo exterior. La visión te da un atisbo de esperanza. Sin pensarlo dos veces, aceleras el paso, casi tropezando con tus propios pies mientras ignoras el dolor del tobillo. La necesidad de llegar allí, de sentirte a salvo, es más fuerte que el malestar que recorre tu cuerpo.
Cuando atraviesas las puertas de vidrio, el calor y la luz te envuelven de inmediato. La sensación es abrumadora, casi irreal, después de haber estado tanto tiempo en la fría penumbra de las calles. Te quedas quieta por un segundo, parpadeando ante la claridad que parece quemarte los ojos. La calefacción del local acaricia tu piel helada, despertando un hormigueo desagradable mientras tus músculos rígidos empiezan a relajarse. La música suave de fondo contrasta con el caos que aún retumba en tu mente.
La dependienta te mira, primero con curiosidad, luego con preocupación al notar tu estado. Tu ropa está sucia, llena de barro y arañada por los setos que has cruzado en el parque, y tus ojos vidriosos reflejan un miedo profundo, inconfundible. Das un paso hacia el mostrador, con la intención de pedir ayuda, de explicar lo que ha pasado, pero cuando intentas hablar, las palabras se quedan atrapadas en tu garganta. La presión en tu pecho aumenta y antes de que puedas evitarlo, las lágrimas comienzan a caer, silenciosas al principio, luego incontrolables. Tu cuerpo tiembla, sacudido por sollozos que habías estado reprimiendo.
Sin decir nada, la mujer rodea el mostrador y se acerca a ti con cuidado, como si temiera asustarte. Te toma del brazo con suavidad y te conduce a una pequeña sala en la parte trasera de la tienda. La habitación es cálida y acogedora, con una silla de madera junto a un radiador encendido. Te invita a sentarte y coloca un abrigo sobre tus hombros, envolviéndote con él para que entres en calor. Luego, desaparece por un momento y regresa con una taza humeante.
Sujetas la taza con ambas manos, notando cómo el calor se transmite a tus dedos entumecidos. Te acercas el borde a los labios y tomas un sorbo intentando no quemarte. El líquido caliente recorre tu garganta y se asienta en tu estómago, expandiendo una calidez reconfortante por todo tu cuerpo. No reconoces el sabor, pero no te importa; el alivio que te proporciona es suficiente. Poco a poco, el frío que había calado hasta tus huesos empieza a desvanecerse, reemplazado por una sensación de adormecimiento.
Te pide que la mires, que intentes concentrarte en su rostro, en sus palabras. Pero al hacerlo, notas cómo su expresión cambia ligeramente, como si hubiese visto algo que la alarma. Lo entiendes de inmediato: ha notado tus pupilas dilatadas, tu mirada perdida. La sombra de la sospecha cruza su rostro.
—¿Es posible que hayas consumido alguna droga? —pregunta con cautela, intentando no sonar acusatoria.
Sacudes la cabeza, negando con desesperación, pero no puedes hablar. El nudo en tu garganta sigue ahí, apretándote hasta el punto de dificultarte la respiración. La agente coloca una mano en tu hombro, un gesto que pretende ser tranquilizador.
Los agentes intercambian miradas antes de pedirte permiso para llevarte a comisaría. Es necesario poner una denuncia. Al salir, te vuelves hacia la dependienta, que te observa con una mezcla de tristeza y alivio. La abrazas, aferrándote a ella como si fuese un ancla en medio de la tormenta. Entre lágrimas, logras susurrar un “gracias” antes de seguir a los policías.
Subes al coche patrulla, y mientras avanzas por las calles de Barcelona, observas las luces parpadeantes, los edificios familiares. Es la misma ciudad que viste al llegar, cuando te subiste al taxi camino a la discoteca, pero ahora todo parece diferente. La emoción, la confianza, la despreocupación que sentías al inicio de la noche han sido reemplazadas por una profunda sensación de vulnerabilidad, esta noche podría haber acabado mucho peor, y por desgracia tienes la sensación de que no serás ni la primera, ni la última chica que se cruzará en el camino con otro Luis.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.