MANTIS
Me alimenté de ti por mucho tiempo
Nos devoramos vivos como fieras
Se nos rompió el amor,
BERNARDA Y FERNANDA DE UTRERA
El ruido de las sirenas y
las bocinas de los coches contrasta con el silencio en el interior del
apartamento. Dentro, solo se escucha el tictac de un reloj y un crujido
estremecedor que se filtra a través de los agujeros del terrario de cristal
donde guardaba a su mascota. Los fogonazos intermitentes de luz roja y azul que
se cuelan a través de la ventana neutralizan el color de las manchas de sangre en
el suelo y la pared. Sobre la encimera, en la cocina, un jarrón contiene una
rosa que deja caer su último pétalo arrugado, de tonalidad incierta, ambigua,
en la semioscuridad del hogar. Una hoja sucia a medio arrancar en el almanaque
de la pared, al lado de la puerta, anuncia que se acaba el invierno y,
finalmente, se desprende cuando el inspector consigue acceder, con un golpe
seco y certero, a la estancia. Está hablando y su voz suena como si hablara
debajo del agua. Ahora grita.
―¿Qué ha pasado aquí? ―Sus aullidos se mezclan en el ambiente con
un pitido ensordecedor que advierte al joven muchacho que agoniza en el sofá de
la llegada del fin. Este siente cómo los dedos del policía se clavan en la
carne que rodea sus hombros cuando lo agarra, trayéndolo de vuelta. Fija su
mirada en las pupilas del inspector, oscuras y redondas como los ojos de un
insecto, una mantis religiosa, y ve el reflejo de su rostro en su negrura―.
¿Qué cojones ha pasado aquí?
El invierno
había llegado a su fin y aparecían los primeros despuntes de la primavera. Su terapeuta
le había recomendado insistentemente salir a pasear de vez en cuando por la
ciudad para distraer su mente de todo lo que estaba ocurriendo dentro de su
cabeza. Como tantos otros consejos que había recibido hasta ese momento, no
estaba sirviendo para nada. Cada calle que recorría, cada paso de peatones que
cruzaba, cada escaparate frente al que se detenía y que le devolvía, inexorable,
su reflejo solitario sobre el cristal: todo cuanto lo rodeaba le recordaba a
ella. O, más bien, a la ausencia de ella. Habían transcurrido ya algunas
semanas, meses incluso, desde aquel tenemos que hablar que terminó
desembocando en la ruptura de la relación estable más larga que había mantenido
hasta la época. La causa de la separación no tiene mayor importancia. Podría
decirse que existen sueños y ambiciones que superan a la voluntad de permanecer
al lado de aquel que lo ha sacrificado prácticamente todo por ti. O,
simplemente, puede que, al fin y al cabo, el amor no estuviera hecho para él.
Durante varias semanas, meses incluso, se forzaba a sí mismo a
obedecer las indicaciones de su psicólogo. Salía sin rumbo a la calle y
empezaba a caminar y caminaba tratando profundamente de no pensar en ella, de
no pensar en nada, hasta que en una de esas caminatas forzosas fue a parar ante
la cristalera de una tienda de animales. «Creía que ya se habían extinguido. Al menos, ya no tienen perros
ni gatitos hacinados en jaulas diminutas apiladas unas sobre otras». Ahora solo vendían
pajarillos, tortugas, lagartos, roedores, peces y algunos insectos. Pensó, entonces,
en las palabras que su terapeuta le había dicho alguna vez: algo sobre los
animales de compañía y el apoyo que pueden aportar a la hora de superar períodos
incómodos de duelo. «Menuda chorrada». Empujó la puerta y accedió al establecimiento anunciado por el
sonido estridente de una campanita analógica.
La tienda estaba completamente vacía. El olor a pájaro y a
excremento de conejo le hizo llevarse la mano a la cara para cubrirse la nariz
y la boca tan pronto como puso un pie dentro del local. Definitivamente, no le
gustaban los animales ni, mucho menos, estaba dispuesto a emprender el camino
de vuelta a su casa acompañado por una criatura no humana, fuese cual fuese el
tipo o la especie. «No estoy tan desesperado». Aun así, habiendo tomado ya la firme decisión, comenzó, guiado
por la curiosidad o el aburrimiento, a recorrer esos estrechos pasillos tratando
de evitar la imponente mirada de la iguana y el estrabismo extravagante de los diminutos
camaleones. Una vez liberado del turbador seguimiento del sector Gran
Hermano del reino animal, a la vuelta de la esquina descubrió una sala que
emitía, a través de una rendija abierta entre la cortina que hacía las veces de
puerta y la pared del fondo, un destello de luz notablemente enigmático. Tomó
entonces la decisión, convencido de que no tenía nada que perder, de apartar la
cortina con una mano y meterse allí dentro para investigar.
Las paredes estaban completamente cubiertas por una especie de
pequeñas jaulas de cristal con unos agujeros que dejaban pasar el aire. Más
tarde, terminaría descubriendo que ese artilugio recibía el nombre de terrario.
El olor en esa sala era relativamente agradable y el aumento de la temperatura
con respecto al exterior lograba que se generase una atmósfera peculiar,
diferente. Durante unos instantes, creyó que se trataba de algún tipo de
plantación de legalidad dudosa. Solo acertaba a ver plantas de hojas mayúsculas
y pequeños trozos de árbol en miniatura, hasta que un crujido estremecedor le
hizo volver la cabeza hacia una de las vitrinas. Era la primera vez que veía
algo así y no pudo evitar pegar un brinco al descubrir ante sus ojos a un
animal de semejantes características. En ese preciso momento, sintió tras de sí
una presencia que lo acechaba. Se aproximaba lenta, sigilosamente hacia su espalda.
―Es increíble, ¿verdad? ―La encargada de la tienda le hablaba,
pero su mirada permanecía fija en la caja transparente que contenía al
condenado animal. El joven se volvió para verle la cara y, en ese momento, dejó
de escuchar lo que ella le decía. «Tienes unos ojos preciosos». Sus sentidos se embotaron y ya no podía casi
pensar en nada―. Perdona, ¿decías algo?
Entonces, decidió saltarse todas las normas de su psicólogo y las
recomendaciones de este acerca del barbecho emocional y sobre tomarse el tiempo
necesario para sanar todas las heridas antes de precipitarse a dar el siguiente
paso:
―¿Haces algo esta tarde?
El verano entró
sin avisar con una fuerza arrolladora. Las calles, desde hacía semanas, se
habían convertido en un territorio hostil, donde la tensión entre los rayos del
sol y la energía que emergía del suelo en forma de calor convertían a los seres
humanos en una especie de relleno de sándwich prensado, seco y deshidratado. Gracias
a Dios, para ese momento el joven ya había abandonado su afición impuesta por
los paseos terapéuticos. Y también a su terapeuta. «Ya no lo necesito». Al menos, eso fue lo que le
dijo el día que se despidió de él, poniendo fin de una vez por todas a sus
encuentros recurrentes. De eso habría pasado ya un mes o casi dos. No había
podido evitarlo. A medida que su relación con la chica de la tienda de animales
―ahora su chica― había ido creciendo y creciendo, haciéndose cada vez más y más
grande y fuerte, su relación con el psicólogo se había ido enfriando de forma
irremediable. «Qué se le va a hacer. Son
cosas que pasan».
Aunque había abandonado el hábito de los paseos a pleno sol, esa
tarde había quedado en encontrarse con ella en un parque a las afueras de la
ciudad. En realidad, le estaba costando un poco entusiasmarse demasiado con ese
plan en concreto. Claro que tenía ganas de verla y por supuesto que no podían,
bajo ningún concepto, quedar en el piso que él compartía con otros cuatro
estudiantes solitarios y hastiados de la vida. Ella, sin embargo, vivía sola
desde hacía tiempo. Mientras las gotas de sudor recorrían incesantemente cada
centímetro de piel de su frente, cuello y espalda, el joven no podía evitar
preguntarse si sería ese, por fin, el día en que tendría el honor de ser invitado
a poner un pie en la misteriosa madriguera de su amada. Mientras meditaba en
torno a este y otros asuntos semejantes, pasaban los minutos y podía percibir
sutilmente cómo su cuerpo se iba cocinando a fuego lento bajo el obstinado sol
de mediados de julio.
―¡Bu! ―Ella apareció por detrás, como siempre, haciendo alarde
de sus extraordinarias dotes de acecho y sigilo. Sus ojos y su boca eran
grandes, a juego con sus manos que terminaban en unos largos dedos finos y
afilados. La chica hundió la nariz en el pelo del joven e inspiró
profundamente―. No puedo aguantarme con tu olor.
Era algo que le repetía constantemente: en la tienda de
animales, en el cine, en el supermercado. «Me vuelve loca tu aroma». A él le llevó un tiempo acostumbrarse a ser olisqueado de esa
forma. Sin embargo, había aprendido a tomárselo como un halago. Al fin y al
cabo, a todo el mundo le gusta que le digan lo bien que huele de vez en cuando.
Él se volvió para mirarla a los ojos y percibió cómo sus
pupilas, de un negro imponente, aumentaban gradualmente su tamaño al
encontrarse de vuelta con las suyas propias. Ella tardó una milésima de segundo
en arrojársele entusiasmada a los brazos y estrujarlo entre los suyos como si
tratase de exprimir las últimas gotas de líquido que podían quedar todavía en
el cuerpo del joven. Este comenzó a notar la falta de aire en sus pulmones, por
lo que tuvo que pedirle impostergablemente un paréntesis en su fogosidad para
decidir qué hacer, a dónde ir para huir de la deshidratación inminente que lo
tenía prácticamente al borde del desvanecimiento. Entonces, sucedió. «Si quieres, podemos ir a mi casa».
A él no le había hecho ni siquiera falta abrir la boca para que
ella comprendiese cuál sería la respuesta, pues sus ojos se iluminaron como los
de un perro muerto de hambre cuando escucha la palabra salchicha. «Claro, por favor, vayamos a tu casa». El trayecto a pie resultó un tanto lento e interminable. Se les
hacía realmente difícil avanzar caminando juntos por la calle, pues el exceso
de temperatura no era capaz de frenarlos en su tenaz e imperiosa necesidad de seguir
abrazándose y comiéndose a besos, entregándose el uno al otro a cada paso que daban.
Cuando salieron del ascensor y llegaron ante la puerta del piso,
la chica introdujo la llave en la cerradura y le dio varias vueltas. Nada más
poner un pie dentro, el joven notó que lo invadía un olor extrañamente
desagradable, lo que le hizo llevarse las manos a la cara para cubrirse
instintivamente la nariz y la boca. Ella lo miró, avergonzada debido a su
reacción. «Son las tuberías. Llevo ya un tiempo esperando a que vengan a
arreglármelas». Él le dijo que esperaba
que pudiesen arreglarlo cuanto antes y ella le sonrío, agradecida por su
comprensión.
El ambiente en el interior del apartamento tenía un carácter
peculiar, diferente del resto de casas en las que él había estado hasta el
momento. La temperatura allí era igualmente alta, pero agradable. Sobre la
encimera de la cocina, un modesto jarrón contenía, aún radiante y rebosante de
vida, la rosa que él le había regalado en uno de sus primeros encuentros.
Realmente parecía haber seguido floreciendo durante la primavera y primera
mitad del verano. El joven se sorprendió al descubrir que enormes ventanales
sustituían a las paredes que daban a la calle frente a la sala de estar. La ciudad,
desde arriba, se veía grandiosa. «Ventajas de vivir en un
décimo piso y no tener que preocuparte por si alguien decide entrar a robar por
la ventana». También le sorprendió la urna de cristal que reposaba sobre la
mesa, desde donde aquel animal lo observaba recordándole inevitablemente el día
en que se habían conocido en la tienda y haciendo que un escalofrío recorriese su
cuerpo entero desde los pies a la cabeza. «Definitivamente, no me
gustan los animales».
Pasaba ya de
mediados de otoño y el compartir momentos juntos en el apartamento de la chica
se había convertido en algo así como una tradición o un hábito. Él apenas
pasaba ya tiempo con sus compañeros de piso. «Es lo normal cuando estás
locamente enamorado». Al principio las dosis de amor
sin medida que ella le daba, le hacían sentir pletórico, rebosante, grandioso.
Sin embargo, a medida que transcurría el tiempo y se acercaba el invierno, el
joven comenzaba a sentir que algo entre ellos mutaba, se transformaba de forma
sutil, pero inminente.
Quizás todo tenía que ver con el hecho de que su estado de salud
no venía siendo el más favorable desde hacía una temporada. Cada noche, al
ponerse el sol, caía rendido en la cama y, a pesar de verse inmerso en un largo
y profundo sueño hasta la mañana siguiente, al llegar el día se sentía siempre
particularmente cansado e incluso, por momentos, gravemente mareado o
descompuesto. Otro asunto que le producía cierta inquietud era el hecho de que,
durante las últimas semanas, había empezado a descubrir, a lo largo de la
superficie de sus extremidades y otras zonas de su cuerpo, algunos moratones y pequeños
cortes y arañazos de procedencia desconocida. Por suerte, la tenía a ella, con
sus conocimientos en farmacología derivados de sus estudios universitarios en
veterinaria, para atenderlo y cuidar de él de manera totalmente altruista y
afanosa. «Esto me ayudará a salir adelante».
Una tarde que se encontraba especialmente indispuesto, pensó que
quizá le vendría bien salir un poco de casa, subir a la azotea y respirar una
pizca de aire fresco. Se incorporó en el sofá, empleando un nivel de esfuerzo relativamente
fuera de lo común, notablemente superior a lo necesario en condiciones
normales. Se puso en marcha hacia la puerta y, justo cuando su mano estaba a
punto de descargar todo el peso sobre el pomo para abrirla, escuchó tras de sí
un crujido frío y seco que le hizo volver la vista hacia el terrario de
cristal, sobre la mesa. Su mirada se encontró una vez más con la de aquel
abominable animal al que ella había decidido investir con la categoría de
mascota. Los ojos de ese bicho, de un negro intenso y repugnante, se clavaban
sobre él como tratando de atravesar su carne y abrir un hueco en sus entrañas.
―¿A dónde crees que vas? ―Ella apareció por detrás sin
anunciarse. El tono y timbre de su voz eran diferentes. Él se volvió hacia
ella. Su mirada estaba especialmente intensa, imponente―. ¿No estarás pensando
en salir de casa?
El joven intentó explicarle cuáles eran sus intenciones, pero
ella interrumpió sus palabras arrojando una vez más el cuerpo contra el suyo. Los
abrazos que le daba eran cada vez más fuertes y profundos, casi como si intentase
que sus pieles se fundiesen en una única. Con un ademán al mismo tiempo suave,
pero poderoso, lo arrastró hacia la cocina y, aún sin soltarlo, pegó un pequeño
brinco para trasladar su cuerpo del suelo a la encimera.
Una vez allí sentada, encumbrada, comenzó a besarlo
apasionadamente. En un primer momento él no se resistió. Por el contrario,
decidió dejarse llevar por la viveza y la espontaneidad de la obra de ella. Sin
embargo, poco a poco la ternura empezó a descontrolarse y ese beso se fue volviendo
cada vez más efusivo y violento hasta que él sintió cómo sus dientes,
sorprendentemente cortantes, le atravesaban la piel del labio inferior hasta
hacerlo sangrar. Intentó zafarse de sus garras, pero ella seguía demasiado
abstraída en su acción y él apenas tenía fuerzas para separarse de su cuerpo
utilizando las manos. La lengua de la chica seguía invadiendo el interior de su
boca cuando él comenzó a gritar para llamar su atención y distraerla de su
actividad con el objetivo de traerla de vuelta al mundo real.
Ella se disculpó mientras se retiraba con el dedo y con una
delicadeza pasmosa, una gota de sangre del joven que le corría mandíbula abajo,
desde la comisura de los labios hasta la barbilla. «Lo siento. No era mi intención hacerte daño». Entonces, él la abrazó y abandonó
todo el peso de su cuerpo exhausto, totalmente debilitado y consumido, sobre el
de ella. «No te preocupes. Está todo bien».
Mientras ella le devolvía el abrazo, él alzó la vista por encima
de su hombro y solo pudo reparar en tres cosas antes de perder el conocimiento.
En primer lugar, la rosa que le había entregado cuando aún se estaban
conociendo había empezado a marchitarse, perdiendo su color y dejando caer sus
primeros pétalos. Por otro lado, los ojos de esa alimaña seguían observándolo fijamente
a través de las paredes de cristal de su terrario, desafiantes. Lo último que
advirtió, justamente antes de desvanecerse, fue que al otro lado del ventanal
que los aislaba del exterior, se podían ver caer los primeros copos de nieve. El
invierno había adelantado su llegada.
Era una mañana
gris de invierno. El sol había decidido no hacer acto de presencia, por lo que la
oscuridad del día era imponente. El estado de salud del joven había seguido
empeorando durante las últimas semanas y ya apenas se levantaba de la cama. La
fiebre hacía que le doliera la piel y le ardieran los ojos y la cabeza. Desde su
letargo casi inerte, escuchaba las gotas de lluvia golpeando en el cristal.
Abrió los ojos y se volvió para ver cómo dormía ella, profunda y
plácidamente. Deslizó con delicadeza su cuerpo hasta el borde del colchón para
incorporarse, tratando de no desvelarla, y salió de la habitación. Empujó la
puerta con cautela y me asomó a la estancia principal del loft. Sobre la
encimera, en la cocina, un último pétalo arrugado, de tonalidad incierta,
ambigua en la semioscuridad del hogar, se balanceaba a punto de descolgarse
definitivamente del tallo de lo que un día había sido una bella rosa, una
muestra de amor sincero.
El
silencio se extendía y ocupaba por completo el
espacio de la sala. Él dirigió la mirada hacia el terrario donde creía que, una
vez más, descubriría a la bestia observándolo hierática desde el interior, pero
no consiguió ver nada. Se acercó con recelo, estrechando los ojos para tratar
de examinarlo con mayor lujo de detalle. La urna parecía, por primera vez,
completamente vacía. Levantó la mano con la intención de dar unos toques con el
dedo en una de las paredes de cristal y, así, comprobar que el animal seguía
ahí dentro, recluido, sin posibilidad alguna de transferirse al exterior. Pero,
en el momento en que su piel iba a entrar en contacto con la superficie de la
jaula, lo escuchó, justamente detrás de sí: de nuevo, un crujido estremecedor,
frío y seco como el gesto de un cadáver.
El ambiente se volvió, de pronto, extrañamente denso. Un aroma
infecto, pestilente, invadió de forma repentina la estancia, haciéndole sentir aturdido
y obligándole a llevarse la mano a la boca para contener una náusea.
―¿Qué haces ahí, cariño? ―La voz de ella, a su espalda, sonaba
gravemente distorsionada, como si brotase mezclada con un pitido doloroso e
irreprimible. Él se volvió para mirarla y su visión le hizo retroceder y
estremecerse con un escalofrío que recorrió su cuerpo por completo, desde los pies
a la cabeza. Había algo en la figura de la chica, en su silueta recortada a
contraluz frente a la puerta de la habitación, que recordaba a la imagen
repugnante de un insecto de tamaño descomunal, monstruoso. Al final de sus
manos, endurecidas y crispadas, sus dedos se extendían finos y alargados como
las garras de una bestia y sus ojos, de un negro intenso, profundo, se presentaban
ahora enormes y redondos, como los de un repulsivo animal: una mantis religiosa―.
¿Por qué no vuelves a la cama conmigo?
Se abalanzó, entonces, sobre él, haciéndole caer con todo su
peso sobre el suelo frío y duro del apartamento. Comenzó a besarlo y a recorrer
su cara, su cuello y cada zona visible de su piel con su lengua áspera e
hiriente.
―No sabes cuánto tiempo había soñado conocer a alguien como tú ―bramaba
ella casi sin apartar la boca del cuerpo del joven―. Te amo tanto. Te amo tanto.
Entonces, sus dientes, afilados como cuchillas, comenzaron a
desgarrarle la carne. Ella seguía gritándole te amo mientras lo devoraba
con el ímpetu y la vehemencia de un fiera. Estaba fuera de control. Él
consiguió liberarse de las mordeduras con un golpe firme y enérgico que la hizo
rodar por el suelo de la sala, dibujando sobre su superficie un sendero de
color carmesí con el líquido que ahora se derramaba desde el interior de las
venas y arterias del chico.
El
joven consiguió llegar hasta el sofá, en mitad del
cuarto, y arrastrarse laboriosamente sobre él para tomar asiento y recuperar el
aliento. Ella levantó la cabeza y volvió su mirada hacia él con un movimiento
súbito, pero fragmentado. Él dirigió entonces la suya hacia la puerta del
estudio con la intención de incorporarse y alcanzar el pomo para huir de allí
sin mirar atrás, pero los reflejos, precisos y certeros de la muchacha, como
los de un depredador animal, le facilitaron la maniobra de arrojarse de nuevo
sobre él para continuar alimentándose de su cuerpo.
Completamente abatido e indefenso, hizo lo único que estaba a su
alcance para poder salir relativamente ileso de la situación y comenzó a clavar
los incisivos y los colmillos a lo largo de la piel de la chica, que sentía
fría y resistente. Lejos de alterarse o de abandonar su actividad, ella comenzó
a emitir intensos gemidos guturales de placer. Realmente estaba disfrutando de
aquel banquete sanguinario, pero él notaba cómo su aliento perdía la fuerza con
cada ataque que recibía de su boca. Rompió a gritar pidiendo auxilio, ansiando
que alguno de los inquilinos que habitaban cualquiera de los apartamentos
adyacentes, escuchase sus alaridos y acudiese en su defensa.
Con toda la esperanza perdida, dejó de luchar y se abandonó a la
resignación de ser devorado por la que aún juraba, sin tregua, haberlo amado
desde lo más profundo de sus entrañas, tanto como para terminar alimentándose
de las de él. Entonces, justo cuando el último hálito de vida estaba a punto de
desligarse finalmente de su ser, comenzaron a colarse, a través de la enorme
cristalera, destellos de luces azules y rojas acompañadas de un bullicio de
sirenas y bocinas de los coches de la calle. Aprovechó el momento de confusión
que llevó a la salvaje homicida a apartar la cabeza de su cuerpo y mirar a
través del cristal para clavar, fatal y definitivamente, los dientes en la
curvatura de su cuello, justo a la altura de la yugular. Ella profirió un
aullido desgarrador y fijó una última vez su mirada en los ojos de él, mientras
su cuerpo se deslizaba lentamente hacia el suelo, cayendo sin vida sobre un
charco de sangre brillante y espesa. Su visión comenzó a nublarse y sus ojos se
cerraban por el peso insoportable del final de su existencia, cuando escuchó,
al otro lado de la puerta, aproximándose por el pasillo, unos pasos ágiles y
firmes, seguidos de una voz que le gritaba.
―¿Qué cojones
ha pasado aquí? ―Los dedos del inspector se clavan en la carne del joven. Este intenta abrir la boca para responder, pero la sangre que
inunda su garganta le impide articular palabra. El inspector de policía hace un
gesto a su compañera para que le ayude a ponerse en pie y llevarlo a la salida.
Antes de cruzar la puerta, el muchacho dedica una última mirada al terrario
sobre la mesa. Desde su interior, la mantis le sostiene, desafiante, la mirada,
por última vez. El inspector coloca la mano sobre su espalda―. ¿Quieres hacer
una llamada? ¿Necesitas hablar con alguien?
Él lo mira a los ojos mientras traga con dificultad la amalgama
de sangre y saliva que le llena la boca y, sin dudar un solo segundo, le dice:
―Quiero hablar con mi psicólogo.
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