En
los límites de la cordura
Antonia,
como de costumbre, permanece recostada en su cama. Hace unas semanas que invierno
se ha cernido sobre el pueblo. Viene acompañado de un frío húmedo que baja de
las montañas para empañar los cristales y traspasar las paredes encaladas de las
casas. En las habitaciones mudas, se puede oír cómo el
viento gélido se cuela por las juntas de las ventanas. Eso es lo que sucede en
el dormitorio de Antonia, cuyas carnes flácidas se encuentran aplastadas bajo
cuatro mantas y unas sábanas de franela. Con el rostro vuelto hacia la puerta,
se entretiene en observar cómo su cuidadora pasa la fregona por el pasillo
hasta que desaparece de su vista. Al rato, con el suelo ya seco, la cuidadora
se presenta en la puerta de su habitación con un vaso de agua y un pastillero.
—Venga,
Antonia, tiene usted que tomarse las pastillas. —Saca una cápsula amarilla del
pastillero y se la acerca a la boca.
—Ya
me las tomé con el desayuno. —Tuerce el gesto y gira la cabeza para esquivarla.
—Estas
son otras, tiene que tomárselas a media mañana, sin comida. —Cambia la
trayectoria del brazo para acercarle de nuevo la cápsula a la boca.
—¿Y
para qué son, si puede saberse?
La
cuidadora suspira y baja el brazo.
—Verá,
esta amarilla es para la tensión. Y también tiene que tomarse otra que es
para... que se quede tranquilita.
Antonia
se vuelve hacia ella y la contempla con el ceño fruncido. Agarra con ambas
manos las mantas y estira de ellas hasta cubrirse la boca.
—Con
que tranquilita... Ya sé yo por dónde vas. Tú lo que quieres es drogarme.
—Que
no, Antonia, de verdad —responde precipitadamente—. Yo jamás haría algo así, ni
a usted ni a nadie. Estoy aquí para cuidarla, para eso me han contratado sus
hijos.
—Sí,
venga, tú vas de mosquita muerta y de eso no tienes nada. A mí no me la das, que
te veo venir. Lo que quieres es que me duerma y así mientras puedes aprovechar
para robarme cualquier cosa que pilles. ¡Pues ni hablar! ¡Yo eso no me lo tomo!
La
cuidadora resopla. Guarda la cápsula en el pastillero y lo deja encima de la
mesita de noche. Hace lo mismo con el vaso de agua y sale deprisa del cuarto,
sin cerrar la puerta. Antonia espera unos minutos antes de quitarse las mantas
del rostro y respirar hondo.
—Casi
me ahogo por culpa de esa condenada. —Tose un par de veces —. Maldita humedad, atraviesa
hasta las mantas. No, si encima voy a caer mala. —Cierra los ojos y hunde la
cabeza en la almohada.
Los
ojos saltones de un niño aparecen junto al marco de la puerta. Unas manitas los
acompañan. El niño mira hacia detrás, luego a ambos lados, y finalmente entra
en la habitación. Lleva un jersey verde oliva desgastado y manchado de barro.
Bajo este, una camisa que ha dejado de ser blanca. Avanza a paso lento,
volviendo una y otra vez la cabeza hacia detrás. Tiene las piernas delgadas y
tensas, le tiemblan ligeramente. Cuando llega hasta la cama de Antonia, se
inclina sobre ella y la abraza.
—No
dejes que te hagan daño—susurra. Su voz apenas existe, mantiene los labios
pegados a la colcha.
—No,
tú estate tranquilo, Pedrito—responde Antonia. Saca una mano de debajo de las
mantas y le acaricia el cabello castaño.
El
niño esboza una sonrisa y se aleja levantando con cuidado sus zapatos
embarrados, por lo que tan solo produce unos leves golpecitos. Tras su marcha,
en la habitación solo se oye el silbido constante del viento.
Elvira se
encuentra en la cocina preparando el café. Aunque solo son las cinco de la
tarde, la lámpara del techo está encendida, de lo contrario solo entrarían por
la ventana las luces anaranjadas del atardecer, que no podrían luchar contra la
oscuridad que invade la casa. Coloca la cafetera en el fuego y se dirige a la
despensa a por la merienda. Coge una bolsa de plástico transparente en la que
se apretujan unas tortas pardas y la coloca en la encimera.
Alejandro aparece en la puerta de la
cocina. Se deja caer sobre el marco, con el móvil en la mano, y se queda ahí
unos minutos hasta que repara en los dulces. Se guarda el móvil en el bolsillo
de la sudadera y se dirige a la encimera.
—¿Qué son?
—Tortas pardas.
—¿Y qué llevan?
—Almendras y cabello de ángel. —El
café comienza a hervir y lo retira del fuego—. Las compré en la pastelería de
la plaza, en lo de Mari. Son de Medina, a la abuela le gustan mucho.
Alejandro abre el envoltorio de plástico y se lleva una a la nariz. La retira rápidamente y abre la boca como si tuviera náuseas.
—¡Qué asco! No me las como ni muerto. —La deja junto a las demás y se adentra en la despensa. Repasa detenidamente las baldas de la estantería de aluminio, cambiando de sitio bolsas y cajas—. ¿En serio no hay nada más para merendar? ¿Nada de galletas, bollería ni chocolate?
—Pues no, a la abuela no le gustan esas cosas. Si quieres algo de eso, ve tú mismo a comprarlo. —Elvira se sirve media taza de café. Después, echa tan solo un par de gotas una taza anexa repleta de leche. Se mira el reloj de muñeca—. Seguro que Mari todavía no ha cerrado.
Alejandro
resopla y sale de la despensa.
—Estoy
arrecío, yo paso de salir. —Se cruza de brazos y se detiene en el centro
de la cocina.
Elvira llena de leche su taza y le echa una pastilla de sacarina. Luego, mete la suya y la otra en el microondas.
—Entonces, te quedas sin merienda.
Alejandro
se marcha al salón y se deja caer pesadamente sobre el sofá. Saca el móvil de
su bolsillo y se concentra en él con expresión enfadada. Sus dedos se deslizan
por la pantalla a una velocidad vertiginosa. Al otro lado del salón, desde una
butaca descolorida, lo contempla Antonia. La cuidadora la sentó ahí para darle
el almuerzo y desde entonces solo se ha movido una vez para ir al baño, apoyada
en su hija. Lleva puesta una bata celeste de coralina y una bufanda. Además,
las enaguas de la mesa camilla reposan sobre su regazo. Lejos de arrancar a
arder, mantiene un aspecto relajado y su piel moteada permanece pálida. Hace un
rato que Elvira le ha encendido la televisión, pero ella no la mira.
Elvira
entra en el salón con una bandeja de madera en la que lleva las tazas, un plato
pequeño con cuatro tortas y un par de servilletas. La deposita con cuidado
sobre la mesa y arrastra una silla para sentarse junto a su madre. Le coloca
delante el café y la servilleta, y le aproxima las tortas. Antonia empieza a
comerse una y sonríe con los carrillos hinchados.
—Está
buenísima. Venga, mujer, coge una. —empuja el plato hacia su hija y esta
alcanza una torta. Se la lleva a la boca y la mastica mecánicamente. Mira el
rostro de su madre, que la observa con atención.
—Sí,
muy buena. —Fuerza una sonrisa.
—Seguro
que estaría mejor con chocolate—declara Alejandro sin levantar la vista de su
móvil—. Mamá, ¿cuándo nos vamos?
Elvira
traga el trozo de torta y toma un sorbo de café. Mira de reojo a su hijo.
—Por
favor, Alejandro, hemos llegado hace nada —le susurra.
Él
deja el móvil sobre un cojín y se hunde en el sofá.
—Hemos
venido para ponerle la merienda a la abuela. Ya lo hemos hecho, con que vámonos
ya.
—Espérate
un poco más. Para que podamos irnos, antes tiene que venir tu tío a quedarse
con la abuela. —El chico se guarda el móvil en el bolsillo y se pone en pie—.
¿Adónde vas?
—Al
coche, dame las llaves. —Extiende su mano izquierda—. Esperaré allí a que venga
el tío Paco, no aguanto más aquí. —Elvira se levanta y le sujeta el brazo. Él
se acerca a su oído—. Prefiero mil veces pasar los findes con papá en la
ciudad, en vez de tener que venir a este pueblo de mierda. Esta vida me tiene
harto.
Elvira
traga saliva. Se aparta de él y abandona el salón.
Alejandro
se queda quieto junto al sofá, contemplando el pasillo oscuro que se ha tragado
a su madre. La mano de Elvira le ha dejado en su sudadera una legión de arrugas
que le otorgan a su brazo la apariencia de una oruga gigantesca.
—¿No
te da vergüenza hablarle así a tu madre?
El
chico abre mucho los ojos y gira la cabeza hacia Antonia, quien se limpia la
boca con una servilleta y después, la comprime entre sus manos huesudas sin quitarle
la vista de encima. Él no llega a responderle. De inmediato regresa Elvira con
las llaves del coche en la mano y Alejandro se marcha.
—Tu
hijo es un zángano —comenta Antonia—, como su padre. No tiene educación ni
respeto.
Elvira
vuelve a sentarse a la mesa y apoya los codos sobre el mantel. Cierra los ojos
y con una mano se acaricia la frente y el cabello corto. Luego, la deja reposando
en su cuello.
—No
puedo hacer más de lo que ya hago... —musita—. No puedo más.
Antonia
se inclina sobre la mesa y le acaricia el brazo con las yemas de los dedos, como
si le aplicara un bálsamo.
—Ya
lo sé, hija, ya lo sé...
Permanecen
calladas unos minutos, con el eco de fondo del televisor, que continúa
encendido, olvidado. Elvira se frota las sienes con una mano y lo apaga.
—Por
cierto, mamá, me ha dicho Carmen que hoy no has querido tomarte las pastillas
de media mañana.
Antonia
se retuerce en la butaca y se cruza de brazos.
—No, ni me las pienso tomar. Mucho es que he consentido que me diera el almuerzo porque estaba esmayá. De esa yo ya no quiero nada, ni agua.
Elvira la contempla con ojos cansados. Sus labios son finos y están contraídos.
—Mamá, Carmen no es mala persona. Es una mujer con experiencia en esto, antes estuvo cuidando de la madre de Manuela, la de la esquina. —Ahora es ella quien extiende su brazo en busca del cuerpo materno. Llega hasta uno de su antebrazos y lo acaricia por encima de la bata—. Por favor, no seas así, sé buena con ella.
—No quiero que venga más y punto. No me hacen falta sus cuidados.
—Mamá,
ya hemos hablado de esto antes. Sin Carmen, ¿quién te va a cuidar por las
mañanas? Paco y yo no podemos, y no vamos a dejarte aquí sola. Apenas puedes
moverte, y menos con este frío. ¿Y si te pasa algo?
Antonia
observa la pared de su izquierda, donde hay una ventana que da al patio. No se
ve nada a través de ella, más que una profunda oscuridad salpicada por las
tenues luces de la casa anexa.
—No
estoy sola —musitó e inmediatamente se tapó la boca con la mano.
—¿Cómo?
¿Qué has dicho? ¿Que no estás sola?
—No
estoy sola..., porque tengo al lado a Dolores. Y si me pasa algo, le doy una
voz y seguro que viene corriendo.
Elvira
respira hondo.
—Mamá,
Dolores solo es unos cuantos años más joven que tú, y su marido igual, así que
esa no es la solución. —Guarda silencio y se muerde el labio inferior—. Si no
quieres que venga Carmen, ya sabes cuál es la alternativa.
Antonia
se gira hacia ella. Los párpados se le han borrado del rostro y su piel parece
aún más blanca de lo habitual.
—No,
Elvira, eso sí que no. Por favor. —Le tiembla la voz y los ojos se le llenan de
lágrimas.
—Entonces,
mamá, pórtate bien. —Busca en los bolsillos de su pantalón hasta extraer un
paquete de pañuelos. Saca uno y le limpia las lágrimas a su madre—. Y no digas
cosas raras.
Paco da
vueltas perezosas bajo las mantas y enrosca las piernas entre las sábanas. Al
cabo de un rato, abre tan solo un ojo y permanece quieto, contemplando el techo
del dormitorio. En la pintura blanca han aparecido grietas por la humedad y
sobre él se balancea una lámpara con una bombilla solitaria, movida por las
leves corrientes de aire invernal.
Se
encuentra en uno de los dormitorios de la primera planta, en una cama estrecha
e incómoda en la que duerme cuatro noches por semana desde hace aproximadamente
un año. En su casa, también tiene problemas de sueño, motivados por los
ronquidos de su mujer. Por eso, suele recurrir a unos somníferos suaves de
venta libre y, gracias a ellos, en lugar de pasarse toda la noche en vela,
logra conciliar el sueño durante varias horas. A no ser que algo, especialmente
algún sonido, lo despierte. Como sucede ahora.
Desde
el dormitorio de Paco, se escucha una voz débil e inteligible que a menudo se
interrumpe, tose y carraspea. Es la de su madre. El hombre vuelve a arrebujarse
con las mantas y se da media vuelta, pero la voz no cesa su discurso. Paco termina
por apartar de un manotazo la ropa de cama y busca a tientas las zapatillas.
Luego, se enfunda la bata, que había dejado colgada en el respaldo de una
silla, y se apoya en las paredes para dirigirse a la planta baja.
—Que
sí, que esa no va a volver a venir, estate tranquilo. —Las palabras comenzaron
a oírse claras desde arriba de la escalera—. No me va a pasar nada, seguiremos
juntos durante muchos más años, ya verás.
Paco
desciende cada peldaño lenta y cuidadosamente. No enciende la luz de la
escalera ni la de la pequeña sala que hay antes de llegar al dormitorio de su
madre. Se orienta como puede, con la luz grisácea que entra por una ventana
cuya persiana se ha mantenido subida.
—Yo
también te quiero, Pedrito.
El
hombre se detiene en el centro de la sala. Tiene el cuerpo excesivamente
rígido, parece que ni siquiera respira. No se escucha nada más de la
conversación, tan solo unos ligeros golpecitos, que bien podrían ser los pasos
de un animal pequeño o latidos de un corazón desbocado. Paco reanuda su marcha,
su pecho sube y baja con rapidez. Cuando al fin llega al dormitorio de su
madre, se agarra al marco de la puerta y asoma media cabeza. Tiembla tanto que
parece estar a punto de desmayarse.
En
la habitación oscura, se intuye la figura de Antonia descansando en la cama. No
hay nada fuera de lo normal.
—Mamá,
¿estás despierta?
Antonia
se descubre el rostro antes oculto por las mantas y lo contempla.
—¿Qué? Paco, ¿qué haces ahí asomado?
¿Qué quieres?
El hombre se muestra por completo,
sin separarse de la puerta.
—Te he escuchado diciendo cosas,
¿con quién estabas hablando? Aquí no hay nadie más que tú y yo.
Antonia guarda silencio unos
instantes.
—¿He estado hablando? Ay, hijo, sería
en sueños. No te preocupes, venga, vete a dormir. —Estira de las mantas y se
enrosca en ellas.
Paco respira profundamente y da media
vuelta. Realiza todo el mismo recorrido de antes en dirección inversa y, al
cabo de unos minutos, se encuentra sentado en el filo de la cama. Sus piernas
continúan inquietas y él se las sujeta, forzándolas a calmarse. Coge su móvil de
la mesita de noche y mira la hora: son las cuatro y media. A las siete menos
cuarto, Carmen estará llamando al timbre para empezar su jornada laboral y él
deberá marcharse. Se descalza y se introduce en la cama. Cierra los ojos y
reanuda su danza sobre el firme colchón, la cual se prolonga durante el resto
de la madrugada.
Poco después de las seis de la mañana, se incorpora sobre la cama y coge su móvil. Selecciona el contacto de Elvira, quien antes de que se corte la llamada, responde con voz somnolienta. Paco le cuenta lo sucedido durante la noche. Repite las palabras de su madre, poniendo un especial énfasis en «Pedrito». Elvira lo escucha sin interrumpirlo.
—Mamá no está bien —declara al fin—. Cada vez hace y dice más cosas sin sentido. Como te conté anoche, ayer volvió a insistirme en que quiere que despidamos a Carmen, insinuándome que aún sin ella, no se va a quedar sola. Ahora entiendo por qué mencionó a la vecina, seguro que fue una excusa. En realidad..., ella cree que Pedrito sigue ahí, a su lado... —suspira—. Lo peor es que los médicos ya nos han avisado, no va a ir a mejor. —Permanece callada unos segundos en los que Paco cierra los ojos y se frota el rostro con una mano—. ¿Estás ahí, Paco? ¿Me escuchas?
—Sí,
Elvira, te escucho.
—¿Y
qué opinas de todo esto?
—Que
no sé cuánto más vamos a poder seguir aguantando.
Elvira
introduce las llaves en la vieja cerradura y trata de girarlas, pero ha pasado
tanto tiempo desde la última vez que estas se atascan. Las saca y las vuelve a
introducir un par de veces más hasta que por fin la pesada puerta cede y le
permite el paso a una sala inundada de polvo. La mujer tose y se acerca a la
ventana más próxima. Levanta la persiana y desliza la hoja de cristal. La brisa
fresca, impregnada del aroma de las orquídeas y las peonías de la sierra, se
adentra en la estancia.
La mujer se recorre todas las
habitaciones de la primera planta y va abriendo las ventanas. En menos de diez
minutos, la casa se llena de una luz cálida. Después, se dirige a la cocina y
saca de la despensa un recogedor y una escoba, con que la comienza a barrer el
salón.
Por encima de su cabeza, se oye un
sonido nervioso, como los aleteos de un parillo que se esfuerza por salir de su
encarcelamiento. Poco a poco, se va haciendo más consistente, más nítido, hasta
formar el leve golpeteo de unos pasos que descienden la escalera. Elvira
continúa barriendo, mirando al suelo, pero un temblor se apodera de sus
piernas.
El niño se encuentra en la puerta
del salón. Sus ojos saltones están hinchados y enrojecidos, de su nariz fluye
un río de mocos que se limpia con la manga sucia del jersey verde oliva. Avanza
hasta colocarse a unos centímetros de la espalda de Elvira y le da unas
palmaditas en el brazo.
—¿A dónde os la habéis llevado?
—pregunta con voz acuosa.
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