Arcilla en el horno
¿Esto es el amor?
¿Esto es todo lo que tiene para darme?
Porque no lo quiero, no vale la pena.
Donde no puedas encontrarme
TAMARA MOLINA
En Solvella, los días comienzan a ser cálidos. Tus costuras por fin comienzan a abandonar, a un ritmo paulatino, la característica sensación de escozor que suele inundarlas durante el invierno. Relajada, agradeces el cálido roce del sol sobre tu piel bronceada. Los verdes del jardín brillan, como si hubieran pasado siglos acumulando luz, y las piedras de los muros parecen cobrar vida a través de la leve oscilación del aire. Si te concentras, puedes oler a lo lejos el decadente estado de los libros que acumulas en casa, unos sobre otros, montones de tomos ancianos y consumidos; también percibes el aroma de las flores que inician su aventura predilecta del año. Puedes escuchar el lejano murmullo de la vida en la ciudad, interrumpido solo un momento por una vibración casi olvidada.
Te sorprende el crujido del papel. Llena de confusión, entornas los ojos bajo la insistente luz del día para descubrir un sobre pequeño que descansa sobre la hierba, a tu lado. Hace años que no recibes cartas, tampoco las envías tú desde hace mucho, así que no se te ocurre de quién puede ser.
Te incorporas despacio y notas la humedad del césped en la espalda de tu camisa. El tacto del sobre en tus dedos es poroso y seco. Habías echado de menos esa sensación intensificada debido a tu piel diseñada para ello. Suspiras sorprendida cuando reconoces la caligrafía y lees el nombre del remitente tan solo porque necesitas confirmar lo que ya sabes. Las palabras «ARS. ÓLIVER DE LUNA» danzan atravesando el espacio hasta tus ojos, luego inundan tus arterias y, de repente, ya no es sangre lo que te mantiene con vida, sino él. No es una sensación ajena.
Abres la solapa con manos temblorosas, cuidando no romperla. El interior desprende un olor intenso e inconfundible a café, arcilla y perfume. Te detienes un momento para saborearlo: puedes sentirlo pasar desde la nariz al paladar y quedarse ahí remoloneando, en busca de un hogar ya conocido. Dentro se acomoda un papel cuidadosamente doblado. Ya no te mueves con lentitud, ahora tus dedos buscan la caricia de la hoja con avidez. La despliegas impaciente y contienes la respiración, decepcionada, cuando observas que solo hay unas pocas líneas escritas en ella.
Mi Octavia,
Me perdonarás por haberte asustado con esta carta tan repentina, pero ya sabes que el sistema de correo postal en nuestro país no es muy efectivo, así que me he visto obligado a recurrir a enviarla yo mismo, como en los viejos tiempos.
Hace unos días me acordé de ti, así que he decidido salir por fin de Grialda y visitar Solvella. Espero que me acojas con la misma familiaridad con la que tantas veces te he recibido yo en mi hogar. Llegaré esta tarde, después del almuerzo, para que podamos compartir un café y retomar antiguas conversaciones.
Echo de menos lo atenta que eres cuando hablo.
Con cariño,
Óliver
PD: ¿Me recogerás en la estación?
Su caligrafía sigue igual de controlada y elegante. ¿Habrá cambiado? Seis años sin noticias de él es mucho tiempo para convertirse en otra persona o, como mínimo, perder viejos hábitos.
Allí, sentada aún sobre la hierba del jardín de tu casa, lees la carta varias veces y algo no encaja. Después de tanto tiempo, hubieras esperado una explicación, un motivo por su parte para contactar a su creación de nuevo, después de haberse olvidado de ella.
Después de meter la hoja de nuevo en el sobre, te pones en pie con un susurro de la falda de lino sobre el césped. Las hojas de hierba te acarician los pies desnudos y cosquillean especialmente en tus costuras. Sientes el roce de tus rizos caóticos en los hombros, a través de la fina tela de la camisa, y piensas que quizás deberías cambiar de ropa. ¿Qué debe llevar puesto una muñeca que va a reencontrarse con el artesano que le dio forma?
En el momento en el que detienes tu vehículo en la estación de tren, una joven bruja se asoma a la puerta del edificio, con su vara apuntando a su garganta para proyectar la voz sin tener que gritar.
—El tren procedente de Grialda efectuará su llegada en cinco minutos.
Todos saben que las brujas son más poderosas que los artesanos, pero, de algún modo, tú sientes más temor cuando pasas junto a uno de ellos. Quizás es porque las brujas no tienen la capacidad de crear como los artesanos y, por tanto, no se aprovechan de lo que conciben para suplir sus necesidades.
Una brisa juguetea con los bordes de tu gabardina cuando sales del coche. Aunque el frío ya apacigua y el sol pega, aún necesitas añadir alguna capa encima de la camisa. Además, te favorece y queda muy bien con tus pantalones de pinza favoritos. Enciendes un cigarrillo mientras te encaminas hacia las vías. Tienes menos de cinco minutos para calmar los nervios y prepararte para ver de nuevo a Óliver.
Mientras esperas, un artesano pasa por tu lado, mirando con atención las costuras de tu cuello y manos, las únicas que tienes a la vista, una bruja anciana se acerca al tablón de anuncios para actualizar las salidas y dos niñas creadas corretean de un lado a otro bajo la atenta mirada de su artesano. Te sientes agradecida por no ser como ellas. Las creaciones no enferman, pero tampoco envejecen ni su cuerpo ni su mente. Ser concebida como niña supone mantener esa imagen el resto de una muy longeva vida. Es algo cruel, pero algunos creadores no encuentran una bruja que los quiera y les proporcione hijos, así que se ven obligados a generarlos por sus propios medios.
El tren se acerca reduciendo la velocidad e incrementando el sonido de su paso por las vías con cada metro que avanza. Con cada metro, también aumenta el temblor de tus manos. Intentas llevarte el cigarro a los labios, pero has perdido el control de tus extremidades, así que lo lanzas con furia contra el suelo de piedra. Hasta el momento, solo has sentido curiosidad y nerviosismo por este acontecimiento tan fuera de lugar, pero ahora percibes la rabia ascendiendo desde la punta de tus botas, por tus rodillas finas y tus muslos, a través de tu vientre y hasta tu pecho. Ahora, la gabardina parece sobrar y te desborda la necesidad de marcharte. ¿A qué viene? ¿A qué diablos viene ahora su carta, su visita?
Lo ves bajar del tren con la elegancia que lo caracteriza. Su pelo negro y ondulado es azotado por una ráfaga de aire cálido. Tienes que acariciar esas ondas. Lo necesitas. Contienes la respiración cuando lo ves acercarse un cigarrillo a los labios y encenderlo con una cerilla. Luego, mientras comienza a recorrer la estación con sus ojos, en tu busca, solo puedes sentir que aquello saldrá bien.
La mirada de él por fin encuentra la tuya y una sonrisa blanca y cegadora ocupa su rostro. Antes, siempre mostraba esa felicidad arrolladora cuando te veía, siempre se acercaba a ti apresurado y te abrazaba con fuerza y ansias; tal como lo hace en ese momento, para tu sorpresa, que te encuentras a ti misma despegando los pies del suelo.
Cuando Óliver te suelta por fin, sientes un picor antigüo en tus costuras, el del anhelo: te piden que vuelvas a tocarlo, que vuelvas a pegarte a él. Los ojos de él te recorren, deteniéndose en tu cuello, y entiendes que él puede percibir también esa unión mágica.
—Qué guapa estás, Octavia —susurra él con voz ronca—. La vida te trata bien.
—No me puedo quejar. —Sientes el calor subiendo a tus mejillas.
El paso de los años ha dejado marca en él. Tiene nuevas arruguitas alrededor de los ojos y su piel tersa parece ahora más porosa. Se ha dejado crecer la barba lo suficiente para generar una sombra atractiva que le hace parecer más astuto.
—Temía que no vinieses.
Seguro que no es verdad. Él sabe que siempre acudirás a su encuentro, como tú sabes que, por muchos años que pasen, él siempre se acordará de ti. Algún día tenía que pasar, algún día él tenía que volver; y lo ha hecho. Esta vez, se dará cuenta de que lo que siente por ti es más que un capricho o una unión mágica.
—Llámame y acudiré, ya lo sabes. Vamos —añades mientras te giras y Óliver se deshace de lo que le queda del cigarro para encender otro—, tengo el coche fuera.
Conducir por Solvella con él de copiloto se te hace raro. Siempre era él quien te llevaba en su coche rojo por las calles estrechas y empinadas de Grialda, siempre ibais en su coche de mirador en mirador o a ver el atardecer junto al lago. Te gustaba deleitarte con el movimiento de su mano en la palanca de cambios u observar el ángulo de su mandíbula mientras él miraba la carretera. Ahora es él quien te contempla conducir por una ciudad que no ha visitado nunca porque nunca ha querido.
—¿Dónde vamos? —quieres saber.
—¿Tienes café en casa? —pregunta él, sonriente. Ha bajado la ventanilla y el viento azota y desordena con violencia su cabello. El sol tiene un tono naranja e ilumina la ciudad con ternura.
—Claro.
—Llévame a tu hogar, entonces.
Otra novedad. Cuando vivías en Grialda, él nunca había querido subir a tu apartamento. Óliver enciende su tercer cigarrillo y te ofrece uno, el cual aceptas agradecida. Ninguno de los dos dice nada más durante el trayecto, pero el silencio es cómodo, como si reflejara la ausencia de los años que han pasado. Él observa la ciudad a la que tantas veces has intentado que acuda. ¿Le gusta lo que ve? ¿Se arrepiente de no haber visitado antes? Sí, seguro que sí.
Una vez en la entrada del jardín, lo invitas a pasar, nerviosa. El contraste de su gabardina oscura con la vegetación que empieza a florecer tiene algo erótico que no se te escapa. Sus dedos largos acarician un hadita que volotea sobre su cabeza mientras, con la otra mano, enciende otro cigarro. Tú sacas también uno tras abrir la puerta que da al interior. Te diriges a la cocina, tus botas dejando un rastro sordo a tu paso por el suelo de mármol, seguida por el artesano. El muchacho se quita la gabardina y muestra unos tirantes sobre una camisa lo suficientemente fina para dejar ver los músculos que su vuelo oculta.
—Creo que ahora fumas demasiado, Óliver —comentas mientras preparas la cafetera. La luz de la tarde entra por el enorme ventanal de la cocina, bañando cada rincón de la estancia.
Al chico se le escapa una risa ronca que bailotea hasta tus oídos, como una melodía animada por los pajarillos que pían desde fuera. El calor que sientes en tus costuras no tiene nada que ver con la acción del sol, sino con ese instante.
—Tú también, Octavia.
—Pero —te giras hacia él con la gracia propia de alguien que ha sido creado— yo no puedo enfermar. Tú sí.
—Eso es un detalle insignificante. ¿Aún conservas ese viejo cacharro?
Su mano señala la vieja máquina de escribir en la isla del centro.
—Me la regaló tu madre, nunca voy a deshacerme de ella.
—Está bien, es una reliquia. —Sus pasos hacen eco cuando se acerca a ti y posa la cadera en la encimera, a tu lado. Vuestros brazos se rozan y tus costuras piden más—. ¿Y la cámara la tienes aún?
—Hace mucho que no la uso.
La cafetera aúlla tras vosotros. Él te mira en silencio, no sabrá qué decir ante tu confesión. No has vuelto a tocar la cámara desde que volviste a Solvella, hace seis años.
Te separas de él y viertes el café en una vieja taza. Se la ofreces sin mediar palabra y te atreves a preguntar lo que lleva rondando tu cabeza desde que crujió el papel sobre el césped y leíste su contenido.
—¿Por qué has venido?
Óliver da un trago al café, sin importarle que esté ardiendo, y frunce el ceño en un gesto de confusión.
—¿A qué te refieres? Quería verte. Han pasado muchos años.
—Exacto —coincides—. Han pasado muchos años. Seis, para concretar. Seis años después, reapareces.
Él mantiene un semblante serio y te observa. Recorre tus piernas, apenas intuibles bajo la tela de lino, y se detiene un segundo en la zona de la camisa que se esconde bajo el borde de los pantalones, en tu cintura. Luego clava sus ojos en los tuyos y hace un gesto despreocupado con los hombros.
—No entiendo por qué lo dices. Siempre hemos hecho esto —señala el espacio que os separa con un dedo—, dejar de comunicarnos un tiempo y luego volver.
Indignada, resoplas y dejas escapar una sonrisa que no te llega a los ojos y que resbala por tu piel hasta caer inservible al suelo.
—¡Pero no seis años! —exclamas—. Te habías olvidado de mí, reconócelo.
Óliver te contempla con el rostro imperturbable, pero en el café, su cuchara tiembla. Sin mediar palabra, se da la vuelta y suelta la taza en la encimera. Lo ves acercarse de nuevo a su gabardina, que descansa sobre la isla, para atraparla y ponérsela.
—¿Dónde vas? —preguntas confundidas.
—Vuelvo a casa. Ha sido un error escribirte.
El reproche es evidente en su tono. Lo contemplas atónita. Lo ves salir por la puerta que conecta la cocina con el jardín, dando un portazo al cerrar. No comprendes su reacción, no comprendes por qué habla como si le hubieras preguntado lo que en realidad querías preguntar: «¿De quién te vengabas mientras estuve a tu lado?».
Porque de eso se había tratado su noria de vida, de una venganza. El daño que te había hecho era para desagraviar a alguien más. Todos los vaivenes, el tira y afloja a lo largo de los años, las respuestas vagas y la atención medida, la justa para mantenerte enganchada. Tú misma eres una prueba viviente de los deseos de él.
Pero, en el fondo, él te quería. Lo sigue haciendo. Lo ha demostrado cada vez que ha vuelto y se ha interesado por saber cómo estás, qué nuevas peripecias te ha traído la vida y qué nuevas sensaciones has descubierto. Pero es terco y nunca lo va a reconocer.
Sales por la misma puerta que ha usado él para huir. Lo ves atravesar la tapia que rodea el jardín y encaminarse hacia la estación de trenes. Algunas haditas revolotean a su alrededor, el viento empuja su pelo enredado hacia delante y el sol acaricia su piel clara. Camina con elegancia y frustración, una combinación que te parece sensual y que te lleva a arrepentirte de haber sido tan brusca. Deberías haber aprovechado la situación para acercarte a él, hacerle ver, por fin, que está bien aceptar lo que siente por ti. Deberías haberte acercado a él y besarlo. Él hubiera correspondido a tus labios, sin duda.
De vuelta a Grialda, cansado, repasas la tarde en tu cabeza cuando escuchas el crujido del papel sobre la mesa de madera del tren. Una carta ha aparecido y sabes bien a quién pertenece.
Mi Óliver,
Llevas tiempo sin romper muñecas y por eso has vuelto. Hace mucho que me incendiaste y alguien ha soplado las cenizas, ya han volado las cenizas. Pero no me das miedo, sé lo que guarda tu corazón. Lo he notado en tu abrazo al verme, no podías esperar para lanzarte sobre mí y alzarme.
Estoy dispuesta a dejarte jugar conmigo de nuevo porque sé que esta vez no vas a romperme.
Vuelve, Óliver.
Tuya,
Octavia
Devuelves la carta al sobre, confundido. Ya te lo habían advertido. Las creaciones absorben demasiado de la intención de su artesano. La arcilla bebe de los deseos de quien le dio forma mientras está siendo quemada. Así, las mentes de los niños creados nunca evolucionan, complacientes ante el deseo de su artesano de tener un hijo.
A Octavia la creaste como satisfacción propia. Moldeaste a alguien que no se cansaría nunca de ti, que siempre estaría cuando la necesitaras, aunque jugaras con ella, aunque la reclamaras después de seis años de silencio. Ella siempre creerá que la amas y tú siempre le aportarás lo mínimo para alimentar esa creencia.
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