Los obreros X504
A altas horas de la madrugada, mientras los obreros descartaban las piezas defectuosas que habían cortado las máquinas fresadoras, oíste un estallido seco que hizo que giraras la cabeza hacia una válvula rota que despedazó y disparó varias vigas de metal que había cerca, justo delante de los tubos conductores de gas a presión. Viste cómo los fragmentos atravesaron las mallas protectoras de la fábrica y generaron una explosión de nitrógeno gasificado que alertó a los obreros que se encontraban más lejos y mutiló y destrozó a los que estaban cerca de las mallas. Frente a tus ojos, los infortunados que estaban cerca de la explosión salieron disparados por los aires junto con los tubos y las vigas rotas, y algunos otros quedaron lacerados por la granizada de esquirlas metálicas que les atravesó la piel y los ojos a la manera de pequeñas, diminutas navajas calientes. Viste cómo un derrumbe de metal se precipitaba sobre ti.
Los robots de control de desastres, es decir, los robots de limpieza sistematizada –una especie de centauros eléctricos de forma humanoide de la cintura para arriba y armazón de aspiradora de la cintura para abajo– recogieron los fragmentos de metal filoso y levantaron los escombros de vigas rotas y mallas despedazadas que se acumulaban como montañas de acero, como valles de metal, como desperdigados relieves irregulares que había por toda la fábrica. Eso lo viste posteriormente, como en una especie de sueño.
Antes de eso, antes de que vieras el paisaje que la explosión dejó en la fábrica, los robots de limpieza te sacaron de debajo de una de las láminas de las mallas. Escucha. «Encontramos a X504». Respira. El corazón debe funcionar. Que sepan que estás consciente.
El robot de limpieza examinó tus signos vitales, verificó de nuevo tu número de serie, constató que seguías con vida, te puso en una camilla de paramédicos que flotaba del suelo por el magnetismo invertido y te condujo al sector clínico de la fábrica. O eso pensaste que habían hecho. Se supone que así es el protocolo.
Un yunque dentro del cráneo. El cerebro que se calcifica dentro de un domo óseo. Primero es eso. Rigidez, endurecimiento. Luego es el órgano intangible del pensamiento que parpadea como la luz verde de un faro. Luego es gelatina, es un pálpito, es una hinchazón de sesos y materia gris. Pensar es como ejercitar un músculo que entra en calor. Más tarde, a penas un instante más tarde, antes de que aparezcan las ideas y los conceptos, hay una resonancia remota que proviene del pozo de la conciencia como el eco de la identidad perdida en la noche y en el sueño.
Te despiertas en el cuarto de un hospital, en la unidad de cuidados intensivos. Mientras la imagen de la habitación se aclara ante uno de tus ojos como una foto que se revela en el cuarto rojo, constatas que ya habías tenido aquella sensación de extrañeza sobre tu propia identidad, la experiencia de lo ajeno dentro y fuera de ti. Pero quizá el paso progresivo de la inexistencia a ser alguien en el acto de levantarse todos los días fue más lenta hoy. Lo que te dio tiempo para apreciarla detalladamente, para pensar que hay intervalos en los que puedes olvidar tu identidad.
Tienes la sensación de que te falta la mitad del cuerpo. Es como si te hubieras acostado una noche siendo una persona completa y durante el sueño la mitad de tu cuerpo y tu alma se hubieran quedado atrapadas. Mira con el ojo bueno. El blanco que se extiende desde las paredes hasta el techo, los paneles circulares de luz que iluminan la habitación, las sábanas blancas, el catéter, los cubos de basura con los símbolos de peligro y material tóxico, el canapé pegado a la camilla, una cortina que divide el cuarto en dos, el olor a enfermo en estado de coma que entra por una de las fosas nasales.
El flanco izquierdo de la habitación no aparece a la vista, careces de visión lateral y de profundidad. Quieres moverte, girarte hacia la izquierda, pero una parte de tu cuerpo no responde; está pesada y muerta como un bloque de plomo. Tócate la cara con la mano derecha y constata que el resto de tu cuerpo sigue allí.
Está.
Lo puedes sentir al tacto de tu mano diestra, pero es como si ya no hicieras parte de ella, como si te hubieran cortado la mitad del cuerpo y la hubieran reemplazado con la mitad del cadáver de un extraño. Sientes a un invasor viviendo en tu propia casa, en tu propio templo. El huésped indeseado de otra carne en tu carne.
Pánico.
Quieres gritar. Quieres expulsar el alma con un alarido, quieres –a fuerza de chillidos tribales– evocar el cuerpo ilocalizable, el fragmento perdido de tu identidad. Pero antes de que tomes aire, antes de que empiece la vibración de las cuerdas vocales, dos hombres con batas blancas entran en la habitación. Uno de ellos, el que puede verse en el flanco derecho, toma la tabla que cuelga de la camilla, la lee pensativo en silencio, dirige la mirada hacia su compañero y le extiende la tabla para que él pueda leerla. La cara del doctor que recibe la tabla es indistinguible. Esfuérzate. Tus ojos ven. No tienes daño ocular. ¿Por qué no distingues el flanco izquierdo de la habitación? Es como si las imágenes que captan tus ojos fueran ininteligibles, como si carecieran de absoluto sentido, como si fueran una pintura abstracta que no es posible identificar con un objeto concreto.
Nebulosidad.
–X504 –dice el médico de cara desconocida–, su situación es delicada.
–No lo puedo ver –dices.
Los médicos se miran.
–Es de esperarse –continua el hombre de rostro desconocido–. Tiene un daño severo en su cerebro y su cuerpo.
El otro doctor tose para aclararse la garganta.
–La mitad de su cuerpo y su cerebro quedaron destrozados por la lámina de acero que le cayó encima.
Cierras el ojo bueno.
–Pero no todo es malo –prosigue el médico de rostro diáfano–. Hay una manera de ofrecerle una vida normal.
–Eso es lo que le dicen a la gente cuando queda lisiada. –Te recuestas, como puedes, sobre el espaldar de la camilla.
–Tendrá la vida que cualquier persona sana puede aspirar a tener –el médico te observa y guarda silencio un instante–. Pero hay que hacer un sacrificio.
–¿Cuál?
–Su cuerpo –dice el médico de cara invisible.
Un pesado silencio recorre la habitación.
–Significa que trasplantaremos su cerebro –se detiene un momento– bueno, la mitad de su cerebro, a otro cuerpo.
Levanta la ceja del ojo bueno, deja entrever tu desconcierto, finge.
–La mitad de su cuerpo no funciona solo porque esté dañada, sino debido a que la mitad de su cerebro se ha lesionado y no tiene reparación.
–Si trasplantamos su cerebro completo a otro cuerpo, tendrá los mismos problemas de movilidad que tiene ahora y, con el tiempo, la mitad de su cuerpo morirá. –Dice el médico de rostro desconocido.
–Seré un fenómeno de medio cerebro –finges drama.
–El cerebro es plástico. No hay partes del cerebro que tengan funciones fijas e inamovibles. Si se ve en la necesidad de hacerlo, un fragmento de cerebro puede realizar actividades que antes no llevaba a cabo –contesta el médico de rostro preclaro.
–Si quitamos la parte lesionada del cerebro y ponemos la parte buena en un cuerpo sano –dice el médico de rostro desconocido– el cerebro, al tener que manipular un cuerpo completo, tendrá que adoptar las partes que tenga para que cumplan funciones que antes no tenían.
–Es como si tuviera un cerebro y un cuerpo nuevos –dice el médico de rostro diáfano.
–Es lo mismo que morir –otra vez tu drama fingido.
–Es más como madurar. Su identidad de infante ya no existe, ya no queda nada de lo que usted era en la infancia –dice el médico de rostro diáfano–, pero eso no quiere decir que haya muerto.
–¿Y de dónde sale el cuerpo del donante? –preguntas.
–En realidad, usted sería quien haga la donación –dice el médico de rostro visible.
–Mejor sería decir que usted es la donación –dice el médico desconocido.
–¿De dónde sale el cuerpo?
–De otros obreros accidentados, claro. Recuerde el lema de la fábrica –su voz suena animada, con ese tono cantarín de los anuncios televisivos–: “No desperdiciar el talento humano”.
–Así es –complementa el médico anónimo–. Hay muchos pacientes. Antiguos trabajadores con muerte cerebral. Los hemos mantenido vivos. Hemos sanado sus cuerpos.
–¿Se puede escoger el cuerpo?
–Se le asignará un cuerpo compatible.
Guarda silencio, espera.
–No le quedan muchas opciones.
–Le estamos dando la oportunidad de vivir un poco más –dice el médico de rostro diáfano.
Lo más difícil fue habituarse a la cara y a las manos. Miras con extrañeza tus manos gruesas, de huesos metacarpianos anchos, con dedos gordos y duros de mecánico. Los nudillos son fuertes y pronunciados, y tienes una plantación de vellos rojizos que empieza desde el dorso ancho de la mano, sube por la muñeca y recorre el antebrazo hasta casi llegar al codo. Cuando les da el sol o el destello de las calderas con metal fundido, los vellos rojizos resplandecen como cobre fino. La mayor parte de tu cara la cubre una barba del mismo color cobrizo. Tienes arrugas debajo de las ojeras, una piel marchita por el sol y el calor de las fundidoras de la fábrica, las cejas son peludas orugas negras y tus ojos son verdes y terribles como un zafiro.
Ya no recuerdas, cosa extraña, cómo eras antes del trasplante. Los médicos te habían dicho que era algo normal que el cerebro, al irse acoplando al cuerpo nuevo, entrara en una especie de amnesia voluntaria. Si el cerebro no olvidaba que ese cuerpo no es el original, jamás podrías controlarlo con naturalidad y, al final, el contenedor rechazaría la donación. Así que progresivamente, tu anterior identidad se iría desvaneciendo como una nube que se deshace en el cielo despejado de un día caluroso. Sin embargo, no puedes no sentir que la brutalidad de ese cuerpo no coincide con cierta sensibilidad anterior, con cierta delicadeza de tu identidad original.
Te transfirieron a otro sector de la fábrica. Ya no revisas las piezas recortadas de las fresadoras automáticas en busca de errores, imperfecciones o fallos de las máquinas. Tu trabajo, dadas las condiciones físicas de ese cuerpo, es más exigente, más pesado. Como el personal mecánico escasea, es necesario que el mayor número de obreros con capacidades físicas superiores ayude a cargar vigas y láminas de metal en las transportadoras.
Ya no volverás a tu anterior sector. Jamás verás de nuevo a tus antiguos compañeros. Tu olvido progresivo se acrecentará hasta diluir tu pasado como algodón de azúcar en agua. «La parte buena», piensas, «es que cuando olvide todo, ya no tendrá sentido preocuparse por una vida anterior».
Tu miedo al olvido es igual de irracional al miedo de las personas a la muerte. Dejar de existir es un miedo estúpido porque cuando ello ocurra no habrá nadie que pueda padecer el sufrimiento de la inexistencia. Desde esa perspectiva, temer a la muerte es tan tonto como temer que, en algún momento, antes de nacer, hubo un instante en el que no existías. Sólo los vivos pueden temer algo que no se puede experimentar en vida. Sólo los que recuerdan temen al olvido.
Con esos pensamientos te consuelas.
Con el tiempo te habitúas a los trabajos forzados de la fábrica. Te esfuerzas como una máquina humana, te acostumbras a tu cuerpo nuevo, te gusta. La disonancia que había entre tu mente y tu cuerpo, entre tu identidad y la imagen que proyectabas en el espejo, se desvaneció. Te relacionas con tus compañeros como si siempre hubieras trabajado con ellos, como si tu vida anterior se hubiera convertido en un sueño difícil de recordar.
Una vez, en la sección de control de calidad, hubo un accidente. Dos tractores automatizados chocaron y una montaña de metal se desparramó en el suelo. Los remolques inteligentes no eran suficientes y llamaron a los obreros de la sección de fundición y preparación de moldes y vigas para que ayudaran en la limpieza. Tuviste que ayudar ese día.
Mientras levantabas una lámina de acero partida en dos, viste –entre las personas que seguían trabajando, revisando las piezas cortadas por las fresadoras– a una mujer morena, de baja estatura, de ojos negros, con medio cuerpo tullido y un ojo apagado. Te pareció familiar.
Terminaste el trabajo y volviste a tu sector.
Ella, en cambio, recordó algo vago, una impresión, una fotografía pixelada por la amnesia. Una cama de hospital. Una habitación blanca. Dos hombres hablaban. Uno de ellos no se distinguía. El otro era diáfano como el reflejo en un espejo limpio. Le ofrecieron algo. Ella se negó. Se quedó como estaba. Siguió con su vida.
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