Tu sueño americano
Son las ocho y media,
es hora de levantarte. Hoy te toca escribir la ponencia para un congreso sobre
el cine europeo del siglo XX. Lo mejor sería terminarla hoy, pero no lo ves muy
probable. También tienes que dar una clase particular. Y por la noche ir al
concierto. Te has dado ese capricho porque los últimos cinco meses no haces
otra cosa que trabajar, escribir ensayos y artículos. Se supone que estás
haciendo lo que te gusta, pero, seamos sinceros, no te lo imaginabas así. Hace cinco
meses que viniste a Estados Unidos para hacer un doctorado en estudios
audiovisuales. Te han dado la beca que has estado esperando dos años. Esta vez
por fin has quedado. Pero ya estás agotada. Tienes demasiadas clases en la
universidad, demasiados trabajos de investigación —como ese que tienes que
escribir hoy— y una beca demasiado humilde. Te da para vivir,
pero muy justo. No deberías permitirte conciertos. Pero hoy sí, porque si no,
esto no es vida.
Mientras
escribes, o, mejor dicho, intentas escribir la ponencia, te pones a pensar en
tu futuro y no te gusta. No sabes si podrás aguantar tanta carga tres años más.
No sabes si vas a encontrar trabajo después del doctorado. No sabes si venir
aquí ha sido buena idea.
Tus amigas te
preguntan por videollamadas si estás saliendo con alguien. Si te has encontrado
a algún estadounidense alto y confiable, con un trabajo estable y un coche
caro. Les dices que no tienes tiempo para ello. Es verdad, no tienes tiempo.
Pero estaría bien.
Piénsatelo,
piénsatelo en serio. Imagínate a tu estadounidense. Es alto. Tiene el pelo
rubio, o tal vez oscuro, como prefieras. Imagina su coche. Te dejará
conducirlo. Nunca has conducido un coche tan caro. Te invitará a restaurantes.
Pasearéis juntos con su perro. Imagínatelo todo bien.
Y ahora ponte a
trabajar. Hoy tienes que terminar la ponencia. O por lo menos avanzar bastante.
Concéntrate en tu trabajo. Concéntrate en tu estadounidense.
Ya es hora de
salir. No te olvides de ponerte los pendientes. Esos no, mejor esos. Vas justa
de tiempo. Sales de tu casa y coges el metro. Todavía no has encontrado a tu
estadounidense y tienes que ir en metro. Tú sola en este país nunca te vas a
poder permitir un coche. Por lo menos, en los próximos ocho o nueve años. Ya
tienes treinta y dos. Nunca es tarde para comprarse el primer coche, pero
preferirías que fuera antes.
Entras en la sala
de conciertos y observas en público. Hay gente de todo tipo. Parejas mayores.
Hombres con traje. Chicas con zapatos de tacón. Algunos conversan en voz baja,
otros buscan sus asientos o revisan la programación. El aire huele a perfume y
a madera pulida.
Buscas tu fila,
tu asiento. Ahí está. Hay un señor sentado que te impide el camino. Está
mirando el móvil y no te ve. Tienes que pedirle que se levante. Dile: “Excuse
me…”.
Te deja pasar. Le dices thank you. Te
sientas. El señor sigue mirando el móvil. ¿Qué tiene? Parece una aplicación de
un banco o algo así. La de tu banco es mejor ni mirarla. Nunca tienes dinero.
Quedan tres
minutos hasta que empiece el concierto. Bueno, tal vez no empezarán en punto.
Te acomodas en la silla y apagas el sonido del móvil.
Miras otra vez al
señor. No es una aplicación del banco. Es una aplicación para invertir en
bolsa. ¿Qué sentido tiene mirarla ahora que la bolsa está cerrada?
Empieza el
concierto. Los músicos entran en el escenario, se sientan, tocan, algunos se
van, otros vienen, se cambian de sitio, aparece una cantante con un vestido
largo de lentejuelas. Nunca has entendido por qué se ponen este tipo de vestidos.
Te parecen feísimos.
Pero la música te
gusta. Estás escuchando con atención, y tus pensamientos vuelan muy lejos, al
otro lado del océano. Cuando termina la primera parte del concierto, vuelves a
la realidad. El hombre al lado ha vuelto a mirar el móvil. No lo mires tanto.
Tiene 265 mil dólares en su cuenta de inversión. No lo mires.
Cuando vuelves a
la sala, el hombre te ve y se levanta. Os intercambiáis unas sonrisas. Es
bastante mayor que tu estadounidense imaginario de coche caro. Tiene unos veinte
años más que tú. Pero seguro que tiene un coche aún más caro. Y 265 mil dólares
en la cuenta de inversión. Te parece simpático.
Durante la
segunda parte del concierto, piensas en tu estadounidense rico con traje y
coche caro. Te lo imaginas mayor que antes. Y con una cuenta de inversión.
Al final,
aplaudes mucho. Cuando sale la cantante, el hombre a tu lado murmura:
—Maravillosa,
maravillosa la soprano.
—Sí, sí, muy
buena —contestas, como si sus palabras estuvieran dirigidas a ti. Te mira.
—El jueves por la
noche no puedo, me han invitado a un concierto —le dices a una compañera de
clase que te propone ver juntas una película para un seminario.
—¿A un concierto?
—Sí, de música
clásica.
—¿Y quién te ha
invitado?
Crees que ella
hace demasiadas preguntas, pero qué le vas a hacer.
—Un amigo.
—¿Un amigo?
Te molesta su
manera de repetir tus palabras e intentas cambiar de tema:
—Bueno, un
conocido. Y la peli la podemos ver el miércoles en mi casa si te viene bien.
¿Qué te parece?
Después del
concierto, él te invita a tomar algo a un bar de copas. Durante estos cinco
meses nunca te había pasado nada así: todo era estudios, tareas, clases
particulares, como máximo, algún congreso. Y ahora vas con un estadounidense a
un bar a tomar algo después del concierto. Te sientes inferior a él en todos
los sentidos: eres extranjera, más joven y no tienes 265 mil dólares en la
cuenta de inversión. De hecho, ni siquiera tienes una cuenta de inversión.
En el bar le
hablas de tu tesis, de tu país, de tus planes. Él te habla de su negocio —algo
relacionado con las máquinas industriales—, de música clásica, de literatura.
Parece un hombre culto e inteligente. Dice que vive solo. No menciona su cuenta
de inversión.
Te acuerdas de tu
estadounidense imaginario de coche caro. Por un momento sientes que le estás
traicionando. No, no pienses así. No estás haciendo nada malo.
—Entonces,
¿quieres quedarte aquí después del doctorado? —Mueve su vaso intentando hacer
que encaje perfectamente en uno de los cuadrados de madera en la superficie de
la mesa.
—Sí... Creo que
sí. —Das un sorbo a tu copa y piensas que en realidad no lo tienes tan claro—.
Me gusta la ciudad, la universidad… y no quiero volver sin haber conseguido
algo.
—¿Algo como qué?
—Un trabajo,
estabilidad. —Te encoges de hombros—. No lo sé. No quiero que todo esto termine
y de repente me vea otra vez en casa, como si estos años no hubieran existido.
Él asiente con la
cabeza.
—Es curioso…
Conozco a mucha gente que se muda aquí con planes muy concretos, con un camino
trazado. Pero tú… No pareces tener un plan rígido, y eso no está mal. A veces
es mejor dejarse llevar.
—¿Tú lo hiciste?
—No. —Se ríe
suavemente—. Siempre tuve un plan. Pero a veces los planes fallan.
Se crea un
pequeño silencio. Te preguntas qué significa exactamente esa frase, pero él no
añade nada más.
—Dijiste que tu
negocio tiene que ver con máquinas industriales… ¿Cómo llegaste a eso?
—Por casualidad.
Como suele suceder en la vida. —Hace una pausa y se inclina un poco hacia ti—.
Pero no creo que sea interesante. Háblame de tu investigación. ¿Tienes alguna
teoría favorita para tu tesis?
—No tengo teorías
favoritas. Tengo teorías útiles.
Él sonríe, como
si le gustara esa respuesta.
—Está bien. ¿Y
qué pasa si ninguna te convence del todo?
—Las ajusto hasta
que me convencen.
—Ingenioso.
La conversación
sigue, ligera, con pausas en las que él te observa de un modo que no terminas
de descifrar. En algún momento miras el reloj y te das cuenta de que ya es muy
tarde. Él nota tu preocupación.
—Te llevo a casa.
Lo dice con naturalidad,
sin presión. Pero no es una pregunta.
A la mañana
siguiente te despiertas y te vienen los recuerdos de la noche anterior. Te
llevó a casa en su coche caro, te besó y te deseó buenas noches. Te besó un
hombre de unos cincuenta años que tiene 265 mil dólares en la cuenta de
inversión. ¿Será él tu estadounidense imaginario? Bueno, en este caso ya no es
imaginario. Es real. ¿Es lo que estabas buscando?
Pasas toda la
mañana escribiendo un ensayo para una asignatura. Luego vas a clases. Por la
tarde te escribe y te propone quedar para cenar. Algún día de la semana, el que
te venga mejor. Lo hace sin insistir, pero sientes que sabe muy bien lo que
quiere. “Siempre tuve un plan”. Tal vez tú también ya tienes uno.
Te lleva a un restaurante
italiano. Os pedís una pizza para dos y unas copas de vino.
—Entonces, tu
interés principal es el cine de ciencia ficción, ¿verdad?
—Sí. —Quieres
llevarte un trozo de pizza al plato y él hace lo mismo. Vuestras manos se tocan
ligeramente—. Me interesa el cine europeo de los años 70-80, para ser más precisa.
—Interesante… —Con mucho cuidado, pone el
trozo de pizza en su plato. Notas una leve sonrisa en sus labios—. Las
historias de futuros imaginados, mundos posibles…
—Y de soledad.
—Dejas tu pizza en el plato y levantas la copa—. Casi todas esas películas
hablan de la soledad, de un aislamiento inevitable.
—¿Inevitable?
—Levanta la vista hacia ti, como si evaluara algo más allá de tus palabras.
—Tarde o
temprano, sí. —Acercas la copa a la boca y te fijas en el sabor del vino, ácido
y dulce a la vez.
Él acerca la mano
a su copa, pero no la levanta y se queda un rato sujetándola por el tallo.
—Por lo menos, se
puede intentar que tarde más en llegar.
No lo dice con
prisa ni con insistencia. Es solo una frase lanzada al aire, que se queda
flotando entre vosotros.
Después de la
cena, te lleva a su casa y pasas la noche con él.
A medida que
pasan las semanas, entre vosotros se establece una especie de rutina. Te lleva
a comer o a algún concierto entre semana, el viernes o el sábado cenáis juntos
y luego vais a su casa. No es el mejor amante, aunque tampoco has tenido
tantos. El sexo con él es monótono, repetitivo, mecánico. ¿No crees que se
parece a un robot, como en una de las películas de tu tesis? Lo parece, sí que
lo parece. Pero no pienses en ello, sobre todo en medio del proceso, no te
rías. Es tu estadounidense con 265 mil dólares en la cuenta de inversión. De la
que, por cierto, todavía no te ha contado.
Has estado en su
casa en varias ocasiones y no has visto nada que demuestre la presencia de
otras mujeres en su vida. Él no nunca te ha contado mucho de su vida personal.
Siempre ha dicho que está solo, que no tiene familia. Lo más seguro es que ha
tenido alguna historia infeliz, crees tú y no le preguntas.
Poco a poco empiezas
a sentir por él algo que todavía no es enamoramiento, pero una especie de
ternura con un toque de piedad y vergüenza. Ves que en realidad es buena
persona, que se siente solo, que no tiene la culpa de que se parece a un robot.
Ya no es solo tu estadounidense imaginario con 265 mil dólares en la cuenta de
inversión, ahora también es el hombre con el que escuchas buena música y comes
bien, el hombre que te lleva en coche, el hombre con el que te acuestas.
Pasan unos meses,
ya es primavera. En una de vuestras cenas de la noche del viernes, él te dice:
—Te quería
proponer una cosa. —Deja la copa en la mesa y te mira en los ojos.
“¿Matrimonio?”,
piensas tú y no sabes por qué se te ha ocurrido esto. Qué estupidez. Como un
relámpago, en tu mente aparecen dos fotogramas: vosotros dos, una pareja tan absurda
y desigual, intercambiando alianzas de oro supercaras, y el pasaporte de
Estados Unidos con tu foto. La segunda imagen te gusta, la primera no tanto.
—A principios de
junio quiero tomar unas vacaciones y pasar unos días en una casa en la playa —sigue
él—. ¿Vienes conmigo?
—¿A la playa? ¿En
junio? —Te quedas pensando, intentando recordar tu calendario de entregas de
tareas en la universidad.
—Sí. Voy todos
los años a la misma casita, está en una zona tranquila, frente al mar… No
tienes que decidir ahora.
Observas tu copa.
El vino es de color granate, está muy bueno.
—Me gustaría
mucho. Pero sabes que tengo que entregar varios trabajos… Tengo que ver qué
hago con esto. ¿Qué fechas serían?
—Del 4 al 9 de
junio, es cuando mi socio me deja libre. —Sonríe levemente.
Va a ser difícil terminar
todo lo que tienes que entregar hasta el 4 de junio, pero entiendes que puede
ser una buena oportunidad para… Para insinuarle que ya es hora que te vayas a
vivir con él, por lo menos. Que todo es en serio.
La imagen del
pasaporte estadounidense con tu foto no se te quita de la cabeza.
Hasta junio,
haces un gran esfuerzo para terminar las tareas del doctorado. Dejas una para
el siguiente cuatrimestre, porque no te da tiempo. No avanzas nada con la
tesis, aunque la tutora espera que le enseñes algo. En realidad, siempre espera
que le enseñes algo.
Cuando el 4 de
junio él pasa a recogerte, estás más nerviosa de lo que deberías. Intuyes que
este viaje puede ser decisivo. Lo miras y te parece que también está algo
inquieto, demasiado serio, de mal humor. Al principio intentas sonreír y
hablarle como si nada, pero la conversación no fluye. Al final te quedas medio
dormida: la noche anterior estuviste corrigiendo un ensayo hasta tarde.
En el camino,
paráis para comer en un restaurante al lado de la carretera. Te traen una pasta
carbonara enorme que no puedes acabar. Él está más callado que siempre, te
pregunta por tu ensayo, pero como si no tuviera mucho interés. Tú tampoco
tienes ganas de hablar mucho.
Cuando llegáis a
la casa en la playa, te la enseña y te invita a dar una vuelta por la orilla.
—Tal vez más
tarde… Es que estoy cansada, no sé qué me pasa. Voy a descansar un rato, ¿vale?
Te acuestas medio
vestida y te das cuenta de que tenerlo cerca, en la misma cama, se ha
convertido en algo muy natural. Quieres que venga y te ayude a desconectar de
tus preocupaciones en este lugar nuevo para ti y tan familiar para él. Tu plan
era vincularlo más a ti, dar el siguiente paso en vuestra relación para hacerla
más estable, pero parece que tú misma ya estás demasiado apegada a él para
actuar con tanta estrategia y premeditación. ¿Apegada o acostumbrada?
Mientras estás
pensando todo esto, lo oyes hablar por teléfono, irritado, casi gritando. Te
sientes incómoda. No te gusta cómo está empezando este viaje.
Dentro de un par
de horas, él, intentando no hacer mucho ruido, entra en la habitación. Te
invita a dar una vuelta por la playa y cenar en algún restaurante. Te levantas,
te pones los vaqueros y salís.
—¿Has dormido un
poco? —Mira a lo lejos, más allá del horizonte.
—No, la verdad es
que no… Solo he estado tumbada, descansando… —Tú también miras el mar, el
horizonte y te quedas un rato callada—. Qué bonito es este sitio.
—Ya… Quizás es la
última vez que vengo aquí.
Sabes que está
esperando que preguntes, así que lo haces.
—¿Qué quieres
decir?
Os detenéis cerca
de la barandilla que separa el paseo y la playa. Él se queda un rato callado y respira
hondo antes de hablar.
—Estoy arruinado.
Mi negocio fracasó. En los últimos meses perdí a los tres clientes principales.
No tengo nada. —Hace una pausa, te observa—. Solo una deuda de 200 mil dólares.
Sientes que el
aire marino se vuelve más denso, más pesado. La imagen del pasaporte
estadounidense con tu foto sigue en tu mente, pero ahora te parece ridícula e
inoportuna.
—Lo siento mucho…
—Te cuesta asumir esta información, no entiendes nada—. Pero ¿no tenías...
inversiones?
—Propias, no. En
casa del herrero, cuchillo de palo—. Suelta una risa amarga—. Estuve
gestionando la cuenta de inversión de mi ex… de mi mujer. Es que no estamos
divorciados todavía. Y si lo hacemos seguramente me echa de casa, es su
herencia, pertenecía a sus padres. Y el dinero también. Me dejaba usar un
porcentaje de las ganancias para desarrollar mi negocio. Pero últimamente he
tenido que vender gran parte de sus activos y ahora le debo también a ella…
Se calla. Los dos
os quedáis mirando los reflejos del sol que acaba de desaparecer detrás del
horizonte.
—Pero… ¿Por qué no
me dijiste que estabas casado?
—Es que no sabía
cómo decírtelo.
Apoya los codos
en la barandilla y baja la vista. Y tú, ¿qué vas a hacer ahora?
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