domingo, 16 de febrero de 2025

-Relato 5 de Camila Perdomo

INSURGENTE

Ramiro no ha vuelto. Hace dos semanas que no regresa, y en casa la espera se hace interminable, un pozo sin fondo. Mi madre, que antes parecía llevar la vida con la ligereza a pesar de las dificultades, ahora se ha vuelto una sombra. Llama todos los días a la policía, pero la voz de las autoridades se oye lejana, como si sus palabras estuvieran cubiertas por un mar de indiferencia. "Seguro se fue con sus amigos", dicen. "Muchachos como él son así", murmuran, como si todo fuera un juego o un capricho. Tal vez encontró trabajo en otro pueblo, dice Carmen nuestra vecina, tratando de tranquilizar a mamá.

Lo que no dicen, lo que nadie dice, es que mamá ya no duerme. La veo, muchas veces, de pie frente a la ventana, los ojos abiertos, clavados en la oscuridad, como si esperara ver a Ramiro aparecer en la esquina, con la misma sonrisa de siempre. Su plato sigue vacío en la mesa, y nadie se atreve a retirarlo. Papá, con su silencio pesado, dice que debemos ser fuertes. Que debemos seguir como si nada. Pero yo lo veo apretar los puños, en los momentos en los que cree que no lo miro. Ayer, cuando creí que todos dormían, lo escuché llorar, como un niño perdido, encerrado en el baño.

Hoy, un hombre vestido con uniforme ha llegado. Dice que no hay nada que hacer. Que muchachos como Ramiro desaparecen todos los días. Mamá le grita, grita con una rabia que nunca le había oído antes: "Ramiro no es uno de esos", le dice. "Él no es un vago, no se mete en problemas, él estudia, trabaja". El hombre, con la calma de quien ya ha visto demasiado, se encoge de hombros. "El país está muy difícil", y sugiere que tal vez se fue con malas compañías. ¿Qué son malas compañías? Yo no lo sé. Pero sé que mamá, después de que el hombre se va, se queda sentada en la sala, con la cara enterrada entre las manos, como si su alma no pudiera soportar más. Y sé que, aunque solo falta Ramiro, la casa está más vacía que nunca.

Ayer, mientras mamá hablaba en voz baja con la tía, escuché aquellas palabras que me horadaron el corazón: "Ya han pasado dos semanas. Si no aparece, es porque ya no va a aparecer". Mamá le respondió, con una voz que trató de ser firme, pero tembló: "No digas tonterías". Pero la verdad, esa verdad oscura, estaba flotando en el aire, a punto de tragarnos a todos.

Las horas en casa han dejado de medirse con relojes. Se estiran y se encogen con la incertidumbre, y cada día es igual al anterior: una repetición infinita de murmullos y puertas entreabiertas, de llamadas que no llegan y pasos que resuenan en el corredor como ecos de algo que ya no existe. Afuera, el sol sigue saliendo con la indiferencia de siempre, pero adentro la luz ha cambiado.

Los vecinos vienen con rostros compasivos y palabras inútiles. Nos traen pan, caldo de pollo, consejos que nadie pidió. Nos miran con esa mezcla de lástima y distancia, como si el dolor pudiera ser contagioso. Carmen, insiste en que debemos rezar. Dice que hay un sacerdote en el barrio que ha ayudado a encontrar a varios jóvenes perdidos. Mamá asiente con la cabeza, pero no se mueve. Solo sigue mirando la puerta, como si la fe le bastara para abrirla y traer a Ramiro de vuelta.

La policía ya no contesta. Primero eran excusas, después fueron largas esperas al otro lado de la línea, y ahora solo queda el silencio. Mamá ha empezado a ir a la estación en persona, a sentarse en la banca de afuera con la foto de Ramiro en las manos, esperando que alguien le diga algo. Papá la acompaña, pero su presencia es un peso más que una compañía. Cuando regresan, mamá está más pálida, más delgada, cada viaje le arranca un pedazo de vida.

A veces, cuando cae la noche y la casa se vuelve un animal dormido, puedo escucharla hablarle a la foto de Ramiro. Le dice que regrese. Le dice que aquí todo sigue igual, que su cama lo espera, que su ropa está intacta en el armario. Pero la voz de mamá se apaga como una vela que titila con el viento, y yo entiendo, aunque nadie me lo ha dicho, que hay cosas que una madre sabe antes que el resto del mundo.

Esta mañana, en la plaza, vi un grupo de mujeres con pancartas. Gritaban nombres, sostenían fotografías, alzaban los puños como si el aire mismo pudiera devolverles a sus hijos. Mamá pasó de largo, sin mirarlas, pero vi cómo se le encogieron los hombros, cómo apretó la foto de Ramiro contra su pecho, como si al hacerlo pudiera aferrarse a él, evitando que su nombre se convirtiera en un grito entre la multitud.

Las noches en casa han empezado a desdibujarse. Mamá deja la luz del pasillo encendida, con la esperanza de que un simple resplandor pueda guiar a Ramiro de regreso. Yo me duermo mirando la sombra de su cuerpo inmóvil en el umbral de la puerta, con la fotografía de mi hermano apretada contra el pecho. A veces murmura su nombre, como una plegaria a medias, como si temiera pronunciarlo demasiado fuerte y que se disolviera en el aire.

En el barrio, la gente ha dejado de preguntar. Ahora bajan la voz cuando mamá pasa, cambian de acera cuando nos ven salir. Es como si la desgracia nos hubiera marcado la piel y temieran que el simple roce de nuestras miradas pudiera atraerles la misma suerte. Papá, en cambio, ha decidido que hay que seguir con la vida, aunque la vida misma parezca habernos dado la espalda. Se levanta temprano, se va al trabajo, regresa tarde. Pero su cuerpo ya no se mueve con la misma firmeza, como si cada paso lo llevara no hacia adelante, sino más hondo en un abismo que se abre bajo sus pies. Anoche, cuando pensé que ya dormía, lo escuché desarmar la bicicleta de Ramiro. Primero quitó las ruedas, después el manillar, por último, el asiento. Lo hizo en silencio, con las manos temblorosas, como si desmontando aquel objeto pudiera desmontar también el dolor.

Hoy mamá ha salido sin decir a dónde va. Regresó horas después, con la cara surcada de líneas que antes no estaban allí y una hoja de papel arrugada en las manos. No nos dijo nada, solo se encerró en la habitación con la puerta entreabierta. Desde afuera, oí cómo rompía la hoja en pedazos y los dejaba caer al suelo, uno a uno, como si fueran cenizas.

En la tarde, mientras jugaba en la calle con los niños de la cuadra, escuché a la señora Carmen hablar con otra vecina. Decían que mamá había ido al hospital a preguntar por los cuerpos.

Esa noche, cuando mamá se sentó en la mesa, vi en sus ojos algo que no había visto antes. No era tristeza, ni rabia, ni resignación.

La última vez que hablé con Ramiro fue un domingo que hacía mucho calor, un calor que se pegaba a la piel y nos obligaba a estar en la sombra. Mi hermano estaba en el patio, con los codos apoyados en la mesa de madera donde mamá solía limpiar el arroz. Yo jugaba con una cuerda, saltando descalza sobre las piedras calientes.

—Ven, siéntate aquí un momento —me llamó.

Me acerqué y me dejé caer en el suelo con las piernas cruzadas. Ramiro me miró con una sonrisa, de esas que ponía cuando quería contarme un secreto.

—¿Te acuerdas de John, el amigo de la universidad? Pues dice que hay unos tipos que están ofreciendo trabajo.

—¿Trabajo de qué? —pregunté, mientras hacía girar la cuerda entre los dedos.

—De seguridad, dicen. En otro pueblo. Pagan bien, y con eso puedo ayudar más en la casa.

—¿Y si mamá dice que no?

Ramiro se río. Tenía los dientes blancos y grandes, y cuando se reía de verdad, cerraba los ojos un segundo antes de volver a abrirlos.

—No le voy a decir todavía. Primero quiero ver si es cierto.

Yo seguí enredando la cuerda entre las manos. En ese momento, la noticia me pareció inofensiva. Trabajo era trabajo, y Ramiro siempre hablaba de ayudar a mamá. Pero ahora, cuando revivo esa conversación en mi cabeza, hay algo en su voz, de la manera que evitó mirarme, que me dice que tal vez él mismo no estaba del todo convencido.

Dos días después, mamá me mandó a la tienda por azúcar. Cuando pasé por la esquina, vi a Ramiro hablando con dos hombres que nunca había visto antes. Vestían chaquetas negras a pesar del calor, y uno de ellos tenía un bolso grande colgado del hombro. Uno de los hombres puso una mano en su espalda y le dio una palmada, como hacen los amigos.

Esa fue la última vez que lo vi.

Esta mañana, mamá no se ha levantado de la cama. Se quedó con los ojos abiertos, fijos en el techo, como si tratara de encontrar en las manchas de humedad una respuesta. Papá la llamó tres veces para que desayunara, pero ella no contestó. Yo fui hasta la puerta y la vi allí, con la sábana subiendo hasta la barbilla y la cadena de Ramiro apretada en la mano. Me dieron ganas de entrar y abrazarla, decirle que todo va a estar bien, que tal vez Ramiro solo está perdido, que cualquier día de estos volverá con su sonrisa de siempre.

Unas horas más tarde, mientras compraba un poco de cilantro para el almuerzo escuché a dos personas hablar en voz baja. Hablaban sobre que habían encontrado cuerpos en un potrero, más allá del río. Que eran varios. Que los habían vestido con uniformes de camuflaje y les habían puesto fusiles en las manos. Que los del ejército dijeron que eran guerrilleros.

Sentí un frío raro en la espalda, aunque hacía calor y el sol quemaba la calle. Me quedé inmóvil, con la cuerda enredada en los dedos. En mi cabeza, vi a Ramiro con su camiseta blanca y sus pantalones desteñidos, vi su sonrisa torcida, vi la forma en que cerraba los ojos antes de reír. Intenté imaginarlo vestido con un uniforme, con un fusil en las manos. No pude.

Cuando llegué a casa, mamá ya sabía. Estaba sentada en la mesa con la mirada perdida. La cadena de Ramiro descansaba en su regazo, y en la mesa había un periódico arrugado. Me acerqué despacio, con el corazón latiéndome en los oídos. La foto estaba en la parte de abajo, borrosa, pero era él. O al menos se parecía. El titular decía: "Dado de baja en combate presunto insurgente en operativo del Ejército".

No entiendo muchas palabras de los adultos, pero sí entiendo lo que es "dado de baja". También entiendo que "presunto" significa que no están seguros, pero igual lo mataron.

Papá llegó tarde. Mamá no se movió de la mesa. Cuando vio el periódico, no dijo nada. Solo se llevó las manos a la cara y se quedó así, largo rato, sin respirar fuerte, sin hacer ruido. Yo me quedé quieta, con la cuerda en las manos, viendo cómo la luz de la tarde entraba por la ventana y hacía que la foto de Ramiro en el periódico brillara como si fuera un reflejo de agua.

Esa noche, mamá dejó el periódico en el patio. Lo hizo despacio, arrancando las hojas una por una y dejándolas caer en una olla vieja donde antes cocinábamos el maíz. Yo vi cómo las llamas consumían la foto de Ramiro, cómo el fuego le comía la cara hasta convertirla en ceniza. Mamá no lloró. Se quedó de pie, viendo las brasas apagarse. Luego, con las manos negras de hollín, tomó la cadena de Ramiro y se la colgó al cuello.

No sé qué va a pasar ahora. No sé si Ramiro está muerto de verdad o si alguien cometió un error. No sé si esos hombres con los que lo vi en la esquina le ofrecieron algo que no podía rechazar, si se fue engañado, si lo obligaron, si intentó escapar. No sé si alguna vez sabremos la verdad.

Al día siguiente, mamá se visitó con su falda negra y la blusa azul que usaba los domingos. Se recogió el cabello con una hebilla y salió sin decir nada. Papá intentó detenerla, pero ella lo miró con unos ojos que no admitían preguntas. Yo me quedé en la ventana viendo cómo se alejaba, caminando rápido, con los brazos cruzados sobre el pecho, como si tratara de sostenerse a sí misma.

Cuando regresó, traía los zapatos cubiertos de polvo y la cara seca, sin lágrimas. No nos dijo a dónde había ido, pero en la tarde la señora Carmen vino a la casa y la abrazó fuerte, tan fuerte que parecía que quería sostenerla en un solo pedazo.

— ¿Fuiste a verlo? —preguntó Carmen, en voz baja, como si yo no estuviera allí.

Mamá asentándose. Se quedó mirando el suelo, con las manos apretadas sobre la falda.

—No era él —dijo.

Papá levantó la cabeza de golpe.

—¿Cómo que no era él?

Mamá cerró los ojos.

—No era Ramiro.

Por un momento, sentí que algo dentro de mí se inflaba, como cuando creía que la sorpresa de un cumpleaños me haría volar de la emoción. Pero mamá no sonreía. No parecía aliviada.

—Y entonces? —preguntó papá, con la voz ronca.

Mamá no contestó. Solo cayó la cabeza, como si se hubiera quedado sin fuerzas. La señora Carmen la abrazó otra vez, y yo me di cuenta de que no era un alivio lo que flotaba en la casa, sino un miedo más grande que el de antes.

Si no era Ramiro, ¿dónde estaba?

Los días pasaron lentos. Mamá ya no iba a la policía ni a la estación de radio donde al principio nos ayudaban a difundir su foto. Algo en su interior se había roto, y parecía que la falta de respuestas dolía más que la certeza de una muerte.

Una tarde, cuando papá no estaba y mamá dormitaba en la silla del comedor, yo salí a la calle. Quería ver a los niños jugar, correr un poco, sentir que la vida seguía. Pero cuando doblé la esquina, los vi a todos amontonados en la tienda, mirando algo en la televisión vieja que colgaba de la pared.

Me acerqué despacio y escuché la voz del presentador:

—Las autoridades han confirmado que en la madrugada de hoy, un nuevo operativo dejó a cuatro presuntos insurgentes abatidos en la zona rural. El Ejército ha declarado que los enfrentamientos forman parte de su compromiso con la seguridad del país.

Las imágenes aparecieron en la pantalla: cuerpos en el suelo, cubiertos con plásticos oscuros. En una de las fotos, se vieron unas botas desgastadas y un pantalón de mezclilla.

Mi corazón se encogió.

—Dicen que los encontraron lejos de aquí —susurró un niño a mi lado—. Que los reclutaron a la fuerza.

—Mi tío dice que muchos ni siquiera son guerrilleros de verdad —dijo otro, con la voz temblorosa—. Que los agarran en la calle, les ponen un uniforme y los matan para hacer creer que ganan la guerra.

Yo no dije nada. Me di la vuelta y eché a correr hasta la casa.

Esa noche, mamá encontró un sobre debajo de la puerta. Dentro solo había un papel doblado con una frase escrita a mano: "Pregunte en el Batallón." No tenía firma.

Papá se puso de pie de inmediato.

—¿Quién dejó esto?

Mamá negó con la cabeza.

A la mañana siguiente, mamá se levantó antes que todos. No la oí mover, pero cuando salí de mi cuarto, ella ya estaba vestida y con el sobre en la mano. Papá la miraba desde la mesa con los brazos cruzados, con el ceño fruncido, con la boca apretada como si quisiera tragarse las palabras antes de decirlas.

—No vas a ir —le dijo.

Mamá no contestó.

—Te digo que no vas a ir —repitió papá, esta vez con la voz más fuerte.

—¿Y qué quieres que haga? ¿Que me queda aquí esperando hasta que venga otro sobre con una dirección o una fecha de muerte?

Papá apretó los labios, como si la respuesta estuviera en su boca pero no pudiera sacarla.

—Voy a ir —dijo mamá, con esa voz que no admitía discusión—. Si Ramiro está ahí, yo lo voy a encontrar.

 

El Batallón estaba lejos, al otro lado del río, en una zona que no frecuentábamos. Mamá me llevó con ella, aunque papá dijo que era mejor que me quedara en la casa. “No la podemos dejar sola”, respondió mamá, y papá no insistió más. El camino hasta allá fue largo. Nos subimos en una buseta vieja que temblaba con cada bache, y yo vi pasar los árboles y las casas pequeñas por la ventana, preguntándome si Ramiro había visto lo mismo cuando se fue.

Cuando llegamos, nos recibió un portón enorme con alambres de púas en la parte de arriba. Había dos soldados en la entrada. Llevaban fusiles en las manos y tenían las caras de piedra.

Mamá se acercó al espacio.

—Vengo a preguntar por mi hijo —dijo, sacando la foto de Ramiro del bolso—. Se llama Ramiro Rojas.

Uno de los soldados tomó la foto. La miró por un instante y luego se la pasó al otro.

—¿Cómo sabe que está aquí? —preguntó el primero.

—No lo sé. Solo quiero saber si saben algo de él.

El soldado se quedó en silencio. Luego, sin mirarnos, nos señaló una banca de cemento junto a la reja.

—Espera ahí.

Mamá y yo nos sentamos. El sol caía a plomo y el calor pegajoso se metía bajo la ropa, pero mamá no se movía. Solo miraba al frente, con los dedos apretando la foto de Ramiro.

Pasó una hora. Luego otra. En un momento, mamá cerró los ojos y suspiro, como si estuviera contando los minutos en su cabeza.

Entonces, un hombre salió del Batallón. No vestía uniforme, pero su presencia se sentía más fuerte que la de los soldados. Caminó con pasos largos y firmes hasta nosotras.

—Usted es la madre de Ramiro Rojas —dijo, sin preguntarlo realmente.

Mamá asiente.

—Su hijo no está aquí.

—¿Está vivo?

El hombre la miró, pero no respondió.

— ¿Está vivo? —insistió mamá, con la voz quebrada.

El hombre susspiró y se inclinó un poco hacia ella, como si quisiera que nadie más lo oyera.

—Mire, señora, hay cosas que es mejor no preguntar.

—Yo no quiero secretos. Quiero a mi hijo.

El hombre miró hacia los lados. Luego, con una calma inquietante, dijo:

—Los muertos no hacen preguntas.

Mamá se quedó helada. Yo sentí que algo dentro de mí se rompía, como cuando uno pisa vidrio sin darse cuenta.

El hombre se enderezó.

—Si yo fuera usted, me iría a casa y olvidaría este asunto. Por su bien.

Mamá no se movió. Solo lo miró con esos ojos que ya no tenían lágrimas, pero que ardían como brasas apagadas.

—Yo no voy a olvidar a mi hijo.

El hombre la miró un segundo más, luego se dio la vuelta y desapareció tras la reja.

Mamá y yo nos quedamos allí, en esa banca ardiente, con el eco de esas palabras flotando en el aire.

"Los muertos no hacen preguntas."

Esa tarde, cuando regresamos a casa, mamá tomó la foto de Ramiro y la clavó con una tachuela en la puerta. No dijo nada. Solo la dejó allí, mirando hacia afuera, como si aún esperara que él volviera a cruzar la calle y entrara a la casa.

 

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