Una piedrecita en el zapato
Silvia sale a pasear todas las tardes, después de
tomar un café. No importa si hace frío o calor, al fin y al cabo, solo es
cuestión de ponerse o quitarse una capa de ropa. Después de pasar varias horas sentada
frente al ordenador, cuando rondan las ocho necesita levantarse y pasear
durante, al menos, una hora.
Hay quienes prefieren ir a un
gimnasio a sudar la camiseta, pero ella nunca ha entrado en uno. Una vez se
dirigió a un gimnasio que acababan de abrir y que empezaba a causar sensación.
Tenía unos grandes ventanales abiertos por los que salía música electrónica, de
esa que nada más escucharla dan ganas de pegar saltos y que evita que uno baje
medio moribundo de la bicicleta estática. Entremezclado con la música llegaba
un hedor a podredumbre salada, procedente de las decenas de cuerpos que se
ejercitaban en el interior. A partir de ese día, Silvia perdió completamente el
interés en los gimnasios y se dedicó a salir a andar.
Cuando pasea, lo hace por su ciudad,
así que inevitablemente se traga el humo de los coches y camina sobre aceras
llenas de plásticos abandonados y hojas que nadie se digna a recoger. Sin
embargo, así puede contemplar el cielo al atardecer y oír el trino de los
gorriones buscando cobijo en los árboles ante la llegada de la noche. Además,
es una buena forma de socializar, ella bien lo sabe.
Durante un tiempo, aquellos días en
los que podía salir de casa un poco más temprano, y si sus piernas se lo permitían,
aprovechaba para alejarse un poco más, hasta adentrarse en la zona rural que
bordea el extrarradio. Allí las aceras se diluían y se veía forzada a caminar
por una carretera que se iba estrechando a causa de los descuidados arbustos y
demás hierbajos que crecían en las cunetas. Cada vez que aparecía un coche, tenía
que meterse como podía entre las plantas secas para dejarle paso y luego continuaba
su camino. En verano Silvia regresaba a casa con los gemelos llenos de arañazos
y una sonrisa cansada en el rostro.
Un día, mientras caminaba por esa
carretera, se le metió una piedrecita en el zapato izquierdo. Al principio
apenas le molestaba y no quiso aminorar el ritmo, por lo que continuó andando
al tiempo que contemplaba el paisaje. En los campos, el trigo dorado se mecía
con una brisa inusualmente fresca. Incluso parecía que fuera a llover, en el
cielo se apretujaban nubes grises. Silvia se arrepintió de no haber cogido un
paraguas plegable por si acaso, en su riñonera tan solo llevaba la cartera y
las llaves de casa. Sin embargo, se negó a dar media vuelta, había algo en ella
que la impulsaba a seguir adelante. Ese día se encontraba completamente sola,
no se cruzó con ningún coche en el camino ni tampoco vio a ningún vecino
faenando en su huerto o descansando en el porche de su casa. No le resultó
extraño, al fin y al cabo, la tarde no se prestaba a eso. Después de unos
minutos, se detuvo ante una encrucijada que dividía el camino en dos.
Habitualmente, tomaba la desviación que llevaba hacia a izquierda, la cual
conducía a una pequeña urbanización y luego se adentraba en la ciudad. El
camino de la derecha no lo había tomado nunca porque no estaba asfaltado y parecía
acabar en una finca abandonada. Se disponía a caminar hacia la opción más
lógica cuando sintió una ligera punzada en el pie.
Era la piedrecita.
Se agachó para desatarse los cordones
del zapato, pero se había hecho un doble nudo tan fuerte que le era imposible
desatarlo. Por más que tiraba, los cordones no cedían ni un milímetro. Aunque
probó a sacar el pie con el nudo intacto, tampoco funcionó, estaba atrapado.
Respiró hondo. Unas gotas de sudor frío comenzaron a empapar su frente. Tenía
que volver a casa lo antes posible, de ese modo no podía continuar la caminata.
Trató de mover el cuerpo hacia la
izquierda, pero sus pies permanecieron rectos, como si mientras no miraba,
alguien le hubiera puesto pegamento bajo las suelas. Volvió a agacharse, a
estirar de sus piernas, sin resultado alguno. Silvia volvió a respirar
profundamente y se sentó en el suelo. Se sentía confundida y el mundo comenzaba
a dar vueltas a su alrededor. Aquello no tenía ningún sentido. Se cubrió el
rostro con las manos. «¿Acaso me voy a quedar aquí para siempre? ¿Este va a ser
el fin de mi vida?», se preguntó, alarmada. Ansiaba estar equivocada. Había
muchas cosas que aún tenía intención de realizar, que había ido aplazando bajo
el pretexto de que no disponía del tiempo suficiente o de que aún no había
llegado el momento adecuado. Igualmente, había mucho que tampoco quería dejar
atrás.
Entonces, se acordó de Álex y deseó
que se encontrara allí para ayudarla. «¿Dónde estará ahora?», se encontraba
pensado cuando, de repente, una ráfaga de viento la azotó en el costado y la
empujó hacia la derecha. Notó que sus zapatos se habían despegado ligeramente
del suelo, así que se levantó y probó a caminar hacia el sendero de la derecha:
sus pies no opusieron resistencia alguna. Extrañada, dio unos pasos más,
percibiendo aún la maldita piedra incrustada en la planta del pie. Lo sacudió
con fuerza y esta se desplazó hacia un lateral del zapato, así su presencia le
era más llevadera.
Por algún motivo que desconocía,
aquel día le era imposible tomar el camino habitual, así que no le quedaba más
remedio que continuar por aquel sin salida. Carecía de toda lógica, pero
tampoco tenía otra alternativa más que quedarse sentada eternamente. «Tal vez
continúe tras la finca y antes no me haya dado cuenta», trató de consolarse.
Bajo sus zapatos, se oía el crujir de
la arena y las piedras al ser aplastadas y chocar las unas contra las otras. En
la lejanía, un escalofriante graznido de aves, cuervos desgañitándose. El
viento seguía arreciando y las espigas de trigo se balanceaban rítmicamente
como látigos. Al principio, parecía una melodía desacompasada y distante, un
tanto fastidiosa, pero soportable. Sin embargo, al cabo de un rato todo ese
barullo se le fue metiendo en los oídos e hizo que sintiera la cabeza pesada,
embotada, como si la tuviera atrapada en el interior de una pecera. Se detuvo
un momento a masajearse las sienes y cerró los ojos.
De nuevo, otra ráfaga de viento la
empujó y se tambaleó hacia delante. Todo su cuerpo comenzó a temblar y le
entraron unas ganas terribles de echarse a llorar. Volvió a pensar en Álex. Se
lo imaginó a su lado, sosteniéndola, como cada vez que se derrumbaba y acudía a
él en busca de consuelo. «Venga, Silvia, reina del drama. Ya verás como todo se
soluciona». Casi pudo sentir sus brazos de aire rodeándola. Los ojos le ardían,
de ellos brotaban cálidas lágrimas que limpió con sus nudillos. Aunque ya no
estaban juntos, su mente seguía aferrada a su recuerdo.
—¿Puedes dejar de seguirme? —le preguntó una tarde un
chico con el que ya se había cruzado anteriormente en esa misma calle algunos
días. Tenía el rostro serio y la mirada intensa. Silvia le contempló la boca,
enmarcada por una barba rizada y espesa, esperando a que en algún momento
sonriera, pero él no lo hizo.
—Pero si yo no..., no te estoy...
siguiendo. —Los labios se le habían quedado paralizados por la sorpresa y
pronunciaban las palabras con dificultad. Parecía el muñeco de un ventrílocuo.
Al ver la reacción de ella, el chico
relajó su rostro y mostró una media sonrisa
—Perdona, era una broma, como
llevamos unos días cruzándonos... —comentó azorado—. No quería molestarte, es
que yo soy así, me sale decir estas tonterías. —Se rascó una muñeca, luego
introdujo ambas manos en los bolsillos de su sudadera y lanzó una mirada a su
alrededor. No parecía mala persona, tal vez fuera de esas personas un tanto
excéntricas a las que les gusta relacionarse con los demás sin esforzarse por ocultar
sus rarezas. Se convierten en los raros del grupo, pero mientras que los demás
los soporten, aceptan encantados su papel.
—Tranquilo, no pasa nada. No..., no
me ha molestado, es solo que no me lo esperaba —respondió Silvia esbozando una
sonrisa. Tuvo la impresión de que se acostumbraría rápido a esas bromas
desenfadadas. Abrió la boca para despedirse y comenzó a caminar hacia un lado,
pero su garganta adquirió vida propia—. Oye..., ¿te apetece quedar para tomar
algo? —El chico la contempló con los ojos muy abiertos y a ella le recorrió el
cuerpo un escalofrío. «Mierda, no me creo que le haya dicho eso, ni siquiera sé
quién es»—. Perdona, no sé por qué te he preguntado eso, se me ha ido la pinza.
Bueno, pues... —Se apresuró a marcharse. Cuando ya se había alejado del chico,
oyó sus gritos.
—¡Sí! ¡¿Quieres que vayamos ahora a
tomar unas cervezas?! ¡Por cierto, soy Álex!
Silvia se giró hacia él, asintió y
corrió hasta situarse de nuevo a su lado. A partir de aquel momento, empezaron
a salir durante algunos meses hasta que ella acabó mudándose a su piso, porque
era mucho más espacioso. Durante la mañana y parte de la tarde, ambos se dedicaban
a nuestros respectivos trabajos. Él se marchaba temprano a la oficina y ella se
iba a una tienda del barrio, donde trabajaba en el turno de mañana. Álex
regresaba al piso a las seis y media, descansaba un rato y, si no tenían ningún
compromiso, antes de que fueran las ocho ya estaban en la calle para recorrer
juntos los alrededores. De esta forma, rememoraban y homenajeaban aquel
encuentro fortuito.
Al abrir los ojos, se vio sumida en una profunda oscuridad,
por lo que tuvo que pestañear varias veces hasta poder asimilar que,
efectivamente, tenía los párpados abiertos. Cuando giró la cabeza hacia detrás,
descubrió que la encrucijada ya no se veía. Bajo el suave resplandor de la
luna, solo se distinguía una delgada línea de tierra que se extendía hasta a
perderse en la noche. «¿Tanto he andado?», se preguntó, pues juraría que tan
solo había dado unos pocos pasos.
Prosiguió su marcha sintiendo cada
vez más frío, el vendaval no cesaba y sus músculos se tensaban por momentos. A su
espalda, comenzaron a oírse ecos de truenos que alertaban de una tormenta
inminente. Como para apartarse de ella, aceleró el paso. Tras la danzante
arboleda, se veían los gruesos barrotes de una valla. La piedrecita se le había
vuelto a clavar en la planta del pie y con cada paso se hundía más, como si
pretendiera adentrarse en su torrente sanguíneo.
Un relámpago iluminó el cielo y el
estruendo sacudió la tierra. Los cuervos graznaron alarmados y Silvia echó a
correr como pudo, tratando de ignorar el penetrante dolor que amenazaba con
paralizar su pie izquierdo. Se desplazaba con dificultad, entre espasmos y con
la respiración entrecortada. La atmósfera se había vuelto densa, excesivamente
húmeda. El mundo se había convertido en una sauna.
Entonces, comenzó la tormenta.
En lo que dura un pestañeo, millones
de gotas se abalanzaron sobre ella. Caían en tropel, organizadas, Silvia era su
principal objetivo. Podía sentir cómo cada gota se esforzaba por desgarrarle la
piel. Aquellas que resbalaban por su frente se mezclaban con su sudor y se le
metían en los ojos, forzándola a correr a ciegas. Inevitablemente, tropezó y se
precipitó sobre el suelo, que se había convertido en lodo. El cuerpo le pesaba
más de lo que nunca había experimentado y, cuando logró levantar el torso y
abrir los ojos, descubrió el motivo: se estaba fundiendo en el lodo.
Desesperada, se arrastró hacia delante y luchó por salir. Sin embargo, sus
piernas estaban atascadas, aquella masa viscosa no solo las estaba engullendo,
sino que la propia Silvia se estaba convirtiendo en ella. Pero se negó a darse
por vencida. Se puso a buscar de manera frenética algo a lo que agarrarse,
alguna manera de salir de allí. Entonces, se percató de que había llegado al
final del camino y se encontraba tan solo a un par de metros de la valla. Tras
esta, se percibía un débil fulgor. «Una lámpara», pensó. Los ojos se le iban a
salir de las órbitas. En el interior de aquella finca sin duda había una casa,
y en la planta superior de esta una luz estaba encendida, probablemente la de
una habitación. Después de todo, no estaba abandonada.
Gritó con todas sus fuerzas pidiendo
auxilio, tanto que creyó que en cualquier momento se iba a quedar sin voz. La
lluvia caía sobre ella sin piedad y hacía que se atragantase y tosiera. En
aquel momento en que se encontraba al borde de la muerte, en que la realidad se
había tornado en pesadilla, no pudo evitar acordarse de Álex y rezarle al cielo
que acudiera en su ayuda.
Pero sabía que él no vendría.
Y sus gritos ya no eran de auxilio,
sino de dolor. Todo ese dolor que llevaba guardando en su corazón desde hacía tres
años y del que necesitaba liberarse.
—Tú tienes la culpa —le espetó Teresa, la madre de Álex.
Silvia había ido a verla después de avisar a la policía. Había pensado que era
un tema demasiado delicado como para comunicárselo por teléfono, así que se
presentó en su casa sin ni siquiera llamarla. Ahora la señora la miraba con
odio, sentada en la mesa de la cocina, después de haberse pasado un rato
llorando y suplicándole que dejara de mentirle. «Por desgracia, Teresa, no te
estoy mintiendo. Ojalá fuera así, ojalá esto no fuera más que una de sus bromas...»—.
Algo le habrás hecho para que haya reaccionado así. Mi hijo no se iría de casa
de la noche a la mañana sin decirle nada a nadie y seguro que tampoco se junta
con gente rara. Esto es cosa tuya. —Se inclinó hacia delante y entornó los párpados—.
¿Me estás ocultando algo?
—No, nada, yo tampoco sé dónde está Álex.
No sé si nos ha abandonado, ni tampoco si... lo han secuestrado... —Se le quebró la
voz y comenzó a llorar. Eran las lágrimas que se había pasado días aguantando,
días en los que lo llamaba por teléfono y él no respondía, en los que lo
esperaba en casa y él no volvía. Al final había acabado por ir a la policía
para informar de su desaparición.
Teresa nunca había mostrado simpatía
hacia ella y, a pesar de que ese suceso podría haberlas unido más, ya que
podrían haberse apoyado la una en la otra para superar juntas su dolor, supuso
el fin de su relación. Aquella mañana en que Silvia fue a comunicarle a Teresa
la desaparición de su hijo fue la última vez que se vieron.
La policía inició una operación para
buscar a Álex que duró semanas, pero no encontraron ni rastro de él. Sencillamente
se había esfumado.
Silvia continuó instalada en el piso de Álex, aunque tuvo que buscarse otro trabajo a tiempo parcial para poder pagar el alquiler. No quería moverse de allí, por si algún día regresaba. También dejó sus cosas intactas: su ropa seguía en el armario, junto a la suya; sus libros en la estantería y sus carpetas guardadas en el cajón del escritorio. Las primeras semanas pasaba todos sus ratos libres pendiente del teléfono y, al llegar al piso, se tumbaba en la cama en silencio contemplando el lado en el que a él le gustaba dormir. Sus amigos iban a menudo a consolarla y distraerla, también se quedaban a dormir con ella, pero al final dejaron de hacerlo. Supusieron que Silvia ya lo había superado y que se sentiría mejor. Pero eso no era cierto.
Por eso, cada vez que se encontraba con una dificultad, cada vez que la vida se le hacía insoportable, su mente recurría a su recuerdo y deseaba con todas se fuerzas que se hallase a su lado. Ese pensamiento aparentemente inocente la reconfortaba, pero también le impedía avanzar. Era como una piedrecita que, sin saber cómo, se te mete en el zapato y a la que al principio no le concedes la menor importancia. Es tan minúscula que no molesta. Pero sigues caminando y la piedrecita se mueve, recorre la planta del pie, desde los dedos hasta el talón. Y a cada paso que das, parece hundirse más, se te clava tanto que al final no puedes pensar en otra cosa. Es increíble cómo algo tan diminuto, tan insignificante, puede llegar a ocasionar semejante tormento.
La tormenta había cesado hacía tiempo y en su lugar se
alzaba el sol, cuyos débiles rayos lamían su sucia piel. Todavía con los párpados
cerrados, se detuvo a escuchar el dulce trino de los gorriones y los jilgueros que
volaban y saltaban alrededor de su cuerpo exhausto, que había recuperado su
consistencia natural. Al abrir los ojos, se percató de que se encontraba
tumbada sobre el asfalto de la encrucijada. A su espalda se iniciaba el camino
de la derecha, convertido en un lodazal. En la lejanía se distinguía la oscura
arboleda de pinos y, semiocultos, los gruesos barrotes de la valla. Se
preguntaba cómo había logrado regresar cuando advirtió que la suela de su
zapato izquierdo estaba rota. En ella había un pequeño agujero, perfectamente
redondo, por el que la piedrecita había escapado. Hizo acopio de las pocas
fuerzas que le restaban para levantarse y caminar de vuelta al piso.
Al llegar, se duchó y, como era
domingo, se pasó el resto del día durmiendo. Al día siguiente, guardó en cajas
todas las pertenencias de Álex, a excepción de un libro y una camiseta, y las
dejó en la puerta de la casa de Teresa. Luego, se puso a buscar un apartamento
más asequible en otro barrio de la ciudad, así como otro empleo.
Silvia no ha vuelto a caminar por las
calles en las que conoció a Álex ni tampoco se ha adentrado en los campos que
bordean el extrarradio. En cuanto se aproxima demasiado a esas zonas, vuelve a
sentir las hendiduras de la piedrecita en su pie.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.