domingo, 9 de febrero de 2025

-Relato 4 de Ángela Sánchez

 

Una piedrecita en el zapato

 

Silvia sale a pasear todas las tardes, después de tomar un café. No importa si hace frío o calor, al fin y al cabo, solo es cuestión de ponerse o quitarse una capa de ropa. Después de pasar varias horas sentada frente al ordenador, cuando rondan las ocho necesita levantarse y pasear durante, al menos, una hora.

Hay quienes prefieren ir a un gimnasio a sudar la camiseta, pero ella nunca ha entrado en uno. Una vez se dirigió a un gimnasio que acababan de abrir y que empezaba a causar sensación. Tenía unos grandes ventanales abiertos por los que salía música electrónica, de esa que nada más escucharla dan ganas de pegar saltos y que evita que uno baje medio moribundo de la bicicleta estática. Entremezclado con la música llegaba un hedor a podredumbre salada, procedente de las decenas de cuerpos que se ejercitaban en el interior. A partir de ese día, Silvia perdió completamente el interés en los gimnasios y se dedicó a salir a andar.

Cuando pasea, lo hace por su ciudad, así que inevitablemente se traga el humo de los coches y camina sobre aceras llenas de plásticos abandonados y hojas que nadie se digna a recoger. Sin embargo, así puede contemplar el cielo al atardecer y oír el trino de los gorriones buscando cobijo en los árboles ante la llegada de la noche. Además, es una buena forma de socializar, ella bien lo sabe.

Durante un tiempo, aquellos días en los que podía salir de casa un poco más temprano, y si sus piernas se lo permitían, aprovechaba para alejarse un poco más, hasta adentrarse en la zona rural que bordea el extrarradio. Allí las aceras se diluían y se veía forzada a caminar por una carretera que se iba estrechando a causa de los descuidados arbustos y demás hierbajos que crecían en las cunetas. Cada vez que aparecía un coche, tenía que meterse como podía entre las plantas secas para dejarle paso y luego continuaba su camino. En verano Silvia regresaba a casa con los gemelos llenos de arañazos y una sonrisa cansada en el rostro.  

Un día, mientras caminaba por esa carretera, se le metió una piedrecita en el zapato izquierdo. Al principio apenas le molestaba y no quiso aminorar el ritmo, por lo que continuó andando al tiempo que contemplaba el paisaje. En los campos, el trigo dorado se mecía con una brisa inusualmente fresca. Incluso parecía que fuera a llover, en el cielo se apretujaban nubes grises. Silvia se arrepintió de no haber cogido un paraguas plegable por si acaso, en su riñonera tan solo llevaba la cartera y las llaves de casa. Sin embargo, se negó a dar media vuelta, había algo en ella que la impulsaba a seguir adelante. Ese día se encontraba completamente sola, no se cruzó con ningún coche en el camino ni tampoco vio a ningún vecino faenando en su huerto o descansando en el porche de su casa. No le resultó extraño, al fin y al cabo, la tarde no se prestaba a eso. Después de unos minutos, se detuvo ante una encrucijada que dividía el camino en dos. Habitualmente, tomaba la desviación que llevaba hacia a izquierda, la cual conducía a una pequeña urbanización y luego se adentraba en la ciudad. El camino de la derecha no lo había tomado nunca porque no estaba asfaltado y parecía acabar en una finca abandonada. Se disponía a caminar hacia la opción más lógica cuando sintió una ligera punzada en el pie.

Era la piedrecita.

Se agachó para desatarse los cordones del zapato, pero se había hecho un doble nudo tan fuerte que le era imposible desatarlo. Por más que tiraba, los cordones no cedían ni un milímetro. Aunque probó a sacar el pie con el nudo intacto, tampoco funcionó, estaba atrapado. Respiró hondo. Unas gotas de sudor frío comenzaron a empapar su frente. Tenía que volver a casa lo antes posible, de ese modo no podía continuar la caminata.

Trató de mover el cuerpo hacia la izquierda, pero sus pies permanecieron rectos, como si mientras no miraba, alguien le hubiera puesto pegamento bajo las suelas. Volvió a agacharse, a estirar de sus piernas, sin resultado alguno. Silvia volvió a respirar profundamente y se sentó en el suelo. Se sentía confundida y el mundo comenzaba a dar vueltas a su alrededor. Aquello no tenía ningún sentido. Se cubrió el rostro con las manos. «¿Acaso me voy a quedar aquí para siempre? ¿Este va a ser el fin de mi vida?», se preguntó, alarmada. Ansiaba estar equivocada. Había muchas cosas que aún tenía intención de realizar, que había ido aplazando bajo el pretexto de que no disponía del tiempo suficiente o de que aún no había llegado el momento adecuado. Igualmente, había mucho que tampoco quería dejar atrás.

Entonces, se acordó de Álex y deseó que se encontrara allí para ayudarla. «¿Dónde estará ahora?», se encontraba pensado cuando, de repente, una ráfaga de viento la azotó en el costado y la empujó hacia la derecha. Notó que sus zapatos se habían despegado ligeramente del suelo, así que se levantó y probó a caminar hacia el sendero de la derecha: sus pies no opusieron resistencia alguna. Extrañada, dio unos pasos más, percibiendo aún la maldita piedra incrustada en la planta del pie. Lo sacudió con fuerza y esta se desplazó hacia un lateral del zapato, así su presencia le era más llevadera.

Por algún motivo que desconocía, aquel día le era imposible tomar el camino habitual, así que no le quedaba más remedio que continuar por aquel sin salida. Carecía de toda lógica, pero tampoco tenía otra alternativa más que quedarse sentada eternamente. «Tal vez continúe tras la finca y antes no me haya dado cuenta», trató de consolarse.

Bajo sus zapatos, se oía el crujir de la arena y las piedras al ser aplastadas y chocar las unas contra las otras. En la lejanía, un escalofriante graznido de aves, cuervos desgañitándose. El viento seguía arreciando y las espigas de trigo se balanceaban rítmicamente como látigos. Al principio, parecía una melodía desacompasada y distante, un tanto fastidiosa, pero soportable. Sin embargo, al cabo de un rato todo ese barullo se le fue metiendo en los oídos e hizo que sintiera la cabeza pesada, embotada, como si la tuviera atrapada en el interior de una pecera. Se detuvo un momento a masajearse las sienes y cerró los ojos.

De nuevo, otra ráfaga de viento la empujó y se tambaleó hacia delante. Todo su cuerpo comenzó a temblar y le entraron unas ganas terribles de echarse a llorar. Volvió a pensar en Álex. Se lo imaginó a su lado, sosteniéndola, como cada vez que se derrumbaba y acudía a él en busca de consuelo. «Venga, Silvia, reina del drama. Ya verás como todo se soluciona». Casi pudo sentir sus brazos de aire rodeándola. Los ojos le ardían, de ellos brotaban cálidas lágrimas que limpió con sus nudillos. Aunque ya no estaban juntos, su mente seguía aferrada a su recuerdo.

 

—¿Puedes dejar de seguirme? —le preguntó una tarde un chico con el que ya se había cruzado anteriormente en esa misma calle algunos días. Tenía el rostro serio y la mirada intensa. Silvia le contempló la boca, enmarcada por una barba rizada y espesa, esperando a que en algún momento sonriera, pero él no lo hizo.

—Pero si yo no..., no te estoy... siguiendo. —Los labios se le habían quedado paralizados por la sorpresa y pronunciaban las palabras con dificultad. Parecía el muñeco de un ventrílocuo.

Al ver la reacción de ella, el chico relajó su rostro y mostró una media sonrisa

—Perdona, era una broma, como llevamos unos días cruzándonos... —comentó azorado—. No quería molestarte, es que yo soy así, me sale decir estas tonterías. —Se rascó una muñeca, luego introdujo ambas manos en los bolsillos de su sudadera y lanzó una mirada a su alrededor. No parecía mala persona, tal vez fuera de esas personas un tanto excéntricas a las que les gusta relacionarse con los demás sin esforzarse por ocultar sus rarezas. Se convierten en los raros del grupo, pero mientras que los demás los soporten, aceptan encantados su papel.

—Tranquilo, no pasa nada. No..., no me ha molestado, es solo que no me lo esperaba —respondió Silvia esbozando una sonrisa. Tuvo la impresión de que se acostumbraría rápido a esas bromas desenfadadas. Abrió la boca para despedirse y comenzó a caminar hacia un lado, pero su garganta adquirió vida propia—. Oye..., ¿te apetece quedar para tomar algo? —El chico la contempló con los ojos muy abiertos y a ella le recorrió el cuerpo un escalofrío. «Mierda, no me creo que le haya dicho eso, ni siquiera sé quién es»—. Perdona, no sé por qué te he preguntado eso, se me ha ido la pinza. Bueno, pues... —Se apresuró a marcharse. Cuando ya se había alejado del chico, oyó sus gritos.

—¡Sí! ¡¿Quieres que vayamos ahora a tomar unas cervezas?! ¡Por cierto, soy Álex!

Silvia se giró hacia él, asintió y corrió hasta situarse de nuevo a su lado. A partir de aquel momento, empezaron a salir durante algunos meses hasta que ella acabó mudándose a su piso, porque era mucho más espacioso. Durante la mañana y parte de la tarde, ambos se dedicaban a nuestros respectivos trabajos. Él se marchaba temprano a la oficina y ella se iba a una tienda del barrio, donde trabajaba en el turno de mañana. Álex regresaba al piso a las seis y media, descansaba un rato y, si no tenían ningún compromiso, antes de que fueran las ocho ya estaban en la calle para recorrer juntos los alrededores. De esta forma, rememoraban y homenajeaban aquel encuentro fortuito.

 

Al abrir los ojos, se vio sumida en una profunda oscuridad, por lo que tuvo que pestañear varias veces hasta poder asimilar que, efectivamente, tenía los párpados abiertos. Cuando giró la cabeza hacia detrás, descubrió que la encrucijada ya no se veía. Bajo el suave resplandor de la luna, solo se distinguía una delgada línea de tierra que se extendía hasta a perderse en la noche. «¿Tanto he andado?», se preguntó, pues juraría que tan solo había dado unos pocos pasos.

Prosiguió su marcha sintiendo cada vez más frío, el vendaval no cesaba y sus músculos se tensaban por momentos. A su espalda, comenzaron a oírse ecos de truenos que alertaban de una tormenta inminente. Como para apartarse de ella, aceleró el paso. Tras la danzante arboleda, se veían los gruesos barrotes de una valla. La piedrecita se le había vuelto a clavar en la planta del pie y con cada paso se hundía más, como si pretendiera adentrarse en su torrente sanguíneo.

Un relámpago iluminó el cielo y el estruendo sacudió la tierra. Los cuervos graznaron alarmados y Silvia echó a correr como pudo, tratando de ignorar el penetrante dolor que amenazaba con paralizar su pie izquierdo. Se desplazaba con dificultad, entre espasmos y con la respiración entrecortada. La atmósfera se había vuelto densa, excesivamente húmeda. El mundo se había convertido en una sauna.

Entonces, comenzó la tormenta.

En lo que dura un pestañeo, millones de gotas se abalanzaron sobre ella. Caían en tropel, organizadas, Silvia era su principal objetivo. Podía sentir cómo cada gota se esforzaba por desgarrarle la piel. Aquellas que resbalaban por su frente se mezclaban con su sudor y se le metían en los ojos, forzándola a correr a ciegas. Inevitablemente, tropezó y se precipitó sobre el suelo, que se había convertido en lodo. El cuerpo le pesaba más de lo que nunca había experimentado y, cuando logró levantar el torso y abrir los ojos, descubrió el motivo: se estaba fundiendo en el lodo. Desesperada, se arrastró hacia delante y luchó por salir. Sin embargo, sus piernas estaban atascadas, aquella masa viscosa no solo las estaba engullendo, sino que la propia Silvia se estaba convirtiendo en ella. Pero se negó a darse por vencida. Se puso a buscar de manera frenética algo a lo que agarrarse, alguna manera de salir de allí. Entonces, se percató de que había llegado al final del camino y se encontraba tan solo a un par de metros de la valla. Tras esta, se percibía un débil fulgor. «Una lámpara», pensó. Los ojos se le iban a salir de las órbitas. En el interior de aquella finca sin duda había una casa, y en la planta superior de esta una luz estaba encendida, probablemente la de una habitación. Después de todo, no estaba abandonada.

Gritó con todas sus fuerzas pidiendo auxilio, tanto que creyó que en cualquier momento se iba a quedar sin voz. La lluvia caía sobre ella sin piedad y hacía que se atragantase y tosiera. En aquel momento en que se encontraba al borde de la muerte, en que la realidad se había tornado en pesadilla, no pudo evitar acordarse de Álex y rezarle al cielo que acudiera en su ayuda.

Pero sabía que él no vendría.

Y sus gritos ya no eran de auxilio, sino de dolor. Todo ese dolor que llevaba guardando en su corazón desde hacía tres años y del que necesitaba liberarse.

 

—Tú tienes la culpa —le espetó Teresa, la madre de Álex. Silvia había ido a verla después de avisar a la policía. Había pensado que era un tema demasiado delicado como para comunicárselo por teléfono, así que se presentó en su casa sin ni siquiera llamarla. Ahora la señora la miraba con odio, sentada en la mesa de la cocina, después de haberse pasado un rato llorando y suplicándole que dejara de mentirle. «Por desgracia, Teresa, no te estoy mintiendo. Ojalá fuera así, ojalá esto no fuera más que una de sus bromas...»—. Algo le habrás hecho para que haya reaccionado así. Mi hijo no se iría de casa de la noche a la mañana sin decirle nada a nadie y seguro que tampoco se junta con gente rara. Esto es cosa tuya. —Se inclinó hacia delante y entornó los párpados—. ¿Me estás ocultando algo?

—No, nada, yo tampoco sé dónde está Álex. No sé si nos ha abandonado, ni tampoco si... lo han secuestrado... —Se le quebró la voz y comenzó a llorar. Eran las lágrimas que se había pasado días aguantando, días en los que lo llamaba por teléfono y él no respondía, en los que lo esperaba en casa y él no volvía. Al final había acabado por ir a la policía para informar de su desaparición.

Teresa nunca había mostrado simpatía hacia ella y, a pesar de que ese suceso podría haberlas unido más, ya que podrían haberse apoyado la una en la otra para superar juntas su dolor, supuso el fin de su relación. Aquella mañana en que Silvia fue a comunicarle a Teresa la desaparición de su hijo fue la última vez que se vieron.

La policía inició una operación para buscar a Álex que duró semanas, pero no encontraron ni rastro de él. Sencillamente se había esfumado.

Silvia continuó instalada en el piso de Álex, aunque tuvo que buscarse otro trabajo a tiempo parcial para poder pagar el alquiler. No quería moverse de allí, por si algún día regresaba. También dejó sus cosas intactas: su ropa seguía en el armario, junto a la suya; sus libros en la estantería y sus carpetas guardadas en el cajón del escritorio. Las primeras semanas pasaba todos sus ratos libres pendiente del teléfono y, al llegar al piso, se tumbaba en la cama en silencio contemplando el lado en el que a él le gustaba dormir. Sus amigos iban a menudo a consolarla y distraerla, también se quedaban a dormir con ella, pero al final dejaron de hacerlo. Supusieron que Silvia ya lo había superado y que se sentiría mejor. Pero eso no era cierto. 

Por eso, cada vez que se encontraba con una dificultad, cada vez que la vida se le hacía insoportable, su mente recurría a su recuerdo y deseaba con todas se fuerzas que se hallase a su lado. Ese pensamiento aparentemente inocente la reconfortaba, pero también le impedía avanzar. Era como una piedrecita que, sin saber cómo, se te mete en el zapato y a la que al principio no le concedes la menor importancia. Es tan minúscula que no molesta. Pero sigues caminando y la piedrecita se mueve, recorre la planta del pie, desde los dedos hasta el talón. Y a cada paso que das, parece hundirse más, se te clava tanto que al final no puedes pensar en otra cosa. Es increíble cómo algo tan diminuto, tan insignificante, puede llegar a ocasionar semejante tormento.


La tormenta había cesado hacía tiempo y en su lugar se alzaba el sol, cuyos débiles rayos lamían su sucia piel. Todavía con los párpados cerrados, se detuvo a escuchar el dulce trino de los gorriones y los jilgueros que volaban y saltaban alrededor de su cuerpo exhausto, que había recuperado su consistencia natural. Al abrir los ojos, se percató de que se encontraba tumbada sobre el asfalto de la encrucijada. A su espalda se iniciaba el camino de la derecha, convertido en un lodazal. En la lejanía se distinguía la oscura arboleda de pinos y, semiocultos, los gruesos barrotes de la valla. Se preguntaba cómo había logrado regresar cuando advirtió que la suela de su zapato izquierdo estaba rota. En ella había un pequeño agujero, perfectamente redondo, por el que la piedrecita había escapado. Hizo acopio de las pocas fuerzas que le restaban para levantarse y caminar de vuelta al piso.

Al llegar, se duchó y, como era domingo, se pasó el resto del día durmiendo. Al día siguiente, guardó en cajas todas las pertenencias de Álex, a excepción de un libro y una camiseta, y las dejó en la puerta de la casa de Teresa. Luego, se puso a buscar un apartamento más asequible en otro barrio de la ciudad, así como otro empleo.

Silvia no ha vuelto a caminar por las calles en las que conoció a Álex ni tampoco se ha adentrado en los campos que bordean el extrarradio. En cuanto se aproxima demasiado a esas zonas, vuelve a sentir las hendiduras de la piedrecita en su pie.


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