domingo, 16 de febrero de 2025

-Relato 5 de Ángela Sánchez

 

Doce uvas

 

Me había pasado toda la mañana recorriéndome la ciudad. Primero, había parado en el mercado de abastos, donde me había peleado con una señora para conseguir el último par de doradas de la mar, que prepararía a la sal con patatas panaderas. Allí también me había parado a comprar la verdura para elaborar el primer plato, una crema de calabacín; y la fruta para hacer el postre, una macedonia. Porque los turrones y los mantecados iban a necesitar un acompañamiento ligero para ir bajando. Después, había ido a la panadería que hay junto al mercado, donde me había hecho con una buena telera de pan de campo, dos paquetes de picos y dos bolsas de patatas fritas caseras, que serviría en el aperitivo junto con las chacinas, de las que ya me había provisto el día anterior. Y, por último, a mediodía me tuve que pasar por el supermercado a comprar pan y picos sin gluten para uno de mis sobrinos.

Cuando llegué al piso, solté las bolsas sobre la encimera de la cocina y me puse a organizarlo todo, vi que no había comprado las uvas. Rebusqué en la bolsa llena de mandarinas, peras, plátanos y una piña, introduciendo repetidamente el brazo y palpando el fondo, pero no pude encontrar lo que no existía. Faltaba tan solo un día para Nochevieja y no teníamos las uvas.

Me limpié con el dorso de la mano el sudor que me brotaba de la frente y miré el reloj de mi muñeca. Eran casi las tres de la tarde. Los puestos de fruta del mercado ya estarían cerrados, así como las fruterías del barrio, pero aún podía volver al supermercado a por unas de bandejas de uvas. Me apresuré a guardar el contenido de las bolsas que todavía se esparcían por la cocina y me marché.

Todos los años nos pasaba lo mismo, siempre acabábamos dejando la preparación de la cena de Nochevieja para el último momento. Nos preocupábamos antes de qué ropa nos íbamos a poner que de la comida, como si para despedir el año bastara con que nos reuniéramos, todos elegantísimos, frente a una mesa de platos vacíos y nos nutriéramos de las conversaciones insulsas que fueran surgiendo.

En el supermercado, apenas quedaban seis bandejas de uvas pequeñas que, en su mayoría, en lugar de lucir un tono verde blanquecino, habían adquirido un color pardo. A mi alrededor aparecían diversas personas que contemplaban las bandejas y enseguida se marchaban. Para que todos los comensales pudieran disponer de doce uvas, iba a necesitar como mínimo dos bandejas de medio kilo, pero solo había una que mereciera la pena. Volví a mirar mi reloj. Las tres y media. Con la cesta de la compra vacía y sin haber preparado el almuerzo. Suspiré y me alejé de la sección de frutas. Acabé comprando una empanada de atún ya hecha y regresé al piso, donde me la comí sola.

 

—Manolo, ¿mañana me puedes hacer un favor? —le pregunté esa misma noche. Él había llegado del trabajo tarde, se había duchado y, tras comerse un trozo de tortilla de patatas y una manzana, se había ido directo a la cama, alegando que estaba muy cansado. Yo me tumbé a su lado una hora más tarde, después de haber fregado los platos y haber estado viendo la tele un rato. Me froté las manos varias veces antes de rozar con ellas el hombro de mi marido—. Manolo, venga, que sé que todavía estás despierto. Si no, ya estarías roncando.

Él se dio media vuelta y entornó los ojos. Aflojé la intensidad de la luz de mi mesa de noche y me aproximé a él.

—Manolo, hoy no he podido comprar las uvas. ¿Te importa comprarlas tú mañana por la mañana?

—Carmen, pero ¿cómo se te han podido olvidar? ¿No has ido a hacer la compra por la mañana? Y por la tarde, ¿qué? Digo yo que el supermercado estaría abierto, podrías haber ido —suspiró y se volvió a girar de cara a la pared de la derecha, envuelto en las sábanas—. Ya sabes que mañana trabajo, no puedo.

—Mira, Manolo, me he pasado todo el día haciendo cosas. Por la tarde he estado fregando los manteles para mañana, que tenían un sinfín de manchas incrustadas porque alguien los guardó el año pasado sucios y no dijo nada. Y yo, como siempre, he tenido que pasarme un buen rato frotando para que quedaran impecables. —Me detuve y guardé silencio unos segundos, pero no obtuve respuesta alguna. Me aparté de su lado, apagué la luz y yo también me enrosqué en las sábanas, de cara a la pared de la izquierda. Las flores violetas y anaranjadas que adornaban nuestras sábanas eran las únicas que había podido acariciar en los últimos años—. Siento que te hagan trabajar mañana, pero por favor, Manolo. Sales a las doce y media, pásate un momentito por una frutería y ya está, por favor te lo pido. Yo mañana por la mañana no puedo, tengo que limpiar la casa y luego me pondré a preparar la cena.

De nuevo, silencio. Cerré los ojos y apreté los labios. Enlacé mis brazos rollizos sobre el torso y me preparé para dormir, con las manos pegadas al rostro.

—Vale, lo intentaré —murmuró Manolo.

 

De madrugada comenzaron a oírse débiles gemidos, lamentos entrecortados que traspasaban las paredes. Miré a Manolo, quien parecía dormir profundamente, a pesar de tener el ceño fruncido. Tal vez estuviera teniendo un sueño poco agradable, pero no daba la impresión de que fuera a despertarse. Junto a su mesa de noche, las cifras verdes de un reloj digital brillaban en la oscuridad del dormitorio. Eran las cuatro y media de la madrugada. Los gemidos no cesaban, transformándose palabras indescifrables, gritos a media voz.

Me levanté de la cama y seguí el sonido, que me llevó hasta la habitación de María. La puerta estaba cerrada. Llamé con suavidad, pero no la abrió, así que pasados unos segundos giré el pomo. La luz estaba apagada, pero aun así gracias a la claridad de la ventana se distinguía la figura de María sentada sobre la cama, con la cabeza gacha y las manos sobre el rostro. Sus brazos y sus manos se movían rítmicamente, de arriba abajo. Ella lloraba y gemía sin control sobre su propio cuerpo. Corrí hasta la cama y le coloqué mis manos sobre las suyas. Tenía los dedos húmedos y calientes. Con una mano alcancé el interruptor de la luz, la cual me descubrió la imagen de mi hija con el rostro ensangrentado, surcado de heridas que le llegaban desde la frente hasta el mentón, producidas por sus afiladas uñas.

—Ayuda... Ayuda... —me suplicaba con la voz ahogada por el llanto. Las lágrimas le caían por las mejillas y desaparecían en la carne abierta, retornando así al interior de su cuerpo. 

—Ya está, estoy aquí, no te preocupes —la consolé. Al menos, mientras le sujetaba las manos no podía seguir haciéndose daño. Le coloqué ambos brazos en el centro de mi pecho y la abracé—. María, ¿qué te pasa ahora? —Ella se esforzaba por hablar, pero se ahogaba, tosía y entonces volvía a aquellos gemidos agudos que parecían fruto de un tormento supremo—. Dime algo, María, dime algo —le supliqué y me separé de ella para poder mirar sus ojos hinchados.

Horas antes, durante la cena, María había permanecido callada y taciturna. Había pasado la tarde con su novio. Según me había dicho antes de salir, iban a dar una vuelta por el centro, a merendar juntos y después se iban a encontrar con unos amigos de él. No parecía que se fuera a presentar para cenar, pero apareció a última hora, cuando Manolo y yo ya habíamos acabado de comer. Menos mal que le había guardado un trozo de tortilla. Lo recalentó y se lo comió mientras yo fingía ver la televisión y aprovechaba para mirarla de reojo. Si se dio cuenta, no lo demostró. Terminó de cenar y se fue directamente a su habitación.

—Me quiero morir... Yo..., yo no aguanto más —tartamudeó al tiempo que se sorbía la nariz y soltaba pequeños hipidos—. Tengo 26 años, no encuentro trabajo y mi novio..., Raúl ha roto esta tarde conmigo.... No tengo vida, mamá... No quiero vivir otro año más, yo me quiero morir... —Terminó de hablar y comenzó a llorar con más intensidad aún.

—María, ya está, ya está, cálmate. ¿Vamos al hospital? —Ella negó vehementemente con la cabeza. Le acaricié un brazo y miré a mi alrededor en busca de pañuelos, pero no vi ningún paquete. Corrí hacia el baño y le llevé un rollo de papel—. Toma, límpiate un poco, ahora te traigo algo para las heridas.

Por suerte, en el botiquín del baño todavía quedaba algo de crema reparadora de cuando unos meses atrás me había quemado friendo pescado y había tenido que ir a urgencias. Servía tanto para las quemaduras como para cualquier otro daño en la piel. Cogí el bote de crema, un paquete de algodón y agua oxigenada.

María ya había dejado de llorar. Estaba sentada en el borde de la cama con la espalda encorvada, limpiándose las manos pegajosas y tirando al suelo restos de papel enrojecido. Cerró los ojos mientras le limpiaba las heridas con agua oxigenada. Todo su rostro estaba inflamado y palpitante, como si le hubiera picado un insecto y se encontrara al borde de la muerte.

—Sé que es tarde, pero, ¿quieres darte una ducha calentita antes de ponerte la crema? Y así te relajas. —Ella asintió y se bajó de la cama. Le di el bote de crema—. Cuando acabes de ducharte y te seques, te pones un poco por las heridas. Mañana por la mañana, te vuelves a lavar la cara y te la pones otra vez, ¿vale? —Volvió a asentir y se metió en el baño.

Cuando regresé a mi dormitorio eran más de las cinco de la madrugada. Manolo seguía dormido, aunque en algún momento se había tendido sobre su espalda y había relajado el entrecejo. Dormía plácidamente, con la barriga prominente subiendo y bajando de forma acompasada, como si fuera una colchoneta pinchada que alguien se esforzara rn llenar una y otra vez, a pesar de que se vaciara al instante. Casi parecía feliz.

 

Manolo se presentó en casa a las cinco de la tarde y sin uvas.

No había podido llegar antes porque, según me contó, su jefe lo había retenido a él y a sus compañeros y los había invitado a todos a almorzar, para compensar la jornada laboral en día festivo. Incluso si no lo hubiera revelado, su aliento y su rostro sonrojado lo delataban. Me insistió en que después de almorzar había intentado ir a alguna frutería, pero todas estaban ya cerradas.

—Lo absurdo es que pensaras que ibas a encontrar alguna abierta —comenté—. Ve a echarte la siesta antes de la cena, ya me encargaré yo. —Se quedó unos minutos en la puerta de la cocina mirando cómo yo removía la olla en la que trozos de calabacín, patata y puerro resurgían de entre un líquido burbujeante. Luego, se marchó sin abrir la boca.

Tapé la olla y bajé la intensidad del fuego. La crema estaba prácticamente lista, pero aún tenía que meter el pescado en el horno, preparar las patatas y cortar la fruta para la macedonia. Saqué las dos doradas de la nevera y las limpié. Luego, sobre la bandeja del horno extendí una gruesa capa de sal, coloqué las doradas encima y las cubrí con otra capa de sal más fina. Una vez en el horno, me puse a cortar las patatas.

—Mamá —me llamó María, se encontraba apoyada en el marco de la puerta de la cocina, contemplándome. Todavía estaba en pijama.

—Ay, María, gracias a Dios que ya estás mejor. Ven, anda, ayúdame.

—Mamá, esta noche no quiero estar en la cena.

Dejé de prestarle atención a la comida y me volví hacia ella.

—¿Qué? ¿Cómo que no?

—Pues que no, que no quiero. —Se cruzó de brazos y agachó la cabeza—. No quiero que me vean así. Ya piensan que soy rara y una inútil, mejor no darles motivos para que encima crean que estoy ida del todo. 

Dejé el cuchillo sobre la tabla de cortar y me acerqué a ella.

—A ver las heridas. —Le levanté el rostro y le aparté el pelo de la cara—. Están mejorando. Esa crema es muy buena, seguro que no te quedan marcas.

—Sí, pero todavía se me notan las heridas, y si me pongo maquillaje, se me van a infectar. —Me miró con los ojos muy abiertos—. ¿Qué hago? ¿Qué les voy a decir?

—Pues les dices que te ha atacado un gato.

—¿Qué dices?

—Sí, si te preguntan, les cuentas que te ha atacado el gato de un amigo de tu novio. Diles que ese chico vive en el campo, fuisteis allí a verlo y a tomaros algo, y resulta que tenía gatos asalvajados. Tú te acercaste a uno y te arañó. Fin. —Me aparté para comprobar el estado del contenido de la olla y la retiré del fuego—. Ah, y de la ruptura mejor que no cuentes nada, eso se queda entre nosotras.

María pareció quedar conforme, me dio las gracias y se fue. Me quedé de nuevo sola en la cocina, tratando de estar en todo a pesar de tener solo dos brazos. Una vez terminé con las patatas, me puse a preparar la macedonia. Y, tras esperar a que las doradas estuvieran listas, emprendí mi búsqueda de uvas.

Eran cerca de las siete de la tarde. Ya no podía ir a ninguna tienda, así que abrí la puerta del piso, tragué saliva y llamé uno por uno a los timbres de los tres vecinos de mi planta. A cada uno le expliqué mi situación, sonriendo y pidiendo disculpas por las molestias. El primero me dijo que tenía ya todas las uvas contadas y colocadas en vasitos, por lo que no disponía ni de una sola para darme. El segundo se respaldó en que en su casa no había uvas, porque en breve saldrían para ir a cenar a casa de su hermano y era él quien lo tenía todo comprado y organizado. La tercera era una señora mayor que, durante mi discurso, me contempló con el semblante preocupado. La había visto en un par de ocasiones, pero solo habíamos intercambiado algún que otro saludo. Cuando terminé de hablar, se marchó por el pasillo de su casa y al rato apareció con un bol enorme lleno de uvas.

—Toma, hija, son tuyas si las quieres. —Extendió sus manos y acercó el bol a las mías.

—Pero..., son muchas, se va a quedar usted sin ninguna —contesté, sin atreverme a coger el regalo que me ofrecía.

—Mi marido y yo no las necesitamos, cada vez comemos menos. Además, ya no aguantamos hasta las campanadas, solo nos quedamos despiertos si tenemos compañía. Había comprado todas esas uvas para mis hijos y mis nietos, pero al final este año no van a poder venir. —Volvió a acercarme el bol—. Ten, así las aprovecháis vosotros.

Agarré el bol, le di las gracias efusivamente y regresé a mi piso.

 

Las chacinas simples, ricas, pero no demasiado, como las que uno puede comer cualquier día para desayunar. La crema de calabacín sosa, excesivamente líquida. El pescado seco, solo se podía tragar gracias a las patatas, que según dijeron era de lo poco que por el momento se salvaba de la cena. Esos fueron los comentarios de mis hermanos y mis sobrinos que tuve que soportar mientras iba recogiendo las sobras y sacando la siguiente tanda de platos, sin ni siquiera sentarme a comer. Había tenido que ir saciando mi apetito en la cocina, entre las idas y venidas. Mis cuñadas solo se levantaban de la mesa para proveerse de más bebida fría de la nevera. Una de ellas había traído una ensaladilla de gambas casera, la cual había repartido en varios platos esparcidos por la larga mesa. Sin embargo, la otra venido con las manos vacías y, aun así, entre el barullo de voces que se alzaba en el comedor, hubo un momento en que se oyó claramente la suya: «A mí me habría quedado mejor».

—Mamá. —María estaba apoyada en el marco de la puerta de la cocina, como había hecho horas antes. Llevaba el pelo suelto y liso, colocado de tal manera que ocultaba parte de sus heridas, y estaba ataviada con un vestido negro ajustado.

—¿Qué? ¿Qué pasa? ¿Hace falta algo en la mesa? —le pregunté con la fuente de macedonia en una mano. La dejé sobre la encimera y comencé a sacar cuencos pequeños de la alacena.

—No, no es eso, es que te pido que me dejes quedarme en la cocina contigo o que me dejes irme de aquí. Adonde sea. —Terminé de sacar los cuencos y la miré. Tenía los ojos llorosos. Cerró la puerta de la cocina, vino hacia mí y me abrazó—. Lo he intentado, mamá, de verdad que sí. Cuando me han preguntado por lo de la cara, les he contado la historia del gato y se han reído de mí en mi cara. Seguro que nadie se la cree. Apenas me hablan, todos hablan entre ellos, como mucho con papá, pero a mí me dan de lado. Esa gente..., esa gente que está ahí, en el comedor, no son mi familia. Tenemos la misma sangre, pero no son mi familia.

Me separé de ella y le sujeté las manos.

—Mamá, no me hagas volver ahí, por favor —me suplicó.

        Cogí la fuente de macedonia y la volví a meter en la nevera. En su lugar, saqué el bol de uvas y sonreí.

—Venga, vámonos. —Me dirigí hacia la puerta de la cocina, la abrí. El barullo de voces había ganado intensidad, tanto que no se distinguía absolutamente nada de lo que unos y otros decían. Por eso, tampoco se oyó el sonido de la puerta de la entrada al cerrarse.

María y yo llamamos a la puerta de la vecina de al lado. Eran las once de la noche. La señora abrió la puerta despacio. Tenía los ojos somnolientos y el pijama ya puesto.

—Perdonen, ¿estaban ya durmiendo? —le pregunté.

—No, todavía no, pero casi —respondió. Sus ojos repararon primero en el bol y luego en María, que estaba a mi derecha—. ¿Pasa algo con las uvas? ¿No están buenas?

—No, verán, es que... si no les importa, nos gustaría comérnoslas con ustedes. —La anciana parecía extrañada—. Nosotros somos muchos, y ustedes dos están solos, así que... hemos pensado repartirnos un poco.

Ella me observó fijamente unos segundos. Lo cierto es que yo no me había mirado en un espejo en toda la tarde, ni siquiera cuando me cambié de ropa. Tampoco me había maquillado, en cuanto saqué del neceser el pintalabios, llamaron a la puerta y tuve que dejarlo sobre la peinadora. Ya no pude volver a por él. Por lo que, aunque intentara ocultarlo, probablemente mi rostro cansado y mi pelo revuelto delataban mi estado.  

—Venga, no os quedéis ahí. —Esbozó una media sonrisa, se dio la vuelta y empezó a avanzar por el pasillo hacia el salón—. Entrad ya, que nos van a dar las uvas.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.