Doce uvas
Me había pasado toda la mañana recorriéndome la ciudad. Primero, había
parado en el mercado de abastos, donde me había peleado con una señora para
conseguir el último par de doradas de la mar, que prepararía a la sal con
patatas panaderas. Allí también me había parado a comprar la verdura para
elaborar el primer plato, una crema de calabacín; y la fruta para hacer el
postre, una macedonia. Porque los turrones y los mantecados iban a necesitar un
acompañamiento ligero para ir bajando. Después, había ido a la panadería que
hay junto al mercado, donde me había hecho con una buena telera de pan de
campo, dos paquetes de picos y dos bolsas de patatas fritas caseras, que serviría
en el aperitivo junto con las chacinas, de las que ya me había provisto el día
anterior. Y, por último, a mediodía me tuve que pasar por el supermercado a
comprar pan y picos sin gluten para uno de mis sobrinos.
Cuando llegué al piso, solté las bolsas sobre la encimera
de la cocina y me puse a organizarlo todo, vi que no había comprado las uvas. Rebusqué
en la bolsa llena de mandarinas, peras, plátanos y una piña, introduciendo
repetidamente el brazo y palpando el fondo, pero no pude encontrar lo que no
existía. Faltaba tan solo un día para Nochevieja y no teníamos las uvas.
Me limpié con el dorso de la mano el sudor que me brotaba
de la frente y miré el reloj de mi muñeca. Eran casi las tres de la tarde. Los
puestos de fruta del mercado ya estarían cerrados, así como las fruterías del
barrio, pero aún podía volver al supermercado a por unas de bandejas de uvas.
Me apresuré a guardar el contenido de las bolsas que todavía se esparcían por
la cocina y me marché.
Todos los años nos pasaba lo mismo, siempre acabábamos
dejando la preparación de la cena de Nochevieja para el último momento. Nos
preocupábamos antes de qué ropa nos íbamos a poner que de la comida, como si para
despedir el año bastara con que nos reuniéramos, todos elegantísimos, frente a
una mesa de platos vacíos y nos nutriéramos de las conversaciones insulsas que
fueran surgiendo.
En el supermercado, apenas quedaban seis bandejas de uvas
pequeñas que, en su mayoría, en lugar de lucir un tono verde blanquecino,
habían adquirido un color pardo. A mi alrededor aparecían diversas personas que
contemplaban las bandejas y enseguida se marchaban. Para que todos los
comensales pudieran disponer de doce uvas, iba a necesitar como mínimo dos
bandejas de medio kilo, pero solo había una que mereciera la pena. Volví a
mirar mi reloj. Las tres y media. Con la cesta de la compra vacía y sin haber
preparado el almuerzo. Suspiré y me alejé de la sección de frutas. Acabé
comprando una empanada de atún ya hecha y regresé al piso, donde me la comí
sola.
—Manolo, ¿mañana me puedes hacer un favor? —le pregunté esa misma noche. Él
había llegado del trabajo tarde, se había duchado y, tras comerse un trozo de
tortilla de patatas y una manzana, se había ido directo a la cama, alegando que
estaba muy cansado. Yo me tumbé a su lado una hora más tarde, después de haber
fregado los platos y haber estado viendo la tele un rato. Me froté las manos
varias veces antes de rozar con ellas el hombro de mi marido—. Manolo, venga,
que sé que todavía estás despierto. Si no, ya estarías roncando.
Él se dio media vuelta y entornó los ojos. Aflojé la
intensidad de la luz de mi mesa de noche y me aproximé a él.
—Manolo, hoy no he podido comprar las uvas. ¿Te importa
comprarlas tú mañana por la mañana?
—Carmen, pero ¿cómo se te han podido olvidar? ¿No has ido
a hacer la compra por la mañana? Y por la tarde, ¿qué? Digo yo que el
supermercado estaría abierto, podrías haber ido —suspiró y se volvió a girar de
cara a la pared de la derecha, envuelto en las sábanas—. Ya sabes que mañana
trabajo, no puedo.
—Mira, Manolo, me he pasado todo el día haciendo cosas.
Por la tarde he estado fregando los manteles para mañana, que tenían un sinfín
de manchas incrustadas porque alguien los guardó el año pasado sucios y
no dijo nada. Y yo, como siempre, he tenido que pasarme un buen rato frotando
para que quedaran impecables. —Me detuve y guardé silencio unos segundos, pero
no obtuve respuesta alguna. Me aparté de su lado, apagué la luz y yo también me
enrosqué en las sábanas, de cara a la pared de la izquierda. Las flores
violetas y anaranjadas que adornaban nuestras sábanas eran las únicas que había
podido acariciar en los últimos años—. Siento que te hagan trabajar mañana,
pero por favor, Manolo. Sales a las doce y media, pásate un momentito por una
frutería y ya está, por favor te lo pido. Yo mañana por la mañana no puedo,
tengo que limpiar la casa y luego me pondré a preparar la cena.
De nuevo, silencio. Cerré los ojos y apreté los labios.
Enlacé mis brazos rollizos sobre el torso y me preparé para dormir, con las
manos pegadas al rostro.
—Vale, lo intentaré —murmuró Manolo.
De madrugada comenzaron a oírse débiles gemidos, lamentos entrecortados que
traspasaban las paredes. Miré a Manolo, quien parecía dormir profundamente, a
pesar de tener el ceño fruncido. Tal vez estuviera teniendo un sueño poco
agradable, pero no daba la impresión de que fuera a despertarse. Junto a su
mesa de noche, las cifras verdes de un reloj digital brillaban en la oscuridad
del dormitorio. Eran las cuatro y media de la madrugada. Los gemidos no
cesaban, transformándose palabras indescifrables, gritos a media voz.
Me levanté de la cama y seguí el sonido, que me llevó
hasta la habitación de María. La puerta estaba cerrada. Llamé con suavidad,
pero no la abrió, así que pasados unos segundos giré el pomo. La luz estaba
apagada, pero aun así gracias a la claridad de la ventana se distinguía la
figura de María sentada sobre la cama, con la cabeza gacha y las manos sobre el
rostro. Sus brazos y sus manos se movían rítmicamente, de arriba abajo. Ella
lloraba y gemía sin control sobre su propio cuerpo. Corrí hasta la cama y le
coloqué mis manos sobre las suyas. Tenía los dedos húmedos y calientes. Con una
mano alcancé el interruptor de la luz, la cual me descubrió la imagen de mi
hija con el rostro ensangrentado, surcado de heridas que le llegaban desde la
frente hasta el mentón, producidas por sus afiladas uñas.
—Ayuda... Ayuda... —me suplicaba con la voz ahogada por
el llanto. Las lágrimas le caían por las mejillas y desaparecían en la carne
abierta, retornando así al interior de su cuerpo.
—Ya está, estoy aquí, no te preocupes —la consolé. Al menos, mientras le sujetaba las manos no podía seguir haciéndose
daño. Le coloqué ambos brazos en el centro de mi pecho y la abracé—. María,
¿qué te pasa ahora? —Ella se esforzaba por hablar, pero se ahogaba, tosía y
entonces volvía a aquellos gemidos agudos que parecían fruto de un tormento
supremo—. Dime algo, María, dime algo —le supliqué y me separé de ella para
poder mirar sus ojos hinchados.
Horas antes, durante la cena, María había permanecido
callada y taciturna. Había pasado la tarde con su novio. Según me había dicho
antes de salir, iban a dar una vuelta por el centro, a merendar juntos y
después se iban a encontrar con unos amigos de él. No parecía que se fuera a
presentar para cenar, pero apareció a última hora, cuando Manolo y yo ya
habíamos acabado de comer. Menos mal que le había guardado un trozo de
tortilla. Lo recalentó y se lo comió mientras yo fingía ver la televisión y
aprovechaba para mirarla de reojo. Si se dio cuenta, no lo demostró. Terminó de
cenar y se fue directamente a su habitación.
—Me quiero morir... Yo..., yo no aguanto más —tartamudeó
al tiempo que se sorbía la nariz y soltaba pequeños hipidos—. Tengo 26 años, no
encuentro trabajo y mi novio..., Raúl ha roto esta tarde conmigo.... No tengo
vida, mamá... No quiero vivir otro año más, yo me quiero morir... —Terminó de
hablar y comenzó a llorar con más intensidad aún.
—María, ya está, ya está, cálmate. ¿Vamos al hospital?
—Ella negó vehementemente con la cabeza. Le acaricié un brazo y miré a mi
alrededor en busca de pañuelos, pero no vi ningún paquete. Corrí hacia el baño
y le llevé un rollo de papel—. Toma, límpiate un poco, ahora te traigo algo
para las heridas.
Por suerte, en el botiquín del baño todavía quedaba algo
de crema reparadora de cuando unos meses atrás me había quemado friendo pescado
y había tenido que ir a urgencias. Servía tanto para las quemaduras como para
cualquier otro daño en la piel. Cogí el bote de crema, un paquete de algodón y
agua oxigenada.
María ya había dejado de llorar. Estaba sentada en el
borde de la cama con la espalda encorvada, limpiándose las manos pegajosas y
tirando al suelo restos de papel enrojecido. Cerró los ojos mientras le
limpiaba las heridas con agua oxigenada. Todo su rostro estaba inflamado y palpitante,
como si le hubiera picado un insecto y se encontrara al borde de la muerte.
—Sé que es tarde, pero, ¿quieres darte una ducha
calentita antes de ponerte la crema? Y así te relajas. —Ella asintió y se bajó
de la cama. Le di el bote de crema—. Cuando acabes de ducharte y te seques, te
pones un poco por las heridas. Mañana por la mañana, te vuelves a lavar la cara
y te la pones otra vez, ¿vale? —Volvió a asentir y se metió en el baño.
Cuando regresé a mi dormitorio eran más de las cinco de
la madrugada. Manolo seguía dormido, aunque en algún momento se había tendido
sobre su espalda y había relajado el entrecejo. Dormía plácidamente, con la
barriga prominente subiendo y bajando de forma acompasada, como si fuera una
colchoneta pinchada que alguien se esforzara rn llenar una y otra vez, a pesar
de que se vaciara al instante. Casi parecía feliz.
Manolo se presentó en casa a las cinco de la tarde y sin uvas.
No había podido llegar antes porque, según me contó, su
jefe lo había retenido a él y a sus compañeros y los había invitado a todos a
almorzar, para compensar la jornada laboral en día festivo. Incluso si no lo
hubiera revelado, su aliento y su rostro sonrojado lo delataban. Me insistió en
que después de almorzar había intentado ir a alguna frutería, pero todas
estaban ya cerradas.
—Lo absurdo es que pensaras que ibas a encontrar alguna
abierta —comenté—. Ve a echarte la siesta antes de la cena, ya me encargaré yo.
—Se quedó unos minutos en la puerta de la cocina mirando cómo yo removía la
olla en la que trozos de calabacín, patata y puerro resurgían de entre un
líquido burbujeante. Luego, se marchó sin abrir la boca.
Tapé la olla y bajé la intensidad del fuego. La crema
estaba prácticamente lista, pero aún tenía que meter el pescado en el horno,
preparar las patatas y cortar la fruta para la macedonia. Saqué las dos doradas
de la nevera y las limpié. Luego, sobre la bandeja del horno extendí una gruesa
capa de sal, coloqué las doradas encima y las cubrí con otra capa de sal más
fina. Una vez en el horno, me puse a cortar las patatas.
—Mamá —me llamó María, se encontraba apoyada en el marco
de la puerta de la cocina, contemplándome. Todavía estaba en pijama.
—Ay, María, gracias a Dios que ya estás mejor. Ven, anda,
ayúdame.
—Mamá, esta noche no quiero estar en la cena.
Dejé de prestarle atención a la comida y me volví hacia
ella.
—¿Qué? ¿Cómo que no?
—Pues que no, que no quiero. —Se cruzó de brazos y agachó
la cabeza—. No quiero que me vean así. Ya piensan que soy rara y una inútil,
mejor no darles motivos para que encima crean que estoy ida del todo.
Dejé el cuchillo sobre la tabla de cortar y me acerqué a
ella.
—A ver las heridas. —Le levanté el rostro y le aparté el
pelo de la cara—. Están mejorando. Esa crema es muy buena, seguro que no te
quedan marcas.
—Sí, pero todavía se me notan las heridas, y si me pongo
maquillaje, se me van a infectar. —Me miró con los ojos muy abiertos—. ¿Qué
hago? ¿Qué les voy a decir?
—Pues les dices que te ha atacado un gato.
—¿Qué dices?
—Sí, si te preguntan, les cuentas que te ha atacado el
gato de un amigo de tu novio. Diles que ese chico vive en el campo, fuisteis
allí a verlo y a tomaros algo, y resulta que tenía gatos asalvajados. Tú
te acercaste a uno y te arañó. Fin. —Me aparté para comprobar el estado del
contenido de la olla y la retiré del fuego—. Ah, y de la ruptura mejor que no
cuentes nada, eso se queda entre nosotras.
María pareció quedar conforme, me dio las gracias y se
fue. Me quedé de nuevo sola en la cocina, tratando de estar en todo a pesar de
tener solo dos brazos. Una vez terminé con las patatas, me puse a preparar la
macedonia. Y, tras esperar a que las doradas estuvieran listas, emprendí mi
búsqueda de uvas.
Eran cerca de las siete de la tarde. Ya no podía ir a
ninguna tienda, así que abrí la puerta del piso, tragué saliva y llamé uno por
uno a los timbres de los tres vecinos de mi planta. A cada uno le expliqué mi
situación, sonriendo y pidiendo disculpas por las molestias. El primero me dijo
que tenía ya todas las uvas contadas y colocadas en vasitos, por lo que no disponía
ni de una sola para darme. El segundo se respaldó en que en su casa no había
uvas, porque en breve saldrían para ir a cenar a casa de su hermano y era él
quien lo tenía todo comprado y organizado. La tercera era una señora mayor que,
durante mi discurso, me contempló con el semblante preocupado. La había visto
en un par de ocasiones, pero solo habíamos intercambiado algún que otro saludo.
Cuando terminé de hablar, se marchó por el pasillo de su casa y al rato
apareció con un bol enorme lleno de uvas.
—Toma, hija, son tuyas si las quieres. —Extendió sus
manos y acercó el bol a las mías.
—Pero..., son muchas, se va a quedar usted sin ninguna —contesté,
sin atreverme a coger el regalo que me ofrecía.
—Mi marido y yo no las necesitamos, cada vez comemos
menos. Además, ya no aguantamos hasta las campanadas, solo nos quedamos despiertos
si tenemos compañía. Había comprado todas esas uvas para mis hijos y mis
nietos, pero al final este año no van a poder venir. —Volvió a acercarme el
bol—. Ten, así las aprovecháis vosotros.
Agarré el bol, le di las gracias efusivamente y regresé a
mi piso.
Las chacinas simples, ricas, pero no demasiado, como las que uno puede
comer cualquier día para desayunar. La crema de calabacín sosa, excesivamente
líquida. El pescado seco, solo se podía tragar gracias a las patatas, que según
dijeron era de lo poco que por el momento se salvaba de la cena. Esos fueron
los comentarios de mis hermanos y mis sobrinos que tuve que soportar mientras
iba recogiendo las sobras y sacando la siguiente tanda de platos, sin ni
siquiera sentarme a comer. Había tenido que ir saciando mi apetito en la
cocina, entre las idas y venidas. Mis cuñadas solo se levantaban de la mesa
para proveerse de más bebida fría de la nevera. Una de ellas había traído una
ensaladilla de gambas casera, la cual había repartido en varios platos esparcidos
por la larga mesa. Sin embargo, la otra venido con las manos vacías y, aun así,
entre el barullo de voces que se alzaba en el comedor, hubo un momento en que se
oyó claramente la suya: «A mí me habría quedado mejor».
—Mamá. —María estaba apoyada en el marco de la puerta de
la cocina, como había hecho horas antes. Llevaba el pelo suelto y liso,
colocado de tal manera que ocultaba parte de sus heridas, y estaba ataviada con
un vestido negro ajustado.
—¿Qué? ¿Qué pasa? ¿Hace falta algo en la mesa? —le
pregunté con la fuente de macedonia en una mano. La dejé sobre la encimera y comencé
a sacar cuencos pequeños de la alacena.
—No, no es eso, es que te pido que me dejes quedarme en
la cocina contigo o que me dejes irme de aquí. Adonde sea. —Terminé de sacar
los cuencos y la miré. Tenía los ojos llorosos. Cerró la puerta de la cocina,
vino hacia mí y me abrazó—. Lo he intentado, mamá, de verdad que sí. Cuando me
han preguntado por lo de la cara, les he contado la historia del gato y se han
reído de mí en mi cara. Seguro que nadie se la cree. Apenas me hablan, todos
hablan entre ellos, como mucho con papá, pero a mí me dan de lado. Esa
gente..., esa gente que está ahí, en el comedor, no son mi familia. Tenemos la
misma sangre, pero no son mi familia.
Me separé de ella y le sujeté las manos.
—Mamá, no me hagas volver ahí, por favor —me suplicó.
Cogí la fuente de
macedonia y la volví a meter en la nevera. En su lugar, saqué el bol de uvas y
sonreí.
—Venga, vámonos. —Me dirigí hacia la puerta de la cocina,
la abrí. El barullo de voces había ganado intensidad, tanto que no se
distinguía absolutamente nada de lo que unos y otros decían. Por eso, tampoco
se oyó el sonido de la puerta de la entrada al cerrarse.
María y yo llamamos a la puerta de la vecina de al lado. Eran
las once de la noche. La señora abrió la puerta despacio. Tenía los ojos
somnolientos y el pijama ya puesto.
—Perdonen, ¿estaban ya durmiendo? —le pregunté.
—No, todavía no, pero casi —respondió. Sus ojos repararon
primero en el bol y luego en María, que estaba a mi derecha—. ¿Pasa algo con
las uvas? ¿No están buenas?
—No, verán, es que... si no les importa, nos gustaría
comérnoslas con ustedes. —La anciana parecía extrañada—. Nosotros somos muchos,
y ustedes dos están solos, así que... hemos pensado repartirnos un poco.
Ella me observó fijamente unos segundos. Lo cierto es que
yo no me había mirado en un espejo en toda la tarde, ni siquiera cuando me
cambié de ropa. Tampoco me había maquillado, en cuanto saqué del neceser el
pintalabios, llamaron a la puerta y tuve que dejarlo sobre la peinadora. Ya no
pude volver a por él. Por lo que, aunque intentara ocultarlo, probablemente mi
rostro cansado y mi pelo revuelto delataban mi estado.
—Venga, no os quedéis ahí. —Esbozó una media sonrisa, se dio la vuelta y empezó a avanzar por el pasillo hacia el salón—. Entrad ya, que nos van a dar las uvas.
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