domingo, 23 de febrero de 2025

-Relato 6 de Miguel Fabia

 SOLAR


Días de mi escritura, solar del extranjero.


ENRIQUE LIHN



He aquí otra vez, tieso en tu silla ante el reproche de la hoja en blanco, los dedos muertos sobre las teclas, la idea no aparece, no aparece, el tomo de K. Dick junto al cenicero ahogado en colillas fracasa en su labor de talismán. Para qué insistir, la humillación de la insistencia te obliga a cerrar el ordenador de golpe. Detrás del ordenador aparece, oculta hasta ahora, la foto. La miras como se mira el humo de la chimenea desde una choza sin leña, la chica y su pelo rojizo derramado sobre un colchón de nubes rojas, la sonrisa empinada en una punta de la boca ocultando –qué tarde lo viste– la leña mojada de su palabra, la burla. Pones la foto boca abajo y te levantas, tomas la chaqueta negra que en algún cumpleaños te regaló T. y recoges la cajetilla de cigarros entre las latas vacías de cerveza en el piso, miras la foto unos segundos más, entonces el portazo, tus zapatillas repicando por las escaleras, la anestesia de la noche al fin. 


Sin prosa te quedas solo contigo y eso no es suficiente. La cura está en la ciudad, te seduce el laberinto de sus calles, te reduce solo a un ojo que mira: allá el mendigo hablando solo, el perro con la pata arriba, dos chicos revolcándose en el pasto de la plaza. Miras todo y a la vez eres todo, cada rincón de la ciudad esconde un pequeño agujero por el cual te puedes escabullir. La ciudad como un talismán o una chimenea, eres el hilo de agua que serpentea por la orilla de la calle buscando la boca de la alcantarilla.


Querías perderte, pues ahí lo tienes: una extraña niebla de verano se posa sobre la ciudad. Enciendes un cigarro, perro y mendigo se desvanecen. La calle ya no es tan distinta a una hoja en blanco, ante ti se abre el laberinto de los pensamientos. El periódico, el hijo de puta de tu jefe que te corrige los textos sin siquiera mirarte, tu cara detrás de una niebla. La niebla, la niebla: te sorprendes dentro del laberinto. Huyes rápidamente de ahí, solo quieres ser el ojo que mira. Pero la ciudad es una hoja en blanco que pide tinta, bajo la tinta el pelo rojizo de L., la extensión de sus labios al bostezar, sus nalgas. Ella fumaba contra un colchón de nubes rojas y decía que toda palabra es el accesorio de un cuento. Ella decía que el amor siempre se queda en la punta de la lengua y que la lengua no había sido creada para decir. Ella decía: No tengo nada que decirte. Ella decía: yo no amo yo deseo. Ella desaparece, la tinta deja de dibujarla: una piedra se interpone con tu zapatilla. Besas la acera, su rígida humedad. Habrías deseado caer sobre sus nalgas. 


Despegas la cara del suelo, el reloj hecho trizas en tu muñeca. Pestañeas, un cartel de neón flota difuminado en la espesura: SOLAR. Querías perderte, pues ahí lo tienes. Te dejas arrastrar como un hilo de agua hacia una boca desconocida. 


Un laberinto de sombras, una alfombra que se estira como una lengua invitándote al después de la palabra. El laberinto acaba ante una gruesa y alta cortina roja, la abres como si fuera el pelo de L., tu mano una leña encendida. 


Deberías hacerte preguntas. Tal vez: ¿Dónde estoy? Tal vez: ¿El amor es siempre la palabra sin humo entre una muñeca y un mendigo? Deberías, pero no das lugar. El hombre completo es el hombre que se ignora: Pessoa, llorón por antonomasia. No eres distinto. Lo haces bien. 


Un amplio salón oscuro tras la cortina roja, desde el techo una lenta lluvia de luces moradas. Ignorándote sin llanto, observas. Pequeñas mesas redondas en torno a una tarima, observas. Cuerpos elegantes ante las mesas, solitarios en su elegancia de terciopelo y charol, sus reflejos vacíos en el fondo de un vaso de whisky, esperan. No sabes qué, pero esperan. Así que te unes a ellos, a su soledad, a su espera. Te sientas y nadie te mira, cada mesa un archipiélago entre los que no media siquiera una palabra de humo, observas. Sin mirarte un camarero te deja un vaso de whisky, luego desaparece bajo la lluvia de luces moradas. Ignorando tu reflejo en el whisky, esperas sentado alrededor de la tarima. Espera sin pensamiento: T. S. Eliot, desesperanzado por antonomasia. Lo haces bien. 


Escampa la lluvia morada, un haz de luz blanca cae abrupto sobre la tarima. De pronto, una lluvia de techno oscuro, sensual como un colchón de nubes rojas. Lento fluye el techno a través de las mesas, entonces aparece ella. Corta es su falda sobre la tarima, cada lentejuela de su falda es un pequeño destello por el cual te puedes escabullir. Observas, una gota de whisky se queda palpitando en tu labio inferior cuando ella se pone a bailar. Toda ella un archipiélago, su pelo azul, más azul bajo el haz, yendo y viniendo sobre sus hombros en el calmo vaivén del techno. Lo hace bien, su cuerpo moviéndose como el humo de un cigarro o de la palabra que siempre quisiste quemar, tus ojos dos leñas encendidas.  


El techno no escampa, pero ahora la mujer observa, el pelo azul descansa sobre sus hombros. Encumbrada en la tarima observa los cuerpos que la observan desde las mesas, la gota de whisky sigue palpitando en tu labio inferior. De pronto mueve una pierna, luego la otra, sus tacones repicando por las escaleras. A través de las mesas camina ahora la mujer, es una estela del techno. Cada cuerpo de terciopelo y charol clavado a las sillas recibe su mirada, y sin embargo la mirada solo se detiene en una desteñida chaqueta negra. Clavado a la silla, esperas sin pensamiento, la mujer camina hacia ti como una palabra jamás dicha. Sus manos de pronto sobre la mesa, su escote encumbrado como un colchón de nubes rojas, los destellos de sus lentejuelas concentrándose en la gota de whisky sobre tu labio. Con su mirada ella quema tu pensamiento, estás vivo. Encumbra una mano, su dedo te hace una seña para que la sigas. Como un perro obedeces, al levantarte palpas la envidia de los cuerpos a tu alrededor. Obedeces, como un mendigo detrás de una chimenea persigues el pelo azul que flota hacia un rincón sombrío del salón, eres un hilo de whisky en busca de una boca que guarde aún una palabra. 


No deberías pensar. Persigues a la mujer a través del hilo ondulado del techno, pero piensas. Tu viejo amigo T., el cumpleaños en que te regaló la chaqueta, cómo se emborracharon aquella noche. Ojalá estuviera aquí, viendo lo bien que estás. Como si nada. Como si la choza nunca se hubiera quemado. 


Una puerta blanca surge de la negrura, el pelo azul se hunde en una sala repleta de espejos. Hace mucho tiempo que no palpabas tu imagen, tu tronco flaco, el pelo ondulado tejiendo sortijas sobre tus sienes. Nada mal, piensas, tu rostro una niebla agradable. De pronto tu reflejo se ve acompañado por el rostro de la mujer que surge como un techno lento detrás de tu hombro, una champaña rosada en sus manos, las lentejuelas pestañeando hasta el infinito en los espejos. Ojalá T. estuviera aquí, estás mejor que nunca. Ojalá L. estuviera aquí para comprobar que el incendio de la choza jamás te importó. Ojalá ambos estuvieran aquí para ver cómo vibran los labios de la mujer al costado de tu oído: ¿Esta noche es noche de conservación o salto al vacío? Te giras y quedas ante ella, sus ojos, tu reflejo encendido en su mirada, estás vivo: ¿Qué esperas, chico? No esperas nada, salvo aliviar esa trastornada sed de absolutos que durante tantas noches alargadas se ha apoderado de ti. No esperas y no piensas, te lanzas a ella: no tocas nada. Te hundes en una imagen incorpórea como un mendigo entrando a una choza de humo. Vuelves a la carga, vuelves a fracasar. Tu voz un crepitar de cenizas: ¿Qué es esto? La palabra oculta emerge: Calma, chico. Todos aquí son prisioneros de sus invenciones. Te giras, tus zapatillas repicando hacia la puerta. Tu mano fracasa con la manilla. Tu mano es humo. La mujer camina hacia ti. Tienes miedo. Aunque solo por un rato. 


Una resaca te carcome las sienes. Sudoroso y jadeante, te refriegas los ojos. Estiras la mano hacia el velador y tomas la libreta. Anotas: Todos aquí son prisioneros de sus invenciones. Te pones de pie, corres al baño a mear esquivando las latas vacías de cerveza en el piso. Te lavas la cara, intentas ordenar los rizos pegoteados a tu frente en los trozos del espejo que tú mismo rompiste cuando te enteraste de todo. Vuelves a la habitación, el sudor ha dibujado tu silueta sobre las sábanas. Miras el móvil. 11:37. Entrabas a la 8:30. El editor te va a putear. Mejor otra cerveza, el sol que exalta la ventana atiza tu sed. Abres el frigorífico pero, mierda, no queda ninguna. Bajas a la calle en busca de provisiones. Mucha gente en la acera, los miras y tienes una sensación extraña y no entiendes por qué. Llegas al supermercado, caminas buscando cruzar mirada con alguien: la joven con el bebé, el niño que corre por el pasillo de galletas pateando una pelota, el viejo gordo que titubea entre pan blanco y pan integral. Fracasas. Pagas las cervezas y vuelves al apartamento. Destapas una, le das un trago largo, sales al balcón y observas la calle. Hace un año vives aquí, pero nunca antes habías reparado en que la gente allá abajo se ve tan pequeña. Enciendes un cigarro, qué afortunado es T., ojalá pudieras volver al SOLAR. Al menos ya tienes leña para la hoja en blanco. 


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