Ojo de Loro
El loro que vive en el patio de la casa de los Martínez empieza a rezar el padrenuestro con el amanecer, justo antes de que los rayos amarillos atraviesen los ventanucos de la casa. Doña Amparo se levanta con los cabellos desordenados y una sonrisa victoriosa.
–Amén –se dirige al loro mientras le ofrece varios guineos maduros–. Ay, ojalá este pelao se levantara temprano y te siguiera el ejemplo.
–Amén –el loro le contesta.
Doña Amparo no se demora nada en preparar el café, empieza a manipular los trastes de la cocina. El olor inunda la pequeña cocina desordenada a medida que la luz del sol la colorea de grises cada vez más claros. Hay una canasta en la esquina con varias ramas de cilantro, perejil, racimos de ajo, tomates muy maduros, remolachas y zanahorias. En la otra esquina de la cocina estaba la nevera de un amarillo mohoso llena de manchas con varios imanes de vírgenes y santos decorándola, y una pila de platos al lado del fregadero. Además, había una lata a medio oxidar decorada con una ilustración del Buen Pastor y cargada de cubiertos manchados y un cucharón de madera.
–¡Gabriel! –Doña Amparo toca la puerta de su nieto–. ¡Levántate! ¡No seas flojo, que tenemos que ir a la iglesia!
Al otro lado de la puerta, el joven muchacho se frota los ojos y bosteza. Las plegarias del loro en el patio y los llamados persistentes de la abuela lo levantan de manera instantánea. Su habitación está más bien ordenada, con un montículo de cuadernos en un escritorio pequeño y algunas toallas y mudas de ropa extendidas en el suelo y sobre algunas cajas.
–¡Ya salgo, abuela, no me demoro! –revisa con cuidado, antes de abrirle la puerta, que una caja junto a su armario esté bien cubierta con varias toallas. No se alcanza a distinguir qué hay dentro de la caja. Sale de la habitación y se sienta junto a ella para tomar el café y el desayuno.
–Ay, mijo, alístate rápido para que alcancemos a llegar a la misa de siete –lo apura Doña Amparo cortando otra tajada de queso para poner sobre la arepa. Gabriel se queda mirando fijamente los movimientos del humo que baila en espiral sobre los pocillos de café.
–Abuela, qué pena con usted. Es que yo quedé en ayudarle hoy al vecino en la mañana con unas cosas de pintura que él está haciendo para la casa. Pero yo luego puedo ir a la misa de la tarde.
Doña Amparo lo mira con detenimiento por unos segundos sin responderle nada, hasta que al final asiente.
–Está bien. Pero que no se te olvide ir a la misa, que el que no va los domingos le está entregando el alma al diablo.
–Amén, abuela.
Apenas la puerta de la casa se cierra y la abuela no está, Gabriel corre a destapar la caja de su cuarto. Saca una bolsa de acrílicos, la paleta de plástico, unos pedazos de cartulina pequeños y los pinceles de su escondite. Sonríe, y se dirige al patio. Se sienta frente al loro, abre la pintura verde y empieza a dar los lentos, suaves trazos de las plumas. A medida que va avanzando con la figura, el loro le habla.
–¡El juicio se acerca!
El pincel deja un montón de distintos tonos de verde que despacio van adquiriendo un contorno con forma de ave. Lentamente el amarillo se va abriendo paso en una nube de llamas plumífera.
–¡Oh, criaturas de la carne!
El patio es más grande que la cocina y la habitación de Gabriel juntas. Tiene un palo de mango y varias macetas con hibiscos en las esquinas, además de una estatua de la virgen en otra de las esquinas, un comedero para el loro y una casita de madera pequeña, colgada del palo de mango con la pintura a medio descascarar.
–El que camina entre los vivos y los muertos…
Los tonos amarillos en la base del cuadro van adquiriendo forma de garras largas, patas de ave abiertas y afiladas envueltas en la rama de un árbol. Gabriel comienza a sudar a medida que hace rendir la pintura y mezcla colores en su paleta para alcanzar algunos tonos diferentes y degradados en la cartulina.
–¡Líbranos del mal! … ¡El primero en ser juzgado!
En la otra esquina del patio hay algunos restos de madera ennegrecida, ceniza, piedras manchadas de carbón y una barbacoa desarmada oxidada. De pronto, un gato amarillo con manchas de tigre pasa de rapidez, se fija en Gabriel, maúlla, pero enseguida sale corriendo y se trepa por el muro por donde se metió.
–El alma del que peca será devorada.
Gabriel abre la pintura roja para añadir algunos detalles a la figura del loro, pero se derraman varias gotas gruesas encima de la cartulina sobre la cabeza del animal.
–¡Cuidado con el abismo! No habrá gritos…
Con rapidez, intenta rescatar la imagen utilizando el pincel, levantarle alguna cresta o hacerle un decorado de plumas rojas en la cabeza, pero el rojo se extiende sobre las plumas verdes más parecido a un derrame de sangre.
–Vengan a mí los que están perdidos… los que ya no tienen retorno.
En ese instante, la puerta de la casa se abre y Doña Amparo recorre el pasillo. Su cartera está en la mesa de la cocina y la había dejado olvidada al salir para la misa. La recoge afanada, pero se percata de que Gabriel se encuentra en el patio.
–Ajá, ¿y tú qué? ¿No estabas donde el vecino… –Gabriel, de un sobresalto, intenta ocultar las pinturas, la cartulina, la paleta, pero es demasiado tarde. La expresión de su abuela se vuelve una estatua fría, igual que una gárgola en una iglesia. Todas las líneas de su rostro se marcan, su mirada cae como un castigo lleno de versículos del Apocalipsis–. ¡Gabriel Martínez! ¿Cuántas veces voy a tener que decirte que esas cosas de pintar son del diablo? ¡Ay, Dios mío! ¿Es que tú no tienes respeto por tu pobre abuela? ¿Ni por el señor Jesucristo?
–Abuela, déjeme explicarle…
–¿Es que tú te quieres ir al infierno? Desconsiderado. ¡Y encima me vas a corromper al pobre animal que es más devoto que tú! –señala al loro.
Gabriel se frota los ojos. Varias manchas de pintura roja se mezclan con un par de lagrimones. Las cejas de Doña Amparo no parecen suavizarse. Al contrario, fruncen aún más. Ella se le acerca, impetuosa.
–Mira, pelaito malparido –su voz está cerca de volverse un gruñido–. Hay varias cosas que tú tienes que entender –lo jala por una oreja para levantarlo de la silla y lo arrastra por los pasillos de la casa. Llegan a la sala donde Doña Amparo tiene algunas imágenes de santos, una cruz, varios rosarios y la foto de los padres de Gabriel. El loro vuela detrás de ellos y se para junto a la cruz–. Ellos –señala la fotografía– se esforzaron mucho para que tú pudieras volverte un hombre decente. Un hombre como Dios manda. Que sea digno después de encontrarse con ellos en el Cielo. ¿Qué haces tú con esas tonterías? –zarandea las manos y a Gabriel, que lo tiene casi aferrado de la camisa–. ¿Es que tú no te das cuenta que si sigues con esas cosas te vas a ir al Infierno?
–¡Pero abuela, por qué! Si yo no pinto nada malo, eso no tiene nada de malo, por favor, déjeme pintar que eso es lo que más me gusta hacer –Gabriel se frota la cara de nuevo.
–¡Shhh! ¡Obedece! Dijo el Señor: No te harás imagen ni ninguna semejanza de lo que está arriba en los cielos, ni abajo en la tierra, ni en las aguas debajo de la tierra. No te inclinarás a ellas ni las servirás; porque yo soy el Señor, tu Dios, fuerte, celoso, que visito la maldad de los padres sobre los hijos hasta la tercera y cuarta generación de los que me aborrecen. ¿Escuchaste?
Gabriel asiente con los ojos enfurruñados.
–¡Mírame! –levanta la cara del niño hacia ella y él abre los ojos mojados–. Dice la Biblia: –Doña Amparo abre una de las páginas de su Biblia y se la lee al pie de la letra– La lámpara del cuerpo es el ojo; así que, si tu ojo es bueno, todo tu cuerpo estará lleno de luz; pero si tu ojo es maligno, todo tu cuerpo estará en tinieblas. Ahora, Gabriel, ¿cómo vas a tener un ojo bueno cuando te pones a hacer esas vainas feas? ¡Ya te lo he dicho y ojalá que esta sea la última vez!
Doña Amparo lo arrastra de nuevo al patio. El loro los sigue y se queda mirando el cuadro con su ojo naranja saltando de la pintura, a Doña Amparo, a Gabriel, y otra vez a la pintura. Sus iris negros destacan en mitad de un océano flamígero. El loro casi no parpadea. Ella levanta el cuadro y lo arroja a la tierra del patio.
–¿Hay más? –Gabriel baja la cabeza–. ¡Contesta! ¡Que Dios te está mirando! ¿hay más?
Asiente. Doña Amparo lo lleva a su cuarto y destapan la caja donde Gabriel los tiene guardados. Abren la caja. Hay una cantidad de paisajes, puertos, árboles, otras imágenes del loro comiendo, incluso un cuadro igual a la fotografía de sus padres. Ella los observa como si fueran alguna sustancia venenosa, como si se trataran de un cuerpo en descomposición y tuvieran un olor espantoso a podrido.
–¡Eres una vergüenza, Gabriel! Que el Señor te perdone.
Lleva los demás al patio y los tira sobre el otro, con los pinceles y la paleta. Luego va a la cocina y saca una caja de fósforos.
–Esto es lo que le va a pasar a tu alma si sigues pintando –con expresión más serena, casi sonriendo, Doña Amparo enciende uno de los fósforos. La pequeña mecha brilla tan anaranjada como los ojos del loro.
–¡Vergüenza, vergüenza! –a medida que los gritos del loro se extienden en el patio, las llamas se hacen más grandes. Doña Amparo prende más fósforos para acelerar el proceso. Gabriel intenta sacar sus creaciones de las llamas, pero ella lo retiene mientras él se retuerce. Las uñas largas de su abuela están casi enterradas en su pecho, como las garras del loro cuando se para sobre su brazo. El humo lo hace toser y le irrita los ojos que se terminan de cubrir con agua.
–Ay, mi niño, yo solo quiero que estés libre del pecado –lo acaricia cuando ya no queda casi nada, y todo lo que era naranjado, es gris o negro–. Vamos a la misa siguiente y aprovechamos para que puedas confesarte con el Padre.
Gabriel y Doña Amparo llegan a la iglesia. Sus paredes blancas son altas, pero las rejas de las ventanas lucen oxidadas y la maleza a los lados un poco crecida, casi alcanzando a enrollarse en las rejas. Se sientan adelante y ninguno de los dos se dirige la palabra antes de que empiece la misa, ni durante.
Por dentro, la iglesia parece mejor cuidada que por fuera. El altar tiene un mantel muy blanco, hay varios cuadros de discípulos y uno de la crucifixión del Señor. Hay dos puertas principales donde reposan dos ángeles cargando cuencos llenos de agua. Los niños se asoman y sumergen los dedos, algunos la prueban y a algunos los regañan sus padres. Varios ancianos tocan en agua y se dan la bendición en la frente. Los ventiladores del techo están encendidos y generan un rumor y aire sutil que adormece a algunos de los presentes. Cabecean durante la misa, mientras otros, peor ubicados, sudan. El olor del incienso se extiende alrededor de cada uno de los rincones de la iglesia, y las sombras de los velones encendidos hacen que las alas de las estatuas de ángeles tengan las puntas más puntiagudas, más cercanas a las alas de los demonios.
Al final de la misa, Doña Amparo se acerca al Padre y le pide unos momentos para hablar con su nieto.
–El niño se me está yendo por el mal camino, Padre. Se le olvida que no debemos adorar imágenes que no provengan del Señor, y menos tener la desobediencia de crearlas.
–Siéntate, hijo –el sacerdote lo guía al confesionario, mientras Doña Amparo los espera haciendo un rosario.
–Hijo mío, además de tres Avemaría de penitencia, debes aprender a no actuar por impulso, a no intervenir en tu realidad. Dios es sabio, y actúa de maneras insospechadas. Deja que se haga Su Voluntad. Pinta solo la voluntad del Señor –Gabriel asiente.
De camino de regreso a casa, por la calle se encuentran con un perro negro, flaco, con algunos pedazos de piel descarnada que les gruñe y arroja espuma por la boca.
–¡Ushe! –Doña Amparo realiza un ademán amenazante ante el canino que sale corriendo receloso–. A veces, hay animales a los que se les mete el demonio, por eso hay que tener mucho cuidado y estarles rezando todo el tiempo.
–¿Por eso rezas con el loro?
–¡Claro! Ese ya tiene metido es al Espíritu Santo. Deberías seguirle el ejemplo a ese animal que madruga todos los días a rezar –Gabriel suspira–. Además, hay animales que son brujas disfrazadas. Hay que tener mucho cuidado con eso. Por eso pongo veneno en la cuadra pa que no se llene de gatos. Siempre que hay uno, hay una bruja cerca. Te voy a contar lo que una vez me pasó cuando era pequeña. Mi mamá siempre nos decía que no debíamos tener animales en la casa si no los cuidábamos bien, pero nosotros nunca hacíamos caso. Un día, un perro negro apareció por el barrio, de esos que tienen los ojos muy amarillos, como si brillaran con una luz rara. Lo adoptamos, porque parecía ser un perro noble y hasta cariñoso. Pero luego, las cosas se empezaron a poner feas. Una noche, ya tarde, cuando todos estábamos dormidos, escuchamos unos ruidos. Al principio, pensamos que era el viento o algún animalito, pero no. Cuando mi papá salió al patio, vio al perro, mirando a la luna llena así fijamente como si esperara algo. Y cuando él se acercó, el perro lo miró y comenzó a gruñir con una voz que le sonaba rara, como si viniera del infierno. Entonces hubo que echarle agua bendita, hacerle unas oraciones, y encomendarse al Arcángel Miguel. Y así le sacamos los demonios de adentro. Hay que tener mucho cuidado con los animales.
Las calles se vuelven más frescas cuando una ráfaga de viento con olor a lluvia las atraviesa y el cielo se nubla. Los árboles en el andén se despeinan en un baile frenético como si le gritaran al cielo para que se abriera y dejara caer la tormenta. Gabriel y Doña Amparo se apuran para llegar a tiempo. Tienen que cerrar ventanas, poner baldes en los lugares donde se mete el agua y cerrar el patio, además de tranquilizar al loro que se pone medio loco cuando hay tormenta y ha dañado cosas, a veces el techo. Varios rayos cruzan las nubes y retumban los truenos. Las calles quedan vacías.
Cuando Gabriel y Doña Amparo llegan a casa, encuentran una biblia despedazada en la sala y al loro en la esquina, con un pedazo de papel entre las patas. Empieza a llover y el golpe del agua sobre el techo de Eternit se acelera, suena como un ejército marchando, o como un baile de almas encima del tejado.
–¡Ay, Dios mío! ¡Se le metió el diablo! –la mujer lo amenaza con la cruz y el loro lanza un graznido y se ríe. Revolotea sobre ella y se para sobre su cabeza–. ¡Pásame la escoba, Gabriel!– Doña Amparo intenta sacárselo de encima. Gabriel se aleja y los mira desde el rincón–. ¡Ay, Señor mío y Dios mío, libra a este animal del espíritu de Satanás!
–¡Satanás!
–San Miguel, Arcángel, defiéndenos en la batalla, sé nuestro amparo contra la perversidad y acechanzas del demonio –da un manotazo al ave que sobrevuela sobre ella hasta ubicarse de nuevo sobre su cabeza y agarrarle el pelo con las patas–. Reprímele, Dios, pedimos suplicantes; y tú, Príncipe de la Milicia Celestial, arroja al infierno con el divino poder a Satanás y a los otros espíritus malignos que vagan por el mundo para la perdición de las almas.
–¡Perdición de las almas! ¡Malignos! –le grita el loro al oído, haciéndola tropezar y golpearse la cabeza contra la mesa. Queda inconsciente. El loro empieza a caminar despacio sobre su pecho y empieza a hablarle a medida que se acerca a su cabeza. Un relámpago ilumina la sala haciendo brillar todavía más los ojos del loro. El sonido del trueno es tan intenso que las paredes parecen retumbar. Gabriel tiene los ojos cada vez más abiertos.
–El cuerpo es el ojo.
Inclina la cabeza hacia el rostro de Doña Amparo, baja el pico, lo levanta, mira la cara de Doña Amparo con su fulgor anaranjado.
–¡Ojo maligno! ¡Diablo! ¡Diablo! ¡Diablo!
Clava el pico en uno de los ojos de Doña Amparo y un estallido de rojo recubre su rostro y al ave.
–¡Infierno, infierno!
Gabriel sonríe y sale a su habitación apresurado. Rebusca debajo de la cama y saca una cartulina que le queda, un pincel y una caja de colores escondida para las emergencias. Por toda la casa se escucha al loro riendo y cantando una mezcla de cosas inentendibles y distorsionadas por el ruido de los truenos y de la lluvia sobre el tejado. Regresa a la sala y se pone a retratar la escena con delicadeza. Una sala oscura llena de polvo, con una mesa repleta de imágenes de santos, una estatua miniatura de la virgen, un enorme crucifijo y una colección de rosarios. Una biblia destrozada en el suelo al lado de una mujer mayor con una cuenca ocular vacía y cubierta de sangre. Un loro verde y gordo, de buen tamaño, encima del pecho de la mujer con un ojo colgando del pico, y salpicaduras rojas por todo el plumaje, riéndose enloquecido.
Está bien.
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