domingo, 16 de febrero de 2025

-Relato 5 de Alba Amador

 No te prometo nada


(…)

The Truth must dazzle gradually

Or every man be blind—


1129

EMILY DICKINSON


Se lo dije poco después de comprar los billetes, cuando me envió un mensaje por WhatsApp que decía: «Ojalá verte algún día». Respondió con entusiasmo. «¿Qué dices? ¡Qué bien!». Ahora estoy en un tren, de camino a una de las ciudades más turísticas y bonitas de España y con una sonrisa enorme que se desvanece poco a poco conforme van quedando atrás los kilómetros. No me ha enviado ni un solo mensaje. Ni uno.

En los últimos meses apenas hemos hablado. Antes, pasábamos horas al teléfono, yo tirada en mi cama, en casa, a doscientos cincuenta kilómetros de la azotea de su edificio, donde él miraba a la luna y fumaba un cigarrillo tras otro. De eso hace años. Ahora voy de camino a su ciudad y él no ha dado señales de vida.

Cuando los minutos se acumulan y se convierten en dos horas de viaje, cuando ya he llegado a Córdoba y he cogido el enlace a mi destino, cuando la azafata ha pasado ya unas seis veces con el carrito de la cafetería —sin lograr una sola venta— y unas pocas más con una bolsa de basura para recoger los restos de quienes ya traían su propia comida de casa, me remuevo en el tieso asiento del vagón y saco el móvil del bolso. Su nombre aparece el tercero entre mis conversaciones de WhatsApp.

—Hola. ¿Qué tal? Eh… Bueno, no sé si te acuerdas, supongo que no. Te lo dije hace unos meses. Nada, que voy de camino. Voy a estar allí una semana, por si quieres que nos veamos algún día. 

Envío la nota de voz y me quedo mirando la pantalla unos minutos. No ocurre nada, así que devuelvo el móvil al bolso y poso las manos sobre el libro que tengo abierto en mi regazo. Las montañas pasan lentas más allá de los campos que se extienden junto al tren y que, por el contrario, retroceden veloces. El exterior más cercano es una mancha borrosa que cambia de color bajo la luz brillante del sol de verano.

Cuando el móvil emite un sonido agudo y levanto las manos de las hojas, estas han quedado pegadas a mi piel por el sudor y la tinta se ha vuelto borrosa en algunos lugares de los poemas.

LUCAS

Holaa! Claro que me acuerdo!

Has llegado ya?

MARISOL

No, sigo en el tren

LUCAS

Podemos vernos cuando quieras

Mis dedos tiemblan cuando envío el siguiente mensaje.

MARISOL

Crees que podrías recogerme en la estación?

Alguien tose en el fondo del vagón. La azafata recorre el pasillo de nuevo y el tren comienza a disminuir su velocidad conforme nos acercamos a una de las paradas previas al destino final. Cuando Lucas responde, lo hace con una nota de voz que recibo quince minutos antes de llegar a la ciudad.

—Hola, guapa. Lo siento mucho, pero no voy a poder recogerte en la estación, no tengo el coche ahora mismo. Pero podemos vernos esta tarde, sin duda.

Cuando arrastro la maleta fuera de la estación, un viento cálido empuja mis rizos con furia. Los colores de mi falda brillan bajo el sol y la zona de coches y taxis está vacía.


El lunes por la tarde nos encontramos al final del largo paseo. Después de caminar bajo el complejo palaciego, junto a los turistas que toman fotos de los antiguos muros o de sí mismos, junto a los niños que corren alrededor de la fuente y los bares repletos; después de diez años, me siento en el bajo muro que limita a un pequeño puente y lo espero.

Aparece andando con lentitud y firmeza. Habla por teléfono con alguien y mira a todos lados hasta que sus ojos se posan en mí y una enorme sonrisa le ocupa el rostro. Es alto. Sus brazos me envuelven solo un segundo y los míos quedan en el aire cuando él se separa de mí.

—¡Hola! —exclama.

—Hola. ¿Qué tal? —Mi voz es un pitido agudo y tembloroso. Toso.

Él asiente varias veces y mira a los lados, no a mí.

—Bien. ¡Bien! Qué fuerte, ¿no? —Entonces, posa sus ojos brevemente en los míos—. Estamos aquí, juntos.

—Sí. —Sonrío.

—¿Dónde quieres ir?

Mete las manos en los bolsillos y saca un paquete de tabaco. Comienza a liar un cigarrillo.

—Tú vives aquí —sentencio—. ¿Dónde quieres llevarme?

Me observa un momento y deja escapar una media sonrisa. Un pequeño hoyuelo se forma en su mejilla derecha y yo acaricio mi mejilla izquierda.

—Por allí —señala hacia arriba, hacia la empinada cuesta— se va a un mirador muy famoso. Seguramente esté lleno de gente, pero es un buen lugar por donde empezar tu visita aquí. Y sé que te va a gustar.

Lo sigo a través de calles estrechas y empedradas. Caminamos lado a lado y, mientras él me explica algunas anécdotas de los lugares por los que pasamos, a veces, mi brazo roza el suyo. Su pelo castaño tiene algunos reflejos claros que no se aprecian en las fotos y su mandíbula es más fina. Sus hombros son mucho más anchos que los míos y sus piernas más delgadas que las mías. Entre estas calles, se desplaza sin mirar a ningún lado, mientras yo giro la cabeza en todas las direcciones posibles.

El mirador, como él había previsto, está lleno de gente. Apenas sobresale a lo lejos, detrás de toda la maraña de cabezas, el complejo palaciego que todos han ido a ver. 

—Bueno —su voz vibra muy cerca de mi oído. Está detrás de mí y se asoma un poco por encima de mi hombro—, aquí tienes unas de las mejores vistas de la ciudad, pero apenas se pueden apreciar.

—Ajá. —Giro la cabeza para enfrentarlo y su cara queda muy cerca de la mía—. ¿Conoces algún lugar donde no haya tanta gente?

Él inclina la barbilla hacia abajo, casi imperceptible, antes de comenzar a andar. Yo lo sigo a través de la multitud. De vez en cuando, saca su móvil de un bolsillo y lo revisa.

Estamos sentados en un muro, en un pequeño mirador junto a algunas casas. Las vistas desde aquí son más discretas, pero se sigue asomando una buena parte de la ciudad entre los árboles, como la luz que entra a través de la pupila de un ojo.

—¿Por qué has venido, Marisol?

Su pregunta rompe el silencio que se había formado entre nosotros. Está comenzando a anochecer y los pájaros reducen poco a poco su canto. 

—¿Cómo dices?

—Sí. —Revisa sus mensajes de WhatsApp con rapidez antes de volver a preguntar—. ¿Por qué has venido?

  Tardo un poco antes de responder.

—Necesitaba estar sola unos días. Y quería conocer la ciudad. Ya sabes que llevó muchos años queriendo hacerlo. 

—Sí, lo sé. —Suspira y sonríe—. No me creo que después de diez años nos hayamos conocido por fin.

Cuando anochece, se ofrece a llevarme al apartamento en su coche y yo acepto.

—Nos vemos mañana —dice cuando bajo del coche.


El martes, cuando despierto, está bien entrada la mañana. Me lanzo veloz hacia mi móvil, que reposa en la mesita junto a la cama, y veo que el reloj marca más de las doce del mediodía. Reviso WhatsApp y no tengo ningún mensaje de Lucas.

MARISOL

Tienes algún plan hoy?

Tardo una hora en desayunar, vestirme y buscar en Google Maps algún lugar interesante para visitar. Camino veinte minutos hasta el centro, donde las calles estrechas se convierten en avenidas anchas y asfixiadas por turistas. Los únicos vehículos que circulan por esta zona son los autobuses y los taxis.

Deambulo por la catedral y sus alrededores. Me detengo en varias tiendas y compro algunas postales y recuerdos para mi familia. Reviso el móvil constantemente, pero no tengo ningún mensaje de Lucas.

Cuando vuelvo al apartamento para comer, el móvil vibra.

LUCAS

Quieres venir esta noche con unos amigos?

MARISOL

Claro

Reviso cinco veces la ropa que traigo en la maleta y finalmente me pongo un vestido veraniego. Me maquillo despacio y me pinto los labios antes de ir a su encuentro por segunda vez.

Las conversaciones que teníamos siempre por teléfono se trasladan a la realidad, aquí sentados, en otro mirador. Sus amigos hablan distraídos unos metros más allá, mientras nosotros nos comunicamos entre susurros, frente a las luces brillantes de la ciudad abajo, muy abajo.

Le cuento qué planes tengo para el siguiente curso académico y le hablo de mis condiciones en el trabajo. «No parece que te guste, Marisol. Deja el puesto. Haz otra cosa». La conversación viaja de un tema a otro con la misma facilidad que hace años, a través del teléfono. Yo tiemblo cuando antes de ir a cenar con sus amigos, me mira a los ojos y dice:

—Quiero hablar de todo contigo.

Acabamos en un local de comida rápida. Cuando termino de pedir, camino hacia la mesa. Lucas está sentado junto a uno de sus amigos y el único sitio que queda libre es frente a este último, que me ve venir y se levanta rápidamente para cambiar de silla. Lucas gira la cabeza hacia el espacio ahora vacío a su lado y baja la mirada a su bandeja cuando me acomodo en él.

—Entonces, ¿es la primera vez que vienes? —pregunta el muchacho frente a mí, el que me ha cedido su asiento. Es rubio y bajito.

—Ajá —respondo.

—¿En serio? —añade el otro—. ¿No os habíais visto antes?

Esta vez es Lucas el que habla.

—No.

—¿Y cómo os conocísteis? —insiste el rubio.

Miro a Lucas y me encuentro con sus ojos clavados en mí. No dice nada.

—Por Facebook —explico.

—¿Hace cuánto?

—Hace diez años —dice Lucas.


Es miércoles y, después de preguntarle a Lucas si quiere verme hoy, como sola en la mejor hamburguesería de la ciudad mientras avanzo con el libro que llevaba en el tren cuando vine. Le doy un sorbo a la limonada cuando mi móvil suena.

LUCAS

Hoy vamos a ir a mi lugar favorito

Resulta ser en las afueras. Lucas conduce con una mano en el volante y la otra en la palanca de cambio. A veces mira su móvil y yo le digo que mire la carretera.

—¿Qué canción es esta? —pregunto.

—¿Te gusta?

El viento entra por la ventanilla y me azota el pelo. Más allá de Lucas, en el horizonte, el sol se está poniendo y el cielo es de color naranja.

—Sí.

—Es Ain’t No Sunshine, de Bill Withers.

—¿Puedo elegir yo la siguiente?

—Claro. —Me tiende su móvil.

—Voy a hacerte una playlist —digo. Un mechón de mi pelo se enreda en mi cuello. Él sonríe.

Llegamos a un lago enorme y rodeado por colinas. El sol ya no se ve, pero aún hay luz, y el agua del lago parece plata líquida. En la orilla, una familia recoge mesas y sillas después de haber pasado el día, mientras los niños juegan en el agua.

—Vengo aquí siempre que necesito pensar —dice Lucas.

Nos sentamos en la orilla, a buena distancia de la familia.

—¿Alguna vez te has bañado? —pregunto.

Él mira a los críos en el agua y ríe.

—Qué va. A saber la de enfermedades que se pueden coger ahí.

Observo también a los chiquillos, que chillan, ríen y salpican. 

—Pues yo lo haría sin dudar —aseguro.

Hablamos hasta que cae la noche. Me dice que se alegra de haberme conocido por fin. Reflexionamos sobre su mala suerte con las mujeres y en algún momento dice una frase que, según él, es muy importante: «Lo que ya sabes, no lo piensas».

—Significa que las personas no valoran lo que tienen hasta que lo pierden —explica. Yo asiento.

Cuando volvemos al coche, no arranca. Se queda sentado, mirando al frente.

—¿Qué pasa?

—¿Estás satisfecha con tu viaje?

—Sí, claro. ¿Por qué lo preguntas?

Me mira unos segundos, pero vuelve a centrarse en el cielo frente a nosotros.

—Es que dices que has venido para pasar tiempo sola. No quiero que te veas obligada a quedar conmigo.

Lo miro con los ojos muy abiertos y las cejas bien alzadas.

—¿Eso crees? —Él asiente dos veces—. Lucas, siempre soy yo la que te escribe para preguntarte si quieres quedar.

—Sí, pero has venido aquí por ti.

—En realidad… —Guardo silencio un momento—. Sí, he venido por mí. Pero, en realidad, he venido sobre todo para conocerte.

Una suave llovizna nos pilla mucho más tarde, bien entrada la madrugada, sobre un saliente en la zona alta de las afueras, desde donde se ve todo. Cuando llego al apartamento estoy tiritando.


El jueves es él quien me escribe primero.

LUCAS

Te recojo a las 20:00

Vamos de mirador en mirador. Me enseña todos los rincones de la ciudad y habla y habla y yo escucho y escucho.

—Eres mi guía turístico —le digo en algún momento—. Cuando vengas tú a visitarme, tendré que hacerte yo de guía.

Él ríe.

—Sí.

Acabamos en una pequeña terraza frente a unas casitas. Debajo, la música de un bar resuena y la gente conversa sin parar. Aquí arriba hay oscuridad y soledad. No hay nadie. Sentados sobre el muro y con los pies colgando, hablamos a veces. Otras, nos quedamos en silencio.

—¿Te puedo hacer una foto? —pregunta de repente.

—¿Cómo?

Lo miro mientras se levanta y se queda de pie junto a mí.

—Quiero hacerte una foto —insiste.

—Pero… Bueno…

—Venga, sí.

Me limito a mirar al frente mientras el flash salta a mi lado. Luego me levanto y me acerco a él para ver la foto.

—Sales muy guapa. —Se sienta de nuevo y yo quedo frente a él. La luz tenue de una farola lejana rebota en su cara y yo solo lo miro y lo miro—. Tienes un perfil muy bonito. Me gusta el hoyuelo que te sale en la mejilla izquierda.

—¿Tú crees? —pregunto.

—Sí, totalmente.

Sonrío y me acerco a él un poco más. Levanto la mano despacio y acaricio su mejilla con dedos temblorosos. Él solo me mira y me mira.

—A mí me gusta tu mandíbula afilada.

Lucas se inclina un poco hacia delante. Nuestras narices casi se tocan y mis piernas flaquean entre las suyas. Cuando me acerco un poco más, él se aparta y se levanta. Saca el paquete de tabaco y comienza a liar un cigarrillo. Me quedo ahí de pie un rato antes de volver a sentarme y responder a la pregunta que me lanza: «¿Crees que me parezco a algún famoso?».

Son ya las dos de la madrugada cuando su vehículo se detiene al principio de la calle donde estoy alojada. Me mantengo quieta y en silencio unos segundos antes de desabrocharme el cinturón.

—¿Quieres subir? —propongo.

—¿Al apartamento? ¿Y qué hacemos?

—Podemos seguir hablando, como siempre.

Lucas mira la hora en el móvil.

—Ya es tarde, mejor nos vemos mañana.


El viernes por la mañana le mando un WhatsApp.

MARISOL

Hoy te veo?

LUCAS

Escribiendo…

Escribiendo…

En línea.

Escribiendo…

Puedo verte un rato antes de irme a trabajar

Sentada en un banco, escucho música mientras observo la fuente frente a mí. Una pareja joven se besa más allá y dos señores mayores conversan en otro banco. Cuando Lucas aparece, se sienta a mi lado y sonríe.

—¿Qué tal la mañana?

—Bien —aseguro—. Fui a ver algunas exposiciones de arte. ¿Tú que has hecho?

—Nada interesante.

La tarde cae perezosa y cálida. El barullo de las conversaciones a nuestro alrededor nos envuelve mientras jugamos a inventar la vida de quienes pasan caminando.

—Esos —dice él— van de camino a encontrarse con su colega para jugar a la play.

Río y miro a una pareja de ancianos. 

—Ellos están recordando los años en los que comenzaron a conocerse —explico.

Lucas asiente y mira a un chico y una chica que comen helado.

—Ella está enamorada pero él no lo sabe.

Los observo y niego con la cabeza.

—Qué va, son novios —sentencio.

—No, porque están muy separados.

—Eso es porque llevan muchos años juntos y ya no sienten el fuego del principio.

Poco después, los chicos se dan un tierno beso en los labios, confirmando mi teoría.

—Te marchas el domingo, ¿no? —pregunta Lucas.

—Sí. Por la mañana.

Guarda silencio y observa a la gente.

—Mañana trabajo todo el día, no podré verte.

—No pasa nada —aseguro.

—Me ha encantado conocerte, Marisol.

Sonrío sin mirarle.

—A mí también, Lucas.


El sábado decido ir al museo de Bellas Artes. Luego paseo por el complejo palaciego. Como en el centro y por la tarde visito algunos lugares turísticos. Subo y bajo cuestas y escaleras por toda la ciudad.

Finalmente, ya en el apartamento, hago la maleta, preparo la cena y le escribo a Lucas antes de poner una película.

MARISOL

Qué tal en el trabajo?

Crees que podrás venir mañana a la estación?

Y te despides de mí

La película está por acabar cuando responde.

LUCAS

Lo intentaré

No te prometo nada


La estación está hasta arriba de gente. Trenes van y vienen, familias se reencuentran y otras se despiden. Hace calor y el vestido de tirantas que llevo puesto se pega a mi piel. Yo estoy sola entre tanto alboroto.

Los minutos pasan y pasan y yo reviso el móvil una y otra vez.

—El tren con destino a Córdoba efectuará su salida en quince minutos.

El anuncio de megafonía hace que me ponga de pie. Alguien abre la puerta de la estación y una ráfaga de viento acaricia mis mejillas húmedas por el llanto. Me uno a la cola de pasajeros y avanzo despacio. Cuando llega el momento de pasar por el control de seguridad, me aparto a un lado y dejo que los demás me adelanten. Respiro hondo, dejo de llorar y miro a la puerta.

En pocos minutos, mi móvil vibra.

LUCAS

Sigues aquí?

Te has ido ya?

MARISOL

Sigo

Entra en la estación a paso ligero. Avanza entre la muchedumbre mirando atentamente a su alrededor, hasta que sus ojos se posan en los míos y se detiene. Luego retoma el paso y se acerca a mí.

Una fina cuerda de tela, que delimita la fila de pasajeros, nos separa cuando nos abrazamos.

—Pensaba que no ibas a venir.

—Me he quedado dormido —confiesa.

No dice nada más, yo tampoco. La cola avanza y megafonía anuncia que quedan cinco minutos.

—Tengo que irme —digo en un susurro.

—Sí. Ya nos veremos.

—¿Vendrás alguna vez?

—Claro.

—Me he sentido muy cómoda estos días —confieso.

—Qué mona eres. 

Con un último y corto abrazo, nos despedimos y paso por el control de seguridad. Lo veo marcharse sin mirar atrás.

El tren ni siquiera ha comenzado a avanzar cuando le envío un último mensaje.

MARISOL

Quería decirte muchas cosas, pero no sabía cómo

Estoy muy agradecida por estos días, eres importante para mí

Espero que sigamos manteniendo el contacto y conservemos esto

Espero verte pronto

Cuando ya he llegado a Córdoba y he cogido el tren de enlace a casa, cuando ya le he visto la cara a la azafata muchas veces y el niño que está sentado delante para de llorar, recibo su respuesta.

LUCAS

Estaba muy cansado y he seguido durmiendo

Yo también espero verte pronto


Al día siguiente no hablamos, ni al siguiente. Al siguiente sí, pero al otro no. No me ha enviado la foto que me hizo y no ha venido a verme. En las fotografías siguen sin mostrarse sus reflejos claros en el pelo y tampoco se aprecia la finura de su mandíbula.


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